Al escuchar su nombre, la sierva se aparta del mirador, da algún paso adelante hacia donde las damas cosen. Las observa con sus ojos grandes, claros, rodeados de una leve sombra olivácea. El semblante de la joven sierva muestra aún los restos del sufrimiento pasado, sus rasgos finos se han vuelto más marcados tras el largo encierro en las cuevas de Hércules. Por las noches, se despierta llena de horror recordando los cadáveres, la luz mortecina de la lámpara, la oscuridad y el murciélago sobrevolándolo todo.
Cuando rescató a la sierva, casi moribunda, Tariq impuso a Egilo la obligación de admitirla entre sus damas. La viuda de Roderik se vio obligada a aceptar pero, al no tener sangre noble, la convirtió en su criada. Tariq le indicó también que Alodia no podría salir del palacio, debía estar vigilada en todo momento. En las órdenes de Tariq había una cierta lástima junto a la necesidad de salvaguardar el misterio que la sierva oculta.
La reina continúa hablando de Atanarik en tono despectivo. Con timidez, Alodia las observa durante un breve lapso de tiempo y, al fin, pregunta casi en un susurro:
—¿Dónde está…?
—Al parecer, Atanarik persigue a Sisberto…
La reina alza la vista de la labor, molesta de que la muchacha se haya atrevido a hablarle así, directamente, sin ceremonia. Siente curiosidad por la historia de aquella mujer. En la corte, corre la voz de que la sierva ha sido liberada de un prolongado encierro en la cámara de Hércules, y que conoce secretos acerca de un tesoro. A la reina y a las que la acompañan les interesa averiguar qué hay de cierto en esos rumores.
—Vos estuvisteis allí, en ese lugar, en la cámara, se dice que el renegado Sisberto robó allí un antiguo tesoro escondido. Decidme qué sucedió.
La piel de Alodia palidece aún más. Todavía está herida por lo sucedido en las tinieblas, en los túneles bajo el castillo. La sierva, al contestar, parece salir como de una pesadilla.
—No deseo recordarlo. No puedo… mi mente está vacía.
No es la primera vez que le preguntan sobre la cámara de Hércules. Días atrás, antes de partir tras Sisberto; Tariq también había intentado interrogarla; pero ella no le respondió. Cuando él repitió las preguntas, Alodia le miró confusa y aturdida. Todo estaba oscuro en la mente de la sierva; como si su espíritu desease borrar la atrocidad a la que había sido sometida. Tariq, compadecido, la dejó descansar y no forzó su respuesta.
Tras la marcha de él, la desesperación más profunda ha invadido el corazón de Alodia, la melancolía le corroe las entrañas. Las pesadillas pueblan sus sueños. Revive la cueva, el sacrificio en el Norte, su escapada… Le parece ver a un joven guerrero, Atanarik, que la cuida y la tapa con una manta. Después el guerrero se transforma en una serpiente. Otras, un murciélago de enormes dimensiones la ataca. A veces cree que va a volverse loca.
Ahora él, Atanarik, lleva varias semanas fuera. En aquel tiempo, Alodia no ha superado aún las privaciones y el encierro, se encuentra todavía débil. La piel de la doncella, de por sí pálida, tras los días en el fondo de los túneles se ha tornado de alabastro y transparenta todas las venillas. Los huesos de la cara se le marcan, encuadrando un rostro que se muestra más espiritual, más alejado del mundo.
Mientras Alodia enmudece de nuevo, sumida en sus pensamientos, la reina sigue hablando. Egilo se dirige una y otra vez a la sierva, pero ésta no la escucha. Como idiotizada, observa a la reina, que prosigue hablando con seguridad y prepotencia, dejando traslucir que sabe muchas cosas. En algún momento de la perorata se llega a jactar de conocer el secreto de la cueva; afirma que su finado esposo también lo conocía. Alodia se da cuenta de que Egilo expone rumores, datos que intuye pero que realmente no conoce, suposiciones… Quizá todo es una añagaza para conseguir que le descubra lo que ocurrió en la cueva. La reina va a repetirle una pregunta cuando un hombre se hace anunciar.
Es Abd al Aziz.
Egilo sonríe suavemente y cesa en su insistencia, se queda expectante, como centrada en sí misma, una suave sonrisa curva sus labios. El árabe se inclina ante la reina levemente, sin doblar la rodilla; con la impericia de quien nunca ha saludado así a una mujer noble. La reina no se pone de pie, simplemente levanta los ojos de la costura, fijándolos en él. Las otras damas se miran entre sí y con una excusa banal se retiran.
El árabe y la reina comienzan a hablar en voz baja. Alodia, aún enajenada y aturdida, como fuera de sí, viéndose excluida de la conversación, se dirige vacilante hacia el gran ventanal que da paso a una terraza. Sale afuera, apoyada en la pared, semioculta. Entiende que Egilo y el árabe buscan intimidad, pero ella desea conocer noticias de Tariq.
