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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

El ahorcado de la iglesia (2 page)

BOOK: El ahorcado de la iglesia
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Y había entrado, como simple curioso, en un pequeño café de la Montagne aux Herbes Potagères.

Eran las diez de la mañana. El café estaba casi desierto. Sin embargo, mientras un patrón jovial y familiar le hablaba de abundancia, Maigret se fijó en un cliente instalado en el fondo de la sala, en la penumbra, y que se dedicaba a un curioso trabajo.

Era un hombre gastado. Tenía todo del «sin trabajo profesional», como se encuentra en todas las capitales, en busca de una ocasión.

Sin embargo, sacaba de su bolsillo billetes de mil francos, los contaba, los envolvía en un papel gris y ataba el paquete con un cordel; luego escribía una dirección.

¡Treinta billetes por lo menos! ¡Treinta mil francos belgas! Maigret sospechó, y cuando el desconocido salió, después de pagar el café que se había tomado, lo siguió hasta la oficina de correos más cercana.

Allí pudo leer, por encima de la espalda del hombre, la dirección, escrita con letra muy bien trazadas:

Monsieur Louis Jeunet 18, rue de la Roquette, París.

Pero lo que más le llamó la atención, fue que lo enviaba como impreso.

¡Treinta mil francos viajando como simples periódicos, como vulgares prospectos, ya que ni siquiera certificó el impreso! El empleado lo pesó y dijo:

—Setenta céntimos.

Y el expedidor salió después de haber pagado. Maigret anotó el nombre y la dirección. Siguió a su hombre y, por un instante, se divirtió con la idea de hacer un regalo a la policía belga. Después, iría a ver al jefe de Seguridad de Bruselas y le diría con negligencia:

—A propósito, tomando un vaso de Gueuse-Lambic, he cazado un malhechor. No tiene más que ir a buscarle a tal sitio.

Maigret estaba muy contento. Caía sobre la ciudad un suave sol de otoño que calentaba el aire.

A las once, el desconocido compraba por treinta y dos francos una maleta imitación cuero, en una tienda de la calle Neuve. Y Maigret, jugando, compró otra igual sin prever la continuación de la aventura.

A las once y media, el hombre entró en un hotel de una callejuela cuyo nombre no pudo ver el comisario. Salió un poco más tarde y tomó, en la estación del Norte, el tren de Amsterdam.

Esta vez el policía dudó. ¿Tal vez la impresión de haber visto ya esa cabeza en alguna parte influyó en su decisión?

—¡Tal vez sea un asunto de poca importancia ! Pero, ¿y si fuese un asunto importante ?

No tenía nada urgente en París. En la frontera holandesa le sorprendió el hecho de que el hombre, con una habilidad que revelaba la práctica de esta clase de ejercicios, ponía la maleta en el techo del vagón antes de llegar a la aduana.

—¡Ya veremos cuando se pare en algún sitio !

No sólo no se quedó en Amsterdam, sino que tomó un billete de tercera clase para Bremen. Hicieron juntos la travesía de la llanura holandesa, con sus canales llenos de barcos de vela que parecían navegar en pleno campo.

Maigret, a toda costa, había sustituido la maleta. Durante horas había buscado en vano clasificar el individuo en una de las categorías conocidas por la policía.

—Demasiado nervioso para ser un verdadero bandido Ínternacional. O tal vez no es más que un comparsa. ¿Un conspirador ? ¿Un anarquista ? Sólo habla francés, y en Francia ya no hay conspiradores, ni siquiera anarquistas militantes. ¿Un vulgar estafador solitario ?

¿Hubiese vestido tan pobremente un estafador después de haber enviado treinta billetes de mil francos en un simple papel gris?

El hombre no bebía alcohol; se contentaba, en las estaciones donde la espera era larga, con tomar café, y a veces un panecillo o un brioche.

No conocía el trayecto, ya que preguntaba a cada momento, quería saber si estaba en el buen camino, y se inquietaba con exageración.

No era vigoroso. Sus manos eran las de un trabajador manual. Llevaba las uñas sucias y demasiado largas, lo que hacía suponer que no trabajaba desde hacía tiempo.

Su piel revelaba la anemia, si no la miseria.

Y Maigret, poco a poco, había olvidado la jugada que quería hacer a la policía belga llevándole, como jugando, un malhechor atado de pies y manos.

El problema le apasionaba. Procuraba excusarse a sí mismo:

—Amsterdam no está tan lejos de París.

Y después:

—¡Bah! Desde Bremen, con el rápido, estaré de vuelta en trece horas.

* * *

El hombre estaba muerto. No había sobre él nada comprometedor, ningún objeto revelador de su género de actividades, sólo un revólver de la marca más extendida en Europa.

¡Parecía que se había matado porque le habían robado la maleta! Si no, ¿por qué había comprado en el buffet de la estación los panecillos que no había comido?

