Cerca ya de Toledo, él la llamó y de pie, como si estuviese ordenando algo a un soldado de su destacamento, le dijo:
—Una tropa no es lugar para una mujer.
Alodia se sintió azorada, intuía lo que vendría después:
—Yo con vos estoy bien. Puedo serviros… —farfulló.
—No —repitió él—, una tropa no es el lugar adecuado. Te entregaré a Floriana, la servirás fielmente. Ella te protegerá.
Alodia le observó sorprendida al oírle nombrar a una mujer; sin darle tiempo a protestar de nuevo, él le explicó:
—Es la dama más hermosa del reino. Mi amada Floriana, como una hermana para mí y, algún día, será mi esposa. Nos criamos juntos en la Tingitana.
Alodia lloró sin que él advirtiese sus lágrimas.
La sierva recuerda bien la primera vez que vio a la noble dama. Mayor que Atanarik. Muy alta, casi tanto como Atanarik, con una larga cabellera negra que, como era propio de las doncellas godas, corría suelta a su espalda; una hermosa nariz fina y de puente alto; unos ojos grandes almendrados de color claro grisáceo; una piel blanca y delicada; la boca grande, carnosa y sonrosada, una boca hecha para ser besada.
El bebía los vientos por ella.
Floriana trató a Alodia con frialdad, pero sin desprecio.
Al poco de llegar al palacio de los reyes godos, la adscribió a la servidumbre de palacio y fue enviada a trabajar en las cocinas: fregaba grandes ollas de cobre, algunas de un tamaño casi tan grande como la misma sierva, cortaba las verduras, limpiaba las aves, baldeaba los suelos; un trabajo cansado y rutinario.
Cuando más tarde, Floriana precisó una doncella, recuperó a la sierva. La llamó para ponerla a prueba. Pronto la goda entendió que Alodia conocía muchas cosas, no sólo era despierta e inteligente, sino que estaba versada en una sabiduría antigua. Decidió que la criada era la persona indicada para sus propósitos. Así Alodia se convirtió en la mensajera entre la dama y el judío, entre la dama y los miembros de la secta gnóstica a la que Floriana pertenecía, entre el judío y los conjurados en contra de Roderik.
De todos ellos, Samuel el judío la trató con una especial benevolencia. Él, miembro de una raza maltratada, era capaz de comprender lo que suponía la indiferencia y el menosprecio, por eso a menudo hablaba con ella: le preguntaba por las tierras del Norte, sobre sus ritos paganos. Así, llegó a conocer el porqué de su huida de las montañas, admirándose de su coraje. Samuel poseía una mente perspicaz, capaz de intuir los misterios, por lo que no tardó en sospechar que en Alodia se escondía algún secreto, que intentó sonsacarle. La montañesa saciaba su curiosidad, pero se abstenía de relatarle la historia de su hermano Voto y de la copa sagrada. Aquella historia no le pertenecía, quizás el único en quien podría confiarse hubiera sido Atanarik, el hombre noble que la había salvado en su huida. Pero desde el tiempo de la huida al Norte, el capitán godo no volvió a hablar directamente con ella.
A temporadas, Alodia se alojaba en la casa del judío, entre los siervos. La montañesa era útil tanto a la goda como al judío; una criada desconocida para todos, una mujer que no provocaba sospechas en aquella corte llena de conspiraciones e intrigas, que se escabullía casi sin ser vista, atravesando los gruesos muros del palacio por pasadizos que llegó a dominar como si fueran los caminos del bosque de su infancia. No tenía miedo, porque no tenía nada que perder.
En la corte toledana, aislada de todos, siguió buscando la luz del Único Posible, aquel que la había librado del rito inicuo; pero el Único Posible había callado. Se sentía vacía y desamparada, con una especie de aridez interior, abandonada de todo don sobrenatural. En esos momentos, su única luz era Atanarik; pero éste permanecía ausente por largas temporadas. Sin él, la vida de Alodia se volvió gris, sometida al imperio de Floriana.
