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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

El ahorcado de la iglesia (6 page)

BOOK: El ahorcado de la iglesia
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—¿Ha terminado? En ese caso, me permitirá que le ofrezca una copa. ¡Camarero ! Veamos, ¿qué es lo que toma, comisario ? ¿Un viejo Armagnac ?

Se hizo traer la carta de alcoholes finos, llamó al patrón, y se decidió finalmente por un Armagnac 1867 exigiendo vasos de degustación.

—A propósito… ¿Vuelve usted a París ? Yo vuelvo este mediodía, y como me horroriza el tren, pensaba alquilar un coche. Si usted quiere, le llevo. ¿Qué dice de mis amigos?

Sorbió con aire crítico su Armagnac y sacó un estuche de puros de su bolsillo.

—Hágame el favor. Son muy buenos. Sólo hay una casa en Bremen donde los encontrará y ella los importa directamente de La Habana.

Maigret tenía la expresión neutra y la mirada vacía.

—¡Es divertido encontrarse al cabo de unos años ! —dijo Van Damme, que no parecía capaz de soportar el silencio—. A los veinte años, cuando te separas, estamos todos, si puedo decirlo, en la misma línea. Cuando te ves después, nos sorprende el abismo que se cruza entre unos y otros. No quiero hablar mal de ellos. Esto no me impide decir que en casa de Belloir no estaba cómodo. ¡Esa pesada atmósfera de provincia ! Y el mismo Belloir, tan tieso. Pero no le ha ido tan mal. Se ha casado con la hija de Morvandeau, el Morvandeau de los somiers metálicos. Todos sus cuñados están en la industria. En cuanto a él, tiene una bonita situación en la banca, donde será un día u otro director.

—¿Y el pequeño barbudo? —preguntó Maigret.

—Ése… Hará quizá su camino. Mientras tanto, creo va cogiendo al diablo por la cola. Es escultor, en París. Parece ser que tiene talento. ¿Pero qué quiere usted ? Usted lo ha visto, con ese traje del siglo pasado. ¡Nada moderno ! Sin ninguna aptitud para los negocios.

—¿Jef Lombard ?

—¡El mejor chico de la tierra ! Joven, es lo que se dice un bromista, que le hubiese hecho reír durante horas.

»Se dedicaba a la pintura para vivir, hizo dibujos para los periódicos. Después trabajó en fotograbados, en Lieja. Está casado. Creo que está esperando su tercer hijo.

»Le diré que tuve la impresión de ahogarme en medio de ellos. Pequeñas vidas, pequeñas preocupaciones… No es su culpa, pero tengo ganas de hundirme en la atmósfera de los negocios.

Vació su vaso y miró la sala casi desierta donde un chico, sentado en una mesa al fondo, leía el periódico.

—¿Quedamos de acuerdo ? ¿Vuelve a París conmigo?

—¿Pero no lleva al pequeño barbudo que ha venido con usted ?

—¿Janin ? ¡No! A estas horas ya debe haber cogido el tren.

—¿Casado ?

—No del todo. Pero siempre tiene una amiga u otra que vive con él una semana o un año. ¡Después cambia ! Y las presenta siempre como señora Janin. ¡Camarero ! ¡Llévese esto !

Maigret, por un instante, se vio obligado a ocultar su mirada que se volvía demasiado aguda. El patrón fue personalmente a decirle que lo llamaban por teléfono, ya que había dejado a la Prefectura la dirección del Café de Paris.

Eran noticias de Bruselas, llegadas por cable a la Policía Judicial.

Los treinta billetes de mil francos habían sido remitidos por la Banca General de Bélgica a nombre de Louis Jeunet, en pago de un cheque firmado por Maurice Belloir
.

Cuando abrió la puerta de la cabina telefónica, Maigret apercibió a Van Damme que, al no saberse observado, relajaba sus rasgos. Y de repente, parecía menos redondo, menos rosa, sobre todo menos hinchado de salud y optimismo.

