El astro nocturno (33 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: El astro nocturno
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Necesitan recabar información. Quizá Sinderedo, obispo de la ciudad, pueda ayudarles. Desde el mercado, bajan por una calle algo más ancha, en la que solía haber talleres de tintoreros y ceramistas. Muchos han cerrado, con la guerra no llegan los productos a la ciudad. Desembocan en una plaza en la que se sitúa la Sede Episcopal, la iglesia de San Pedro y San Pablo, junto a ella una casa de piedra de dos plantas en la que solía vivir el obispo de la ciudad, Sinderedo.

Ya no hay guardia en la puerta, un hombre anciano barre el zaguán de entrada con una escoba de ramas.

—¡Queremos ver al obispo!

El anciano levanta los ojos, mirándoles extrañado.

—No está… —responde al cabo de unos instantes.

—¿Ha salido?

—Mi señor Sinderedo se ha ido muy lejos…

—¿Adonde…?

—No sabemos, quizás a Roma…

—¿Cómo?

—Le llegaron noticias del avance de la invasión africana, perdió los nervios y ha huido.

—¿Abandonó a su grey?

—Como si fuera un mercenario en lugar de un pastor y, en contra de los preceptos de los antiguos, abandonó el rebaño de Cristo y marchó a la patria romana…
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Mientras pronuncia estas palabras, el criado los observa con una tristeza melancólica, apoyado en el mango de la escoba. Después, no habla ya más y sigue barriendo la puerta.

—¿Podréis vos informarnos de lo que ocurre en la ciudad?

—Na… Nada bueno…

—¿Quién gobierna la ciudad?

—Los witizianos. Han ejecutado a los partidarios de Roderik, ahora esperan que lleguen las tropas del invasor para entregarles el poder. Creen que han ganado la guerra a Roderik. Creen que el invasor les va a otorgar cargos y preeminencia. Sin embargo, eso no está tan claro. Los hermanos de Witiza, Sisberto y Oppas, no están en Toledo, se han ido también.

—¿Adonde han ido?

—De momento, Oppas, el obispo de Hispalis, ha regresado a su sede. Se dice que ha enviado diversas embajadas a Tariq, y que a pesar de sus insistentes peticiones, el conquistador no ha proclamado rey a Agila, el hijo de Witiza; sino que se ha apoderado de las tierras de la Bética, despreciando tanto a witizianos como a partidarios de Roderik.

—Y… ¿Sisberto?

—El noble señor Sisberto —responde el criado sarcásticamente— estuvo en Toledo. Tras la batalla en la que traicionó a su rey, llegó aquí como vencedor, proclamando que el rey Roderik había sido derrotado y que reinaba Agila. Sin embargo, hace un par de días ha huido también de la ciudad. Ha dejado gente de su confianza al frente de la corte. Los que dominan el Aula Regia y los cargos palatinos son nobles de segundo orden, afectos al partido de Witiza. No se sabe si los nuevos conquistadores los respetarán. Hace unos días llegó un correo enviado por Oppas desde Hispalis a mi señor el obispo Sinderedo. No debían de ser buenas noticias, porque el obispo, tras recibir la misiva, huyó. Las mismas noticias debieron de llegar a Sisberto, porque también, pocos días más tarde, salió de la ciudad con unos carromatos cargados hasta los topes. Corren rumores de que en los carromatos iba el tesoro real, y que se ha dirigido a la Septimania, donde resiste el nuevo rey de los godos, el hijo de Witiza, Agila.

Al escuchar tan malas noticias, los recién llegados se miran entre sí; abochornados y pesarosos por tanta traición.

—No son buenos tiempos —prosigue el criado—. Tiempos de traiciones. Sé que sois nobles del partido de Roderik. ¡Haríais bien yéndoos de la ciudad y protegiendo vuestras tierras!

—Lo que nos contáis son noticias muy graves… ¿Nadie va a oponerse al invasor?

—Aquí en Toledo sólo hay traición… Nadie os seguirá.