¿Y por qué ese día de viaje desde Bruselas pudiéndose saltar allí tan bien la tapa de los sesos como en un hotel alemán?

Quedaba su maleta, que podía descubrir el enigma. Por eso, cuando el cuerpo fue llevado, desnudo y envuelto en una sábana, al furgón oficial, después de haber sido examinado, fotografiado y estudiado desde la planta de los pies hasta el cuero cabelludo, el comisario se encerró en su habitación.

Estaba en tensión. Si llenó una pipa, a pequeños golpes de pulgar, según su costumbre, fue únicamente para tratar de persuadirse de que no estaba nervioso.

El rostro doloroso del muerto le impresionaba. Lo veía continuamente chasqueando sus dedos, y abriendo la boca para pegarse el tiro.

Esta sensación de malestar, casi de remordimiento, era tal, que no tocó la maleta de fibra hasta después de una terrible incertidumbre.

¡A pesar de que aquella maleta debía contener su justificación! ¿No iba a encontrar la prueba de que el hombre al cual tenía la debilidad de compadecer era un estafador, un peligroso malhechor, quizá un asesino?

Las llaves colgaban todavía, como en la tienda de la calle Neuve, de un cordel anudado al asa. Maigret alzó la tapa, retiró un traje gris, menos usado que el del muerto.

Debajo del traje había dos camisas sucias, gastadas por el cuello y los puños, arrugadas en una bola.

Un cuello postizo de rayas rosas, que había sido llevado por lo menos durante quince días, ya que la parte que había tocado el cuello de su propietario estaba negra. Todo negro y deshilachado.

¡Eso era todo ! La maleta mostraba su fondo de papel verde y las dos cinchas que no habían sido usadas, con hebillas y ganchos nuevos.

Maigret sacudió los vestidos y buscó por los bolsillos. ¡Estaban vacíos!

Angustiado, se obstinaba testarudamente en su necesidad de encontrar algo.

¿No se había matado un hombre porque le habían robado esta maleta ? ¡Y no contenía más que un traje y ropa sucia!

Ni un papel. Nada que pudiese recordar un documento. Ni un indicio que permitiese hacer suposiciones sobre el pasado del muerto.

La habitación estaba tapizada con papel nuevo, barato, en el cual los colores crudos dibujaban flores agresivas.

Por el contrario, los muebles eran viejos, cojos, desmantelados, y sobre la mesa había un tapiz de indiana que no se podía ni tocar.

La calle estaba desierta. Las tiendas cerradas. Pero sobre el asfalto, a cien metros de allí, los automóviles no cesaban de desfilar con un rumor reconfortable.

Maigret miró la puerta de comunicación, la cerradura, sobre la cual no se atrevió a inclinarse. Se acordó que los expertos, previsores, habían dibujado sobre el suelo de la habitación vecina el contorno del cadáver.

Caminó de puntillas para no despertar a los huéspedes, llevando en la mano el traje que había en la maleta.

La silueta, sobre el suelo, era deforme, pero matemáticamente exacta.

Cuando probó a poner la americana, los pantalones y el chaleco sobre la silueta, los ojos le resplandecieron, y mordió maquinalmente la pipa.

¡Las ropas eran cono mínimo tres tallas más grandes! ¡No eran del muerto!

¡Lo que el vagabundo guardaba con tanto celo en su maleta, aquello a lo que él daba tanto valor, que se había matado por haberlo perdido, era el traje de otro!

Capítulo 2
Monsieur Van Damme

Los periódicos de Bremen se contentaron con anunciar, en algunas líneas, que un francés llamado Louis Jeunet, mecánico, se había suicidado en un hotel de la ciudad, y que la miseria parecía haber sido la causa.

Y, a la mañana siguiente, la información era todavía inexacta. Hojeando el pasaporte, en efecto, Maigret se sorprendió por una particularidad.

En la sexta página, reservada para los datos que figuran en columna con las menciones de
âge, taille, cheveux, front, sourcils
, etc., la palabra
front
precedía a la palabra
cheveux
en vez de sucederla como sería lo normal.

Seis meses antes, la Sûreté de París había descubierto en Saint-Ouen una verdadera fábrica de pasaportes falsos, libretos militares, permisos de residencia y demás papeles oficiales. Habían cogido cierto número de documentos. Pero los fabricantes declararon que algunas de las piezas salidas de sus prensas estaban en circulación desde hacía años, y que, por falta de contabilidad, eran incapaces de formar una lista de sus clientes.

El pasaporte probaba que Louis Jeunet era uno de ellos, y que, por consiguiente, no se llamaba Louis Jeunet.

De hecho, la única base un poco sólida de la investigación se derrumbaba. ¡El hombre que se había matado aquella noche era un desconocido!

* * *

Eran las nueve cuando el comisario, a quien las autoridades habían concedido todas las autorizaciones deseables, llegó a la Morgue antes de la apertura de sus puertas al público.