Debió sentirse observado y se estremeció, volvió automáticamente a ser el jovial hombre de negocios y dijo:

—¿De acuerdo ? ¿Me acompaña ? ¡Patrón! ¿Quiere hacer lo necesario para que nos venga a buscar un coche y nos lleve a París ? Un auto confortable, ¿verdad ? Mientras esperamos que nos vuelvan a llenar los vasos.

Mordisqueó la punta del puro y, por espacio de un segundo apenas, mientras fijaba su mirada en el mármol de la mesa, sus mejillas se tiñeron, bajó las comisuras de los labios como si el tabaco le pareciese demasiado amargo.

—¡Únicamente cuando vives en el extranjero puedes apreciar los alcoholes de Francia !

Las palabras sonaron vacías. Se sentía un abismo entre ellas y los pensamientos que rodaban detrás de la frente del hombre.

Jef Lombard pasó por la calle. Su silueta se veía un poco desdibujada por los visillos de tul. Estaba solo. Marchaba a grandes pasos lentos, taciturnos, sin ver nada del espectáculo de la ciudad.

Llevaba en la mano una bolsa de viaje que recordó a Maigret las dos maletas amarillas. Pero era de una calidad superior, con dos correas y una faja para las tarjetas.

Los talones de sus zapatos se empezaban a desgastar por un lado. Los vestidos no eran cepillados cada día: Jef Lombard se dirigía hacia la estación, a pie.

Van Damme, con un gran anillo de platino en el dedo, vivía rodeado de una nube olorosa entremezclada con el sabor agudo del alcohol. Se oía el murmullo de la voz del patrón que telefoneaba al garaje.

Belloir salió de su casa nueva para dirigirse al portal de mármol de la banca, mientras que su mujer paseaba a su hijo a lo largo de las avenidas.

Todo el mundo lo saludaba. Su suegro era el mayor negociante de toda la región. Sus cuñados estaban en la industria. Tenía un buen porvenir.

Janin, con su barbita negra y su chalina, viajaba hacia París en tercera clase, Maigret lo hubiera apostado.

Y al final de la cadena, estaba el pálido viajero de Neuschanz y de Bremen, el marido de la herborista de la calle Picpus, el fresador de la calle de la Roquette, de borracheras solitarias, que iba a contemplar a su mujer a través de los vidrios de la tienda, se enviaba a sí mismo billetes de banco envueltos como periódicos viejos, se compraba panecillos de salchichas en un bar de estación y se pegaba un tiro en la boca porque le habían robado un viejo traje que no le pertenecía.

—¿Dónde está usted, comisario?

Maigret se sobresaltó y miró a su compañero turbiamente. Tan preocupado como él y molesto, trató de reír, y balbuceó:

—¿Sueña usted ? Parece estar lejos de aquí. Apuesto a que es su suicidado el que lo atormenta.

¡No del todo! Porque, en el preciso momento que lo interpeló, Maigret, sin saber él mismo por qué, confeccionaba un divertido cuento, un cuento de niños mezclados en esta historia: uno en la calle Picpus, entre su madre y su abuela, en una tienda oliendo a menta y goma; uno en Reims, que aprendía a sostener el codo a la altura del mentón, pasando el arco por las cuerdas de un violín; dos en Lieja, en casa de Lombard, donde esperaban un tercero.

—Un último Armagnac, ¿verdad ?

—Gracias. Esto es suficiente.

—¡Vamos ! El trago de la despedida, o mejor, de la marcha a pie.

Joseph Van Damme fue el único que rió, como demostraba necesitar siempre hacerlo, como un niño que tiene miedo de descender a la cueva y que silba para convencerse de que tiene valor.

Capítulo 5
La avería de Luzancy

Por raro que parezca, mientras viajaban en la noche que caía, hubo un silencio bastante largo. Joseph Van Damme encontraba siempre algo que contar —el Armagnac lo ayudaba— tratando de aparentar jovialidad.