La hija de Olbán era una mujer extraña. No creía en el Único Posible al que Alodia buscaba sino en un conjunto de fuerzas que dominaban el universo. De todas las fuerzas en las que creía, la dama adoraba al dios andrógino, Baal. En las habitaciones de Floriana, los gnósticos hablaban de un saber oculto, un saber capaz de proporcionar el poder, un saber que no podía ser compartido. Alodia no entendía el porqué; pero, en su simplicidad, se daba cuenta de que en aquel saber cabalístico no estaba el Único Posible que ella había entrevisto en el Norte. El Dios con el que ella había hablado, el Dios de sus visiones era el Dios de Voto, y ese Dios no era una fuerza de la naturaleza, no eran círculos ni esferas, era un Padre, un Dios Persona cercano al hombre y lleno de Amor. Ella lo había sentido así en su poblado en las montañas cántabras, pero desde que había llegado a la ciudad de Toledo, ese Dios amable se ocultaba de ella, quizá porque Atanarik se había convertido en el único dios de su vida.
Alguna vez, Alodia había entrado en las numerosas iglesias de la ciudad. Se escondía entre las columnas y seguía unos ritos que no entendía. Un hombre de espaldas, detrás de una cancela, elevaba una copa en medio del humo del incienso, entre cantos hermosos. Aquello era de lo que Voto le había hablado. Ella se sentía tan impresionada por los hermosos ritos de la liturgia visigoda, como asustada por las creencias esotéricas de la Gnosis de Baal.
Los componentes de la secta gnóstica, cautivados por la dama, que parecía ejercer una especial fascinación sobre todos ellos, se reunían con frecuencia en las habitaciones de Floriana.
Atanarik no pertenecía a la secta; cuando él se acercaba a sus aposentos, ella evitaba a los gnósticos. Esos días, Alodia no se apartaba de las dependencias de Floriana. Los oía reír juntos, discutir, amarse… Oculta tras las cortinas espiaba cada uno de los gestos, de las palabras del godo. Llegó a pensar que un hechizo se había apoderado de ella y que por eso le amaba tanto.
Para salir de la obsesión que le causaba el capitán godo, intentó recordar lo que Arga, la sacerdotisa de su poblado, la hermana de su madre, le había enseñado en el período de iniciación a los ritos de la diosa tierra. Le solía decir que debía concentrarse, buscando dentro de sí la sabiduría, nada debía distraerla: en el interior de cada ser humano se halla presente el pasado y el futuro, lo que debe hacer en cada momento. Gracias a aquellas enseñanzas, Alodia había logrado alcanzar una enorme capacidad de concentración, de resistencia al sufrimiento, una gran estabilidad de ánimo. Intentaba aplicar toda su energía para retirar a Atanarik de su mente; pero tanto cuando él estaba cercano como cuando se hallaba lejos, su imagen se adueñaba de ella, sin saber cómo, sin que nada pudiera apartarle de su pensamiento.
Desde niña, había sido educada rígidamente, para que un día ella también fuese la sacerdotisa de la diosa tierra. A través de los elementos naturales, la sacerdotisa poseía el poder de sanar a personas y animales, era capaz de controlar la interioridad de las gentes. Alodia había aprendido mucho de Arga, por eso sabía adivinar el futuro y podía introducirse en las mentes de los hombres; pero de todas las personas que conocía, la mente de Atanarik le estaba cerrada. La de los otros hombres, no. Así, Alodia percibía una gran amargura en el alma de Samuel, adivinaba que el judío sufría por su pueblo, perseguido y despreciado, amenazado de extinción por la tiranía de los godos. Le costaba penetrar, algo más, en los pensamientos de Floriana; advirtió que la goda amaba a Atanarik, pero también palpó una gran frialdad en la mente de la hija de Olbán porque la goda estaba entregada a una causa, y debía guiarse por ella. La mente de Floriana destilaba algo glacial y lo único que caldeaba aquella gélida insensibilidad del alma de la visigoda era Atanarik; pero, por algún motivo que Alodia desconocía, la dama se resistía a dejarse arrastrar por ese amor. La sierva descubría un intenso sufrimiento en el alma helada de la noble visigoda.
