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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (22 page)

BOOK: El astro nocturno
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—¿Tú también crees en Allah?

—No. Yo pertenezco a la Gnosis, creo en las emanaciones de Dios, en un dios andrógino que protege a sus elegidos. Ahora sé que ha llegado el momento… ¿La has conseguido?

—¿A qué te refieres?

—A la copa de poder.

—Sí.

—¡Muéstramela!

Desde que su padre se la entregó, Tariq no ha dejado nunca la copa. La oculta en un pequeño saco que pende de su cintura. Con reticencia, la saca. Es hermosa, la luz del sol refulge sobre las piedras de su base, sobre el oro.

—¡He bebido de ella! Me da fuerza y me recuerda que debo vengar a Floriana.

El rostro de Olbán se nubla.

—¡No debes usarla! Mi madre, que era nieta del rey Swinthila, me avisó que éste se volvió loco por beber de ella y finalmente perdió su reino.

—Me da fuerzas, no podría vivir sin ella.

—La copa de oro te esclaviza. Hace que tu voluntad se debilite porque la fuerza que notas no es tuya sino de la copa. Llegará un momento en que te enloquecerá.

—Es nuestra arma frente a los enemigos que nos rodean, nuestra única arma para vencer.

—Te equivocas. La copa te dominará a ti y, si algún día la pierdes, serás derrotado.

—Entonces, ¿para qué sirve?, ¿por qué tanto interés en encontrarla?

—Lo que tú posees, el cáliz de oro, está incompleto. Sólo tiene un poder supremo cuando está unida a la copa de ónice. Cuando la copa está completa no es necesario beber de ella para vencer, expande su influjo sobre todos los hombres que rodean al que la posee. Protege a los pueblos, como protegió a las gentilidades de las montañas cántabras, largo tiempo atrás. El pueblo que posee ambas, vence todas las batallas. Por eso, los romanos dominaron el mundo antiguo, y después los godos.

—¡No puedo renunciar a beber de la copa!

—Te equivocas al hacerlo…

—Más adelante dejaré de beber de ella, cuando tengamos ambas juntas y nuestro pueblo sea victorioso.

—¿A qué pueblo te refieres? —le pregunta Olbán.

—Al bereber… Ése es mi pueblo, el que me ha acogido, los hombres que confían en mí. Bebo de la copa para conducirlos a la victoria.

—La copa te devorará el alma… Si no dejas de beber ahora, puede que ya nunca seas capaz de dejarla. Utilízala con prudencia, y cuando consigas la de ónice, bebe del cáliz de la sabiduría para que se curen las heridas de tu alma.

—Ya lo sabes… —le recuerda Tariq—. Ese cáliz está oculto en las montañas del Pirineo… sólo una sierva, Alodia, sabe exactamente dónde.

—Busca a la sierva, encuentra el cáliz de ónice y… —la faz de Olbán era la de un fanático— después entrégame ambos, un nuevo mundo se abrirá ante nosotros.

El hijo de Ziyad le observa ceñudo. Nunca entregará la copa a Olbán. El señor de Septa se da cuenta de lo que Tariq está pensando. No importa, se dice a sí mismo, él pertenece a la secta, la secta le dará poder para, si es preciso, liberarse del godo, cuando ya no le sirva.

Ambos guardan silencio durante el tiempo que tardan en retirarse del jardín donde yace Floriana. Después, el señor de Septa, en tono convincente, explica los planes a Tariq. Lo que le auguraron los witizianos meses atrás en Toledo se ha cumplido. En el Norte se han alzado los vascones y junto a ellos los hombres de Witiza. Roderik ha levado el ejército y lo ha trasladado al Norte dejando desguarnecidas las costas de Levante y del Sur. Ahora es el momento de atacar.

Les anuncian que los capitanes de los bereberes acampados en la playa los aguardan, quieren ser recibidos por el señor de Septa. Olbán indica a los siervos que conduzcan a los visitantes hacia una estancia abierta al mar, hacia las cercanas costas hispanas. Después, acompañado por Tariq, se dirige hacia allí, aguardándoles.

