Está preocupado por Adosinda, se imagina a su hermana, tan valerosa, tan independiente, enfrentándose a aquel que se la ha llevado a la fuerza. En cuanto puede, parte para Gigia atravesando la Braña con su pequeña ermita dedicada a la Virgen, después pasa por el lugar de Ceis, donde los colonos han podido defenderse de la saña islámica. De Ceis atraviesa los antiguos castros, convertidos ahora en las pequeñas aldeas del Otero y la Felguera. Se interesa por lo que les sucede a los campesinos. No habla mucho con ellos, pero les escucha, y ante sus quejas la expresión de su rostro se torna más y más preocupada.
Antes de llegar a Gigia se detiene en Granda, una población con un noble señor rural que habita en una antigua villa romana. Él —aunque no es afecto a los godos— detesta a los invasores, a pesar de haber pactado con ellos. Le reconoce como descendiente de la antigua familia goda y astur que, durante años, ha gobernado aquellas tierras. Le promete ayuda si se opone a los islámicos, pero no se compromete demasiado.
Gigia
Una media luna arenosa
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se extiende ante Belay, la marea está baja y a través de la franja de arena se puede llegar a pie a un cerro amurallado,
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que queda aislado al subir la marea. Al pie de las fortificaciones, divisa las antiguas construcciones romanas rodeadas por la muralla, sobre las que ondea la bandera islámica. Las puertas de la ciudad están abiertas, es día de mercado y a la villa llegan lugareños con productos de la tierra. Hay feria de quesos y embutidos; al entrar en la ciudad le llega el olor a comida, gritos de las pescantinas y vendedores ambulantes.
Rodeando la parte interior de la muralla se encuentra con un edificio ruinoso, pero en el que viven algunas familias; bajo él se ocultan los restos de unas antiguas termas. Se cruza con los hombres de Gigia, en algunos su estirpe se adivina romana, en otros, de piel más blanca y ojos claros, se dejan ver las antiguas razas protocélticas que poblaron la cordillera.
La temperatura es suave, una brisa marina llega desde la costa. Los hombres de Siero abren los mantos, sienten calor tras la galopada, sus capas ondean con el soplo del mar. Al atravesar las calles de la urbe, las gentes de Gigia reconocen en Belay, al hijo de Favila, al bisnieto de Nícer, jefe de los clanes albiones.
Cuando se fijan en su rostro decidido, su piel blanca, sus cabellos rubios hablan del hijo del hada. Se dice que la familia de la madre de Belay desciende de una jana de los bosques y del mítico Príncipe de los Albiones, Aster. Aunque la esperanza y la alegría se traslucen en los rostros, los hombres y las mujeres de Gigia no se atreven a aclamarle; hay demasiados soldados extranjeros por doquier.
Tras recorrer las calles y las plazas de la villa, los hombres de Belay se encuentran ante las puertas de la fortaleza del wali de la ciudad, un lugar de origen romano, que se alza sobre el promontorio que se asoma al Cantábrico. La guardia les impide el paso, ordenándoles que se identifiquen.
—Mi nombre es Pelagius, cabeza de las gentes de las montañas, espathario real, aliado de Tariq, el conquistador.
Al nombre de Tariq, la guardia no muestra ninguna señal de respeto ni reconocimiento. A Belay le extraña aquella actitud. Les hacen pasar a un patio abierto al sol. Sobre las cabezas de Belay y sus acompañantes sobrevuelan las gaviotas con un estruendo casi continuo, con gritos que a veces parecen desgarradores. Las aves marinas planean en el cielo, subiendo y bajando sobre ellos; divisan su plumaje blanco, negro o ceniciento. No hace frío para los hombres de las montañas; en cambio, los guardias musulmanes lo sienten de modo más intenso, sus vestiduras son de lana fina, no están preparadas para el húmedo clima del norte de Hispania.