Sí, Alodia era capaz de penetrar en las mentes de las gentes y controlar la propia porque era la Hija de la Diosa. Su vida había estado prefijada, cuando llegase a la edad fértil sería consagrada a la divinidad, convirtiéndose en su sacerdotisa, siguiendo el camino que le había trazado Arga.
Sin embargo, poco antes de alcanzar la adolescencia, Voto, su hermano, que había sido como un padre para ella, le comenzó a hablar del Único, del Único Posible y de su Palabra. Le advirtió que el rito al que querían someterla era algo pérfido e idolátrico. Le dijo que un día tendría que huir, pero que el Único pondría a alguien en su camino que le ayudaría. Así, llegó el momento en que Alodia se convirtió en mujer, y se acercó la noche en que iba a realizarse el antiguo culto pagano. Una luz llenó su mente, recordó las palabras de Voto, y confiando enteramente en el Único Posible, huyó de la aldea, de las montañas donde había nacido.
Fue entonces cuando encontró a Atanarik y desde entonces su mundo cambió.
Pero ahora, Alodia lo ha perdido.
No sabe dónde está, sólo ve cómo la luz penetra por un ventanuco en aquella estancia oscura y pequeña; quizás una cárcel. Se esfuerza por distinguir los objetos; en la penumbra, al fondo, en una pared vislumbra una cruz tosca, de madera.
Alodia confía en él, en el Dios de Voto presente, de alguna manera, en aquel crucifijo.
El cenobio
Dolorida en el cuerpo y en el alma, Alodia intenta moverse en el lecho sobre el jergón de paja, poco más que un pequeño catre; el dolor la atenaza, y ella eleva los ojos, mirando al techo donde se cruzan vigas de roble con travesaños de madera de pino. En el suelo, sobre una banqueta de madera hay un lebrillo con agua, al lado, un tazón. Intenta incorporarse para beber, pero el dolor le atraviesa el costado. Precisa tomar agua, siente la boca áspera, le duele la lengua por la sequedad. Está sedienta, la necesidad de beber la atormenta. Con gran esfuerzo, consigue alzarse del lecho; entonces siente cómo algo líquido le corre por el torso. La herida se ha abierto. Su ropa se llena de sangre. Se deja caer, pero al tiempo se alza de nuevo del lecho, volviéndose con dificultad, consigue por fin introducir la taza en el agua; bebe con ansia. Siente alivio al notar cómo el líquido le recorre las entrañas, permanece unos instantes sentada, pero enseguida todo comienza a darle vueltas y debe tumbarse de nuevo; la taza cae, rodando por el suelo.
Respira hondo, el dolor vuelve a cruzarle el costado.
Fuera de la estancia se escuchan unos pasos gráciles, unas sayas que arrastran por el suelo.
Se abre la puerta.
Una mujer con vestiduras pardas entra en la pequeña celda. En Toledo ha visto mujeres como aquélla, consagradas a Dios, al Único.
—Veo que estás despierta. Has dormido mucho tiempo.
La voz suena dulce y acogedora.
—¿Cuánto?
Se sienta en el borde del catre en el que Alodia descansa y le retira el cobertor, y le levanta la ropa para examinar las heridas. La sangre que ha manchado las ropas es ahora fresca, ya no hay pus, la inflamación ha cedido y, al fin, tras días de delirio e inconsciencia, la joven está despierta. La monja le coloca los cobertores, mientas con tono optimista le dice:
—Tienes mejor aspecto.