Ziyad, Abd al Aziz, Samal, Altahay y un reducido séquito se hacen anunciar ante Olbán. El conde de Septa les recibe sentado en un estrado, y los saluda con ampulosidad. Los capitanes bereberes se disponen en un amplio abanico frente a Olbán: en el centro y frente a él se sitúa Ziyad; a su derecha, Abd al Aziz y Mugit al Rumi; a la izquierda, Altahay y el negro Kenan.

Olbán y Ziyad se observan con atención, se miden mutuamente las fuerzas. Ahora, los antiguos rivales están unidos frente a una empresa común, la invasión y conquista de Hispania.

Olbán desciende del estrado, después de unas cuantas palabras corteses despide al resto de los capitanes y se queda con Ziyad, Abd al Aziz y Tariq.

—¿Cuántas tropas habéis traído? —pregunta Olbán.

—De las tribus del Atlas, unos dos mil guerreros —responde Ziyad—. De la tribu de Kusayla, en el interior, más de tres mil, de las tribus de la costa atlántica, casi mil hombres, del desierto, otros mil. Los hombres oscuros de Kenan son más de quinientos. Abd al Aziz ha conducido hasta aquí a otros quinientos árabes, buenos jinetes, hombres entrenados en la batalla.

—Vuestro padre nos prometió más hombres para esta empresa —recuerda Olbán dirigiéndose hacia Abd al Aziz.

—Tenéis todo el apoyo de mi padre, el gobernador de Kairuán. Pero, debemos esperar las indicaciones del califa para proseguir la conquista hacia las tierras más allá del estrecho. Desde Damasco salen hombres para luchar en multitud de frentes.

Olbán se enfada ante la reticencia de los árabes que no quieren implicarse hasta que no sepan que la pieza es segura.

—¡Ahora es el momento de atacar con todas las fuerzas posibles! Tenemos una ayuda indudable en los hombres de Witiza, pero nuestra misión no va a ser únicamente ayudar a cambiar de rey en el dominio visigodo… Sino imponer el dominio norteafricano sobre las tierras de Europa.

Abd al Aziz le responde con calma:

—Ya lo sabemos, pero mi padre es prudente y aguarda la resolución de la empresa.

—¿Prudente? ¿Acaso es prudencia desperdiciar una oportunidad gloriosa?

—No tenemos una armada para transportar a tantos hombres.

Olbán replica airado:

—Eso corre de mi cuenta. Trasladaremos a las tropas en lanchas de pesca, en pateras, en barcos mercantes, poco a poco, así no despertarán sospechas. Cuando los godos quieran reaccionar tendrán todo este ejército que ahora acampa en la playa, al otro lado del estrecho.

—El ejército godo es poderoso —afirma Abd al Aziz.

—No cuando está ocupado en luchas intestinas en el Norte, en una guerra civil… —repone Olbán y después continúa con fuerza—. ¡Venceremos!

—Sí. ¡Venceremos! —contestan todos.

Ziyad calla, sus ojos de águila están velados por una sombra. Tariq piensa qué cruza por los pensamientos de su padre.

Se retiran, los servidores de Olbán conducen a los capitanes árabes y bereberes a sus aposentos; algunos retornan al campamento en la playa. Olbán le hace una seña a su pariente para que se quede en la estancia. Después, se acerca a la ventana que da hacia el mar y señalando a los guerreros que cubren la playa, murmura:

—No. No tenemos suficientes hombres. Musa no se arriesga.

—Sí. Me he dado cuenta —afirma Tariq—. Quinientos hombres a caballo es algo simbólico… Por otro lado, no quiere perder su parte en la empresa, y ha enviado a Abd al Aziz para que nos controle.