Tras recabar esta información, y tras despedirse del siervo del obispo; Belay y Casio se encaminan hacia el palacio, hacia los lugares donde no mucho tiempo atrás se alojaba la Guardia Palatina. Franquean el puesto de guardia, los soldados no hacen el saludo militar a su paso. Belay saluda a uno de ellos, que le resulta familiar, el centinela le mira como si estuviese viendo una aparición, simula no reconocerle; sin embargo, le deja pasar, no se atreve a oponerse al que fuera Capitán de Espatharios del rey.

Belay, seguido por Casio, entra en los aposentos que un día le pertenecieron, las estancias del Jefe de la Guardia Palatina. Abre la puerta bruscamente. Allí hay otro hombre: Audemundo. Está sentado junto a una mesa con unos mapas delante, frente a él, otros dos hombres también witizianos ocupan la estancia.

Al levantar la vista, la sorpresa les tiñe los rostros.

—¡Soy Belay, Capitán de la Guardia Palatina! —se presenta el recién llegado—. ¿Qué hacéis aquí?

—Habéis sido relevado de ese cargo… —responde Audemundo con furia.

—¿Por quién?

—Por el nuevo rey Agila y por su lugarteniente Sisberto.

—Y ese a quien vosotros llamáis rey, ¿ha sido jurado por los nobles?, ¿ha sido refrendado por el Concilio?

—Son nuevos tiempos.

—Sí. Los tiempos de la traición.

Los witizianos, enfurecidos ante el insulto, desenvainan las espadas, Belay, sin mediar un instante, lo hace también.

—El rey Roderik ha caído —grita Audemundo—, atrapado en sus propias felonías.

—¡No! —exclama Belay—. Traicionado por los que debían defenderle.

Audemundo, envalentonado por su nuevo cargo, le espeta orgulloso:

—¡Ahora soy yo quien da órdenes aquí! ¡Soy yo quien manda sobre la Guardia Palatina! Veo que no habéis aún entendido que el rey Roderik ha caído.

—Vos no os dais cuenta de que ha habido una invasión, que peligra vuestra supervivencia y la mía —interviene furibundo Casio—. Venimos del Sur y hemos visto cómo ataca el enemigo, robando, destruyendo iglesias, campanas, y cómo se va acercando a la capital. No ha respetado a Roderik, ni creo que respeten a Agila…

—Os equivocáis. Mi señor Sisberto nos ha dicho que los que avanzan son hombres leales al rey Agila.

—¡Eso no es así! Sino, decidme ¿cómo es posible que Sisberto haya huido?

—No ha huido. Retornará a Toledo para que el rey Agila sea coronado y refrendado por el Concilio.

Casio se asombra ante lo que está oyendo. En voz muy alta, airada, enfurecida, responde:

—Ese tiempo ha pasado. Os engañan y os engañáis. Más valdría que nos aprestásemos a defender la ciudad.

—¿De quien?

—De los invasores bereberes…

—¡Estáis locos! No existe tal invasión. Ha tenido lugar una batalla en la que las dos facciones del reino se han enfrentado y la vuestra ha perdido. Reconoced vuestra derrota.

—¡Convocaré a la guardia! ¡Aún me obedecen!

—No. No lo haréis…. ¡Quedáis preso!

—¡A mí! ¡Hombres de Roderik! ¡A mí, Guardia Palatina!

Audemundo sonríe, piensa que Belay no ha entendido aún con claridad cuál es la situación del reino. Ahora ha llegado el turno de los nobles fieles a Witiza, como antes lo fue el de los fieles a Roderik. Ante él, Belay y Casio no son más que adversarios políticos, partidarios del rey caído. Llama a la guardia, que apresa y encadena a los dos antiguos espatharios reales, conduciéndoles a las mazmorras.

9

La ocupación

Tariq envía a Abd al Aziz hacia el este, el árabe cerca Elvira
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y después Malaca,
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consiguen pactos con los señores y obispos de ambas ciudades. Garantizan la lealtad de los lugares que conquistan dejando guarniciones que impidan cualquier revuelta en contra del nuevo poder establecido, un poder que domina ya el Sur de Hispania, esas tierras que por estar más allá del Atlas, los invasores comienzan a llamar Al Andalus, los restos de la mítica Atlántida.

