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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

El ahorcado de la iglesia (10 page)

BOOK: El ahorcado de la iglesia
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En su casa encuentro a Van Damme, llegado en avión de Bremen; Jef Lombard, fotograbador en Lieja, y Gastón Janin, nacido en Lieja también
.

Cuando vuelvo a París en compañía de Van Damme, éste intenta echarme al Marne
.

Y vuelvo a encontrarle en Lieja, en casa de Jef Lombard. Éste, hace unos diez años, se dedicaba a pintar y las paredes de su casa están cubiertas de dibujos de esa época representando ahorcados
.

En los periódicos, a donde me dirijo, los números del 15 de febrero del año de los ahorcados, han sido arrancados por Van Damme
.

Por la noche, una carta sin firma me promete revelaciones interesantes y completas y me cita en un café de la ciudad. Allí encuentro, no un hombre sino tres: Belloir (llegado de Reims), Van Damme y Jef Lombard
.

Me acogen molestos. Tengo el convencimiento que uno de los tres estaba decidido a hablar. Los otros parecía que estaban allí sólo para impedírselo
.

Jef Lombard, crispado, se va bruscamente. Me quedo con los otros. Los dejo a medianoche, pero en medio de la niebla, y unos instantes más tarde, me disparan un tiro
.

Mi conclusión es que uno de los tres ha querido hablarme y que, por otra parte, uno de los tres también ha querido suprimirme
.

Es evidente por este gesto, que constituye una declaración, que su autor no tiene más remedio que empezar de nuevo y esta vez no fallar
.

¿Pero, quién es? ¿Belloir, Van Damme, Jef Lombard
?

Lo sabré cuando vuelva a empezar. Como puede ocurrirme un accidente, te mando por si acaso estas notas que te permitirán llevar el caso desde un principio
.

En cuanto a la parte moral del asunto, tienes que ver en particular a la señora Jeunet y Armand Lecocq d'Arneville, hermano del muerto
.

Ahora, me voy a acostar. Saludos a todos los de ahí. Maigret
.

* * *

La niebla había desaparecido, dejando en los árboles y en la hierba de la plaza de Avroy, que atravesaba Maigret, blancas perlas de hielo.

En el cielo azul pálido lucía un sol temeroso y la escarcha, minuto a minuto, se transformaba en gotas de agua, que caían límpidas en el suelo.

Eran las ocho de la mañana cuando el comisario atravesó el Carré desierto donde los anuncios de los cines se apoyaban en los postigos cerrados.

Maigret se paró delante de un buzón de correos y dejó caer su carta al brigadier Lucas, mirando en torno suyo con algo de emoción.

En la misma ciudad, en sus calles llenas de un sol rubio, un hombre, a la misma hora, pensaba en él, y este hombre no tenía otra alternativa para vivir que matarle. Tenía la ventaja sobre el comisario de conocer el terreno, como lo probó la noche anterior metiéndose por calles muy enredadas.

Y también conocía a Maigret, tal vez le estaba viendo en este momento, mientras el comisario ignoraba su identidad.

¿Era Jef Lombard? ¿Estaba el peligro en la vieja casa de la calle Hors-Château donde una parturienta dormía en el primer piso, vigilada por una simpática mamá, mientras unos obreros despreocupados iban de una cubeta de ácido a otra?

¿Joseph Van Damme, sombrío y hosco, audaz, intrigante, no vigilaba al comisario en un sitio donde sabía que acabaría por ir?

¡Ya que éste, desde Bremen, lo había previsto todo! ¡Tres líneas en los periódicos alemanes y había corrido a la Morgue! ¡Una comida con Maigret y había llegado a Reims antes que el policía!

¡Y fue el primero en llegar a la calle Hors-Château! ¡Llegaba, antes que él a las redacciones de los periódicos!

¡Para finalizar estaba en el Café de la Bourse!

Claro que nada probaba que no era él quien estaba decidido a hablar. ¡Nada probaba lo contrario!

Tal vez fuese Belloir, frío, correcto, con su aire de gran burgués de provincia, el que disparó en la niebla. ¡Tal vez fue él el que no tenía otra solución que terminar con Maigret!

¡O tal vez Gastón Janin, el pequeño escultor con la barbita! ¡No estaba en el Café de la Bourse, pero podía estar al acecho en la calle!

¿Qué relación podía tener todo esto con un ahorcado balanceándose en la cruz de una iglesia? ¿Con otros ahorcados? ¿Con un traje viejo manchado de sangre y rasgado por unas uñas exasperadas ?

Mecanógrafas que iban a su trabajo. Una máquina barrendera municipal rodaba despacio, con su regadera y escoba mecánicas que echaban los detritus a un lado.

En las calles, los guardias urbanos, con sus cascos de esmalte blanco, dirigían la circulación.

—¿La comisaría central? —preguntó Maigret.

