El astro nocturno (40 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: El astro nocturno
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—Debo mostrarte una cosa…

Se levanta bruscamente del lecho, cubierto apenas por un calzón, y va vistiéndose. Ella ve cómo sus espaldas, poderosas, los músculos de luchador y de guerrero, se cubren con una túnica corta, cómo se ciñe un cinturón grueso de cuero, cómo se calza las altas botas de cuero. Después, se dirige hacia el fondo de la estancia, donde hay un arcón sobre una mesa. Lo abre, extrae una copa, un cáliz dorado de palmo y medio de altura con incrustaciones de ámbar y coral; y se sienta junto a ella en el lecho, mostrándoselo. A través de las rendijas de la puerta un soplo frío cruza la estancia. Alodia siente que, en pocos segundos, todo ha cambiado en la cámara nupcial.

—Es la copa de poder. Un tiempo atrás me atrapó y no podía dejar de beber de ella. Ahora soy capaz de vencerme a mí mismo —dijo Tariq—, antes no lo era. Mi padre me lo advirtió… es peligrosa…

—Lo sé.

—Hace tiempo que ni siquiera la miro porque, incluso ahora, al volver a mirarla me cuesta conservar el dominio… Bebería de ella…

Tariq la toca suavemente y levanta los ojos. Alodia adivina que busca bebida.

—No debéis.

Él habla con esfuerzo.

—No sé qué debo hacer… El equilibrio tornará cuando se una a la de ónice.

Calla un momento, mirando alternativamente a la copa de oro y a Alodia.

—¡Condúceme hasta ella!

—¡No! —exclama dolorida Alodia—. No puedo… No puedo revelar el secreto. Me asegurasteis que lo habíais olvidado. Me jurasteis que no me lo pediríais.

—¿Acaso no confías en mí? ¿Acaso no me amas?

—Hay cosas que no puedo hacer, incluso aunque os ame más que a nada en el mundo. Os destruiría…

—No. Eso no es así. Tú y yo construiríamos juntos un nuevo mundo, un mundo más justo.

—Mi señor, sé que os convertiríais en un tirano. No seríais ya vos. La copa de poder, la copa de sabiduría no pueden usarse para beneficio propio.

—Yo no quiero nada para mí, quiero la justicia, la…

Alodia llora. Ante su llanto, Tariq le pregunta con irritación:

—¿Por qué lloras ahora?

—Me lo advirtió la visión. Me dijo que me exigiríais lo que no puedo daros, me previno…

Tariq se levantó furioso, gritando:

—¡Tú y tus visiones…!

—Yo… soy vuestra esclava, pero hay cosas que no puedo hacer…

—Las harás, quieras o no.

—¡No! Me habéis engañado… No me queréis a mí, sólo buscáis la copa de ónice.

Alodia llora decepcionada, él parece no advertir sus lágrimas, mientras se cubre con una capa y se cuelga las armas, el puñal en el cinturón de cuero e introduce la espada en la vaina, le dice:

—Te quiero a ti, bien lo sabes, deseo que seas mi esposa, que lleves dentro de ti a mis hijos, pero también necesito lo que me dará el poder sobre el reino.

Después abandona, con un portazo, la habitación nupcial.

15

Las nuevas

Los últimos días la lluvia ha empapado la ciudad de Toledo, en los adoquines de las calles, en las piedras de las paredes ha crecido el verdín, en el suelo, sobre el adoquinado, corren regueros de agua cristalina. Ahora que ha escampado, y el cielo brilla claro, sin nubes, Alodia ansia salir del palacio. En las amplias estancias donde mora tras su boda con Tariq, la que un día fuera una sierva se aburre. El conquistador ha puesto a su disposición una servidumbre que está pendiente de ella, de obedecer sus órdenes; pero Alodia no está acostumbrada a mandar, a menudo se avergüenza cuando una doncella le prepara la ropa o cuando un siervo bruñe su calzado. No tiene nada que hacer en aquel palacio de largos corredores, de paredes oscuras. La pasada noche, la reina Egilo se dignó invitarla, como si fuera una mujer noble, a las reuniones donde las damas cotillean o algunas de ellas cantan canciones del antiguo reino godo. Se encontró incómoda y cohibida ante sus antiguas señoras, le pareció percibir un deje de burla en las conversaciones cuando se dirigían a ella.

