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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaco

El ahorcado de la iglesia (5 page)

BOOK: El ahorcado de la iglesia
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Y de sitio en sitio bolas niqueladas conteniendo las servilletas de papel.

—Soy el comisario a quien usted telefoneó hace un rato.

En pie, cerca del mostrador, el patrón vigilaba al personal, mientras daba consejos a los jugadores de billar.

—Ah, sí. Pues bien, ya le dije todo lo que sé.

Hablaba bajo, un poco embarazado.

—Vea. Se sentó en ese rincón, cerca del tercer billar, y pidió un coñac, después otro y un tercero. Era poco más o menos esta hora. Los clientes le miraban de través porque, ¿cómo le diría ?, no era del estilo de la casa.

—¿Tenía maletas?

—Una maleta vieja cuya cerradura estaba rota. Recuerdo que cuando salió, se le abrió la maleta y cayeron por tierra sus ropas. Incluso pidió una cuerda para atarla.

—¿Habló con alguien ?

El patrón miró a uno de los jugadores de billar, un muchacho alto y delgado vestido rebuscadamente, que tenía aspecto de jugador al que los aficionados siguen con respeto las carambolas.

—No exactamente. ¿No quiere beber algo ? Podríamos sentarnos aquí.

Eligió una mesa apartada donde estaban alineados los platos.

—Hacia medianoche estaba tan blanco como este mármol. Habría bebido unos ocho o nueve coñacs. Y su mirada tenía una fijeza que me desagradó. Hay gente a quien el alcohol hace ese efecto. No se mueven, no divagan, pero en un momento dado, se caen redondos. Todo el mundo se fijó. Fui a decirle que no podía servirle más y no protestó.

—¿Quedaban todavía jugadores?

—Aquellos que ve en el tercer billar. Son habituales que vienen aquí cada tarde, organizan concursos, pertenecen a un club. El hombre se marchó. Fue entonces cuando tuvo el incidente de la maleta abierta. No sé cómo pudo anudar la cuerda en el estado en que se encontraba. Cerré una media hora más tarde. Estos señores se marcharon dándome la mano y recuerdo que alguien me dijo:

»—Lo encontraremos en alguna parte en el arroyo.

El patrón miró una vez más al jugador elegante, de manos blancas y cuidadas, de corbata impecable, cuyos brillantes zapatos crujían cada vez que rodeaba el billar.

—No sé por qué no iba a decírselo todo. Aparte de que es sin duda un azar o un error. Al día siguiente, un viajante de comercio que viene todos los meses, y que estaba aquí aquella tarde, me dijo que se encontró hacia la una de la mañana al borracho y al señor Belloir que iban uno junto al otro. Incluso los vio entrar a ambos en casa del señor Belloir.

—¿Es ese alto y rubio ?

—Sí, vive a cinco minutos de aquí en una bonita casa de la calle de Vesle. Es el subdirector de la
Banca de Crédito
.

—¿No está aquí el viajante?

—No, está en su recorrido habitual, en el Este. No volverá hasta mediados de noviembre. Le dije que debió equivocarse. Pero insistió. Tuve que hablar con míster Belloir bromeando. Pero no me atreví. Hubiera podido contrariarse, ¿no es eso ? Desearía pedirle que no levantara acta de lo que acabo de contarle o, en todo caso, que no tenga el aspecto de venir de mí. En nuestra profesión…

El jugador que había acabado una serie de cuarenta y ocho puntos, miraba en torno suyo para juzgar el efecto producido mientras frotaba con la tiza verde la punta de su taco, y parpadeó imperceptiblemente al ver a Maigret en compañía del patrón.

Porque éste, como la mayoría de la gente que quiere tomar un aire desenvuelto, tenía un rostro ansioso, de conspirador.

—Su turno, señor Emile —le anunció desde lejos Belloir.

Capítulo 4
El visitante inesperado

La casa era nueva y había en sus líneas, en los materiales empleados, una búsqueda para dar impresión de limpieza, de confort, de modernismo y de fortuna asegurada.

Los ladrillos rojos, frescamente unidos; piedra de talla; una puerta de roble barnizado, adornada con cobres…

Eran sólo las ocho y media de la mañana cuando Maigret se presentó, con la intención de sorprender la vida íntima de la familia Belloir.

La fachada armonizaba con el aspecto del subdirector de banca y, cuando la puerta fue abierta por una doméstica de aspecto inmaculado, esta impresión se acrecentó. El corredor era amplio, limitado por una puerta de cristales biselados. Las paredes eran de imitación a mármol y el suelo de granito a dos tonos formando figuras geométricas.

A la izquierda, unas puertas de dos batientes en roble claro: las puertas del salón o del comedor.

En un guardarropa había unos trajes y un abrigo de niño de unos cuatro o cinco años. Un paragüero ventrudo, de donde emergía un bastón con pomo de oro.

El comisario no tuvo más que un instante para mirar e impregnarse de esta atmósfera de existencia sólidamente organizada. Apenas había pronunciado el nombre de M. Belloir, la doméstica replicó:

—Si hace el favor de seguirme,
estos señores
le esperan.