Al fin, les permiten el paso hacia sus superiores. La fortaleza es la misma que Belay recordaba de niño, donde su padre le había llevado en muchas ocasiones a hablar con el legado del rey godo. En Belay aún resuena la expresión de enfado de su padre ante las peticiones desaforadas de los hombres de la casa de Egica y Witiza. Los corredores de aquel recinto fortificado le recuerdan un lejano tiempo, en el que su padre y su madre aún vivían.
Munuza les espera en una sala caldeada por una chimenea, donde arde un fuego.
—¿Quién sois?
—Me llamo Pelagius, entre los vuestros me llaman Belay. He sido espathario del caído rey Roderik… soy jefe de los pueblos de estas tierras por linaje y elección.
—¡Alguien importante! —afirma Munuza, el tono de voz del gobernador no es el de un cumplido sino más bien de una burla.
Belay no se da por aludido.
—Tenéis a mi hermana Adosinda con vos.
—Una mujer obstinada… Es valiente, se opuso a los hombres del Islam.
—¡Deseo verla!
—Vuestros deseos son órdenes…
Munuza ordena a sus siervos que le traigan a la dama.
—Debe volver con su gente. —Belay se expresa firmemente.
—Ahí os equivocáis. Adosinda va a ser una de mis esposas, la principal. La que me hará tener ascendiente sobre los hombres de vuestras tierras…
—Entre nuestras gentes se precisa el permiso del jefe de la familia para contraer matrimonio, el jefe de la familia soy yo.
—¿Me lo vais a negar?
—Sé que estáis ya casado.
—Eso no es óbice… Los hombres del desierto tenemos varias esposas. Yo deseo la boda con vuestra hermana para unirme a vuestras gentes. Se dice que es una mujer que sabe ser obedecida.
—Entre los hispanos esa boda no es posible, a no ser que renunciéis a vuestras esposas.
—Entre nosotros lo es.
En aquel momento, una mujer de amplias caderas y estrecha cintura, con nariz recta y piel blanca, entra en la sala. Belay piensa que su hermana no tiene el atractivo, quizá fatal, que perdió a su madre, pero es una mujer fuerte, que sabe dirigir a los peones y a las criadas; que nunca se ha preocupado por su belleza. Belay la quiere, es su única familia. Al encontrarse con él, la dama exclama con sorpresa:
—¡Hermano!
—¡Adosinda!
—No permitas que me unan a este hombre…
Belay la abraza, se da cuenta de que está algo más delgada, su rostro refleja el sufrimiento y el cansancio. El godo se separa de ella, volviéndose hacia el sarraceno.
—¡Mi hermana debe venir conmigo! Debéis respetarla a ella, y debéis respetar también el aman que he pactado con vuestro jefe Tariq. Él me permitió volver a estas tierras y recuperar mis posesiones. Es el jefe de vuestro pueblo.
Munuza sonríe despectivamente.
—Estáis muy equivocado. Tariq ya no es jefe de nada, ha sido relevado del mando de las tropas victoriosas del glorioso ejército de Allah. Nuestro único jefe es el califa de Damasco, Al Walid, y en estas tierras su representante es Musa ben Nusayr, gobernador de Kairuán. El que llamáis Tariq ha sido encarcelado.
—¿Qué?
—Mis últimas noticias son que ha sido puesto en libertad para liderar la campaña al Norte, pero está bajo vigilancia y todos los acuerdos que él tomó deben ser ratificados ante Musa. Incluso el cargo que ostento ha sido tenido que ser ratificado por Musa. El amán que pactasteis con él no tiene ya ningún valor.
Belay se enfada e indignado exclama;
—¡No es posible!