No. A Alodia no le gusta el palacio de corredores largos y oscuros, de antorchas y tapices en las paredes. Por eso, cuando puede se escapa, y se dirige siempre al mismo lugar, más allá de la muralla. No se le permite hacerlo sola: un guardia, Samal o uno de sus hombres, custodia siempre sus pasos.

Con la lluvia torrencial de los últimos días Alodia no ha podido salir, pero ahora el cielo brilla, y en una mula baja por la cuesta que rodea la muralla, seguida por una escolta a pie que le grita para que no vaya tan deprisa.

A su izquierda sobre las piedras mojadas, caen enredaderas que cubren a retazos los muros de la ciudad. Sobre uno de los portillos de la muralla, hay un reloj de sol, la sombra está marcando el mediodía. Alodia espolea a la mula, que corre por el camino abajo. Más adelante llega al puente romano sobre el Tagus. Lo cruza y se dirige a la vega. Allí hay un arrabal de casas bajas con huertos en la parte de atrás y callejas embarradas cuando llueve. Aquel lugar, antes de la llegada de las tropas de Tariq, era un barrio extramuros de menestrales y campesinos; ahora, lo habitan también las familias de los soldados bereberes, que cruzaron el estrecho meses atrás, poco después de la victoria de Waddi-Lakka. Las mujeres que la ayudaron en los preparativos de la boda viven allí, con ellas Alodia se siente a gusto, una más. Además la respetan por ser la esposa de Tariq, el jefe de la conquista.

Atraviesa el umbral, siempre abierto, de una de las anteriormente granjas romanas. Sus moradores huyeron al Norte, asustados con el avance de las tropas musulmanas. Allí, provisionalmente, Samal ha establecido a su familia, esperando que Tariq les conceda tierras.

Las dependencias de un solo piso, encaladas, cierran el espacio en torno a un huerto grande donde corren los animales y juegan los niños. Sentadas sobre unas sillejas de madera las esposas de Samal, con otras mujeres, han esquilado las ovejas y cardan la lana. Hay ruido, risas por todas partes.

Al ver a Alodia, Yaiza, la esposa preferida de Samal, se levanta y se llega hasta la entrada, saludándola alegremente con una inclinación de respeto. La esposa de Tariq enrojece. Se avergüenza de ser tratada con tanta ceremonia, abraza a Yaiza. Después, ambas mujeres se dirigen hacia los asientos bajos charlando animadamente. Las otras mujeres la reciben sin extrañeza, están habituadas a que muchas tardes las acompañe y no les choca que la esposa del conquistador trabaje como una sierva. Alodia toma un huso y comienza a devanar la lana, disfruta realizando aquel trabajo mecánico, que la distrae.

Las musulmanas no cesan de hablar y de gritar en aquel lenguaje del Norte de África que ahora Alodia va comprendiendo cada vez mejor. La conversación gira en torno a la campaña. Ayer llegó un grupo de guerreros de la tribu Barani anunciando que pronto las tropas tornarán a casa para pasar el invierno en la ciudad de Toledo. Han traído noticias que se han difundido rápidamente entre la población bereber de la vega. Las mujeres de Samal le cuentan a Alodia que las tropas del Islam, unas veces pactando y otras guerreando, controlan ya gran parte del Sur del territorio hispano, de las tierras de Al Andalus, y la meseta. En cambio, las montañas del Norte se resisten. También se oponen al poder islámico las tierras situadas al este, un lugar llamado la Septimania donde se refugian los restos de los witizianos. Tras el cruce de novedades, prosiguen charlando acerca de las enfermedades de los hijos, de partos y casorios, de las mil labores del hogar.

