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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (31 page)

BOOK: El astro nocturno
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Entre los huidos hay gentes de todas clases; escapan a otros lugares donde tienen familia o hacienda. Son de ciudades, de aldeas que se han opuesto al invasor y, por tanto, han sido tratadas sin piedad por aquellos nuevos dominadores. Sin embargo, entre ellos, algunos opinan que los bereberes no son peores que los godos, y que lo más adecuado sería no enfrentarse a ellos. Refieren que las ciudades que se han rendido sin guerrear no han sufrido la ira del vencedor.

Una matrona madura con varios hijos comparte la comida con Alodia y Cebrián, un pan blanco pero ya correoso por el viaje, que a la sierva le sabe bien. Ella, por su lado, divide con la mujer lo poco que le han podido proporcionar en el convento, pan moreno, queso y algunos frutos secos.

Atraviesan colinas de mediana altura cubiertas de olivos. Más allá les rodean encinares y las montañas van creciendo ante su vista. Al fin llegan a un valle, lleno de alisedas, fresnedas y adelfares. La Sierra Madrona les recibe. Grandes bandadas de aves surcan los cielos.

Cebrián señala el vuelo de una oropéndola. Alodia sonríe. Aquel lugar es hermoso, durante unos instantes le parece que la paz que la había abandonado en Astigis ahora retorna a ella.

Al caer la noche, una luna llena, en todo su esplendor, ilumina el valle. Desde la montaña puede ver cómo un grupo de hombres a caballo iluminado por hachones encendidos siguen cabalgando a pesar de la oscuridad. Quizás aquellos jinetes la estén buscando, enviados por el que ella ama.

Una y otra vez piensa en Atanarik. ¿Cómo ha podido cambiar tanto en aquellos meses? ¿Por qué está ahora tan lleno de odio y de pasión? Algo le ha trastornado. Desilusionada, profundamente dolida, vuelve a su cabeza el abuso al que intentó someterla como si ella fuese un objeto de su posesión, tornando un acto que debiera ser de amor en un acto de dominio. Tiempo atrás, en su viaje al Sur, la había respetado siempre. Se había sentido protegida a su lado. ¿Por qué aquella transformación? Se repite a sí misma una y otra vez que Atanarik no es así; algo le ha convertido en un ser iracundo y lujurioso.

La noche se le hace larga. La sierva no puede conciliar el sueño. ¿Adonde le conduce la vida? Han pasado varios años desde que huyó de su poblado y Atanarik entró en su existencia arrastrándola hacia el ahora caído reino de Toledo. A ella, a la pobre montañesa de las montañas pirenaicas, el país de los godos le había parecido un lugar inquebrantable, inexpugnable, poderoso. Sin embargo, en poco tiempo, el reino se ha desintegrado por la conquista de los hombres del desierto, por la guerra civil que asola el país. Se sorprende una y otra vez pensando en Atanarik: aquel que había sido un noble godo, un gardingo real, lucha ahora contra sus propios compatriotas. Siente que su mundo se ha trastocado por completo.

Se hace de día y la multitud de prófugos se levanta. Cerca hay una fuente donde las mujeres se lavan, algunas bañan a sus hijos. La sierva saca su pequeño peine, aquel que le regaló Floriana, y se acicala los cabellos. Otro día de marcha hacia el norte. Descienden ya la sierra. Ahora están en una llanura ondulada. Aquel lugar que atraviesan es el mismo que ella y Atanarik cruzaron cuando huían de Toledo.

