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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

El ahorcado de la iglesia (8 page)

BOOK: El ahorcado de la iglesia
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Se vistió, sacó de su maleta de fibra amarilla el traje B y lo metió, bien envuelto, en su bolsa de viaje. Una media hora más tarde, salía en compañía de Lucas que preguntó, mientras los dos esperaban un taxi:

—¿Qué caso es éste? No he oído hablar de él en la casa.

—¡Y yo no sé mucho más! —afirmó el comisario—. Un chico gracioso ha muerto, delante mío, tontamente, y alrededor de este gesto hay un maldito jaleo que intento aclarar. Me introduzco como un jabalí y no me extrañaría nada que terminase por pillarme los dedos. Aquí hay un coche. ¿Te dejo en la ciudad?

* * *

Eran las ocho de la mañana cuando dejó el
Hotel du Chemin de Fer
, enfrente de la estación Guillemins, en Lieja. Había tomado un baño, se había afeitado y llevaba bajo el brazo un paquete que contenía, no el traje B completo, pero sí la americana.

Encontró la calle Haute-Sauvenière, una calle en pendiente, muy animada, donde se informó del sastre Morcel. En una casa mal iluminada, un hombre en mangas de camisa cogió la americana, la volvió y revolvió mucho rato entre sus manos haciendo preguntas.

—¡Es un traje muy viejo! —afirmó después de una reflexión—. Está roto. No se puede aprovechar.

—¿No le recuerda nada?

—Nada en absoluto. El cuello está mal cortado. Es imitación de paño inglés, fabricado en Verviers.

Y el hombre empezó a hablar.

—¿Es usted francés? ¿La americana pertenece a alguien que usted conoce?

Maigret suspiró y recogió el objeto mientras su interlocutor seguía hablando y terminó por donde debía haber comenzado:

—¡Usted comprenderá! Yo, me he instalado aquí hace seis meses. Si hubiese hecho este traje, no hubieran tenido tiempo de usarlo.

—¿Dónde está el señor Morcel?

—¡En Robermont!

—¿Está lejos de aquí?

El sastre rió con cierto desprecio y explicó:

—Robermont es el cementerio. El señor Morcel murió a finales de año y yo he cogido el negocio.

Maigret se encontró en la calle, con el paquete bajo el brazo. Llegó a la calle Hors-Château, una de las más viejas de la ciudad, donde, al fondo de un pasillo, una placa de zinc llevaba el título:

Fotograbadora Central - Jef Lombard - Trabajos rápidos de todas clases

Las ventanas, dentro del estilo Viejo-Lieja, eran a pequeños cuadrados. En medio del patio de pequeños ladrillos desiguales se alzaba una fuente esculpida con las armas de un gran señor del pasado.

El comisario llamó. Oyó pasos que descendían del primer piso y una vieja entreabrió la puerta, señalando una puerta vidriada.

—No tiene más que empujarla. El estudio está al fondo del corredor.

Una larga pieza, iluminada por una vidriera donde los hombres con blusa azul circulaban en medio de placas de zinc y de cubetas llenas de ácidos, mientras que el suelo estaba cubierto de pruebas de clichés y papeles manchados de tinta grasosa.

Los carteles tapizaban las paredes. Habían pegado también cubiertas de revistas ilustradas.

—¿Señor Lombard?

—Está en el despacho con un señor. Pase por aquí. ¡Cuidado, no se manche. ! Tuerza a la izquierda. Es la primera puerta.

El edificio debió ser construido trozo por trozo. Se subía y bajaba sobre la marcha. Puertas que se abrían sobre piezas abandonadas.

Al llegar a un corredor mal iluminado, el comisario oyó voces y creyó reconocer el timbre de voz de Van Damme. Trató de escuchar. Pero era demasiado confuso. Dio todavía algunos pasos y entonces las voces pararon. Una cabeza salió por el marco de la puerta: la de Jef Lombard.

—¿Es para mí? —gritó sin reconocer al viajero en la penumbra.

El despacho era una pieza más pequeña que las otras, amueblada con una mesa, dos sillas y estanterías llenas de clichés. Sobre la mesa en desorden, se veían facturas, prospectos, cartas con membretes de diferentes casas de comercio.

Van Damme estaba allí sentado en una esquina del despacho, y después de un ligero signo con la cabeza dirigido a Maigret, se le quedó mirando inmóvil, con aire ceñudo.

Jef Lombard vestía ropa de trabajo, las manos sucias y pequeñas manchas negruzcas en la cara.

—¿Qué desea?

Despejó una silla repleta de papeles, la empujó hacia el visitante y cogió la colilla del cigarrillo que había dejado sobre una mesa cuya madera empezaba a quemarse.

—Una simple información —dijo el comisario sin sentarse—. Pido que me excusen por molestarlos. Quisiera saber si conoció usted, hace varios años, a un tal Jean Lecocq d'Arneville.

Hubo claramente un sobresalto y Van Damme se estremeció, pero evitó volverse hacia Maigret. En cuanto al fotograbador, se agachó con gesto brusco para recoger un papel arrugado que corría por tierra.