En vano buscó un rincón sombrío donde tomar una determinación, de la cual, bien es verdad, no esperaba gran cosa. La Morgue era moderna, como la mayor parte de la ciudad y como todos los edificios públicos.

Era más siniestra aún que la antigua Morgue del distrito de Horloge, en París. Más siniestra a causa, precisamente, de la limpieza de sus líneas y planos, del blanco uniforme de sus paredes que reflejaban una luz cruda, los aparatos frigoríficos, lustrados como en una central eléctrica.

¡Esto hacía pensar en una fábrica modelo, una fábrica donde la primera materia eran los cuerpos humanos!

El falso Louis Jeunet estaba allí, menos desfigurado de lo que se esperaba, ya que los especialistas habían reconstruido su cara.

Había también una joven y un ahogado pescado en el puerto.

El guardián, reluciente de salud, metido en un uniforme sin un grano de polvo, tenía el aire de un guardián de museo.

En una hora desfilaron una treintena de personas. Y como una mujer pidiera ver un cuerpo que no estaba expuesto en la sala, se oyeron ruidos eléctricos y cifras lanzadas por teléfono.

En un local del primer piso uno de los casilleros de vasta armonía que ocupaba toda una pared, descendió, se puso sobre un montacargas y, minutos después, una caja de acero emergía en la planta baja, como en algunas bibliotecas llegan los libros a la sala de lectores.

Era el cuerpo pedido. La mujer se inclinó, sollozó, y fue llevada hacia un despacho al fondo, donde un secretario joven tomó nota de su declaración.

Poca gente se interesó por Louis Jeunet. Pero, hacia las diez, un hombre cuidadosamente vestido que bajó de un coche particular penetró en la sala, buscó con los ojos al suicida y lo examinó con atención.

Maigret estaba a algunos pasos. Se acercó, observándolo, y tuvo la impresión de que no era alemán.

Al ver moverse al comisario el hombre se inquietó manifestando fastidio, y debió pensar de Maigret lo mismo que éste pensó antes de él.

—¿Es usted francés? —preguntó el primero.

—Sí. ¿Usted también?

—Es decir, soy belga. Pero vivo en Bremen desde hace algunos años.

—¿Y conoce usted a alguien llamado Jeunet?

—¡No ! Yo… He leído esta mañana en el periódico que un francés se había suicidado en Bremen. He vivido mucho tiempo en París. Y he tenido la curiosidad de venir a echar una ojeada.

Maigret tenía una calma pesada, como si fuese así siempre en momentos semejantes. Y su cara tenía una expresión tozuda, tan poco sutil que parecía bobo.

—¿Pertenece usted a la policía ?

—Sí. A la Policía Judicial.

—¿Y ha viajado expresamente ? ¿Pero qué digo? No es posible, ya que el suicidio tuvo lugar esta noche. ¿Tiene usted compatriotas en Bremen? ¿No? En este caso, si puedo serle útil en algo. ¿Me acepta usted un aperitivo?

Un poco más tarde, Maigret le siguió y se sentó en el coche de su acompañante, que iba al volante.

Ése hablaba de abundancia. Era el tipo de hombre de negocios jovial y movido. Parecía conocer a todo el mundo, saludaba a los transeúntes, señalaba inmuebles, explicaba:

—Aquí, el Norddeutsche Lloyd. Usted habrá oído hablar de la nueva embarcación que han lanzado. Son mis clientes.

Le enseñó un edificio en el cual casi todas las ventanas tenían banderas diferentes.

—En el cuarto, a mano izquierda, verá mi despacho.

Se leía sobre los cristales, con letras de porcelana: Joseph Van Damme, Importation, exportation.

—¿Creerá usted que en ocasiones paso un mes sin tener ocasión de hablar francés? Mis empleados y también mi secretaria son alemanes. Los negocios exigen…

Era difícil leer algún pensamiento en el rostro de Maigret, en el cual parecía que la última de las cualidades era la sutilidad. Aprobaba. Admiraba lo que le pedía que admirase, comprendido el coche de Van Damme, que presumía de suspensión privilegiada.

Penetró con él en la gran «parrilla» rebosante de hombres de negocios que hablaban en voz alta, mientras una orquesta vienesa tocaba constantemente entre el ruido de las copas de cerveza.

—¡No se puede imaginar usted el número de millones que representa esta clientela ! —se extasió Van Damme—. ¡Mire ! ¿Entiende usted el alemán ? Nuestro vecino está a punto de vender un cargamento de lana que navega en estos momentos entre Australia y Europa. Hay treinta o cuarenta barcos en el agua. Puedo enseñarle otros. ¿Qué va a beber ? Le recomiendo la Pilsen. A propósito…

Maigret no sonrió siquiera, a pesar del cambio.

—A propósito, ¿qué piensa usted del suicidio ? ¿Un indigente, como pretenden los periódicos de aquí ?

—Es posible.

—¿Está usted investigando ?

—¡No! Esto pertenece a la policía alemana. Y como el suicidio está establecido…

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