Le enseñaron el camino. Llegó cuando todavía las mujeres de limpieza no habían terminado su tarea, pero un secretario jovial acogió a su colega y, cuando éste le pidió ver unos procesos verbales de hacía diez años, precisamente que eran del mes de febrero los que le interesaban, dijo:

—¡Usted es el segundo en veinticuatro horas ! Se trata de saber si una tal Josephine Bollant cometió un robo doméstico en esta época, ¿no es verdad?

—¿Ha venido alguien ?

—Ayer a eso de las cinco de la tarde… ¡Uno de Lieja que se ha abierto un porvenir en el extranjero, aunque todavía es joven ! Su padre era médico, en cuanto a él, tiene un buen asunto en Alemania.

—¿Joseph Van Damme?

—Eso es. Pero por mucho que ha buscado en el fichero, no encontró lo que buscaba.

—¿Quiere usted enseñármelo?

Era un clasificador verde, donde los reportajes del día estaban encuadernados, llevando todos su número de orden. Con fecha 15 de febrero, había cinco procesos verbales: dos por alcoholismo y alboroto nocturno, un robo con escalo, uno por golpes y heridas y el último por rotura de cristales y robo de conejos.

Maigret ni los leyó. Miraba los números escritos en las páginas de delante.

—¿El señor Van Damme ha consultado él mismo el libro? —preguntó.

—Sí, se instaló en el despacho de al lado.

—¡Muchas gracias!

Los cinco procesos verbales estaban numerados: 237, 238, 239, 241 y 242.

Dicho de otra manera, faltaba uno, que había sido arrancado igual que en los periódicos de sus colecciones: el número 240.

Maigret se fue algunos minutos más tarde a la plaza situada detrás del Hotel de Ville, donde se celebraba una boda. Y, a pesar suyo, aguzaba el oído al más pequeño ruido, con una angustia que no le gustaba nada.

Capítulo 8
El pequeño Klein

Eran las nueve en punto. Los empleados llegaban al Ayuntamiento, atravesaban el patio de honor, se paraban un momento para estrecharse la mano en la escalinata de piedra al final de la cual un portero, con gorra de galones y barba cuidada, fumaba su pipa.

Era una pipa de espuma. Maigret se fijó en el detalle, sin saber por qué, tal vez porque el sol de la mañana le daba un reflejo y por un instante el comisario envidió al hombre que fumaba a pequeñas bocanadas voluptuosas y que era como un símbolo de paz y alegría de vivir.

Porque esa mañana el ambiente vibraba y se hacía más brillante a medida que el sol iba subiendo hacia el cielo. Y había una cacofonía sabrosa, gritos en argot valón, las campanillas de los tranvías amarillos y rojos, los cuatro chorros de una fuente monumental que con su ruido intentaban amortiguar algo el bullicio del cercano mercado.

Entonces, a lo largo de la escalera de dos alas, Maigret vio pasar a Joseph Van Damme, que se metió en la sala de los Pasos-Perdidos.

El comisario se precipitó hacia él. En el interior, las escaleras seguían en dos alas que se juntaban en cada piso. En un descansillo los dos hombres se encontraron cara a cara, cansados de haber corrido, esforzándose por aparentar naturalidad frente a un portero con cadena de plata.

Fue breve, agudo. Cuestión de precisión, de un cuarto de segundo.

El tiempo de subir la escalera y Maigret había pensado que Van Damme iba allí, como ya había ido a los periódicos y a la Comisaría central, para hacer desaparecer alguna cosa. Uno de los procesos verbales del 15 de febrero.

Pero como es costumbre en la mayoría de las ciudades, ¿la policía no enviaba cada mañana al alcalde una copia de los periódicos?

—Quisiera ver al secretario —dijo Maigret, que estaba a dos metros de Van Damme—. Es urgente.

Sus miradas se cruzaron. Dudaron en saludarse; no lo hicieron y el negociante de Bremen, a quien preguntaba el portero, se contentó con murmurar:

—Nada. Ya volveré.

Se fue. Sus pasos se perdieron en la sala de los Pasos-Perdidos. Un poco más tarde, introdujeron a Maigret en un despacho suntuoso donde el secretario, tieso con su chaqueta de cuello postizo demasiado alto, se afanaba en encontrar los periódicos viejos de hacía diez años.

El aire era tibio, las alfombras blandas. Un rayo de sol hacía brillar el báculo de un obispo en un cuadro histórico que ocupaba una parte de la pared.

Después de media hora de buscar y de atenciones, Maigret volvió a encontrar el robo de conejos, el proceso al borracho y el robo con escalo. Y entre dos hechos diversos las líneas siguientes:

El agente Lagasse, de la 6ª división, se dirigía esta mañana, a las seis, al puente de
Arches
para establecer su turno cuando, al pasar delante de la iglesia de Saint-Pholien, vio un cuerpo suspendido de la puerta
.

Un médico llamado con urgencia no pudo hacer más que certificar la defunción del individuo, un tal Emile Klein, nacido en Angleur, de 20 años, pintor de edificios, domiciliado en la calle de Pot-au-Noir
.