—Yo… Creo que ya he oído ese nombre… —murmuró—. Es uno de Lieja, ¿no es eso. ?

Estaba pálido. Cambió un montón de clichés de sitio.

—No sé qué será de él. Hace… Hace tanto tiempo…

—¡Jef. ! ¡Corre. ! ¡Jef. !

Era una voz de mujer, en el corredor. Una mujer que corría, sofocada, y que se paró delante de la puerta abierta, tan emocionada que sus piernas temblaban. Maigret reconoció a la vieja que lo había recibido.

—¡Jef. !

Y él, pálido de emoción, los ojos brillantes:

—¿Y bien…?

—¡Una niña. ! ¡Corre!

Miró en derredor, balbuceó algo indistinto y se lanzó fuera corriendo.

* * *

Los dos hombres se quedaron solos y Van Damme, sacando un puro del bolsillo, lo encendió lentamente, aplastando la cerilla con el pie. Tenía, corno en la comisaría, los rasgos contraídos, el mismo pliegue en los labios, el mismo movimiento de las mandíbulas.

Pero el comisario simuló no darse cuenta de su presencia y, con las manos en los bolsillos y la pipa entre los dientes, empezó a hacer la ronda del despacho examinando las paredes.

Apenas se veían algunos centímetros de la tapicería, pues donde no había dibujos y aguafuertes colgaban pinturas.

Las pinturas estaban sin emarcar. Eran simples telas, con paisajes bastante mal logrados donde la hierba y el follaje de los árboles eran del mismo verde espeso.

Algunas caricaturas, firmadas Jef, algunas a la acuarela y otras cortadas de un periódico local.

Pero lo que llamaba la atención a Maigret era la abundancia de dibujos de otra clase, que eran variaciones sobre un mismo tema. El papel estaba ya amarillento. Algunas fechas permitían situar diez años atrás la época en que estos dibujos fueron realizados.

Eran distintos, más románticos y hacían recordar el estilo de Gustavo Doré imitado por un principiante.

Un dibujo a la pluma representaba un ahorcado que se balanceaba en una horca en la cual se posaba un cuervo. Y la horca era el motivo de por lo menos veinte obras, al lápiz, a la pluma y al aguafuerte.

El linde de un bosque, con un ahorcado en cada rama de árbol. Más allá el campanario de una iglesia y, con los dos brazos en cruz, debajo del gallo, un cuerpo humano que lo balanceaba.

Había ahorcados de todas clases. Algunos vestidos a la moda del siglo XVI que formaban como una Corte de los Milagros donde todo el mundo se balanceaba a pocos pies del suelo. Había un ahorcado con chistera, frac y un bastón en la mano, que figuraba una luz de gas.

Debajo de otro croquis, algunas líneas: cuatro versos de la Balada de los ahorcados de Villon.

Fechas. ¡Siempre la misma época! Todos estos dibujos macabros, realizados hacía diez años, se mezclaban ahora con bandas dibujadas de periódicos cómicos, con dibujos de almanaque, paisajes de las Ardenas y anuncios publicitarios.

El tema del campanario volvía. ¡Y la iglesia entera! Vista de frente, de perfil, de abajo… La fachada, sola… Las gárgolas… El atrio con sus seis peldaños que la perspectiva hacía ver inmensos…

¡La misma iglesia! Y, mientras Maigret iba de una parte a otra, notaba que Van Damme se agitaba, incómodo, atormentado tal vez por la misma tentación que en la presa de Luzancy.

Pasó un cuarto de hora y volvió Jef Lombard, con las pupilas húmedas, pasándose la mano por la frente que cubría un mechón de cabello.

—Usted me excusará —dijo—. Mi mujer acaba de dar a luz. Una niña.

Había un punto de orgullo en su voz, y mientras hablaba, su mirada iba con angustia de Maigret a Van Damme.

—Es el tercer hijo. ¡Y sin embargo, estoy tan emocionado como la primera vez. ! Si vieran a mi criada, que ha tenido once y, sin embargo, está llorando de alegría. Ha ido a dar la noticia a los trabajadores. Quería que fuesen a ver a la pequeña.

Su mirada siguió la de Maigret fija en los ahorcados del campanario, y se puso más nervioso, murmurando con una inquietud visible:

—Pecados de juventud. Es muy malo. Pero entonces creía que llegaría a ser un gran artista.

—¿Es la iglesia de Lieja. ?

Jef no respondió en seguida. Por fin dijo, como a pesar suyo:

—Ya no existe desde hace siete años. La demolieron para construir una iglesia nueva. No es tan bonita. Ni siquiera tenía estilo. Pero era muy antigua, con algo de misterioso en todas sus líneas, en las callejuelas que la rodeaban y que han desaparecido desde entonces.

—¿Cómo se llamaba?

—La iglesia de Saint-Pholien. La nueva, que se ha construido en el mismo sitio, lleva el mismo nombre.

Joseph Van Damme se agitó como si le hicieran daño todos los músculos. Una agitación interior, que sólo se percibía por pequeños movimientos casi invisibles, por una respiración entrecortada, un temblor de dedos, un balanceo de la pierna apoyada en la mesa del despacho.

