Alguna vez le hablaba de Floriana, y de la venganza que dominó su corazón un tiempo atrás; pero su ira se había calmado en cierta medida con la victoria sobre sus enemigos. Los recuerdos de la dama goda se han tornado suaves, y Tariq retorna en su mente a la infancia y adolescencia, a los tiempos felices con Floriana. Cuando esto ocurre, la melancolía por lo que ha perdido vuelve a teñir la luz de su mirada. Alodia le escucha en silencio, sin hablar, se siente llena de celos, piensa que nunca podrá compararse a la hermosa dama, sabe bien que él no la quiere como quiso a la otra. A pesar de la sombra de la mujer muerta que planea a menudo sobre ellos, ambos viven en paz, y se sienten contentos el uno junto al otro.
Toda aquella vida conyugal relativamente feliz cambia bruscamente cuando llegan noticias de que Musa ha desembarcado en las costas del Sur, y de que avanza, tras conquistar las ciudades de la Lusitania, encaminándose hacia Toledo. Es entonces cuando Tariq vuelve a recurrir a la copa con más frecuencia. Las misivas de Musa se suceden, insultantes e imperativas. El hijo de Ziyad hace caso omiso, y no se dirige al encuentro de Musa, sino que sigue por su cuenta guerreando, asegurándose las plazas que ya ha tomado. Por eso, a menudo está fuera de la corte. Cuando regresa, muchas veces está borracho o, al menos, tocado por la bebida. Alodia está asustada porque se ha vuelto más brusco, más irascible y cada vez más insistentemente le apremia para que le revele el secreto. Ella continúa resistiéndose, pero siente miedo, sabe que su voluntad es débil, también reconoce que no puede seguir así, un día tras otro. Ante la presión ahora continua del que ama, duda, piensa una y otra vez si es justo negarle a Tariq la posesión del vaso de ónice, pero en el fondo de su alma, sabe con certeza meridiana que no puede entregársela. Ella lo conoce mejor que nadie. Cuando bebe, no se controla, y puede volverse agresivo, incluso cruel con ella y con la servidumbre. ¿Cómo va a darle a Tariq algo tan peligroso como es la copa de poder, cuando está fuera de sí? No necesita escuchar las voces interiores que un día la avisaron de que no le entregase la copa, para entender que no debe dársela. Recuerda muy bien las palabras de Voto, no debe hablar a nadie de la copa, sólo al hombre justo, a aquel que no se moviese por el odio ni por la ira. Ahora Tariq no es digno de la copa, que podría llegar a ser un peligro para él, pero la presión se hace más fuerte cada día. La intimidación llega a ser tal que Alodia piensa en la huida. Sin embargo, antes de que tome tal decisión, nota que su cuerpo cambia. En los últimos días, por las mañanas se siente molesta y con náuseas. Al cabo de poco tiempo entiende con claridad lo que le está ocurriendo. Se alegra profundamente. Desea ver a Tarik. Por eso ahora, ella le espera en la terraza del palacio del rey godo, mientras observa con tristeza la partida de los bereberes hacia las tierras junto más allá del río Douro, las tierras que les ha entregado Tariq.
En la antigua calzada romana que lleva al norte, los carromatos de los norteafricanos avanzan, lentamente. De pronto, más allá, en el horizonte se eleva una nube de polvo, son jinetes bereberes que regresan a Toledo. Poco a poco, el polvo se transforma en las siluetas de hombres y caballos, con banderas verdes al frente, las de la tribu Barani, la tribu de Ziyad, la tribu de Tariq.
Alodia abandona la terraza, se dirige a las habitaciones donde mora con el bereber. Antes de que él llegue, con un pequeño peine, se atusa los cabellos y se mira en un espejo oscuro. Se cubre con el velo y espera. Pronto, escucha los pasos firmes de su esposo, fuera de la cámara. Al fin, se abre la puerta de la estancia, y la fuerza del conquistador se hace presente ante ella.
Tariq está enfadado. No la saluda. Atraviesa la estancia y se sienta en el lecho. Empieza a quitarse las espuelas con evidente enojo, se despoja de la coraza y la tira a un lado, Alodia va recogiendo las pertenencias de su esposo, colocándolas en el lugar que les corresponde. Mientras realiza esta operación, él no le dirige la mirada. Los días pasados de campaña han sido duros. Está cada vez más preocupado, el árabe se aproxima, al parecer con un gran ejército. Le han llegado noticias de que Musa ha conquistado Qarmuna,
[52]
y sube hacia Emérita Augusta. Toda su obra de pacificación y de imposición de un orden justo está en peligro. Sabe que Musa sólo quiere riqueza y poder. Su compañero de campaña, en el que no confiaba plenamente, Abd al Aziz ben Musa, le ha abandonado.
Tariq se siente dolido por ello. El árabe ha ido al encuentro de su padre. Después, ambos irán contra él. Para evitar la confrontación directa, unos meses atrás, cuando supo que Musa había desembarcado en Hispania, Tarik envió a recibirlo en el puerto de Al-Yazi-ra,
[53]
al tabí Alí ben Rabah. El hijo de Ziyad intenta que aquel hombre de fe calme al árabe.