Klein se ahorcó, probablemente hacia medianoche, con una cuerda de cortina. En sus bolsillos sólo se han encontrado objetos sin valor y calderilla
.

La investigación ha establecido que, desde hace tres meses, no tenía trabajo y la desesperación parece ser la causa
.

Su madre, la viuda Klein, que vive en Angleur de una pensión modesta, ha sido avisada
.

* * *

Siguieron unas horas de inquietud, en las que Maigret se metió de lleno en esta nueva pista. Y sin embargo, sin darse cuenta, buscaba más un encuentro con Van Damme que noticias sobre ese Klein.

Ya que cuando viese al negociante frente a él se acercaría a la verdad. ¿No había empezado todo en Bremen? ¿Y desde entonces en cada paso que daba el comisario no se encontraba con Van Damme?

Éste le había visto en el Ayuntamiento, sabía que había leído la noticia, que estaba sobre la pista de Klein.

¡En Angleur nada! El comisario tomó un taxi que se metió en una zona industrial donde había casitas de obreros, unas iguales a las otras y de un mismo gris, que formaban unas calles pobres al pie de las chimeneas de las fábricas.

Una mujer fregaba la entrada de una de estas casas, en la que vivió la señora Klein.

—Hace por lo menos cinco años que murió.

La silueta de Van Damme no estaba por allí.

—¿Su hijo vivía con ella?

—¡No! Terminó mal. Se suicidó en la puerta de una iglesia.

Eso fue todo. Maigret sólo averiguó que el padre de Klein era contramaestre en una mina de carbón y que después de su muerte su esposa vivía de una pequeña pensión, no ocupando más que la habitación de la buhardilla, ya que alquilaba la parte de abajo.

—A la 6ª División de Policía —ordenó al chófer.

El agente Lagasse vivía. Pero apenas se acordaba.

—Había llovido toda la noche. Estaba calado y sus cabellos rojos los tenía pegados a la cara.

—¿Era alto ? ¿Bajo ?

—Más bien bajo.

Entonces el comisario se dirigió a la policía, pasó casi una hora en despachos que olían a cuero y sudor de cadalso.

—Si tenía veinte años en esa época, debió de pasar el consejo de revisión. ¿Dice usted Klein, con una K?

Se encontró la hoja 13, Maigret cogió las cifras: «talla 1,55 m.», «perímetro torácico 0,80 m.». Y la mención de «pulmones delicados».

Pero Van Damme no se dejaba ver. Tenía que buscar en otra parte. El único resultado de las diligencias de la mañana era la certidumbre que jamás el traje B perteneció al ahorcado de Saint-Pholien, que no era más que un aborto.

Klein se había suicidado. No había habido lucha, no se derramó ni una gota de sangre.

¿Entonces, qué conexión había con la maleta del vagabundo de Bremen y el gesto de Lecocq d'Arneville, alias Louis Jeunet?

* * *

—Déjeme aquí. Y dígame dónde se encuentra la calle del Pot-au-Noir.

—Detrás de la iglesia. La que sale al barrio de Sainte-Barbe.

Al llegar delante de Saint-Pholien, Maigret pagó el taxi. Y ahora miraba la iglesia nueva que se alzaba en medio de un gran terreno.

A derecha e izquierda se abrían unos bulevares bordeados de casas que eran más o menos de la época de la iglesia. Pero, detrás de ésta, quedaba un barrio viejo el cual estaba cortado para dar más amplitud a la iglesia.

En el escaparate de una papelería, Maigret encontró unas postales, que representaban la iglesia antigua, más baja, más negra. Un ala estaba apuntalada por tablones. Por los tres lados las casas bajas estaban adosadas en las paredes y le daban al conjunto un aspecto medieval.

De esta corte de milagros sólo quedaba ahora un bloque irregular, atravesado por callejuelas y pasajes, donde reinaba un desmoralizador olor a pobreza.

La calle del Pot-au-Noir no tenía ni dos metros de ancho y en medio corría un riachuelo de agua jabonosa, unos niños jugaban en la puerta de las casas tras las cuales bullía la vida.

Estaba oscuro, a pesar del sol que lucía, pero que no penetraba en las callejuelas estrechas. Un tonelero ponía los aros en los toneles en medio de la calle, donde había encendido un brasero.

Los números de las casas estaban borrados. El comisario tuvo que preguntar. Al preguntar por el 7, le señalaron un pasaje del cual salían ruidos de sierra y lima.

Al fondo había un taller, algunos bancos de carpintero, tres hombres que trabajaban, con todas las puertas abiertas, y cola que se derretía en la estufa.

Uno de los hombres levantó la cabeza, dejó una colilla apagada y esperó que el visitante hablase.

—¿Es aquí donde vivía uno llamado Klein?

El hombre lanzó a sus compañeros una mirada de inteligencia, señaló con el dedo una puerta, una escalera negra, y murmuró:

—¡Arriba ! ¡Ya hay alguien !

—¿Un inquilino nuevo ?

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