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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

El ahorcado de la iglesia (14 page)

BOOK: El ahorcado de la iglesia
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Por la noche jugaba al billar, con otros importantes como él, en la confortable sala del
Café de Paris
.

Janin se contentaba con las mujeres que encontraba, y se ganaba la vida fabricando maniquíes, y esculpía, después del trabajo, el busto de sus amigas.

¿No se había casado Lecocq d'Arneville? ¿No tenía una mujer y un hijo en la herboristería de la calle Picpus ?

El padre de Willy Mortier continuaba comprando, limpiando y vendiendo tripas a camiones, a vagones, a sobornar consejeros municipales y a agrandar su fortuna.

Su hija se había casado con un oficial de caballería, y como éste no quería entrar en el negocio, Mortier le había negado la dote prevista.

La pareja vivía en alguna parte, en un pueblecito donde estaba destinado el militar.

Capítulo 11
La vela se apaga

Era casi de noche. Las caras se veían desdibujadas.

Fue Lombard quien, nervioso, como si el claroscuro hubiera afectado sus nervios, dijo:

—¡Que enciendan las luces !

Quedaba un poco de vela en la linterna, que estaba allí desde hacía diez años colgada del mismo clavo, guardado como garantía con el resto, con el diván hundido, el pedazo de indiana, el esqueleto incompleto y el croquis de la chica de los senos desnudos, para el propietario a quien nunca pagaron.

Maigret la encendió y las sombras bailaron sobre las paredes, que los cristales de color iluminaban en rojo, en amarillo, en azul, como una linterna mágica.

—¿Cuándo vino a verle por vez primera Lecocq d'Arneville? —preguntó el comisario vuelto hacia Maurice Belloir.

—Debe de hacer unos tres años. No lo esperaba. Se acababa de terminar la casa que usted ha visto. Mi hijo todavía no andaba.

»Me chocó su parecido con Klein. ¡No tanto un parecido físico como moral ! La misma fiebre devoradora. El mismo nerviosismo enfermizo.

»Se presentó como enemigo. Estaba dolido… o desesperado. No encuentro la palabra justa.

»Bromeaba, hablaba con aspereza. Fingió admirar mi casa, mi situación, mi vida, mi carácter. ¡Y noté cómo de pronto, como le pasaba a Klein cuando estaba bebido, iba a estallar en sollozos !

»Creía que yo había olvidado. ¡Es falso ! Sólo quería vivir. ¿Comprende usted? Y para vivir he trabajado como un condenado.

»É1 no pudo. Es verdad que vivió con Klein los dos meses que siguieron a la noche de Navidad. Nosotros nos fuimos. Ellos se quedaron, ellos, en aquella habitación, en…

»No le puedo explicar lo que sentí delante de Lecocq d'Arneville. Lo encontraba, después de tantos años, el mismo que antes. Era como si la vida hubiese pasado para unos, y se hubiese detenido para los otros.

»Me dijo que había cambiado de nombre, porque no quería tener nada que le recordase el drama. ¡Cambiar incluso de vida ! No había vuelto a abrir un libro.

»Se había empeñado en crearse una existencia nueva como obrero manual.

»Tuve que comprenderle a medias palabras, ya que me decía todo esto al mismo tiempo que me lanzaba frases irónicas, reproches, acusaciones monstruosas…

»¡Había fracasado! ¡Todo le había salido mal ! Una parte de él permanecía aquí.

»Todos nosotros, creo… Pero con menos intensidad. ¡No en ese grado enfermizo, doloroso!

»Yo creo que la cara de Klein le perseguía, más que la de Willy.

»Y, casado, cerca de su hijo, tenía crisis. Iba a beber, era incapaz no solamente de ser feliz, sino de conseguir un poco de paz.

»Me gritó que adoraba a su mujer, y que la había dejado porque cuando estaba cerca de ella se sentía un ladrón.

»¡Un ladrón de felicidad ! De felicidad robada a Klein… y al otro.

»He reflexionado mucho desde entonces, ¿sabe usted?, y tengo la impresión de que he comprendido. Jugábamos con ideas terribles, con el misticismo, con lo morboso.

»No era más que un juego, un juego de niños. Pero hubo dos, por lo menos, que se dejaron coger. Los hubo más exaltados.

»Klein y Lecocq d'Arneville. ¿Se trataba de matar ? ¡Klein quiso hacerlo! ¡Y se mató ! Y Lecocq quedó asustado, los nervios rotos, arrastrando toda su vida esta pesadilla.

»Los otros y yo hemos tratado de escapar, de volver a tomar contacto con la existencia normal.

»Lecocq d'Arneville, al contrario, se abandonó a su remordimiento, en una desesperación feroz. ¡Destrozó su vida ! Y la de su mujer y su hijo.

»Y entonces se volvió contra nosotros. Y por eso vino a encontrarme. De momento no lo comprendí.

»Miró «mi» casa, «mi» hogar, «mi» banco… y noté que consideraba que era su deber destruirlo todo.