Está muy preocupado, por lo que necesita más que nunca beber de la copa, aunque sabe que eso le daña. Si poseyese la copa de ónice y la uniese a la de oro no precisaría beber, la victoria le vendría dada. Pero Alodia no le revela el secreto; ése es el motivo último de su enfado. No, ella, su amante esposa, no sólo no le obedece en este punto, sino que le reprocha mudamente que beba.
Después de haberse retirado las armas, Tariq se levanta para dirigirse al lugar donde guarda el cáliz de poder. Está cansado y debe aliviar su fatiga. Se sienta en una amplia jamuga; abre el cofre. Alodia le observa desde una esquina de la estancia.
Cada vez se siente más molesto con ella, que no le dice nada abiertamente pero que le observa con un mudo reproche. Sabe que, una vez más, ella intentará disuadirle de que beba, por eso antes de que ella hable, él ya está airado.
—Mi señor Atanarik… —musita con voz trémula.
—No me llames así; mi nombre es Tariq ben Ziyad. No soy un godo cristiano politeísta, sino un bereber, creyente en la fe de Allah, el Único Dios…
Alodia cruza la estancia, y se dirige junto a su esposo, se arrodilla a sus pies:
—Mi señor…
Enfadado la observa, la cabeza de ella está baja, se le ha caído el velo, su pelo color de trigo cuelga hacia delante. No puede verle la cara, que está enrojecida. Con un cierto esfuerzo Alodia consigue pronunciar unas frases, las palabras que lleva algún tiempo pensando.
—La simiente que habéis depositado en mí, ha prendido. Espero un hijo vuestro.
El enfado de Atanarik se torna en sorpresa. No sabe qué contestar. Deja la copa a un lado, en el arcón.
—Bien. Bien —repite.
Se sienta en el suelo, junto a ella. Con las dos manos, le levanta la cabeza tomándola suavemente por las sienes. El rostro de la esposa está enrojecido por un cierto pudor, se siente turbada.
—Cuida de ese hijo. Será un varón —le augura— el descendiente de Kusayla y de Ziyad; el heredero de los Balthos.
Después, las manos de él descienden suavemente sobre la cara de ella, la acaricia y, al fin, palpa suavemente su abdomen, que aún no está abultado.
—¿Cuándo…?
—El próximo otoño…
Llaman a la puerta.
Alodia se levanta rápidamente, avergonzada.
Avisan al conquistador: alguien lo espera. Él abandona la estancia. Alodia sólo piensa ya en su hijo, el don que Atanarik le ha dado. Sabe que a su manera, él, su esposo, también está contento.
Aquella misma mañana, un correo había cruzado el puente y la plaza del zoco, llevaba unas extrañas vestiduras, árabes, parecía un correo que provenía del sur. Al llegar al palacio, solicitó hablar con el general bereber. Ahora cuando se encuentra en su presencia, le entrega un pergamino que Tariq desenvuelve con serenidad. Son órdenes directas de Musa. Debe presentarse ante él, en el plazo más breve de tiempo. Se le ordena además que lleve con él una copa de oro y ónice.
El rostro de Tariq se ensombrece, debe acatar las disposiciones de Musa sin más retrasos. Da instrucciones para que se le reúnan los hombres que se hallan dispersos por las tierras de la meseta. Sobre todo en estos momentos de crisis, necesita junto a sí a la tribu Barani, la que le es más fiel.
Organiza a sus hombres y envía mensajeros a los montes de la Orospeda, a un lugar situado a unos dos días de camino desde Toledo. Allí están instalados en las tierras que les distribuyó, procediendo con justicia y equidad. A la tribu de su padre, la tribu Barani, la más numerosa e implicada en la campaña, les concedió un amplio territorio más allá de la antigua ciudad de Complutum; tierras de hermosos pinares donde cantan los ríos; tierras de robledales y amplios pastos. Samal, Uvas y Gamil se han establecido en ellas, y realizaron la primera siembra en el otoño. Ahora en primavera, cuando el campo florece ya en sazón, regresan a la llamada de Tariq a Toledo para ayudar a su señor.
Hacia el final de la semana. Alodia les ve regresar con sus airosas banderas al viento, bereberes de la tribu Barani, fieles a Tariq; sólo llegan los hombres, las esposas, hijos y animales permanecen en las tierras de la Orospeda. La joven echa de menos a Yaiza y a las otras mujeres, ahora que un hijo va creciendo en su vientre.
La noche antes de partir, Tariq acude junto a ella. El rostro de él es distinto al de días anteriores. Su actitud ya no es el gesto imperativo, exigente, casi desdeñoso que requería la entrega de la copa de ónice. Es como si hubiese aceptado que ella no se la va a entregar, y quizá siente alivio de que ese objeto valioso esté oculto a la avaricia de Musa.
La expresión de Tariq se dulcifica al contemplar a su esposa.
