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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

El ahorcado de la iglesia (7 page)

BOOK: El ahorcado de la iglesia
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¿No era una hora antes Van Damme un hombre libre, que si tenía algo sobre la conciencia guardaba la seguridad que le daba su reputación, su dinero, su patente y su habilidad?

Él mismo había remarcado esta diferencia.

En Reims ofrecía a su compañero puros de lujo. Mandaba al patrón y éste se apresuraba para complacerlo; telefoneaba al garaje recomendando que le enviasen el coche más confortable.

¡Era alguien!

En París se había negado a pagar la cuenta. Hablaba del código. Se le veía dispuesto a discutir, defenderse codo a codo, ásperamente, como si defendiese su cabeza.

¡Y estaba furioso contra él mismo! Su exclamación, después del gesto al borde del Marne, lo probaba!

No había premeditado nada. No conocía al chófer. En el momento de la avería no había pensado todavía qué partido tomar.

Solamente al borde del agua. El murmullo. Los árboles que pasaban como simples hojas muertas. Tontamente, sin reflexionar, le empujó por la espalda.

¡Rabiaba! Comprendía que su compañero estaba esperando ese gesto.

Sin duda comprendía que estaba perdido y que no le quedaba más que defenderse desesperadamente.

Quiso encender un puro y Maigret se lo cogió de la boca, lanzándolo a la carbonera; y aprovechó para sacar el sombrero que Van Damme conservaba en la cabeza.

* * *

—Le prevengo que haré lo necesario. Si usted no se decide a arrestarme según las formas previstas, le pido que me devuelva la libertad. En caso contrario me veré forzado a acusarle de secuestro arbitrario.

»Prefiero decirle que, en lo que concierne al baño que usted tomó, lo negaré enérgicamente. Usted dio un paso en falso en el barro de la orilla. El chófer afirmará que no intenté huir, cosa que hubiera hecho si verdaderamente hubiese tenido la intención de ahogarle.

»En cuanto al resto, todavía estoy esperando saber qué es lo que tiene que reprocharme. He venido a París por negocios. Lo probaré. Fui seguidamente a Reims a ver a un viejo camarada tan honorablemente conocido como yo.

»Tuve la ingenuidad, al encontrarme con usted en Bremen, donde los franceses son raros, de hacerme amigo de usted, ofrecerle de comer y beber y por fin traerlo a París en coche.

»Usted ha enseñado, a mis amigos y a mí, la fotografía de un hombre que no conocemos. ¡Se mató ! Está materialmente probado. No se ha formulado ninguna demanda y por consecuencia no hay acción de justicia regular.

»Es todo lo que tenía que decirle.

Maigret encendió su pipa con la ayuda de un papel doblado que introdujo en la estufa y dejó caer:

—Está usted completamente libre.

No pudo contener una sonrisa al ver a Van Damme desconcertado por tan fácil victoria.

—¿Qué quiere usted decir?

—¡Que es usted libre! ¡Eso es todo! Y añado que estoy dispuesto a devolverle la amabilidad e invitarlo a cenar.

Raramente se había sentido tan feliz. El otro lo miraba con un estupor teñido de miedo, como si cada una de esas palabras estuviese cargada de amenazas.

—¿Soy libre de volver a Bremen ?

—¿Por qué no? Usted mismo acaba de decir que no es culpable de ningún delito.

Por un instante, se podía creer que Van Damme iba a recuperar su seguridad, su alegría, aceptar quizá la invitación a cenar y explicar su gesto de Luzancy como una torpeza o un rapto de locura.

Pero la sonrisa de Maigret hizo desaparecer su optimismo. Cogió su sombrero y se lo puso en la cabeza con un gesto seco.

—¿Cuánto le debo por el coche?

—Nada en absoluto. Fue un placer hacerle un favor.