El viento mueve suavemente los cabellos de Alodia, sus ropas finas. La brisa de la tarde le lleva retazos de la conversación entre la reina y el árabe. Hablan de Atanarik. La reina lo hace con desprecio; Abd al Aziz con palabras displicentes. El hijo de Musa, un árabe de la raza del Profeta, se siente superior con respecto al bereber. Le anuncia a la reina que, en primavera, un nuevo ejército desembarcará en las costas de la Bética. Esta vez serán tropas mayoritariamente árabes, lideradas por su padre, Musa, gobernador de Kairuán. Entonces se sabrá quién manda en el antiguo reino de Toledo. Egilo sonríe a Abd al Aziz complacientemente, porque reconoce que en manos del árabe está el futuro del reino, y quizá también, su propio porvenir.
Alodia, al escuchar la conversación, teme que algo malo pueda ocurrirle a Atanarik. Hace tiempo que no le ha visto. Antes de salir en busca de Sisberto, el capitán bereber había acudido repetidamente a las estancias de palacio donde ella se curaba. El físico de la corte ayudado por una dueña y varias criadas atiende a los enfermos, tumbados en jergones de paja separados por cortinas. Allí la sierva se fue recuperando gracias a espesos caldos de ave y al reposo. Por una ventana con las maderas abiertas, Alodia divisaba el cielo de Toledo. El viento suave del otoño movía la estameña que separaba el lecho de Alodia de otros camastros, en aquel tiempo vacíos.
En los días previos a su marcha, la actitud del capitán de los bereberes recordó a Alodia la época en la que, después de huir del poblado, él la protegía frente a los soldados godos, sin hablar demasiado con ella pero estando pendiente de todo Sí, antes de irse, Tariq había vuelto a ser el Atanarik de los primeros tiempos. Cuando acudía a verla no solía acercarse solo, sino que le acompañaba alguno de aquellos hombres de piel oscura llegados del desierto que hablaban un latín con acento africano. Los bereberes se detenían en el umbral de la puerta, y Atanarik entraba en la pequeña estancia donde Alodia yacía postrada y débil. Tariq se sentaba en el borde del lecho y la atravesaba con la luz clara de sus ojos. El corazón de la sierva latía desaforadamente al verle allí, quieto, mirándola, y el rostro de la doncella se tornaba aún más pálido.
Atanarik parecía cohibido ante ella, era indudable que deseaba que Alodia le revelase el secreto pero, al verla tan enferma, se sentía incapaz de forzarla a hablar. Quizá temía dañarla. Quizá recordaba con vergüenza su actitud agresiva en Astigis. Quizá tras la dureza de la guerra, Atanarik había recuperado humanidad.
Cada vez con más confianza, recuperaron sus antiguas charlas por los caminos de la Bética, hablaban de lo acaecido en los últimos tiempos. La luz dorada del atardecer les encontraba muchas tardes juntos, cercanos el uno al otro, conversando acerca de cosas sencillas, de sucesos de la corte, del pasado. Tariq le relató la historia de su padre, le describió las montañas del Atlas, el reino perdido de Ziyad, la hermosa ciudad de Kairuán…
Alguna vez, él le habla de su nueva fe. La que le proporciona paz y fuerza. Era en aquel aspecto en el que Alodia encontraba a Tariq más cambiado, el dios de Atanarik no era ya solamente el Dios Guerrero sino también era un dios Clemente y Compasivo, que se apiadaba de él, de su pueblo y del hombre. Aquel Dios se iba pareciendo más y más al Dios Padre, al dios que Alodia amaba, al Único Posible.
Sí. Los días antes de su partida, Alodia pasó el tiempo en tensión, atormentada, abrumada por el temor y el amor, en un ansia continua del capitán de los invasores. De lejos escuchaba cómo Tariq y los bereberes se acercaban: las risas y las bromas que se gritaban aquellos hombres cuyo oficio era la guerra. En sus acciones y palabras percibía que los soldados bereberes mostraban a su capitán la misma consideración que los espatharios godos rendían al que, tiempo atrás, había sido conocido como Atanarik. Los africanos compartían con él una camaradería jovial, que se cimentaba en las jornadas vividas en campaña.
De entre todos los bereberes, uno de ellos, Samal, parecía más especialmente compenetrado con Tariq, y era a éste al que había encomendado la custodia de Alodia.
Tras la ida de su capitán en persecución de Sisberto, Samal no cesaba de vigilarla. Muy posiblemente, en aquel claro día de otoño, estuviese ante la puerta de las estancias donde Egilo solía coser acompañada de sus damas.
Ahora, en la brisa de la tarde, a la sierva le llegan las palabras y risas de Egilo y el hijo de Musa. A Alodia le duele que la reina y Abd al Aziz hablen con tal desprecio de Tariq. Abd al Aziz se refiere a él como un traidor que no obedece ya las órdenes de su padre, las de la Cabeza de Todos los Creyentes, el califa Al Walid.
La reina asiente, afirma que el antiguo espathario nunca ha sido hombre de fiar. Le ridiculiza sin perder ocasión de rebajarle ante el árabe.