»¡Para vengar a Klein ! ¡Para vengarse a sí mismo !

»Me amenazó. Había guardado el traje con las manchas, las roturas, y era la única prueba material de los acontecimientos de la noche de Navidad.

»Me pidió dinero. ¡Mucho! Siguió pidiéndome.

»¿No era éste el punto vulnerable ? Toda nuestra sitúación, la de Van Damme, la de Lombard, la mía, también Janin, ¿no se basaba en el dinero ?

»Empezaba una nueva pesadilla. Lecocq no se había equivocado. Iba de uno a otro, arrastrando consigo el traje siniestro. Calculaba con una exactitud diabólica las cantidades que nos tenía que pedir para arruinarnos.

»Usted vino a mi casa, comisario. ¡Pues bien! Mi casa está hipotecada. Mi esposa cree tener su dote intacta en el banco y no hay ni un céntimo. ¡Y he cometido otras irregularidades !

»Fue dos veces a Bremen a ver a Van Damme. Vino a Lieja.

»Siempre herido, dispuesto a destruir hasta la más pequeña apariencia de felicidad.

»Éramos seis alrededor del cadáver de Willy. Klein estaba muerto. Lecocq vivía todos los instantes en una pesadilla.

»Entonces, todos teníamos que ser igualmente desgraciados. ¡Ni siquiera tocó el dinero ! Vivía como siempre, pobremente, como cuando se repartía la comida con Klein. ¡Quemaba los billetes !

»Y cada uno de esos billetes quemados representaba para nosotros dificultades insospechadas.

»Hace tres años que luchamos, cada uno desde su rincón, Van Damme en Bremen, Jef en Lieja, Janin en Paris, yo en Reims.

»Tres años en los que apenas nos atrevemos a escribirnos y que Lecocq d'Arneville nos sumerge, a pesar nuestro, en la atmósfera de los Compañeros del Apocalipsis.

»Tengo esposa. Lombard también. Tenemos hijos. Y por ellos aguantamos.

»Van Damme nos telegrafió el otro día diciendo que Lecocq se había matado, y nos citó aquí.

»Estábamos todos. Llegó usted. Después que usted se fue, supimos que era usted quien tenía el traje ensangrentado y que se afanaba por encontrar la pista.

—¿Quién me robó una de las maletas en la estación del Norte? —preguntó Maigret.

Fue Van Damme quien contestó:

—Janin. Yo había llegado antes que usted. Estaba allí, escondido en uno de los andenes.

Todos estaban cansados. La vela duraría todavía unos diez minutos, pero no más. Un falso movimiento del comisario hizo caer la cabeza de la calavera.

—¿Quién me escribió al Hotel du Chemin de Fer?

—Yo —dijo Jef sin levantar la cabeza—. ¡Por mi hijita! Mi hijita, a la que ni siquiera he mirado. Van Damme sospechó. Y Belloir. Estaban los dos en el Café de la Bourse.

—¿Fue usted quien disparó?

—Sí. No podía más. ¡Quería vivir ! ¡Vivir ! Con mi esposa y mis hijos. Entonces, le vigilé desde fuera. Tengo en circulación letras de cambio por valor de cincuenta mil francos. ¡Cincuenta mil francos que Lecocq d'Arneville quemó ! ¡Sin embargo, esto no es nada ! Las pagaré. Haré lo que sea. Pero sentirle allí, persiguiéndonos.

Maigret miró a Van Damme.

—Y usted se dedicaba a adelantárseme destruyendo los indicios.

Se callaron. La llama de la vela vacilaba. Sólo a Jef Lombard le daba la luz roja que se filtraba por el cristal rojo de la linterna.

Entonces, por vez primera, la voz de Belloir tembló.

—Hace diez años, después de… la cosa… hubiese aceptado… —dijo—. Había comprado un revólver para el caso de que hubiesen ido a detenerme. ¡Pero diez años de vida…! ¡Diez años de esfuerzo…! ¡De lucha…! Con elementos nuevos… La mujer, los hijos… ¡Creo que yo también hubiera sido capaz de tirarle al Marne ! O de dispararle, por la noche, a la salida del Café de la Bourse. Ya que dentro de un mes, ni siquiera esto, dentro de veintiséis días, habrá prescripción.

Fue en medio del silencio que siguió cuando la vela, de repente, lanzó su última llama y se apagó. La oscuridad fue completa, absoluta.

Maigret no se movió. Sabía que Lombard estaba a su izquierda, de pie; Van Damme apoyado en la pared enfrente suyo; Belloir apenas a un paso a su espalda.

Esperó, sin ni siquiera tomar la precaución de meter la mano en el bolsillo donde tenía su revólver.

Sentía que Belloir temblaba de pies a cabeza, jadeaba, antes de encender una cerilla y decir:

—Si quiere usted que salgamos…

A la luz de la llama, los ojos parecían más brillantes. Se rozaron los cuatro en el marco de la puerta y después en la escalera. Van Damme cayó, porque había olvidado que la rampa fallaba a partir del octavo escalón.