¿No temblaban los labios del hombre? No sabía cómo retirarse. Buscaba algo que decir. Terminó por alzar los hombros y dirigirse hacia la puerta murmurando, sin saber a ciencia cierta hacia quién iba dirigida la palabra:

—¡Idiota !

En la escalera, donde el comisario acodado sobre la baranda lo miraba desaparecer, iba repitiendo lo mismo.

El brigadier Lucas pasaba, con
dossiers
en la mano, dirigiéndose hacia el despacho del jefe.

—¡Rápido ! Tu sombrero. Tu abrigo. Sigue a ese buen hombre hasta el fin del mundo si es preciso.

Y Maigret cogió los
dossiers
de las manos de su subordinado.

* * *

El comisario acababa de llenar cierto número de demandas de información tituladas cada una con un nombre, que transmitidas a diversas brigadas, le llegarían con información detallada sobre los interesados, a saber: Maurice Belloir, subdirector de banca, calle de Vesle, en Reims, oriundo de Lieja; Jef Lombard, fotograbador en Lieja; Gastón Janin, escultor, calle Lepic, en París, y Joseph Van Damme, comisionista en mercancías en Bremen.

Estaba en la última ficha cuando el chico del despacho le anunció que un hombre pedía ser atendido a causa del suicidio de Louis Jeunet.

Era tarde. Los locales de la Policía Judicial estaban casi desiertos. En el despacho vecino, un inspector escribía un informe a máquina.

—¡Hágalo entrar!

El personaje que introdujeron se paró en la puerta, con aire mohíno o ansioso, y quizá se arrepentía ya de su conducta.

—¡Entre ! Siéntese.

Maigret lo observó. Era alto y delgado, con los cabellos muy rubios, el rostro mal afeitado y los vestidos usados recordaban a los de Louis Jeunet. Un botón faltaba al abrigo, cuyo cuello estaba grasoso, y los reversos con polvo.

En algunos pequeños detalles, una cierta manera de ser, de sentarse, de mirar, el comisario reconoció al irregular que, aunque esté en regla, no puede disimular la angustia frente a la policía.

—¿Viene usted por la publicación de la fotografía en los periódicos ? ¿Por qué no se presentó inmediatamente ? Hace dos días que ha aparecido la fotografía.

—Yo no leo los periódicos —empezó el hombre—. Fue por casualidad que mi mujer lo trajo como envoltorio de sus compras.

Maigret se había sorprendido desde el principio por ese movimiento de rasgos, ese temblor continuo de la nariz y sobre todo por esa mirada inquieta, con una inquietud enfermiza.

—¿Conocía a Louis Jeunet?

—No lo sé. El retrato es malo. Pero me parece… Creo que es mi hermano.

Maigret, sin querer, soltó un suspiro de alivio. Le pareció que, esta vez, todo el misterio se iba a aclarar de una vez. Y acercó su espalda hacia la estufa, en actitud que le era familiar cuando estaba de buen humor.

—En este caso se llama usted Jeunet.

—No. Justamente. Esto es lo que me ha hecho dudar en venir. ¡Y sin embargo, es mi hermano ! Estoy seguro, ahora veo mejor su foto sobre el despacho. ¡Esa cicatriz, fíjese ! Pero no entiendo por qué se ha matado, y sobre todo por qué ha cambiado de nombre.

—¿Cuál es su nombre ?

—Armand Lecocq d'Arneville. He traído mis papeles.

—¿Conocía a Louis Jeunet ?

Y también el gesto hacia el bolsillo para coger un pasaporte grasoso traicionaba su irregularidad, habituado a ser sospechoso y a exhibir piezas de identidad.

—¿D'Arneville con una minúscula ? ¿En dos palabras ?

—Sí.

—Ha nacido usted en Lieja —siguió el comisario echando una ojeada al pasaporte. Tiene treinta y cinco años. ¿Cuál es su profesión?

—Ahora soy meritorio en una fábrica de Issy-les-Moulineaux. Vivimos en Grenelle, mi mujer y yo.