El automóvil era un antiguo coche de lujo con cojines usados, jarritos para flores, y casilleros en marquetería. El chófer llevaba un «trech-coat» y alrededor del cuello una bufanda de punto.

En cierto momento, cuando viajaban desde hacía casi dos horas, el coche disminuyó su velocidad y se paró al borde del camino; a menos de un kilómetro se percibían las luces de una ciudad veladas por la niebla.

El chófer abrió la puerta, anunciando que había pinchado un neumático y que tenía para un cuarto de hora de reparación.

Los dos hombres descendieron. Y ya el mecánico instalaba el gato, afirmando que no necesitaba ayuda.

¿Quién de los dos, Maigret o Van Damme, propuso andar? En verdad, ni el uno ni el otro. Fue natural.

Dieron algunos pasos por la carretera, descubriendo un pequeño camino al borde del cual corría el agua rápida de un riachuelo.

—Mire… ¡El Marne! Está creciendo.

Siguieron el camino a pasos lentos, fumando sendos puros. Oían un ruido confuso del que no lograron adivinar la procedencia hasta que llegaron a la orilla.

A cien metros, al otro lado del agua, había una esclusa, la de Luzancy, cuyos accesos estaban desiertos y las puertas cerradas. Y a los pies de los dos hombres estaba la presa, con su caída lechosa, su borboteo, su corriente poderosa. El Marne es enorme.

En la oscuridad, se adivinaban ramas de árbol, quizá árboles enteros que iban al borde de la orilla, a lo largo de la valla.

Una sola luz: la de la esclusa, enfrente.

Joseph Van Damme seguía su discurso:

—Los alemanes hacen cada año esfuerzos inusitados para captar la energía de los ríos, imitados en esto por los rusos. En Ucrania se construye una presa que costará ciento veinte millones de dólares, pero que proveerá de energía eléctrica a tres provincias.

Fue imperceptible: la voz vaciló en las palabras «energía eléctrica». Luego recuperó el vigor. Después el hombre tuvo necesidad de toser, de sacar su pañuelo del bolsillo y de sonarse.

Estaban a menos de cincuenta centímetros del agua y de repente Maigret, empujado por la espalda, perdió el equilibrio, osciló, rodó hacia delante y se agarró con las manos a unos hierbajos, con los pies en el agua, mientras que su sombrero caía por encima de la presa.

El gesto fue rápido, ya que el comisario esperaba el golpe. La tierra cedió bajo su mano derecha.

Pero la izquierda había cogido una rama flexible que había visto.

Pocos segundos después ya estaba de rodillas sobre el camino de arrastre de barcazas y gritó a la silueta que se alejaba:

—¡Alto !

Cosa extraña, Van Damme no se atrevía a correr. Se dirigía hacia el coche apenas acelerando el paso, volviéndose, con el aliento cortado por la emoción.

Y dejó que le alcanzaran, cabizbajo, el rostro escondido en el cuello del abrigo. Sólo tuvo un gesto, un gesto de rabia, como si hubiera dado un puñetazo a una mesa imaginaria, y gruñó entre dientes:

—¡Imbécil !

Por si acaso, Maigret había sacado el revólver. Sin soltarlo, sin dejar de observar a su compañero, sacudió sus mojados pantalones hasta la rodilla, mientras el agua resbalaba por sus zapatos.

El chófer, en la carretera, avisaba a bocinazos que el coche estaba a punto de marcha.

—¡Vamos ! —dijo el comisario.

Y se sentaron en silencio. Van Damme siempre con su puro entre los dientes. Evitaba la mirada de Maigret.

Diez kilómetros. Veinte kilómetros. Una aglomeración que atravesaron lentamente. Gente que circulaba por las calles iluminadas. Luego otra vez la carretera.

—Usted no puede arrestarme.