Tras varios días más de caminata avistan los muros de la ciudad. Las puertas están abiertas permitiéndoles el paso. No ven signos de preocupación entre los toledanos; tampoco de resistencia a los invasores. Los witizianos han desplazado a los altos cargos en la urbe regia. Ahora controlan el palacio del rey y las calles. Han lanzado bandos en los que se habla de los conquistadores como de libertadores. Oppas predica desde la iglesia de los Santos Apóstoles que hay que rendirse a los extranjeros hasta que Dios mejore los tiempos; él y sus familiares han hecho lo mismo para sobrevivir. Nadie habla de que tengan distinta fe o creencias, se dice que son arrianos, que no creen que Cristo sea Dios, pero que le respetan como profeta. Se dice que no son otra raza porque los bereberes más allá del estrecho en poco se diferencian de las gentes de la península Ibérica. Se dice que hablan su mismo lenguaje, porque muchos de los hombres de Tariq son capaces de hablar un latín de baja latinidad, con un acento distinto pero comprensible a los oídos de los hispanos. Hay muchos rumores, pero nadie sabe, en realidad, nada.

Los refugiados provenientes de las tierras de la B ética intentan explicar a las gentes de la ciudad que realmente han sido invadidos por extranjeros de distintas costumbres y religión, que no creen en lo que ellos creen, que no respetarán sus costumbres, pero los toledanos prefieren la tranquilidad, no complicarse la existencia. Algunos de los huidos se aposentan en Toledo, pero la mayoría, dándose cuenta de la poca seguridad de la urbe regia, prosiguen su camino dirigiéndose hacia las montañas, hacia la sierra de Gredos, o aún más allá, hacia la cordillera Cantábrica o el Pirineo.

Para Alodia se ha cumplido una etapa de su largo viaje. Se dirige a la casa del judío, la acompaña Cebrián. La sierva le indica que debe esperarle. El chico la observa con expresión entristecida sin entenderla bien. En su lenguaje farfullante responde que la esperará, pero que si tarda mucho entrará a buscarla.

Alodia llama con la contraseña que siempre ha utilizado pero no le abren la puerta. Vuelve a llamar; esta vez un toque rápido, sin ninguna cadencia especial. Piensa que quizá se ha cambiado la consigna. Al fin se abre la puerta y un hombre de pequeña estatura se dirige a ella de modo desabrido.

La prófuga solicita ver a Samuel. El criado, que inmediatamente la reconoce como la servidora de Floriana, también recuerda de modo vago que tuvo algo que ver con la muerte de la dama. La hace pasar y va a buscar a su amo.

Pronto llega el judío. Alodia se inclina respetuosamente ante él; quien le habla con cierta dureza.

—Huiste de mi casa, a la que pertenecías. ¡Eres una sierva! Tu culpa es grave.

—Mi señor —se disculpa ella—, me buscaban los hombres de Roderik, temí que vuestros servidores me denunciasen ante los soldados del rey. Es por eso por lo que huí hacia el sur con mi señor, Atanarik. Los hombres del rey nos persiguieron. Fui herida y permanecí en un convento en Astigis. Hace apenas dos semanas, Atanarik tomó la ciudad. Ahora viste como los hombres de África y se hace llamar Tariq. Busca desesperadamente al asesino de Floriana. He venido a advertiros: cree que sois vos.

—¿Yo?

—Mi señor, Atanarik acaudilla el ejército invasor, mató al rey en la batalla. Roderik antes de morir, en su agonía, en ese momento en el que los hombres no mienten, le dijo que vos conocíais por qué murió Floriana. —Repite—. Viene a por vos.

El judío la observó con detenimiento, y aquel hombre ducho en las Escrituras, aquel hombre que conoce el interior de las personas y que ha estudiado una antigua sabiduría, una vez más percibe que Alodia sabe más de lo que expresa.

—Esas noticias que me relatas hace tiempo que llegaron a Toledo. También dicen que Atanarik ha conseguido una copa, una copa misteriosa, que da el poder a quien la posee. ¿Es cierto eso?

—No lo sé.

—Pues yo sí. Creo que tú sabes más cosas; tanto sobre la muerte de mi nieta, como sobre otros misterios.

Alodia tiembla pensando que él se refiere a la copa sagrada.