—Si queremos dominar el reino de los godos, necesitamos la otra parte del cáliz sagrado. Me dijiste que sabías dónde estaba la copa de ónice.

—No sé donde está, pero sé cómo encontrarla. Una sierva que me ha acompañado conoce su paradero. Está en las montañas del Pirineo. La sierva me la entregará.

—¿Dónde está la sierva? —pregunta Olbán.

—Más allá del estrecho. Quizás ha muerto… quizá vive… allá… donde la dejé —responde Tariq, como vacilante—. Me salvó la vida…

13

La sierva

Tariq, entonces, recuerda a Alodia y los últimos días antes de separarse retornan a su mente. Al hablar de ella se da cuenta de que nunca podrá devolverle todos los servicios que le ha prestado. Tras la muerte de Floriana, ha sido un aliento cálido y benigno en su vida.

Belay sólo estuvo con ellos una noche, sembrando de dudas el alma de Tariq. Después, el godo, la sierva y el muchacho de pocas luces prosiguieron hacia el sur. Evitaron el paso por las ciudades, temían que los detuviesen, sobre todo después de las advertencias del Capitán de Espatharios.

Desde Norba, la calzada los condujo a la antigua Emérita Augusta; de allí, a Mellara y después a Córduba. No entraron en ella, rodearon la antigua ciudad, fundada por los cartagineses en el meandro del Betis, y caminando por la calzada romana que conducía hacia Itálica, se acercaron a Astigis.

Se había creado una cierta intimidad entre los tres. Se reían mucho con el chico, Cebrián era un alma simple. Seguía hablando de su madre como si la fuese a ver al día siguiente. Le había tomado un gran afecto a Alodia, el chaval bebía los vientos por la sierva. Sin embargo, hacia Atanarik mostraba una actitud ambivalente en la que se mezclaba una cierta admiración por su gallardía y amabilidad, con los celos y el despecho. En su mente estrecha y pequeña captaba que Alodia amaba al gardingo y que éste la hacía sufrir.

Algunas veces había visto la expresión melancólica de la doncella contemplándole. No. Aquello no le gustaba nada a Cebrián.

Aquel atardecer, Alodia caminaba junto a Atanarik; habían cabalgado durante casi todo el día, y los viejos percherones de Norba estaban agotados, así que se apearon y prosiguieron el camino andando. Descendían por una senda estrecha y empedrada, sombreada por encinas centenarias, entre cercados de vides y campos abiertos de olivares. Cebrián saltaba por el camino, se detenía a veces y se perdía entre los árboles persiguiendo un conejo o buscando no se sabe qué cosas. Aquello les daba un poco de tranquilidad porque el chico no les dejaba apenas hablar con su verborrea imparable.

Alodia señaló el paisaje, muy hermoso, con los colores pardos del otoñó. A lo lejos, cerca de la cuenca del río, podían ver huertas de vegetales y hortalizas, que crecían exuberantes por la temperatura siempre cálida y el regadío. A aquel lugar bañado por el Betis no había llegado la hambruna y la sequía que se extendía por el resto del país. El bosque se abría a un valle de tierras rojizas y fértiles: campos en barbecho y vides. La vendimia ya había pasado tiempo atrás, pero en las parras quedaban aún hojas que el otoño había vuelto rojas y amarillas. La luz de un sol en el atardecer temprano se iba tornando dorada. En el centro del valle, corría caudaloso el río Sanil.
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Se detuvieron contemplando el panorama.

—Estas tierras son fértiles —comentó Alodia—, no dependen de las lluvias como ocurre en la meseta.

—Sí, aquí nació Hispania. Aquí y al valle del Iberos,
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llegaron los antiguos pueblos del oriente del Mediterráneo y fundaron las primeras colonias fenicias, griegas y cartaginesas. Cientos de años después llegamos nosotros, los godos.