El comisario se estremeció, ya que estas palabras, pronunciadas lentamente, con una voz terca, eran inesperadas. ¡Y sin embargo, respondían exactamente a sus preocupaciones!

Llegaban a Meaux. La gran urbe sucedía a la campiña. Una lluvia fina empezaba a caer y cada gota parecía una estrella al pasar delante de una luz.

El policía dijo acercándose al intercomunicador acústico:

—Llévenos a la comisaría, Quai des Orfèvres.

Llenó una pipa que no pudo fumar porque sus cerillas estaban mojadas. Veía la cara de su vecino, vuelta hacia la portezuela, reducida a un perfil perdido en la penumbra. Pero se le notaba enfurecido.

Había en la atmósfera algo duro, a la vez amargo y concentrado.

Hasta el mismo Maigret tenía los maxilares apretados en una expresión furiosa.

Esto se tradujo, cuando el auto se detuvo frente a la comisaría, en un incidente absurdo. El policía fue el primero en salir.

—¡Venga! —dijo.

El chófer esperaba que le pagasen y a Van Damme eso no le preocupaba. Hubo una pausa. Maigret dijo, dándose cuenta de lo ridículo de la situación:

—¿Y bien ? Usted ha alquilado el coche.

—Perdón. Si viajo como prisionero, es usted quien ha de pagar.

¿No traicionaba este detalle el viaje desde Reims y sobre todo la transformación operada en el belga?

Maigret pagó, enseñó el camino a su compañero sin decir una palabra, cerró la puerta de su despacho y una vez dentro lo primero que hizo fue atizar la estufa.

Abrió un armario, sacó unos trajes y sin preocuparse de su huésped, se cambió de pantalón, los calcetines y zapatos, los cuales puso a secar cerca del fuego.

Van Damme se sentó, sin que le invitasen a ello. A plena luz, el cambio era más evidente.

Había dejado en Luzancy su falsa afabilidad, su gesto jovial, y ahora esperaba con una sonrisa contraída, la cara en tensión y la mirada dura.

Maigret, fingiendo desinteresarse de él, empezó a moverse por la habitación arreglando ficheros y llamando a su jefe para saber un dato que no tenía nada que ver con el asunto.

Por fin, encarándose con Van Damme, dijo:

—¿Dónde, cuándo y cómo conoció usted al suicida de Bremen, que viajaba con un pasaporte a nombre de Louis Jeunet?

El otro apenas se estremeció. Pero alzó la cabeza con un gesto decidido y replicó:

—¿Bajo qué acusación estoy aquí?

—¿Se niega usted a responder a mi pregunta?

Van Damme rió, con una risa nueva, irónica, mala.

—Conozco las leyes tan bien como usted, comisario. O bien usted me inculpa y yo espero a ver el mandato de arresto, o bien usted no me inculpa y entonces nada me obliga a responderle. En el primer caso, el código prevé que puedo esperar, para hablar, hasta que me asista un abogado.

Maigret no se enfadó, no parecía siquiera contrariado por esta actitud. Al contrario. Miraba a su compañero con curiosidad, quizá con una cierta satisfacción.

Gracias al incidente de Luzancy, Joseph Van Damme se vio forzado a abandonar su actitud superficial. No sólo la que adoptaba delante de Maigret, sino la que adoptaba delante del mundo y hasta con él mismo.

No quedaba casi nada del hombre de negocios jovial y superficial de Bremen, que iba de las grandes tabernas a su moderno despacho y de su moderno despacho a los restaurantes de reputación.

Nada quedaba de su ligereza de comerciante feliz en los negocios, combatiendo engaños y acumulando el dinero con una alegre energía.

¡Ya no quedaba más que un rostro burilado, de carne sin color, y se podría jurar que en una hora las bolsas habían tenido tiempo de formarse bajo sus párpados!

BOOK: El ahorcado de la iglesia
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