El astro nocturno (45 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: El astro nocturno
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—El califa no es un hombre al que se le puedan dar explicaciones que no ha solicitado. Yo estoy cansado y mayor —le confiesa Alí—. Mi deseo es retirarme a las tierras que me vieron nacer. Me gustaría descansar ya de tantas luchas y que finalizase esta guerra…

—¿Al Rumí, el conquistador de Córduba, ha dicho lo mismo que tú?

—No. Ha intentado convencer al califa para continuar la campaña, pero no ha sido autorizado para ello. Ahora se está entrevistando con Musa ben Nusayr.

Se abren las puertas que dan paso al lugar donde el wali recibe a las gentes, al lugar donde dirime los juicios. Hacen pasar a Alí ben Rabah y a Tariq ben Ziyad. Musa sonríe y Al Rumí muestra claros signos de excitación.

Tariq avanza, mientras el gobernador de Kairuán anuncia a los que le rodean en un tono laudatorio para el bereber:

—Mi lugarteniente, el más fiel, ha atacado las tierras de los witizianos, ha llegado hasta el extremo más oriental de la Septimania. ¿Qué noticias me traes?

—Tarraco ha sido tomada, sus murallas, doblegadas, sus iglesias, saqueadas. Traigo un buen botín.

—¿Lo veis, Al Rumí? Mientras los buenos
muyaidines
, las tropas de la
yihad
, consiguen trofeos y tesoros para la comunidad de los creyentes, los cortesanos de Damasco intrigan sobre si esta conquista es o no oportuna.

Alí ben Rabah interviene:

—¡Debéis retornar a Damasco, son órdenes del califa!

—Lejos de nosotros, buenos servidores de Allah, el Todopoderoso, desobedecer a su representante en la tierra. Debo decirte, Alí, que iremos a Damasco.

—Eso está bien…

—Pero, no inmediatamente.

—¡Corre peligro vuestra cabeza! —le advierte Alí.

—No, cuando retornemos con un tesoro que se contará en las baladas, con cautivos y reyes en nuestra comitiva.

Al Rumí está de acuerdo.

Mugit al Rumí se dirige a Alí ben Rabah.

—Ayudaré al wali a terminar la campaña…

—Someteremos los baskuni, los cantabri y llegaremos a Galiquiya.
[78]
Los nobles de este país nos han pedido ya un pacto, debemos ir hasta allí para acordarlo. Las tierras del antiguo reino suevo son ricas en plata y oro.

Alí se dirige a su compañero de embajada ante el califa, asustado por su desobediencia:

—Dime, Mugit, ¿qué te ha ofrecido Musa ben Nusayr?

—Una sustanciosa parte del saqueo y de lo que se obtenga en la campaña, tierras y cautivos —le explica el propio Musa—. Mientras Mugit ha estado de embajador al otro lado del Mediterráneo, se ha perdido gran parte de lo capturado. ¿No estás de acuerdo, amigo Tariq ben Ziyad?

Tariq no responde; está cansado del pillaje, del afán de lucro del wali. Desearía ir a Damasco, presentarse ante el califa y relatarle de viva voz lo que piensa de aquel hombre que se ha hecho con una gloria que sólo a él, Tariq, realmente corresponde.

21

Los Pirineos

El sol se alza tras las cumbres nevadas, es el invierno del 713, año 94 de la Hégira. Desde lo alto, Tariq divisa un valle neblinoso. Allá en el fondo parece que va a clarear. Se ha alejado del grueso del ejército de Musa, al frente de un pequeño destacamento. Arrastrado por una idea, por un presentimiento, se dirige hacia la fortaleza donde hace unos años, en la época en la que su mente sólo estaba llena de Floriana, halló una doncella en un camino.

Su encuentro con ella, que ha permanecido como entre brumas, ahora se torna claro al ver el paisaje. La antigua fortaleza de Galagurris,
[79]
también llamada Fibularia, fue el lugar donde estuvieron acuartelados en aquella campaña contra los vascones. Casio estaba con él, recuerda que Galagurris había pertenecido durante generaciones a la familia de su compañero de armas.

Las tierras llanas comienzan a alzarse y allá en lo alto, la fortaleza se eleva imperiosa, soberbia en sus alturas. Alcanzan el pueblo de casas de barro pequeñas, lo rodean y se internan por un sendero que a través de los bosques conduce al castillo. Tariq cabalga cada vez más despacio, aquel día, el día en que conoció a la sierva, galopaban deprisa pero en sentido contrario al que llevan hoy. Se detiene de pronto, al recordar que aquél fue el lugar donde la encontró.

Recuerda el camino rodeado de espesos bosques de abetos y pinos. El río, al fondo, desde donde ascendía una neblina que iba a cubrir la llanura. Hoy también atardece, un rubor rojizo corona la neblina. El sol lentamente se esconde y todo se torna umbrío, fantasmagórico e irreal.

En el ambiente hay algo mágico.

Atanarik recuerda cómo el aliento del ocaso acarició aquel día el vestido tosco de la montañesa. La luz es cada vez más tenue.