—¿Estaba usted casado en esa época? —preguntó Maigret.

Lombard se rió:

—Tenía diecinueve años. ! Estudiaba en la academia. ¡Mire!

Y enseñó, con una mirada nostálgica, un retrato muy malo, de tonos tristes, donde a pesar de todo se le reconocía, gracias a la irregularidad característica de sus facciones. Los cabellos le caían hasta la nuca. Llevaba una túnica negra, abrochada hasta el cuello.

El cuadro era de un romanticismo exagerado y no faltaba la cabeza de calavera al fondo.

—¡Si usted me hubiese dicho entonces que sería fotograbador…! —ironizó Jef Lombard.

Se le veía molesto tanto por la presencia de Maigret como por la de Van Damme. Pero no sabía cómo decirles que se fuesen.

Un trabajador fue a pedirle un dato referente a un cliché que no estaba terminado.

—¡Que vuelvan esta tarde. !

—¡Parece que es demasiado tarde!

—¡Da igual! Diles que he tenido una hija.

Era una mezcla de alegría y nervios, tal vez una angustia que delataban sus ojos, sus gestos, la palidez del rostro manchado de gotas de ácido.

—¿Me permiten que les ofrezca alguna cosa? Iremos a casa.

Se fueron los tres a lo largo de los enredados corredores, atravesaron la puerta que la anciana había abierto antes a Maigret.

Habían cristales azules en el corredor. Reinaba como un olor a limpio, pero, sin embargo, se notaban unos olores imprecisos, tal vez como una humedad de habitación de enfermo.

—Los dos niños están en casa de mi cuñado. Por aquí.

Abrió la puerta del comedor en el que las ventanas de pequeños cristales sólo dejaban pasar con avaricia la luz del día. Los muebles eran oscuros con reflejos de las piezas de cobre que adornaban la habitación.

En la pared, un gran retrato de mujer, firmado Jef, lleno de errores, pero que traicionaba una aplicación evidente por idealizar el modelo.

Maigret comprendió que era su esposa, miró alrededor y, como esperaba, encontró ahorcados. ¡Los mejores! ¡Los que se habían considerado dignos de ser enmarcados!

—¿Tomarán un vaso de ginebra?

El comisario notaba la mirada hosca de Van Damme, al que cada detalle de esta entrevista parecía molestar.

—Usted decía hace un momento que había conocido a Jean Lecocq d'Arneville.

Se oían pasos en el piso superior donde debía estar la habitación de la parturienta.

—¡Un vago camarada. ! —respondió distraído Jef Lombard, que escuchaba un ligero lloriqueo.

Y levantando un vaso:

—¡A la salud de mi pequeña. ! ¡Y de mi esposa. !

Volvió la cabeza, vació bruscamente de un golpe el vaso y fue a buscar una cosa inexistente en el bufet, para ocultar su emoción; pero el comisario oyó un sollozo medio ahogado.

—Debo subir. Perdónenme. Un día como el de hoy…

* * *

Van Damme y Maigret no se habían dirigido la palabra. Mientras atravesaban el patio, el comisario observaba con ironía a su compañero, preguntándose qué iba a hacer.

Pero, una vez en la calle, Van Damme se contentó con tocar el borde de su sombrero y alejarse a grandes pasos hacia la derecha.

En Lieja, los taxis son difíciles de encontrar. Maigret, al no conocer las líneas de los tranvías, volvió a pie al Hôtel du Chemin de Fer, comió y leyó dos periódicos locales.

A las dos, entró en el inmueble del periódico La Meuse en el preciso momento en que salía Joseph Van Damme. Los dos hombres pasaron a un metro uno del otro sin saludarse y el comisario murmuró:

—¡Siempre se me adelanta!

Se dirigió al portero; para consultar las colecciones del periódico, tuvo que llenar una ficha y esperar el permiso del administrador.

Algunos detalles le chocaron; Armand Lecocq d'Arneville supo que su hermano se había ido de Lieja en la época, más o menos, en que Jef Lombard dibujaba ahorcados con una obstinación enfermiza.

¡Y el traje B, que el vagabundo de Neuschanz y de Bremen transportaba en la maleta amarilla, era muy viejo: por lo menos seis años, dijo el experto alemán, tal vez diez!

Además, ¿la presencia de Joseph Van Damme en La Meuse no era suficiente para informar al comisario?

Le introdujeron en una pieza con un parquet tan encerado como la pista de patines, con muebles suntuosos, solemnes; el empleado con cadena de plata preguntó:

—La colección, ¿de qué año quiere usted consultar?

Maigret ya se había fijado en las grandes carpetas conteniendo los periódicos de cada año y colocadas alrededor de toda la habitación.

—Ya lo encontraré solo —dijo.

Se notaba el olor a cera, a papel viejo y lujo oficial. Sobre la mesa forrada de piel había unos atriles destinados a los grandes volúmenes. Todo estaba tan limpio, tan pulido, tan austero, que el comisario apenas se atrevía a sacar la pipa.

Unos instantes más tarde hojeaba, día a día, los periódicos del año de los ahorcados.

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