Ella fue hacia la puerta vidriada. Por la rendija de otra puerta, el comisario vio el comedor, caliente y limpio, la mesa bien puesta donde una mujer joven en bata y un niño de cuatro años tomaban el desayuno.

Más allá de la puerta vidriada se abría una escalera de maderas claras, cubierta de una alfombra de rameados rojos cogida en cada escalón por una barra de cobre.

Una planta verde muy grande, en el rellano. La doméstica ya tenía en la mano el pomo de una nueva puerta, la de un despacho, donde tres hombres volvieron la cabeza al mismo tiempo.

Hubo como un
shock
, una inquietud pesada, una angustia que endurecía las miradas. Pero la sirvienta no lo advirtió y dijo con la mayor naturalidad del mundo:

—¿Quiere pasar?

Uno de los tres hombres era Belloir, correcto, con sus cabellos rubios bien lisos; su vecino, menos cuidadosamente vestido, era un desconocido para Maigret; pero el tercero no era otro que Joseph Van Damme, el hombre de negocios de Bremen.

* * *

Dos personas hablaban a la vez. Belloir dio un paso frunciendo las cejas, diciendo con una voz un poco seca, un poco altiva, en armonía con la decoración:

—¿Señor…?

Pero al mismo tiempo Van Damme se esforzaba en aparentar su jovialidad de siempre, gritando, tendiendo la mano a Maigret:

—¡Vaya! ¡Pero qué casualidad encontrarlo aquí !

El tercero se calló, siguiendo la escena con los ojos y con aire de no entender nada.

—Perdonen que les moleste —empezó el comisario—. No era mi intención romper una reunión tan matinal.

—¡De ninguna manera! ¡De ninguna manera ! —repuso Van Damme—. ¡Siéntese! ¿Un cigarro ?

Había una caja sobre el escritorio de caoba. Y el hombre de negocios abrió esta caja y escogió él mismo un habano, diciendo:

—¡Espere que encuentre mi encendedor ! Espero que no me pondrá una multa porque no está estampillado. ¿Por qué no me dijo que conocía a Belloir en Bremen ? ¡Cuando pienso que podríamos haber hecho el camino juntos ! Yo he salido algunas horas después de usted. Un telegrama, referente a un negocio, me llamó a París. He aprovechado para venir a estrechar la mano a Belloir.

Éste no perdía su rigidez y miraba a los dos hombres como pidiendo una explicación. Fue hacia él que Maigret se volvió para pronunciar:

—Voy a abreviar mi visita tanto como pueda, ya que ustedes esperan a alguien.

—¿Yo…? ¿Cómo lo sabe usted ?

—¡Es sencillo! Su doméstica me ha dicho que me esperaban. Y, como no me podían esperar a mí, es evidente que…

Sus ojos reían, pero sus rasgos estaban inmóviles.

—¡Comisario Maigret, de la Policía Judicial! Quizá me vio usted ayer en el
Café de Paris
, donde quería recoger unos informes para un caso en curso.

—¿No será la historia de Bremen, cuando menos? —dijo Van Damme con una falsa desenvoltura.

—¡Sí, justamente ! ¿Quiere usted, señor Belloir, mirar esta fotografía y decirme si es la del hombre que usted recibió aquí una noche la semana pasada ?

Alargó el retrato del muerto. El subdirector de banca se inclinó, pero sin mirar, o más bien sin fijar su mirada.

—¡No conozco a este individuo ! —afirmó devolviendo la foto a Maigret.

—¿Está usted seguro que éste no es el hombre que le dirigió la palabra cuando usted volvía del
Café de París
?

—¿De qué habla usted ?

—Me perdonará que insista. Estoy comprobando un dato que no tiene más que una importancia mediocre. Y me he permitido molestarle, persuadido de que no dudaría en ayudar a la justicia. Aquella noche, un borracho estaba sentado cerca del tercer billar, donde usted hacía su partida. Llamó la atención de todos los consumidores. Salió un poco antes que usted, y por consiguiente, cuando se despidió de sus amigos, se acercó a usted.

—Creo que recuerdo. Me pidió fuego.

—Y usted volvió aquí en su compañía, ¿no es eso ?

Belloir sonrió con mezquindad.

—No sé quién le ha explicado esta fábula. No está ni mucho menos en mi carácter recoger vagabundos.

—Usted podía haber reconocido en él a un amigo, o…

—¡Escojo mejor a mis amigos!

—¿Así es que usted volvió solo?

—Lo afirmo.

—¿Y aquél era el mismo de la fotografía que le he enseñado?

—Lo ignoro. Ni lo miré.

Van Damme había escuchado con una visible impaciencia y varias veces estuvo a punto de intervenir. En cuanto al tercer personaje, que llevaba barba morena y vestidos negros como todavía adoptan algunos artistas, miraba por la ventana, y limpiaba a veces el vaho que empañaba los cristales a causa de su aliento.

—En este caso, no me queda más que darle las gracias y excusarme una vez más, señor Belloir.