Habiéndose asegurado la retaguardia, Tariq se encamina al norte, Toledo. Le han llegado noticias de que los witizianos se han hecho con la capital del reino. Desde Astigis, sube pasando Ipagro,
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Iponoba
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, Tucci
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—ciudades que se someten sin guerrear— hasta llegar a Mentesa,
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donde cruza el río Betis por el vado de la torre Blanca; más allá vadea el río Bermejo.
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Se encuentra al frente con las imponentes montañas de color pardo, montañas de bosque poco tupido, formado por alcornoques, encinas y pinares. Las tropas musulmanas ascienden por una garganta de afilados despeñaderos. Al dejar las montañas, un paisaje llano se abre ante ellos, a la izquierda se divisa un poblado visigodo
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en la ladera de un monte. El conquistador deja en la cima, un lugar con buena visibilidad, una guarnición; después baja al poblado, donde consigue alimentos y agua para que abreven los caballos. Cruzan campos de olivos y cereal y llegan a Oreto,
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sede episcopal visigoda. El obispo de la ciudad los recibe y tras negociar con ellos un pacto, los aprovisiona con víveres para ellos y forraje para los caballos. Prosiguen por la antigua calzada romana que une Córduba con Toledo.

Las tropas marchan ahora por la meseta ordenadamente: delante, la caballería árabe, con Tariq al frente; detrás, los bereberes del desierto, los hombres de Altahay, Kenan, Samal y de muchas otras tribus; por último, algunas acémilas con provisiones y armas.

Más allá de Oreto, las tropas alcanzan unas marismas, las marismas del río Anas. Atardece. El sol desciende a lo lejos, en las estribaciones de la serranía toledana. Corre el viento fresco del inicio del otoño y unas nubes sobre los montes reflejan la luz solar. Entonces, los hombres del desierto contemplan un atardecer como nunca lo han visto en sus vidas, un atardecer que les recuerda a los amaneceres del Sahara. Las nubes y el cielo se iluminan de un color rojizo, anaranjado, bermellón. El firmamento parece haberse incendiado por un sol que ya no está porque ha descendido tras la meseta. Más a lo alto, el cielo se torna lila y después violáceo. Las aguas de las marismas adoptan el color malva del cielo. Hay silencio, sólo interrumpido por el ruido cadencioso de los patos y el croar de las ranas. Los bereberes, hombres aguerridos, callan ante la belleza del espectáculo. Los montes se vuelven más sombríos y el horizonte, de un color cada vez más cárdeno, se tiñe de un rojo oscuro. Las aguas plateadas, malvas, violetas y moradas, se oscurecen. Ya no queda luz. Encienden las hogueras. Después de ponerse el sol, bajo la luz de las fogatas, los hombres se arrodillan mirando a La Meca, dando gracias a Allah, que los ha conducido al paraíso.

Al amanecer, continúan la marcha, se detienen a mediodía en unas antiguas ruinas, la fortaleza de Godalferga;
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de allí emprenden el ascenso a lo alto de los Montes de Toledo, Tariq deja una guarnición, alrededor de la cual crecería un pueblo que se denominará como los montes que le rodean, Yébenes.
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Ante ellos se extiende la llanura carpetana, más adelante llegan a la antigua Barnices
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de Ptolomeo. Más adelante, rodean por el Oeste el poblado visigodo de Fonsicca.
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El sol del comienzo del otoño les quema las carnes, y hace más lenta la subida hasta los montes, desde los que se divisa la capital visigoda, Toledo.