—El representante del califa, el gobernador de Kairuán, me ha convocado. Le debo sumisión absoluta, es el legado de la Cabeza de Todos los Creyentes. Está al frente de un numeroso ejército árabe. Han conquistado Hispalis, Emérita Augusta y muchas otras ciudades.
Alodia, dirigiéndole una mirada llena de un profundo afecto y admiración, le dice:
—Vos le habéis preparado el terreno. ¡Os premiarán por todo lo que habéis realizado!
Tariq se conmueve una vez más ante el afecto y la ingenuidad de su esposa y replica:
—No lo creo. Su carta me dice que me he extralimitado en mis funciones. ¡Que he puesto en peligro a sus hombres! Al ejército del califa. Me acusa de haberme apropiado del tesoro real visigodo… No sé si volveré junto a ti. Intuyo que no será un premio lo que reciba del gobernador.
—¡No! —se horroriza ella.
—Si no vuelvo. Cuida a mi hijo. No descubras a nadie el secreto…
—No os lo he revelado a vos, a quien tanto amo… Él se da cuenta de que ella no sabe hasta qué punto está en peligro.
—En la carta que me ha enviado Musa, me pide que le entregue la copa de oro y la sierva que conoce el secreto del vaso de ónice. Quizás Olbán le ha desvelado el misterio. Musa busca el poder, y sabe que está en la copa. Tú que lo conoces todo, estás también en peligro. Si no vuelvo, debes huir.
—¿Adonde iré? —solloza ella.
Tariq se pregunta dónde puede ir ella, en qué lugar no la alcanzará la furia y la ambición de Musa, una luz se abre en su mente; él sólo tiene un aliado fuera de los hombres de su padre de las tribus bereberes, un amigo que vive en tierras lejanas, en la cordillera cántabra.
—Samal te protegerá, pero si un día todo se vuelve en contra, si te persiguen o intentan torturarte para conseguir el secreto, sólo hay un lugar donde el poder de Musa no logrará encontrarte. Es un lugar fuera de las tierras que controla el Islam. Vete a las montañas cántabras, ve junto a Belay. Él es un verdadero amigo, Belay te conoce, y te está agradecido. Velará por ti.
La campaña de Musa
En el camino hacia Caesarobriga, una comitiva de hombres de aspecto norteafricano se encuentra con Tariq. Al frente de ellos está Alí ben Rabah, el tabí que tanto le ha ayudado, el hombre que le acercó a la fe de Allah. Tariq se alegra de encontrarse con aquel hombre pequeño, de faz arrugada y cabello encanecido, que ha sido su compañero y amigo, su consejero durante los últimos años. Desmontan de los caballos y se abrazan, besándose tres veces al modo árabe.
Después, cabalgando a orillas del Tagus, en el viaje hacia donde el bereber debe encontrarse con Musa, el tabí le va relatando cómo está el ánimo del gobernador de Ifriquiya.
Al parecer, en la ciudad de Kairuán, los acontecimientos hispanos le cogieron a Musa por sorpresa. Cartas provenientes de su hijo Abd al Aziz habían encendido el ánimo del gobernador de Kairuán en contra de Tariq. Le acusaban de hacerse independiente, de entregar el botín y las tierras conquistadas en manos bereberes, y dar de lado a los árabes. Musa se enfureció. El gobernador debió entonces optar entre una disyuntiva peligrosa, desobedecer las órdenes del califa o permitir que Tariq se hiciese cada vez más poderoso e independiente.
El tabí le informó a Tariq de que el califa Al Walid no había autorizado expresamente la campaña. El califato Omeya mantenía en ese momento una costosa guerra en Oriente, que se desarrollaba a la vez en dos frentes de batalla, uno en Persia y otro en Bizancio. Por ello, Al Walid no deseaba otra guerra en el lugar más alejado del orbe, las tierras hispanas que baña el Atlántico; por eso no había manifestado nunca su conformidad para la invasión de la península Ibérica.
Sin embargo, Musa no podía permitir que un bereber siguiese conquistando territorios, haciéndose cada vez más fuerte, aislado del resto del ejército musulmán, olvidando que no era más que un vasallo del gobernador de Kairuán. Por eso, Musa ben Nusayr había levado una gran cantidad de hombres en las tierras del Magreb, de Ifriquiya y de Egipto. Además había desplazado hacia el occidente del Mediterráneo a soldados de procedencia árabe que no podían ser trasladados sin la aprobación del califa. «Musa se ha arriesgado mucho al contravenir las órdenes de Damasco», le explica el tabí. «De producirse una derrota, la pérdida de las mejores tropas que el Islam posee en el litoral norteafricano puede conducirle a que sea degradado de su cargo, juzgado y condenado a muerte o a prisión.»
Según se dice, prosigue relatándole el tabí, al llegar a Septa, Musa se enfrentó con Olbán, y el conde de Septa no tuvo más remedio que doblegarse ante el inmenso ejército que acampaba más allá del istmo de la ciudad, pendiente de atravesar el estrecho. Olbán hubo de colaborar con Musa. Así que, le propuso guiarle a través de las tierras ibéricas por ciudades que no habían sido aún saqueadas y de las que ambos podrían apoderarse fácilmente.