—No sé nada más que lo que os digo. He venido porque quería preveniros…

—Tú conoces secretos que no has revelado…

Ella palidece, pero no pronuncia palabra. Samuel prosigue:

—Me dijiste que en vuestra huida a través de los túneles encontrasteis el antiguo tesoro de los godos. El tesoro oculto en la cueva de Hércules. Viste una mesa de oro con piedras preciosas.

Ahora los sentimientos de Alodia son de alivio, se ha atemorizado al pensar que su antiguo amo le podría sonsacar el secreto que no debe revelar, pero parece que al judío le interesa ante todo el tesoro escondido en los basamentos de la ciudad de Toledo.

Así que contesta:

—Sí, mi señor…

—La mesa que una vez me describiste perteneció al rey Salomón, es un tesoro muy querido para mi pueblo… debes llevarme allí antes de que Atanarik vuelva y quiera tomarla.

—No sé si seré capaz de encontrar el camino.

—Lo harás. He enviado a distintos hombres a los pasadizos bajo el palacio del rey godo. Han explorado uno a uno los túneles, no dan con la entrada.

—En cambio, Atanarik y yo sin proponérnoslo encontramos la cueva.

—Quizás hicisteis algo que mis enviados no son capaces de hacer.

—¿Algo como qué?

—No lo sé.

—Simplemente huimos, alejándonos lo más posible del palacio, descendimos siempre. La cueva está en el lugar más profundo de la montaña sobre la que se alza la ciudad de Toledo.

—Mis hombres no se atreven a avanzar más profundamente. Tú conoces la entrada, llegaste hasta allí… Bajarás a las cuevas.

—No quiero ir —exclamó Alodia—. Es un lugar de horror.

—Lo sé, pero la mesa de Salomón pertenece a mi pueblo y yo debo recuperarla. No es sólo por eso. Dijiste que en la cueva había muchos objetos preciosos, quizás allí esté la copa de ónice que falta.

—No lo sé, mi señor.

—Debemos hacerlo pronto. Antes de que Atanarik llegue a la ciudad. Estoy seguro de que buscará el tesoro, necesita caudales para pagar a las tropas; dinero para entregar a los árabes que apoyan la conquista, se dice que pronto cruzarán el estrecho. Antes también de que el rumor de un tesoro llegue a los witizianos…

Al oír que el judío se expresaba como si los witizianos fuesen gentes ajenas a él, la sierva le pregunta:

—¿No confiáis ya en ellos? —pregunta Alodia.

Samuel le revela:

—Los witizianos han asesinado a los fieles a Roderik. Han sustituido todos los cargos públicos con personas afines a sus intereses. Han olvidado sus compromisos para conmigo y persiguen de nuevo a mis compatriotas hebreos, como lo hicieron antaño, nos extorsionan buscando dinero para sus arcas exhaustas. Yo no estoy con nadie, yo no soy fiel a Witiza ni a Roderik. Los godos han tiranizado a mi pueblo. Yo sólo soy fiel a la estirpe de Abraham. Los que avanzan desde el Sur son ismaelitas, descienden también de nuestro padre Abraham y nos salvarán.

Su expresión muestra dolor, el sufrimiento de una raza maldita, siempre perseguida, pero nunca enteramente doblegada. Ahora, ha depositado su esperanza en un pueblo con las mismas raíces que el suyo, un pueblo semita que avanza desde el África norteafricana, asolándolo todo. Samuel sabe esto porque las aljamas judías, dispersas por el Mediterráneo, están conectadas entre sí y transmiten las noticias de unas a otras con gran celeridad. Por ellas conocen bien el mensaje de Mahoma; saben que los seguidores del Profeta les respetarán.

Pasados unos instantes de silencio, Samuel prosigue con voz que intenta ser convincente:

—Alodia, tu ama Floriana y yo conspiramos para evitar que nuestro pueblo fuese destruido por la tiranía de los godos. Buscábamos además el tesoro que nos pertenece y que nos ayudará a retornar a nuestra tierra, a las tierras más allá del mar. Ella lo encontró pero la asesinaron antes de que pudiera revelármelo. Debes ayudarme.

