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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

El ahorcado de la iglesia (11 page)

BOOK: El ahorcado de la iglesia
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Una sonrisa irónica, que el comisario comprendió más tarde, fue la respuesta.

—Vaya a ver. En el primero. No se puede equivocar. Sólo hay esa puerta.

Un obrero rió silenciosamente manejando la garlopa. Maigret se metió en la escalera, donde la oscuridad era total. Después de algunos peldaños, se acabó la rampa.

Encendió una cerilla, vio una puerta sin cerradura, ni timbre, sujeta por un cordel atado a un clavo oxidado.

Con la mano en el bolsillo donde tenía el revólver, empujó la puerta de un golpe con la rodilla y quedó deslumbrado por la luz que salía de una vidriera en la cual la mitad de los cristales estaban rotos.

El espectáculo era tan inesperado que Maigret tuvo que mirar un rato alrededor suyo para distinguir los detalles; por fin, en un rincón, percibió la silueta de un hombre apoyado en la pared, que le lanzaba una mirada hosca: era Joseph Van Damme.

—Teníamos que terminar aquí, ¿no es verdad ? —dijo el comisario.

Y su voz, que cayó en una atmósfera demasiado cruda, demasiado vacía, tuvo sorprendentes resonancias.

Van Damme no contestó, se quedó inmóvil mirándolo fríamente.

* * *

Para comprender la arquitectura de aquel lugar se hubiese tenido que saber de qué construcción, convento, cuartel o casa particular habían formado parte esos muros.

No había ninguno en escuadra. Y si la mitad del suelo estaba formado por madera, la otra mitad estaba pavimentada con ladrillos desiguales, como en una capilla vieja.

Los muros eran de yeso, salvo un rectángulo de ladrillos oscuros que debían tapar una ventana vieja. Por la vidriera se distinguían una pared delantera, un desagüe y otra vez en el segundo plano techos desiguales, del lado de la Meuse.

Pero eso era lo menos inesperado. Lo más extraño eran los muebles del local, de una incoherencia que rayaba en el saínete.

En el suelo, en desorden, sillas sin terminar, nuevas, una puerta tirada a lo largo, con un pedazo separado, potes con cola, sierras rotas y cajas de las que salían pajas y virutas.

Y, sin embargo, en un ángulo había una especie de diván, un catre mejor dicho, en parte cubierto por un pedazo de indiana. Y justo encima, colgaba una linterna de dos brazos, de cristales de colores como las que se ven a veces en las casas de los cambalacheros.

Habían retirado encima del diván las piezas incompletas de un esqueleto, parecido a los que usan los estudiantes de medicina. Las costillas, que se aguantaban por grapas, se caían hacia delante con ese movimiento particular de las muñecas de trapo.

Y las paredes. ¡Las paredes blancas recubiertas de dibujos, es decir, de pintura al fresco!

Y esto formaba el más absurdo de los desórdenes: personajes haciendo muecas; se leían inscripciones del estilo de
¡Viva Satán, abuelo del mundo
!

¡Por el suelo, una biblia rota! Más allá borrones de croquis, papeles amarillentos, cubiertos con una espesa capa de polvo.

Todavía una inscripción en la puerta:
Bienvenidos, malditos
.

¡Y en medio de esta Cafarnaúm, las sillas sin terminar que olían a taller, los potes de cola, las planchas de pino sin pulir! Una estufa caída en el suelo toda oxidada.

Joseph Van Damme, por fin, con un abrigo bien cortado, la cara cuidada, los zapatos impecables. Van Damme que era a pesar de todo el hombre de los grandes restaurantes de Bremen, del despacho moderno en el edificio nuevo, de las cenas elegantes, de los vasos de viejo Armagnac. Van Damme, que detrás del volante de su coche saludaba a las personalidades explicando que el tratante en pieles era millonario, que otro poseía treinta barcos en los mares, el que, algo más tarde, en medio de la música ligera, del ruido de los vasos y platos saludaba a todos los magnates con los que se sentía como un igual. Van Damme, que de repente, tenía el aspecto de un animal abatido, que no se movía, siempre apoyado en la pared cuyo yeso ensuciaba su espalda, una mano en el bolsillo de su abrigo, la mirada fija en Maigret.

—¿Cuánto ?

¿Había hablado realmente? ¿No sería que en esta atmósfera inverosímil, el comisario era juguete de una ilusión?

Tembló, tiró una silla sin base que hizo un gran ruido.

Van Damme estaba sofocado. Sin embargo, había perdido su aire de salud. Había pánico o desespero, al mismo tiempo que ira y ganas de vivir, de triunfar a toda costa, en su mirada en la cual centraba sus últimas fuerzas de resistencia.

—¿Qué quiere usted decir?

Y Maigret se aproximó a un montón de croquis rasgados que habían sido barridos hasta un rincón bajo la cristalera. Antes de oír la respuesta tuvo tiempo de esparcer los estudios de desnudos: una niña de rasgos vulgares, de cabellos en desorden, que tenía un cuerpo vigoroso, senos hinchados y fuertes caderas.