—Usted está inscrito como mecánico.

—Lo he sido. He hecho de todo.

—¡También ha estado en prisión! —afirmó Maigret volviendo las páginas del librito—. Usted es desertor.

—Hubo una amnistía. Voy a explicarle. Mi padre tenía dinero. Dirigía un negocio de neumáticos. Pero yo no tenía más que seis años cuando abandonó a mi madre, que había dado a luz a mi hermano Jean. ¡Todo vino de allí !

»Nos instalamos en un pequeño apartamento, en la calle de la Providence, en Lieja. Los primeros tiempos mi padre mandaba con bastante regularidad una suma de dinero para nuestro mantenimiento.

»Se divertía. Tenía amantes. Una vez, cuando nos trajo la mensualidad, había una mujer en su auto que lo esperaba abajo.

»Hubo escenas. Mi padre dejó de pagar, o bien hizo una reducción. Mi madre hacía cosas raras y poco a poco se volvió medio loca.

»No loca hasta el punto de tenerla que internar. Pero ella perseguía a la gente para explicarles sus desgracias. Lloraba cuando iba por la calle.

»Y casi no veía a mi hermano. Iba con los chicos del barrio. Diez veces nos llevaron a la comisaría de policía. Luego me metí en una quincallería.

»Yo iba lo menos posible por mi casa, donde mi madre llevaba a las viejas de la vecindad para lamentarse con ellas.

»A los dieciséis años me enrolé en la armada y pedí que me enviasen al Congo. No estuve más de un mes. Durante ocho días me escondí en Matadi. Luego embarqué clandestinamente en una embarcación que volvía a Europa.

»Me descubrieron. Estuve en prisión. Me escapé y vine a Francia, donde he hecho muchos oficios.

»Casi me moría de hambre. Dormía en los mercados. No he sido nunca muy formal, pero le juro que desde hace cuatro años soy serio.

»¡Tenga en cuenta que me he casado ! Con una obrera de fábrica que continúa trabajando, porque yo no gano mucho y a veces estoy sin trabajo.

»Nunca he tratado de volver a Bélgica. Alguien me dijo que mi madre había muerto en un asilo de dementes y que mi padre vivía aún.

»Pero él no se quiso ocupar de nosotros, tenía un segundo asunto.

Y el hombre sonrió oblicuamente como para excusarse.

—¿Y su hermano?

—No era lo mismo. Jean era serio. En la escuela obtuvo una beca y pudo entrar en un colegio. Cuando dejé Bélgica por el Congo, sólo tenía trece años y luego ya no le he vuelto a ver.

»Tenía algunas noticias, porque a veces me encontraba con gente de Lieja. Con la escuela terminada, la gente se ocupó de él para permitirle seguir los cursos de la Universidad.

»Hace diez años de esto. Ahora, todos los compatriotas que me he encontrado me han dicho que no sabían nada de él, que se debía haber ido al extranjero, porque no se había vuelto a oír hablar.

»Fue un golpe ver la fotografía, y sobre todo pensar que había muerto en Bremen, bajo un nombre falso.

»Usted no puede comprender… Yo, empecé mal… He fracasado… Hice tonterías…

»Pero cuando me acuerdo de Jean a los trece años… Me parecía algo más calmado, más serio. Ya leía versos. Se pasaba las noches estudiando, solo, alumbrándose con cabos de vela que un sacristán le daba.

»Estaba seguro que sería algo. Mire, tan pequeño, y no hubiese corrido por las calles por todo el oro del mundo. Hasta el punto que los chismosos malos del barrio se burlaban de él.

»Yo siempre necesitaba dinero y no dudaba en reclamárselo a mi madre, que se sacrificaba para dármelo. Ella nos adoraba. A los dieciséis años, no se comprende. Pero me acuerdo ahora de un día que estuve odioso, porque había prometido a una chiquilla llevarla al cine.