Alodia se distrae de la conversación cuando un niño pequeño, quizás el hijo menor de Yaiza, se le sube a las haldas: lo acaricia y dejando de lado la lana, juega con él, preguntándole las mil cosas que le preocupan a un niño. Después el chavalín corre a jugar con sus hermanos, y con un perro pulgoso.

Alodia acerca su asiento al de Yaiza.

—Le echo de menos —le dice—, pero temo su regreso…

—¿Por qué?

Alodia duda antes de contestar:

—Me pedirá algo… que no puedo hacer.

—Una esposa musulmana es de su marido, debe respetarle y complacerle en todo. Debe velar por la paz familiar.

—Antes de contraer matrimonio, me aseguró que no me lo pediría. La mañana después de nuestra primera noche… ya había olvidado su promesa.

Yaiza ríe, no le parece extraño lo que ella le cuenta:

—Ellos son así. En las capitulaciones de mi boda, mi esposo acordó con mi padre que nunca me llevaría lejos de las tierras de mi familia. Y… ¡mírame dónde estoy! Más allá del mar. En un lugar donde las gentes nos rechazan…

Alodia la observa con lástima. Las gentes de Toledo ven con reticencia a aquellas familias formadas por varias esposas de un solo hombre. Por otro lado, se les teme. Era cierto que muchas de las casas que ocupaban en la vega, al llegar ellos estaban ya vacías y ruinosas; pero, en otras, los musulmanes habían expulsado a los moradores para asentar a sus familias, y las gentes que las habitaban debieron huir. De cuando en cuando aparecían nuevas gentes africanas y les requisaban granjas o tierras.

A pesar de la ocupación bereber, en el arrabal de la vega aún hay muchas familias sencillas de origen hispanorromano y visigodo, una barriada llena de alfareros, talabarteros, carpinteros y herreros que venden sus productos en el zoco de Toledo. Yaiza y las otras mujeres poco tienen en común con aquel suburbio de menestrales.

—No nos gusta vivir aquí —le explica Yaiza—, bajo los muros de la ciudad. Nuestro lugar es el campo, somos labriegos y pastores. Ayer los mensajeros nos trajeron noticias de que tu esposo nos ha concedido tierras al Norte, en un lugar en el que corren los ríos…

Con tristeza, Alodia le interrumpe:

—¡Os iréis!

—Sí. Las ves… —Yaiza señala a sus compañeras—, están contentas de marcharse de aquí. Parece ser que más tribus bereberes con sus ganados y sus pertenencias han ido atravesando el estrecho. Tu esposo quiere repoblar las tierras más allá de las montañas de Toledo, tierras amplias con buenos pastos.

—¿Cuándo os vais…?

—Quizás en unas semanas… Creo que nos uniremos a las gentes que llegan de África.

—Sin vosotras me encontraré muy sola.

—Te debes a tu esposo. Debes estar orgullosa de pertenecer al hijo de Ziyad. Es un hombre muy valiente, lucha por la fe de Muhammad, ¡la paz y la bendición sean con Él! Tu esposo es un verdadero
muyaidin
, un guerrero de Allah. Las tribus bereberes siempre han luchado entre sí, sólo Tarik y antes que él, Ziyad, han conseguido aunarlas. Ahora todas obedecen y respetan a tu esposo, el hijo de Ziyad, a él le son fieles. Se te ha concedido ser la esposa de un gran hombre.

Alodia calla. Ella sabe bien cómo es Tariq. Le conoce mejor que nadie, su carácter colérico y visceral que a menudo la ofende con su modo de ser brusco. Pero otras es también un hombre tierno y cariñoso para con ella, alguien que la cuida y se preocupa de su bienestar. Su carácter empeora cuando bebe, sí, cuando bebe de aquella copa que guarda tan celosamente. A pesar de todo, Alodia le quiere profundamente, y sus defectos quedan superados por todo lo bueno que ella ve en él. La antigua sierva siempre ha confiado en que Tariq cambiará, que un día la copa de poder perderá el influjo que ejerce sobre él. Quizás un día Tariq volverá a ser el Atanarik que ella conoció, el hombre que no estaba poseído por la venganza y la locura del poder.