El taller del carpintero estaba cerrado.

A través de las cortinas de la ventana vieron una vieja que tejía iluminada por una pequeña lámpara de petróleo.

—¿Era por aquí ? —dijo Maigret enseñando la calle de pavimento desigual que desembocaba en el muelle, a cien metros del agua, y que en el ángulo de la pared tenía un farol de gas.

—El Meuse llegaba a la tercera casa —contestó Belloir—. Tuve que entrar con el agua hasta las rodillas para que… para que se lo llevase la corriente.

Se fueron en sentido contrario, dieron la vuelta a la iglesia nueva, edificada en medio de un terraplén todavía sin allanar.

Bruscamente, fue la ciudad, los peatones, los tranvías amarillos y rojos, los autos, los escaparates.

Para llegar al centro había que atravesar el Pont des Arches, cuyo rápido río rozaba los pilares.

En la calle Hors-Château debían esperar a Jef Lombard; los obreros, abajo, en medio de sus ácidos y los clichés que los impresores de los periódicos iban a reclamar; la mamá, arriba, con la simpática madre política y la pequeñita de los ojos cerrados perdida en las sábanas blancas de su camita.

Y los dos mayores, a los que hacían callar, en el comedor adornado de ahorcados.

¿Es que había otra mamá, en Reims, que estuviera dando una lección de violín a su hijo, mientras la sirvienta limpiaba las barras de cobre de la escalera y sacaba el polvo al pote de porcelana que contenía la gran planta verde ?

El trabajo terminaba, en Bremen, en el edificio. La mecanógrafa y los empleados dejaban el moderno despacho, y al apagar la luz sumieron en sombras las letras de cerámica: Joseph Van Damme, importación, exportación.

Tal vez, en las «parrillas» donde se interpretaba música vienesa, algún hombre de negocios con el cráneo rasurado, decía:

—¡Caramba! El francés no está aquí.

En la calle Picpus, la señora Jeunet vendía un cepillo de dientes o cien gramos de manzanilla con las pálidas flores metidas en una bolsita.

El niño hacía los deberes en la trastienda.

Los cuatro hombres andaban al paso. Se había levantado brisa, barriendo ante una luz brillante unas nubes que la descubrían de vez en cuando por algunos segundos.

¿Sabían adonde iban?

Pasaron delante de un café iluminado del que salía un borracho titubeando.

—¡Me esperan en Paris! —dijo de repente Maigret, parándose.

Y mientras los tres le miraban, sin saber si debían alegrarse o desesperarse, sin atreverse a hablar, hundió las dos manos en sus bolsillos.

—Hay cinco niños en la historia.

No estaban seguros de haber comprendido, ya que el comisario había dicho estas palabras para sí mismo, entre dientes. Y no se veía más que su ancha espalda y su abrigo negro de cuello de terciopelo que se alejaba.

—Uno en la calle Picpus, tres en la calle Hors-Château y otro en Reims.

* * *

En la calle Lepic, adonde fue al salir de la estación, la portera le dijo:

—¡No vale la pena que suba! El señor Janin no está en casa. Creían que era una bronquitis, pero se le ha declarado una neumonía y lo han llevado al hospital.

Entonces se hizo llevar al
Quai des Orfèvres
. El brigadier Lucas estaba allí, telefoneando al propietario de un bar que no estaba en regla.

—¿Recibiste mi carta, viejo?

—¿Se terminó ? ¿Ha tenido éxito ?

—¡En absoluto !

Era una de las palabras favoritas de Maigret.

—¿Se escaparon ? ¿Sabe?, he estado muy inquieto por culpa de su carta. Estuve a punto de ir a Lieja. ¿Qué es ? ¿Anarquistas ? ¿Falsificadores de moneda ? ¿Una banda internacional ?

—¡Criaturas…! —dejó caer.

Y tiró en su armario la maleta que contenía lo que un experto alemán había llamado, después de largas y minuciosas investigaciones, «traje B».

—Ven a beber un medio, Lucas.

—No parece estar muy contento.

—¡Una idea, viejo ! ¡No hay nada más divertido que la vida ! ¿Vienes ?

Unos instantes más tarde, empujaban la puerta giratoria de la «parrilla»
Dauphine
.

Pocas veces estuvo Lucas tan asustado. En cuanto a medios, su compañero tragó, uno tras otro, seis imitaciones de absenta. Lo que no le impidió declarar con una voz casi firme, mientras flotaba en su mirada algo poco acostumbrado en él:

—¿Ves, viejo?, diez asuntos como éste y dimito. Porque sería la prueba de que hay allá arriba un gran hombre, Dios, que se encarga de hacer de policía.

Y añadió llamando al camarero:

—¡Pero no te preocupes ! ¿Qué hay de nuevo en la «casa »?

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