Alodia, al mirar la calzada que se extendía ante ellos, al pensar en las vetustas ciudades que habían dejado atrás, se asombró escuchando lo que él decía. A ella le parecía que el reino de Toledo siempre había sido así, que los godos habían habitado siempre las tierras ibéricas. Por ello, preguntó;

—¿De dónde?

—Nuestro pueblo llegó a Hispania cuando las ciudades de la cuenca del Betis y del Iberos ya existían; cuando los romanos habían colonizado estas tierras. Las antiguas baladas relatan que vinimos del Norte, de las tierras bálticas, unas tierras muy frías, bajamos en naves por los ríos hasta llegar a una región esteparia cerca de un mar, el mar Negro. Después nos enfrentamos a Roma y cruzamos Europa, hasta que nos fueron empujando al confín más occidental del imperio, a las tierras hispanas. Pero Hispania existía ya mucho antes que nosotros llegásemos. Los francos han cambiado el nombre a las Galias, que ahora son las tierras francas —Atanarik sonrió—. Nosotros no cambiamos el nombre del país que conquistamos, estas tierras hispanas siguen teniendo el mismo nombre que les dieron los cartagineses y mantuvieron los romanos.

Callaron, quizá desconcertados por los miles de años que les habían precedido. Alodia pensó en su pueblo, aquel antiguo pueblo relegado a las montañas pirenaicas.

—Antes de que griegos y romanos se asentasen en la península Ibérica, los vascones moraban el valle del Iberos, algunos dicen que nuestros antepasados vinieron del Oriente, recorriendo el Norte de África. Las palabras del antiguo lenguaje que yo hablo no se parecen a ninguna otra.

—Háblame en tu lenguaje.

—Os cantaré una balada antigua…

La voz dulce de Alodia se alzó sobre los campos, sobre el río y las cosechas. Atanarik escuchó palabras en el antiguo idioma eusquérico; palabras de sonido hermoso que no se parecían a ningún idioma que él hubiese escuchado antes. Con la melodía, la paz rozó sus almas y él, por un momento, no sintió el dolor constante que desde la muerte de Floriana le atenazaba el alma.

Poco después, montaron de nuevo sobre los jamelgos, y lentamente cabalgaron cerca del río. Al fin, muy a lo lejos, en el horizonte, aparecieron los muros de la ciudad de Astigis. Debían cruzar el puente romano que atravesaba el Sanil. Para llegar a él, ascendieron por una cuesta, la calzada se estrechaba y se metía en un bosque espeso. Alodia sintió una cierta aprensión en aquel lugar umbrío, el graznido de un cuervo se escuchó entre los árboles. Después la naturaleza calló.

En ese momento, les rodearon.

Eran soldados de la Guardia Real, más de veinte hombres a caballo. Atanarik no pudo hacer nada, le desarmaron y les apresaron a ambos. El chico logró escapar, quizás a los soldados godos no les interesaba aquel muchacho de aspecto campesino y rostro idiotizado. Querían a Alodia y a Atanarik, se había ofrecido una fuerte recompensa por el capitán godo y por la sierva. Se decía que él era un hombre temible, un asesino, y que ella era su cómplice, una mujer también peligrosa.

Les llevaron hacia el norte a marchas forzadas. Se detuvieron para pasar la noche en un claro de un bosque. Atados espalda contra espalda, sin poder verse, susurraron en la oscuridad:

—Parece que todo acaba… —dijo Atanarik—. Tienes las manos frías…

—Estoy asustada. Tengo miedo. No quiero morir —musitó Alodia—. Nos llevarán a Toledo y nos ejecutarán, después de torturarnos. No puedo morir ahora.

La voz de ella tembló. Atanarik intuyó que estaba llorando. Con los dedos apresados muy cerca de ella, le rozó las manos. Al notar el contacto, un escalofrío atravesó a Alodia. Se apoyó aún más en la espalda de él. Ella deseó seguir por siempre así. Él, al notar aquellas manos heladas, pensó en la frialdad de la muerte, en la piel de Floriana cuando la besó por última vez.

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