Allá en ese punto exacto, fue donde la encontró. Pensó que estaba loca. Mira de frente un roble mojado por las últimas lluvias, recubierto por una espesa capa de musgo. Aquel árbol marca el lugar donde ella apareció por primera vez. Desmonta del caballo. Junto al roble, hay un pequeño sendero que se introduce en el bosque.

Ha anochecido ya del todo cuando llegan al castillo, desde el bosque de abetos descienden por el camino y rodean parcialmente la muralla que circunda el alcázar. Uno de los hombres de Tariq toca un cuerno ante las puertas de la fortaleza. En lo alto hay banderas que puede reconocer, las banderas de Mugit.

Las puertas de la muralla se abren a la tropa que acompaña al bereber. El castillo ha sido ocupado por tropas del bizantino. Musa en su avance hacia el oeste no quiere dejar lugares peligrosos tras de sí, y su retaguardia la ha ido cubriendo Mugit.

Le sale al encuentro la guardia, que se cuadra ante él. Le conducen hacia el interior, sube unas escaleras que le llevan a la sala más grande del castillo. Se celebra un gran banquete con hombres de procedencia musulmana, algunos godos e hispanorromanos.

Es el mismo Mugit al Rumí el que viene a saludarle. Le relata cómo han conquistado la fortaleza gracias al soborno, y cómo tienen apresado al castellano.

—¿Cuál es su nombre?

—Le llaman Casio.

La sorpresa aparece en el rostro de Tariq.

—Me gustaría verle —solicita.

—No se ha rendido. Es un hombre tozudo; afirma que estas tierras son suyas y no quiere llegar a ningún pacto. Quiere hablar con Musa… y si no es posible llegar a un acuerdo con él, creo que recurriría al mismo califa.

—Yo…, ¿no le sirvo? —se burla Tariq.

—No. Tú eres el lugarteniente de Musa, creo que no será suficiente.

—Traédmelo, a pesar de todo…

A la sala del banquete sube Casio encadenado. Sus ojos muestran una cierta fiereza.

—No te rindes, viejo amigo.

—No. Estas tierras han sido de mi familia desde la conquista de Augusto. Nadie nos ha sometido nunca, ni los vascones al Norte, ni los visigodos al Sur. Somos el paso a la Frontera superior. Yo y mis hermanos queremos conservar los acuerdos a los que habíamos llegado con los godos.

—Yo no puedo ratificar esos acuerdos. Tendrás que hablar con Musa.

—¡Eso pretendo! Pero este bizantino salvaje —dice señalando a Al Rumí— me tiene encerrado en mi propia fortaleza.

Tariq le observa entre divertido y preocupado.

—Te podré facilitar un encuentro con Musa, al fin y al cabo, sigo debiéndote que me ayudases cuando era un prófugo que huía hacia el sur.

—Si Musa no me concede los privilegios que pretendo, si no me considera su igual, acudiré adonde sea preciso, llegaré al califa de Damasco. Me debo a mi gente. Debo proteger a los hombres que dependen de mí, y me han hecho un juramento de obediencia.

—Bien, bien —responde Tariq, al tiempo que ordena que lo liberen y que le sirvan algo de cenar.

Después se sienta a su lado, mientras comen entablan una conversación. No hace tanto tiempo, ambos eran soldados bisoños del ejército visigodo que luchaban juntos, frente a vascones o a francos.

—Una venganza te ha llevado a destruir el reino… —le dice amargamente Casio— y, al fin, lo has conseguido…

—No. No lo he hecho —replica Tariq.

—Has doblegado a todos tus enemigos.

—Pero no he podido averiguar quién realmente mató a Floriana. Aunque ahora ya no sé si me importa tanto quién la asesinó. En la batalla en la que me enfrenté a Roderik, mientras agonizaba, él me juró que no había cometido aquel asesinato. Ahora le creo. Nadie miente en un momento como aquél.

—¿Has hablado con Egilo?

Tariq le mira sorprendido.

—Muchas veces lo he pensado —continúa Casio—. Egilo odiaba a Floriana. Realmente la verdadera reina, la dueña de la corte goda, durante el tiempo final del reinado de Witiza, y después con Roderik, fue Floriana. Egilo la odiaba por ello, además sabía que su esposo le había sido infiel con ella.

—¡Egilo…! Fue un hombre el que mató a Floriana.

—Lo sé, pero también está claro que la guardia obedecía a la reina y cualquiera de aquellos hombres hubiera hecho lo que ella le ordenase. Cualquier cosa.

Tariq piensa en Egilo. Ahora entre los islámicos es conocida como Ailo, se había apresurado a desposarse con uno de los conquistadores, el hijo de Musa. Una mujer ambiciosa en un mundo controlado por hombres.

Los dos antiguos camaradas enmudecen. Casio piensa que son tiempos difíciles para sus gentes. Tariq recuerda a Floriana, muerta. Casio bebe el vino rojo y espeso de aquellas tierras, hace semanas que no lo ha probado. Tariq está serio, pensativo. El hispanorromano entrechoca la copa con la del bereber.

—Por el futuro, que no parece halagüeño, por mis gentes…

Tras el brindis, Tariq le explica.