—Todavía estamos a tiempo —dijo, sin embargo, Van Damme—. ¿Cincuenta mil ? ¿Cien ?

El comisario lo miró furioso y el otro, con una fiebre mal contenida, gritó:

—¡Doscientos mil !

El miedo palpitaba en el aire, entre los muros irregulares del cuchitril. Y había algo de acre, malsano y mórbido.

Quizá había algo más que miedo: una tentación escondida, un vértigo de asesinato.

Sin embargo, Maigret continuaba revolviendo los viejos papeles, encontrando, en diferentes actitudes, la misma muchacha que, durante la pose, debía mirar hacia delante con aire resuelto.

Una vez, el artista probó a envolverla en el trozo de indiana que cubría el diván. Otra vez, la representó con medias negras.

Detrás de ella había una calavera, ahora caída a los pies del somier.

Y Maigret recordó haber visto la macabra calavera en un retrato de Jef Lombard.

Una relación bosquejada, confusa todavía, entre los gestos, entre los acontecimientos, a través del espacio y del tiempo. El comisario extendió, con un gesto un poco febril, un nuevo croquis al carboncillo que representaba a un joven con pelos largos, con el cuello de la camisa escotado sobre el pecho y mentón adornado de una barba que nacía.

Él también tenía una pose romántica. Su cabeza, puesta de tres cuartos, parecía que miraba el futuro como un águila mira el sol.

Era Jean Lecocq d'Arneville, el suicida del sórdido hotel de Bremen, el vagabundo que no había comido los panecillos de salchichas.

—¡Doscientos mil francos !

Y la voz añadió, traicionando a pesar de todo al hombre de negocios que piensa en los menores detalles, en fluctuaciones de cambio:

—¡Francos franceses ! Escuche, señor comisario…

¡Maigret presintió que la amenaza sucedería a la súplica, que el miedo que vibraba en la voz no tardaría en volverse en cólera!

—Todavía estamos a tiempo. No hay acción oficial mezclada. Estamos en Bélgica.

Quedaba un final de vela en la linterna y, bajo los papeles amontonados sobre el suelo, el comisario descubrió un viejo quinqué de petróleo.

—Usted no está en misión oficial. Y por lo menos le pido un mes.

—Ya que esto pasó en diciembre.

Su interlocutor pareció pegarse al muro más todavía y tartamudeó:

—¿Qué quiere decir ?

—Estamos en noviembre. En febrero, hará diez años que Klein se ahorcó. Y usted me pide un mes.

—No lo entiendo.

—¡Sí !

Era enloquecedor ver a Maigret continuar revolviendo los viejos papeles con la mano izquierda —¡y estos papeles crujían al ser arrugados!— mientras que su mano derecha seguía hundida en el bolsillo del abrigo.

—¡Usted ha comprendido muy bien, Van Damme! Si se tratase de la muerte de Klein y si, por ejemplo, hubiese sido asesinado, no habría prescripción más que en febrero, o sea, diez años después. Y usted me pide un mes. De manera que fue en diciembre cuando pasó «esto ».

—Usted no descubrirá nada.

La voz temblaba como un fonógrafo destartalado.

—Entonces, ¿por qué tiene usted miedo?

Y levantó la cama bajo la cual no había más que polvo y una corteza de pan viejo, verdoso, apenas reconocible.

—Doscientos mil francos. Podríamos arreglarlo para que…

—¿Quiere sentir mi mano sobre su cara?

Fue tan brutal, tan inesperado, que Van Damme, por un instante perdió los estribos, hizo un gesto para protegerse y, en este gesto, sacó sin querer el revólver que apretaba con la mano metida en el bolsillo.

Se dio cuenta, se sorprendió, unos segundos, por el vértigo y titubeó dudando si debía tirar.

—¡Deje eso !

Los dedos se abrieron. El revólver cayó al suelo, cerca de un montón de copas.

Y Maigret, volviendo la espalda al enemigo, continuó revolviendo entre el sorprendente montón de cosas heteróclitas. Fue un calcetín lo que cogió, amarillento, tieso y también enmohecido.

—Diga, pues, Van Damme.

Se volvió, porque notaba algo anormal en el silencio. Vio al hombre pasarse la mano por las mejillas donde los dedos dejaron una marca mojada.

—¿Llora usted ?

—¿Yo ?

Este «yo» era agresivo, burlón, desesperado.

—¿En qué ejército ha servido usted ?

El otro no comprendió. Estaba dispuesto a agarrarse a cualquier cosa que le pudiera dar un poco de esperanza.

—Estaba en el E.S.L.R. La escuela de subtenientes de Reserva, de Beverloo.

—¿Soldado?

—Oficial.

—Dicho de otra manera, usted medía entonces entre un metro sesenta y cinco y un metro setenta, y sólo pesaba setenta kilos. Desde entonces usted ha engordado.

Maigret apartó una silla que había tirado, recogió un pedazo de papel, con seguridad un fragmento de una carta, en la que sólo estaba escrita una línea:

Mi vieja rama querida
.

Pero no cesaba de observar a Van Damme que trataba de comprender y que, adivinando de repente, gritó, alterado, con la cara descompuesta:

—¡No soy yo ! ¡Juro que jamás he llevado ese traje !