Abd al Aziz se manifiesta una y otra vez como el futuro dueño del reino godo. Todo va a cambiar, y será sometido a su padre, Musa, el legítimo representante del califa. Llega a afirmar que él mismo y su linaje controlarán los destinos del país, dando de lado a Tariq, un mestizo de godos y bereberes. Hispania debe ser sojuzgada por la raza árabe, la raza del profeta Muhammad, la Paz sea con él, el pueblo que ha sido llamado por Allah a subyugar el mundo de los incircuncisos. Al hablar así, Abd al Aziz se exalta cada vez más, mientras que Egilo sonríe sin entender claramente todo lo que le está diciendo. Sólo advierte con claridad que aquel hombre es el hijo de un hombre importante y que va a ser el nuevo amo de las tierras ibéricas, las tierras sobre las que ella reinó durante un breve lapso de tiempo.
El rumor de la conversación cruza la terraza y las almenas, las palabras son escuchadas por Alodia y la intranquilizan cada vez más. Entonces, sin saber bien por qué, a la sierva le viene a la cabeza la discusión que Atanarik había sostenido tiempo atrás con su compañero de armas, Belay, junto a una hoguera, en los bosques cercanos a Norba. Atanarik gritaba con vehemencia que había que cambiar el reino, derrocar al tirano y promover un nuevo orden de cosas en un reino corrupto, de conseguir un régimen más justo; recordaba bien cómo había dicho que era necesario quemar la tierra para que ésta produjese un fruto sano.
Belay, entonces, le había contestado que las tierras quemadas se convertían a veces en tierras baldías. ¿Era posible que Belay hubiese tenido razón? ¿Podría ocurrir que el reino de Toledo se hubiese transformado en un campo baldío? ¿Que el reino visigodo dejase totalmente de existir? Quizás el antiguo reino godo iba a ser suplantado por otro, el árabe, que poco tiene que ver con lo que Tariq había soñado. El mundo romano visigodo, aquel en el que Atanarik había crecido, se había quebrado, sólo quedaba ya en la memoria de las gentes como algo lejano, algo que no iba a volver.
Si lo que Abd al Aziz le iba diciendo a Egilo era verdad, si un ejército árabe iba a cruzar el estrecho, todo caería en manos extranjeras. Los proyectos y esperanzas de Tariq de renovación del reino se vendrían abajo. Quizás él mismo podría estar en peligro.
Alodia desea advertirle del peligro, pero no sabe dónde está y ella misma se encuentra sin fuerzas. Sólo desea que regrese pronto.
Las mazmorras
En el Alcázar de Toledo, en una mazmorra, Belay yace tumbado sobre un jergón de paja. Con la mirada abarca lo que le rodea: una antigua cueva anclada en la roca horadada sobre la cual, siglos atrás, se edificó Toledo. Hace frío, un frío glacial que atraviesa el cuerpo del Capitán de Espatharios pero también su alma, herida por la melancolía y la rabia.
La cueva es de dimensiones enormes y está dividida por mamparas y tabiques de madera en distintos cubículos, atestados de presos. Belay está aislado de los demás. A veces, le llegan gritos de otros calabozos, pero a menudo un silencio dolorido se extiende por la prisión. En el centro de la cárcel, unos soldados de piel oscura los vigilan, matan las horas jugando a los dados, o dormitando.
Para Belay, el tiempo parece estar muerto, no pasan las horas, los recuerdos se agolpan en la mente del que fuera Capitán de la Guardia Palatina. Le parece asombroso que en unos pocos meses todo haya dado un cambio tan drástico. Roderik ha muerto, pero el reino no ha sido ocupado por los witizianos, que según los rumores, han sido arrinconados en las tierras de la Septimania y en el norte de la Cartaginense. El precario reino visigodo se ha colapsado, hundido por una fuerza nimia. Recuerda lo que Atanarik, su antiguo compañero de armas, le dijo tiempo atrás junto a la hoguera, en las afueras de Norba: se había quejado de la degradación que se había producido en el reino de Toledo, un reino podrido que se derrumbaba. Su hermano de armas se hallaba en lo cierto. El, por su parte, le había advertido de que podría desencadenar una fuerza que después le iba a ser imposible dominar. También, él había tenido razón.
Entre los presos, circula el rumor de que más hombres, de una raza distinta, árabes, han desembarcado procedentes de las costas tingitanas. El país, la antigua tierra hispana, ha dado un giro completo sobre sus goznes gracias a su antiguo camarada de las Escuelas Palatinas. Belay cavila pensando que Atanarik no ha conseguido la depuración de un reino corrupto sino que ha atraído la desgracia, la invasión y la guerra sobre las tierras visigodas. Sin embargo, el Capitán de Espatharios no quiere mirar atrás. Ahora, Belay sólo piensa en que debe salvar a los suyos, a su familia y clientela del desastre. En la prisión maquina una y otra vez cómo huir de su encierro para retornar al Norte, a las tierras de su mayores donde su hermana Adosinda y los astur cántabros que le rinden pleitesía tendrán que defenderse de unos enemigos que, más pronto o más tarde, avanzarán hasta conquistarlo todo, hasta llegar al lugar más al norte de las tierras hispanas, las costas que baña el mar Cantábrico.