—Sí, lo es. Los árabes somos los que controlamos los destinos del Islam. Somos los guerreros de Dios, no esos bereberes que se han excedido en sus prerrogativas. Os respetaré como al hermano de mi esposa…
—¡No! —exclama Adosinda—. No seré vuestra esposa, no seré una más entre vuestras mujeres…
—Es un privilegio que os caséis con el jefe del Islam en estas tierras… —le interrumpe Munuza complacientemente—. Sé que vuestra herencia es cuantiosa, y que nuestros hijos llegarán a ser los cabecillas de los astures, porque entre vosotros existe la curiosa costumbre de que los derechos sobre el patrimonio se transmitan por vía materna. El hijo de Musa, Abd al Aziz, ha contraído matrimonio con la esposa del difunto rey Roderik, con la reina Ailo. Ahora yo me uniré a la hermana del hombre que domina el Norte de las tierras cántabras…
—¡No! —repite Adosinda.
—Lo harás. El contrato esponsal tendrá lugar mañana.
Adosinda se vuelve a Belay; furiosa, le increpa:
—¡No puedes entregarme a este hombre! ¡Al que roba nuestros ganados! —se rebela Adosinda—. ¡Al que nos esquilma las tierras!
Belay decide no oponerse al gobernador.
—Quizás así llegue la paz —musita Belay.
—No… —exclama furiosa Adosinda—. No puedo creer que me entregues a ese hombre…
Sin hacer caso a la mujer, el árabe afirma complacido:
—Muy bien, veo que sois un hombre razonable. Os alojaréis aquí en la fortaleza. Deseo que hablemos más tarde de vuestro pariente Pedro, el duque de Cantabria. Aún resiste en Amaia. Quizá podáis convencerlo de una rendición honrosa…
Belay muestra de nuevo una postura conciliadora.
—Sí, quizá sea posible.
—Me alegro de que seáis tan razonable…
—Deseo hablar con mi hermana a solas, quizá así la vuelva más conforme con su destino.
Ante esa petición, Munuza da largas, invitándole con tono conciliador:
—Debéis descansar de un largo viaje; después conoceréis la hospitalidad de los hombres del Islam. Ya hablaréis con vuestra hermana… Sí, cuando se haya firmado el contrato esponsal… —En voz más baja el wali prosigue—: Cuando no haya vuelta atrás. Vuestros hombres se alojarán con la guardia.
Acomodan a Belay en un aposento en la zona de los oficiales. A los que lo acompañan les conducen hacia los alojamientos militares. No permiten que Belay vea a su hermana. Adosinda ha sido recluida en las dependencias de las esposas de Munuza, un lugar prohibido para los varones. El godo solicita verla una y otra vez, pero sus peticiones son rechazadas.
Aquella noche, Belay no puede dormir. Piensa en Tariq. Gracias a él ha sido posible la conquista de Hispania. Ha destruido un mundo antiguo y podrido, pero no cree que lo haya sustituido por uno mejor. Los nuevos dominadores del país no le parecen mucho mejores que los antiguos visigodos. Belay piensa que Tariq también ha caído en desgracia, le han encarcelado, y se pregunta qué pensará su antiguo compañero de armas de lo ocurrido, de la ruina del país, de la extorsión a la que está siendo sometido por los invasores.
Piensa en Adosinda, una mujer fuerte que ha sacado adelante el patrimonio familiar cuando él estaba fuera, mientras su hermano luchaba en una guerra que ahora ve ajena a sus propios intereses. Se da cuenta con claridad de que lo que debe importarle es su heredad, el patrimonio de su familia; los hombres que le son vasallos y con los que tiene un compromiso de tutela y defensa. Debe ser realista y olvidarse de los asuntos del reino de los godos, un reino que ya nunca volverá a ser. Belay no es ahora un espathario real sino un jefe rural que debe defender a los suyos.