Con el pie, Maigret lanzó el revólver de su compañero rodando al otro lado de la habitación.

¿Por qué, en este instante, empezó a sacar la cuenta de los niños? ¡Un niño en casa de Belloir! ¡Tres niños en la calle Hors-Château donde el último recién nacido todavía no tenía los ojos abiertos! ¡Y el hijo del falso Louis Jeunet!

Por el suelo, se veía el desnudo de la joven con la espalda doblada hacia atrás dibujada en sepia y sin firma.

Se oyeron pasos vacilantes en la escalera. Una mano rozó la puerta, buscando el cordel que hacía de cerradura.

Capítulo 9
Los compañeros del Apocalipsis

En las escenas que siguieron, todo tuvo importancia: las palabras, los silencios, las miradas, y hasta los temblores involuntarios de los músculos. Todo tenía un sentido denso y se adivinaba detrás de los personajes como una cosa lívida la silueta inmaterial del miedo.

La puerta se abrió. Apareció Maurice Belloir y su primera mirada fue para Van Damme, pegado a la pared en un rincón y después al revólver que había en el suelo.

Era suficiente para comprender. Sobre todo viendo a Maigret, el cual, tranquilo, la pipa entre los dientes, buscaba entre los viejos croquis.

—¡Llega Lombard ! —dijo Belloir sin que se supiera si se dirigía al comisario o a su compañero—. He cogido un coche.

Y sólo con esas palabras, Maigret adivinó que el subdirector de banca acababa de abandonar la partida. Apenas se notaba. La expresión relajada. Una entonación baja, como avergonzada, en la voz.

Eran tres a mirarse. Joseph Van Damme empezó:

—¿Qué le ocurre ?

—Está como loco. He intentado calmarlo. Pero se ha escapado. Se ha ido hablando solo, gesticulando.

—¿Armado? —preguntó Maigret.

—Armado.

Y Maurice Belloir escuchaba con tristeza en la cara como la de esas personas emocionadas que tratan en vano de dominarse.

—¿Estaban ustedes dos en la calle Hors-Château ? ¿Esperaban el resultado de mi entrevista con…?

Con el dedo señaló a Van Damme, mientras que Belloir afirmaba con un signo de cabeza.

—¿Y estaban de acuerdo ustedes tres para proponerme…?

No había necesidad de terminar las frases. Se comprendía todo a medias palabras. Hasta se comprendían los silencios, daba la impresión de que se comprendía hasta el pensamiento.

De repente se oyeron pasos precipitados en la escalera. Alguien tropezó, y lanzó un gruñido de rabia. Un instante después se abrió la puerta con un puntapié y en el umbral estaba Jef Lombard, que se quedó un momento inmóvil, mirando a los tres hombres tan fijamente que asustaba.

Temblaba. Parecía tener fiebre, o tal vez una especie de locura.

Todo debía bailar delante de sus ojos, la silueta de Belloir que se apartaba de él, la cara congestionada de Van Damme, por fin Maigret, con sus anchas espaldas, que no hacía el menor movimiento, aguantando la respiración.

Y por encima de todo, este terrible desorden, los dibujos diseminados, la chica desnuda de la que sólo se veían los senos y la barbilla, la linterna y el diván desfondado.

Sólo se podía medir la escena por fracciones de segundo. Con su largo brazo, Jef sostenía en la mano un revólver.

Maigret lo observaba con calma. Pero lanzó un suspiro de alivio cuando Jef Lombard tiró el arma al suelo, se cogió la cabeza entre las dos manos, estalló en sollozos roncos y gimió:

—¡No puedo ! ¡No puedo ! ¿Me oyen ? ¡No puedo, por Dios !

Y se apoyó con los dos brazos en la pared, mientras le temblaba el cuerpo, respirando ruidosamente.

El comisario cerró la puerta, ya que llegaban los ruidos de la sierra y la lima, así como también gritos de niños.

* * *

Jef Lombard se enjugó el rostro con un pañuelo, echó sus cabellos hacia atrás, miró a su alrededor con ojos vacíos como los que se tienen después de crisis nerviosas.

No estaba del todo calmado. Sus dedos se crispaban. Los orificios de la nariz le temblaban. En el momento en que iba a hablar, tuvo que morderse el labio, porque volvía a sollozar.

—¡Para llegar a esto…! —dijo con una voz que la ironía volvía mate y mordiente.

Quiso reír, con desesperación.

—¡Nueve años ! ¡Casi diez ! He estado solo sin un céntimo, sin trabajo…

Hablaba para sí mismo, mirando fijamente el croquis del desnudo.

—¡Diez años de esfuerzos diarios, sinsabores y dificultades de todas clases ! ¡Y sin embargo, me casé ! Quise hijos. Me esforcé como una bestia, para darles una vida decente. Una casa. Y estudios. ¡Y todo ! Ustedes lo han visto. Pero lo que no han visto es el esfuerzo que cuesta construir todo esto. Y las desilusiones. Y las letras de cambio que, al principio, no me dejaban dormir.

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