—Sí, lo es —afirma Alodia—, pero hay algo que le envenena… A veces bebe…

—¡Ah…! El alcohol. El Profeta, paz y bendición, lo prohibió. Mi esposo Samal también bebía, pero cuando conoció la fe de Allah, cambió. Dejó la bebida, se tornó un esposo cariñoso y bueno con nosotras. Dejó de pegarnos…

Alodia la observa sin entender bien lo que Yaiza quiere decir con esas palabras. Aprovecha la ocasión para interrogarla sobre un tema que le da vueltas en la cabeza.

—¿Cómo toleras compartir su lecho y su corazón con otras?

—Siempre ha sido así entre las tribus bereberes. Incluso antes de la llegada de la fe del Profeta. Las mujeres necesitamos la protección de un hombre, de un guerrero. Muchas de las otras son viudas de compañeros de guerra a las que Samal protege. Yo siempre he sido la primera en su corazón. Además, las otras me ayudan, nos ayudamos mutuamente en el cuidado de los niños y en la atención de los campos y el ganado.

—¿Si no fueras la primera en su corazón? ¿Lo soportarías?

Yaiza calla, después en voz baja afirma:

—No lo sé.

Alodia desde la celebración viene pensando que no tiene porqué juzgar aquellas costumbres que no entiende. Sabe bien que ella no es la primera en el corazón de Tariq, que comparte su corazón con un fantasma, con una mujer muerta. Alodia cree que tal vez él la trata mal porque la compara con una mujer que, en su recuerdo, se ha ido hermoseando. Quizá preferiría que Tariq compartiese su afecto con una mujer real, con una mujer de carne y hueso. Al menos podría competir con ella; con un espejismo, no puede.

16

La esposa

En los arrabales de la ciudad de Toledo, junto a la planicie cercana al puente romano, se agrupa una comitiva de carromatos y cabalgaduras, que poco a poco cruzará el puente y se irá internando como un reguero de hormigas en los caminos que desde la ciudad parten hacia el norte. Alodia, desde la gran terraza del palacio del rey godo, ve partir la larga caravana de las familias bereberes con sus ganados. Se entristece al verlos marchar. Se siente sola, cada vez más aislada en la corte. Aquellos que parten ahora son los últimos de los muchos que ya habían salido antes. Al final del verano pasado se fue Yaiza con las otras mujeres de Samal. A los que ve partir ahora son gentes que llegaron unos meses atrás de África. Gentes a las que ella ayudó durante el tiempo en que moraron en los arrabales, gentes a las que proporcionó comida y a las que cuidó. De nuevo, las personas a las que ha tomado afecto, las gentes a las que ha ayudado y protegido, se van y la sensación de soledad se hace punzante en el interior de Alodia.

Dos semanas atrás, Tariq abandonó la ciudad, aquella vez había partido para sofocar una revuelta de unos nobles más allá del río Douro.

Los primeros tiempos después de su boda, cuando él se ausentaba, Alodia estaba llena de ansias de volverle a ver. A su regreso, él le contaba la campaña. Sus palabras animosas y esforzadas le describían las hazañas de la guerra como si todo fuese fácil, sin quejas por el cansancio o por el sufrimiento. Parecía que a su lado nunca sucedía nada triste o doloroso; él se hallaba siempre lleno de ansias de justicia, de orden en el reino. Alguna vez le había relatado a Alodia la muerte de algún hermano de armas, con pena intensa pero también con esperanza, porque los guerreros de Allah encontrarán a su muerte un paraíso. Tariq quería vencer y sojuzgar al enemigo para imponer la ley islámica, que es lo que daba sentido a su existencia.

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