Aunque tiene miedo de los túneles, Alodia piensa que no le queda más remedio; el judío es poderoso, si no consiente en sus peticiones, de cualquier modo la obligará a hacerlo.

—Lo haré —accede.

Samuel se siente satisfecho. Sonríe a la sierva y llama a los criados.

—Debéis alojar a la sierva.

—Sí, mi señor.

Después, dirigiéndose a ella, ordena:

—Esta noche, inmediatamente después de caer el sol, entraremos en los túneles.

Los criados conducen a Alodia a las cocinas, le dan algo de comer, después, hacen un hueco en las habitaciones de los criados, allí hay un jergón de paja. La sierva se duerme casi inmediatamente. Su sueño es intranquilo: puede ver a Atanarik, acercándose a Toledo, con aquel mismo rostro fiero, que ella pudo descubrir en Astigis.

Le parece que han transcurrido apenas unos segundos cuando la despiertan. Se viste deprisa, con sus pobres ropas campesinas. Toma el alimento que le ofrecen; aunque, por el nerviosismo, le cuesta tragarlo. Está asustada, recuerda con espanto la cámara de Hércules y el lago.

7

La mesa del rey Salomón

Al salir a la calle, ya se ha hecho de noche, las estrellas iluminan débilmente el cielo, pero aún persiste el tenue resplandor del crepúsculo.

Samuel avanza con Alodia, acompañados por tres hombres encapuchados, se cubren por capas oscuras, llevan grandes sacos vacíos y se iluminan con antorchas. La sierva les guía hacia el tesoro, el tesoro de los reyes godos, oculto en las profundas cavernas de Hércules.

La ciudad no recuerda a la urbe bulliciosa del esplendor de la monarquía visigoda cuando al atardecer las gentes salían a beber vino en las tabernas cercanas a la plaza. El mercado está ahora vacío; algunos restos de verdura caídos por el suelo, excrementos de animales, señalan que allí, durante el día, se realizan ventas, intercambios y permutas.

La noche se ha tornado cerrada pero el firmamento está cuajado de estrellas. Las calles están oscuras, salvo en algún lugar iluminado por teas en la entrada de casas nobles. Al transitar por las callejuelas, la sierva descubre que muchas de las viviendas, deshabitadas y ruinosas, han sido saqueadas por maleantes, que aprovechan los malos tiempos para medrar. Las puertas, abiertas o caídas al suelo, dejan ver el interior desvalijado. Los nobles, que un día apoyaron al monarca depuesto, han huido a los predios que les pertenecían para fortificarse y luchar o para capitular una rendición honrosa ante aquel enemigo extraño que parece va a dominar todo el reino godo. Los siervos de aquellos nobles se han ido con sus amos. La ruina de la capital del reino de Toledo entristece a Alodia. Todo ha cambiado.

Los judíos guiados por la sierva alcanzan un portillo oculto en la muralla por el verdín y los ramajes. Por aquel lugar se accede a los túneles bajo la ciudad. No mucho tiempo atrás, Alodia se desplazaba por ellos de la corte a la casa del judío. Samuel hace que Alodia le preceda. Al entrar en los pasadizos, la sierva revive la huida con un Atanarik conmocionado por el asesinato de Floriana, e intenta acordarse de los lugares que recorrió no tantos meses atrás. Aquellos túneles son un auténtico laberinto. La sierva intenta reconstruir la huida, le parece recordar que el camino hacia la cueva de Hércules era siempre hacia abajo. Cuando huían escapando de los soldados del rey, nunca ascendieron hasta el momento en que llegaron a la cueva. Avanza deprisa guiada por una intuición que se va demostrando certera, cuando hay una bifurcación, opta siempre por el camino de bajada. A veces les parece que retornan hacia la entrada, pero los túneles se van hundiendo más y más en la roca, en la humedad oscura y subterránea.

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