Ahora Alodia observa el rostro más de cerca, es una mujer mayor y desdentada, pero la piel casi no tiene arrugas, y es suave, muy blanca, de un color nacarado debido a la falta de contacto con el sol.
—¿Dónde estoy? ¿Quién me ha traído aquí?
Los ojos claros de pestañas canosas la observan con dulzura, la hermana sonríe.
—Estás en Astigis, no muy lejos de la capital de la Bética. Te trajeron unos nobles godos. Uno de ellos, un hombre alto de piel morena y ojos claros, con una marca en la cara, nos pidió que cuidáramos de ti…
—Atanarik —dice Alodia, y el dolor reaparece.
—No mencionó su nombre; sólo que debía dirigirse hacia Hispalis para hablar con el obispo Oppas.
—¿Os dijo él algo más?
—No.
—¿Dijo si volvería?
—No.
Alodia vuelve la cabeza en el lecho para que no se note su profunda turbación y sufrimiento. Se siente enferma, extenuada, todo la afecta, y echa de menos a Atanarik.
La hermana percibe el desasosiego de la doncella y entiende que tiene que ver con aquel hombre, le acaricia el cabello.
—Aún estás débil, no te preocupes, os vais a recuperar. Sé que os atacaron los hombres del rey, pero mi obispo os protege. Aquí no corres peligro.
—¿Quiénes sois?
—Este es un antiguo convento que fundó Leandro, obispo de Hispalis, aquí vivió su hermana Florentina, que fue la primera abadesa… Te cuidaremos.
—Monjas… Yo… no soy cristiana…
La hermana la observa con curiosidad, la doncella prosigue hablando:
—Huí del Norte, mi aldea era pagana, he buscado durante largo tiempo la luz de un dios… pero nadie me ha ayudado.
La monja recuerda que en el Norte aún hay pueblos idólatras. Se habla de ritos indignos, vergonzosos. En el Sur y en el Levante, en las costas mediterráneas, la fe en Cristo llegó en los primeros siglos, dispersando las brumas paganas. La hermana suspira mientras se levanta para dirigirse hacia el ventano entrecerrado. Al abrirlo, entra una luz radiante que inunda la pequeña celda con el aire fresco del invierno en el Sur.
—Aquí no te faltará la luz… eso te ayudará a curarte. Debes comer algo.
La hermana sale de la cámara. A través de las ventanas abiertas, Alodia divisa un ciprés y a lo lejos, un pino. El cielo, despejado y brillante, no está cruzado por las nubes. La paz retorna a su espíritu, está en un lugar seguro y, aunque siente dolor, sabe que se va a recuperar. Sólo una sombra de tristeza enturbia su ánimo cuando recuerda a Atanarik, quizá nunca más le vuelva a ver, pero una esperanza ciega, irracional, le golpea el corazón: ella ha sido hecha para él.
El volverá.
La mandadera
Alodia se va recuperando poco a poco. Va conociendo aquel lugar de paz donde habitan las hermanas. Una gran iglesia de muros ciclópeos y planta cruciforme desde donde se accede al claustro por el que corre el agua de una fuente; cruzándolo se llega a las dependencias de las hermanas, pobres casitas de adobe y mampostería, muy similares a las de los labriegos de la Bética. En una de las pequeñas celdas, Alodia pasa largas horas acostada, recuperando fuerzas, recordando el pasado, pensando sin cesar en Atanarik.
No permiten que salga a la calle. La hermana Justa, la de la piel nacarada y ojos verde agua, la que la ha cuidado con desvelos de madre, le ha informado de que los hombres del rey la siguen buscando. Mientras estuvo inconsciente, los soldados llamaron un día a la puerta del cenobio preguntando por los evadidos. Estuvieron a punto de entrar y registrarlo todo, pero la hermana Justa, con su aspecto bondadoso y dulce, sin embargo, posee un carácter fuerte; cuando la intimidan saca fuerzas de flaqueza, enfrentándose a los soldados, incapaces de doblegar a aquella furia envelada.