Las tropas de Tariq, sin guerrear, van a entrar vencedoras a una ciudad medio vacía. Ante la muralla, los witizianos les abren las puertas de la capital del reino y se prosternan ante Tariq. Los nobles fieles a Roderik han huido o han sido ajusticiados o apresados, por lo que no hay lucha en las calles de la urbe. Ante el silencio expectante de los toledanos, los conquistadores suben por la cuesta que conduce a la gran plaza, el mercado, de la ciudad. Nadie sabe qué es lo que va a ocurrir, qué represalias tomarán los invasores. Éstos hacen tocar un bando en el que pregonan que se respetarán las propiedades y las tierras de los que se rindan al poder de los seguidores de Mahoma.

Desde el mercado, Tariq se encamina hasta el antiguo palacio del rey Roderik. En el atrio, bajo la gran arcada de acceso al palacio, la guardia se cuadra ante él. Les pasa revista. Después, en el gran patio de armas, los altos dignatarios del reino godo le rinden pleitesía: el Conde de las Caballerizas, el Conde de los Establos, el Conde de los Notarios y Audemundo, que ahora dirige el Aula Regia. Entre ellos, una mujer, Egilo, la esposa de Roderik. Una dama de cabello castaño claro, de complexión fuerte y de baja estatura; mayor ya pero con cara aniñada. Tariq la reconoce de sus tiempos en la corte; le parece ver a Floriana cerca de ella, asistiendo a la reina. Sí. Recuerda bien a aquella dama pequeña de carácter fuerte.

—¿Sois los asesinos de mi esposo? —pregunta con dureza.

—Vuestro esposo murió en una batalla —contesta Abd al Aziz ben Musa.

Tariq calla.

—Vos lo matasteis —los ojos de la dama se cubren de lágrimas. Abd al Aziz se siente incómodo ante la antigua dueña de los destinos de los godos, una mujer que aparenta ser débil, aunque en realidad no lo es.

—Respetaremos vuestras prerrogativas, mantendremos vuestra corte —promete Abd al Aziz—. No tendréis que abandonar este palacio.

La mujer baja los ojos, con decoro y aparente modestia. Abd al Aziz la observa con curiosidad, representa la única continuidad del antiguo reino de los godos.

Tariq interviene. El no estima a Egilo. Floriana desconfiaba de la reina y muchas veces lo había dejado traslucir en sus conversaciones. Dirigiéndose a ella pero también a los witizianos que la rodean, les informa:

—Los cargos de palacio serán sustituidos.

Abd al Aziz confirma:

—Todos los altos cargos de este reino pertenecen ahora al califa de Damasco.

—Sí. Debéis entregar las llaves y todo lo que os da acceso a las dependencias de palacio —prosigue Tariq.

—Hemos sido nombrados por el noble Sisberto, hermano del rey Agila… —se defiende Audemundo.

—No existe más soberano en estas tierras que el califa, el Jefe de Todos los Creyentes —insiste Abd al Aziz.

—El nuevo gobernador de la ciudad de Toledo —proclama Tariq— será de ahora en adelante Abd al Aziz ben Musa, hijo de Musa ben Nusayr, gobernador de Kairuán. Reservo para mí el mando del ejército.

Audemundo y el resto de los nobles comprenden que no pueden resistirse y entregan las llaves de la ciudad, signo de su poder y de su cargo a los vencedores. Los witizianos se reúnen con los hombres de Tariq, procurando colaborar en todo lo que éstos les piden. Inmediatamente convoca al Conde del Tesoro. El conquistador conoce bien lo que aquel hombre custodia. Cuando no era más que un joven espathario real, el joven Atanarik había hecho muchas veces guardia ante el tesoro regio, por eso sabe bien que está formado por grandes cantidades de oro, plata y joyas que los visigodos han conseguido en las mil guerras a lo largo de su historia. No olvida que lo componen dos partes. Por un lado, el Tesoro Nuevo: monedas de oro y plata con las que se paga al ejército, a la administración y a la servidumbre de palacio ya manumitida. Por otro, el Tesoro Antiguo, en el que se custodia, entre otros objetos, la bandeja de oro que el general romano Aecio había donado a Turismundo tras la batalla de los campos cataláunicos, junto a coronas y joyas de todo tipo.

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