—¡Un instante, comisario! —dijo Joseph Van Damme—. No se irá así, ¿verdad ? Quédese un momento con nosotros, se lo pido, y Belloir nos ofrecerá uno de sus viejos coñacs que tiene en reserva. ¿Usted sabe que sentí mucho que no viniese a cenar conmigo en Bremen ? Le esperé toda la noche.

—¿Viajó usted en tren?

—¡En avión! ¡Viajo siempre en avión, como la mayor parte de los hombres de negocios, por supuesto ! En París, me entraron ganas de estrechar la mano de mi viejo camarada Belloir. Estudiamos juntos.

—¿En Lieja ?

—Sí. Fíjese, hacía casi diez años que no nos veíamos. ¡Ni sabía que se había casado ! ¡Es gracioso encontrarlo padre de un chico ! ¿Todavía no ha acabado con su suicidado ?

Belloir había llamado a la sirvienta, a la que mandó traer el coñac y vasos. Y, en cada uno de sus gestos, que voluntariamente eran lentos y precisos, se adivinaba una rabia concentrada.

—La investigación sólo ha empezado —murmuró Maigret sin insistir—. No podemos prever si será largo o si, en un día o dos, el caso será archivado.

Sonó el timbre de la puerta. Los tres hombres se lanzaron una mirada furtiva. Se oyeron voces en la escalera. Alguien con un acento belga muy pronunciado decía:

—¿Están todos arriba ? Conozco el camino. ¡Deje !

Y, desde la puerta, gritó:

—¡Salud a todos !

Pero las palabras cayeron en un silencio completo. Miró alrededor suyo, vio a Maigret, y sus ojos preguntaron a sus compañeros:

—Vosotros… ¿Me esperabais ?

Los rasgos de Belloir se crisparon. Avanzó hacia el comisario:

—¡Jef Lombard, un camarada! —dijo entre dientes.

Y, remarcando las sílabas:

—El comisario Maigret, de la Policía Judicial.

El recién llegado se estremeció un poco, balbuceó con una voz maquinal que tenía entonaciones cómicas:

—¡Ah ! Bien… Muy bien.

Después, embarazado, dio su abrigo a la sirvienta, sacando los cigarrillos de su bolsillo.

* * *

—Un belga también comisario. Asiste a una verdadera reunión de belgas. Debe usted pensar que asiste a una conspiración. ¿Y el coñac, Belloir ? ¿Un cigarro, comisario ? Jef Lombard es el único que vive todavía en Lieja. ¡El azar hace que nuestros asuntos nos llamen a todos a la vez al mismo rincón y hemos decidido celebrar esta ocasión con una alegre comilona! Si me atreviese…

Miró a los otros con una ligera excitación.

—Usted faltó a la cena que quería ofrecerle en Bremen. Acepte usted comer con nosotros luego.

—Desgraciadamente, tengo muchas ocupaciones —respondió Maigret—. Además, es hora de que los deje con sus asuntos.

Jef Lombard se había acercado a la mesa. Era alto y delgado, con trazos irregulares, miembros demasiado largos y tez pálida.

—¡Ah ! Aquí está la foto que buscaba —dijo el comisario como para sí mismo—. No le pregunto, señor Lombard, si usted conoce a este hombre, porque sería una casualidad casi milagrosa.

Sin embargo, le puso la fotografía bajo los ojos y vio la nuez de Adán del hombre de Lieja volverse más saliente, animarse con un extraño movimiento de arriba a abajo y de abajo a arriba.

—No lo conozco —logró articular con una voz ronca.

Belloir daba golpecitos en el escritorio con sus uñas manicuradas. Joseph Van Damme buscaba algo que decir.

—Entonces, ¿no tendré el gusto de volverlo a ver, comisario ? ¿Vuelve usted a París ?

—No sé todavía. Mis excusas, señores.

Como Van Damme le estrechó la mano, los otros se vieron obligados a hacerlo también. La mano de Belloir era seca y dura. La del personaje barbudo se tendía de una forma excitante. Jef Lombard estaba encendiendo un cigarrillo en un rincón del despacho y se contentó con un gruñido y un movimiento de cabeza.

Maigret pasó cerca de la planta verde que emergía de un enorme jarro de porcelana, pisó de nuevo la alfombra con barras de cobre. En el corredor, oyó el ruido agrio de un violín tocado por un alumno y una voz de mujer que decía:

—¡No tan rápido ! El codo a la altura del mentón… ¡Suavemente !

Era la señora Belloir y su hijo. Los vio desde la calle, a través de los visillos del salón.

* * *

Eran las dos y Maigret terminaba de comer en el Café de París cuando vio entrar a Van Damme, que miró en torno suyo como si buscase a alguien. El hombre de negocios sonrió al ver al comisario y avanzó hacia él, tendiéndole la mano.

—¡Esto es lo que llama usted obligaciones! —dijo él—. ¡Usted come completamente solo, en el restaurante ! Ya comprendo… Ha querido dejarnos solos.

Pertenecía decididamente a esta categoría de hombres que se unen a la gente sin estar invitados, no queriéndose dar cuenta que el recibimiento que se les dispensa no es muy caluroso.

Maigret se dio el gusto de mostrarse muy frío, y, sin embargo, Van Damme se instaló en su mesa.

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