—Cuando estábamos juntos en las Escuelas Palatinas. ¿Recuerdas? Belay, Tiudmir, tú y yo. Os envidiaba porque teníais vuestros predios, gentes sometidas a vasallaje; un lugar donde volver, que era vuestro hogar. Yo procedía de la Tingitana, del castillo de Olbán. Lo único agradable en mi pasado, lo único familiar, era Floriana y ella murió de aquel modo terrible. Todo mi mundo se desintegró al morir ella, sentí la soledad más profunda… Después buscando mi venganza, encontré a mi padre; ahora yo también tengo un pueblo, el suyo, los hombres de Ziyad me son fieles. Les he traído a estas tierras: son ganaderos y agricultores, ocupan la meseta. Cuando acabe la guerra creo que iré con ellos…

—¿No quieres ya vengarte?

—Cuando invadí la península, yo… yo estaba borracho de rencor y de deseo de venganza. Ahora ya no es así. Al principio fue el dolor espantoso de haberla perdido, luego encontré una bebida, una copa en la que exacerbaba todo lo que yo sentía… He perdido esa copa que ha dejado un daño en mi alma. También he perdido una mujer que calmaba mi dolor, Alodia. Tú… tú la conociste.

—Sí. La sierva.

—Lleva un hijo mío… Escapó… No sé dónde está.

No habló más.

Al cabo de un tiempo de silencio, en el que recordó toda la historia de Alodia y de la copa de ónice; volvió a tomar la palabra.

—Ella, Alodia, me habló de un vaso de ónice que calma todos los dolores, todas las heridas, un vaso que anula la malignidad que hay en la copa de oro. Alodia me dijo que ese vaso de ónice lo custodia un ermitaño. Su nombre es Voto. La cueva en la que vive no debe de estar muy lejos de aquí.

—Yo sé dónde mora Voto.

Tariq le mira estupefacto, no es posible que aquel hombre, al que siempre buscó, sea ahora tan fácil de encontrar.

—¡No es posible! ¿Conoces a Voto?

—Sí. Voto es ahora un ermitaño muy famoso en estas tierras…

—¿Me conducirás hasta el lugar donde vive?

—Es difícil de llegar porque le protegen los baskuni, sobre todo uno de ellos, un tal Eneko; uno de los jefes vascos que ha abrazado el cristianismo.

Casio le propone a Tariq:

—Te ayudaré si me ayudas.

—¿En qué? —le pregunta Tariq.

—Conseguir la libertad para mis gentes, sin un tributo, sin que los muslimes esquilmen mis tierras.

—Lo haré —le promete el bereber con un nuevo brillo en sus ojos.

22

Siempre hacia el oeste

Las montañas les rodean, riscos inaccesibles de cumbres siempre nevadas. Aquel invierno ha llovido en abundancia y los bosques tupidos, llenos de maleza, con helechos de gran tamaño, dificultan el paso a los guerreros. El tronco cubierto de robles y castaños se reviste de musgo, los líquenes cuelgan de las ramas. Entre los árboles se vislumbran los frutos rojos del acebo y los blancos del muérdago. Caen las gotas de agua acumulada en las hojas sobre los jinetes. Cruza un jabalí, emitiendo un bronco gruñido, quizás asustado por el ruido de las tropas. Se escucha en la lejanía el aullar de un lobo. El día, nublado y gris, imprime un aspecto irreal a la floresta. En lo más alto de la cordillera se posan las nubes que descienden hasta el valle.

A lo lejos escuchan el sonido de un cuerno de caza. Los hombres del Sur presienten que los están siguiendo.

Los caballos ascienden con dificultad por las peñas escarpadas; a menudo, al poner el casco sobre la tierra mojada, los brutos resbalan. Los jinetes les clavan las espuelas para que sigan hacia delante.

El bosque se torna más y más espeso. Tariq galopa un poco más atrás de Casio, que guía la marcha; bastante más alejados los bereberes les siguen. Rebasan un lugar estrecho, casi una garganta.

Al fin ante ellos se abre una explanada y detrás de ella la roca, un paredón de gran altura, que retrocede formando una concavidad. Al fondo de aquella oquedad inmensa, una gruta abierta al aire libre, se distingue un hueco por el que se accede a un pasillo que conduce a una cueva más profunda. Casio le explica que por ahí se llega al refugio del ermitaño. Sobre la gruta hay un terrado, como un atrio de piedra, más arriba, bosques espesos.

Los jinetes se despliegan en abanico en la explanada que antecede la cueva. Tariq grita.

Nadie contesta.

Tariq vuelve a gritar.

Del interior del pasillo oscuro, de piedra, emerge un hombre, de edad indefinida, pero su rostro, extremadamente delgado, muestra una vida de austeridad y penitencia. En algunos de sus rasgos, Tariq descubre el rostro de Alodia.

El ermitaño le habla con voz bronca como si llevara largo tiempo sin pronunciar ni un sonido.

—¿Qué buscáis?

—Me envía tu hermana Alodia… —responde Tariq.

—¿Vive? Hace años que huyó de aquí, buscando la luz.

—Vive… —La voz de Tariq salió sin seguridad alguna.

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