»Mi madre no tenía dinero. Yo lloraba, la amenazaba. Una obra de caridad le había traído medicamentos y ella los fue a revender.

»¿Comprende usted. ? Y fíjese que es Jean el que ha muerto de esta manera, allí, bajo un nombre falso.

»Ignoro lo que habrá hecho. No creo que haya seguido el mismo camino que yo. Usted pensaría como yo si lo hubiera conocido de niño.

»¿Sabe usted algo. ?

Maigret devolvió el pasaporte a su interlocutor.

—¿Conoce usted, en Lieja, a los Belloir, los Van Damme, los Janin, los Lombard? —preguntó.

—Un Belloir, sí. El padre era médico, en nuestro barrio. El hijo estudiaba. Pero era gente
bien
, que no me miraban.

—¿Y los otros?

—Ya he oído el nombre de Van Damme. Me parece que había, en la calle de la Cathédrale, una tienda de ultramarinos muy grande con este nombre. ¡Pero hace tantos años !

Y Armand Lecocq d'Arneville añadió después de una pequeña duda:

—¿Podría ver el cuerpo de Jean. ? ¿Lo han traído. ?

—Llegará a París mañana.

—¿Están ustedes seguros que se mató verdaderamente?

Maigret volvió la cabeza, molesto con la idea de ser el que estaba más seguro, pues había asistido al drama, lo había provocado inconscientemente.

Su interlocutor retorcía su sombrero, se balanceaba de una pierna a la otra, esperando que le dieran permiso. Y sus ojos hundidos en las órbitas, sus pupilas parecidas a grises confetis perdidas en sus párpados pálidos recordaban tanto los ojos sombríos y ansiosos del viajero de Neuschanz que Maigret sintió en el pecho una punzada que parecía un remordimiento.

Capítulo 6
Los ahorcados

Eran las nueve de la noche. Maigret estaba en su casa, calle de Richard-Lenoir, sin cuello postizo, sin americana, y su mujer estaba ocupada cosiendo, cuando Lucas entró, sacudiendo sus hombros mojados por la lluvia que caía a cántaros.

—¡El hombre se ha ido! —dijo—. Como no sabía si debía seguirlo al extranjero.

—¿Lieja. ?

—¡Eso mismo! ¿Está usted ya al corriente? Tenía sus maletas en el
Hotel du Louvre
. Cenó, se cambió y ha cogido el rápido de las 8, 19 para Lieja. Billete simple de primera clase. Ha comprado un montón de periódicos ilustrados en la estación.

—Parece como si expresamente se cruzase en mi camino —murmuró el comisario—. En Bremen, cuando todavía ignoraba su existencia, se presenta en la
Morgue
, me invita a comer, se acerca a mí. Llego a París: él está unas horas antes o unas horas después. Probablemente más pronto, porque él viaja en avión. Me voy a Reims y él está antes que yo. ¡Hace una hora que he decidido ir a Lieja y él ya está allí desde esta noche. ! ¡Lo más fuerte es que sabe perfectamente que yo voy a ir y que su presencia allí es casi un cargo contra él. !

Y Lucas, que no sabía nada del caso, dijo:

—¿Quiere quizá hacer recaer las sospechas sobre sí para salvar a otro. ?

—¿Se trata de un crimen? —preguntó la señora Maigret, sin dejar de coser.

Pero su marido se levantó suspirando, miró el sillón donde hacía un instante estaba confortablemente instalado.

—¿Hasta qué hora hay trenes para Bélgica?

—No hay más que el tren de noche, a las 21, 30. Llega a Lieja hacia las seis de la mañana.

—¿Quieres prepararme la maleta? —dijo el comisario a su mujer—. ¿Una copa, Lucas. ? ¡Sírvete! Tú conoces el armario. Acabo de recibir el licor que mi cuñada hace ella misma, en Alsacia. Es la botella de cuello largo.

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