Le preocupa Adosinda, a la que ve envejecida y cansada. Cuando Witiza, años atrás, raptó a su madre Eunice, llevándosela a las tierras galaicas, a la ciudad de Tuy, Adosinda, adolescente aún, se hizo cargo de la heredad de sus mayores. En aquel lugar entre las montañas, en el que los hombres parten a menudo a la guerra o al mar, no es infrecuente que una mujer controle la hacienda. Cuando sucedió todo aquello, Belay estaba lejos, adiestrándose en las Escuelas Palatinas para ser espathario real. Fueron los tiempos en los que Belay conoció a un hombre procedente de Septa, un hombre con una marca en la mejilla, quizá su mejor amigo y también aquel por quien años después se iba a destruir el reino y todo aquello en lo que Belay había creído.
Adosinda había sido pretendida en repetidas ocasiones, si no por su belleza, por su patrimonio. Pero con su fuerte carácter no se había doblegado ante las propuestas: se debía a su familia. Sólo accedería a casarse cuando alguien de la familia se hiciese cargo de la heredad de sus mayores, y al que le correspondía hacerlo, Belay, estaba lejos, implicado siempre en una guerra y en otra. Los años fueron pasando y a Adosinda se le fue escapando el tiempo en el que una doncella es pretendida en matrimonio. Además, ella no deseaba un casorio que haría que tuviese que compartir su cama y su vida con alguien que podía sojuzgarla. Adosinda había sido feliz entre los hombres rudos del campo, los sementales y las vacas. Algún día Belay regresaría, y contraería matrimonio con alguna dama local. Entonces ella seguiría gobernando la casa y cuidando de la prole de su hermano. Todos aquellos proyectos habían sido destruidos con la invasión árabe. Ahora, cuando ya había pasado la época de su doncellez, cuando ya era una mujer madura, un salvaje, un hombre sin principios, quería someterla a un harén, en el que ella sería una más entre muchas otras mujeres del conquistador.
Adosinda amaba los prados de su casa, le gustaba supervisar la época de las cosechas, dirigir la cocción del pan, y la producción de los quesos, y el vino. Supervisar los partos de las mujeres y ayudar cuando algún hombre se lesionaba en el trabajo o enfermaba.
Belay conoce a su hermana, y sabe bien que Adosinda no concibe otra forma de vida que la que ha llevado hasta el momento. Con estos pensamientos el espathario real se hunde en un sueño intranquilo, en el que divisa el mar, y los muros de Toledo, y la cara de su amada, todo confuso y lejano.
En mitad de la noche, se despierta bruscamente, hay alguien a su lado. Asustado, alza el cuchillo que guarda bajo el lecho. Escucha en un susurro quedo el viejo nombre familiar.
—¡Pelagius! Hijo del mar, despierta.
Entre las sombras reconoce a Adosinda. Él baja el cuchillo y la abraza. Los dos hermanos se sientan sobre el lecho de Belay. Ella le cuenta de modo sucinto y rápido lo ocurrido tras la marcha de él a Toledo.
—Desde que te fuiste, todo han sido desgracias. Nos robaban el ganado y yo no era capaz de defender nuestras tierras. Hubo peleas entre los clanes. Pedí ayuda a Pedro de Cantabria… pero él poco podía hacer, el caos reinaba aquí en el Norte como en muchos lugares del antiguo reino godo. Hace unos meses llegó ese nuevo gobernador enviado desde la corte de Toledo. Creíamos que era un witiziano, pero después me di cuenta de que no tenía nada que ver con los godos. Nos empezaron a cobrar tributos de manera despiadada. Los clanes cesaron en sus peleas para defenderse del invasor, pero tampoco se unían entre ellos de forma eficaz, ni organizaban la lucha contra el enemigo común. Hace dos semanas, el moro se acercó a nuestras tierras. Averiguó que nuestra familia goza de una cierta preeminencia en la zona. Sabía también que teníamos una amplia yeguada. Me opuse a que nos robase los caballos y entonces me llevó con él. Es un ser despreciable. Ha intentado abusar de mí en varias ocasiones. No lo consentí. He conocido a sus mujeres, que le temen. No seré la esposa de ese hombre… —concluye.