La faz de Ziyad muestra una cierta inquietud, aunque nadie que no le hubiera conocido previamente hubiera podido adivinarlo. Su preocupación se intuye en la pequeña arruga que se le ha formado en el entrecejo.
—Sabía que algún día llegarías. La Kahina predijo que un hijo mío cambiaría mi destino, un hijo del que yo desconocería su origen, un hijo al que yo no habría visto crecer. Ese hijo eres tú.
Tariq calla, no interrumpe a su padre. Entre ellos hay mucho tiempo perdido. Ziyad desea reintegrar a su hijo al linaje, al clan al que pertenece.
—Olbán, que impidió que te acercases a mí cuando eras un niño, ahora te envía cuando eres un hombre… ¡Olbán es un sujeto extraño! Pero no, él tampoco es ajeno a los designios del Todopoderoso, ha sido la divinidad la que te ha conducido hasta mí. Te mostraré mi poder. Debes conocer a las gentes de tu padre, a tu linaje y familia.
Ziyad, con paso decidido, se introduce dentro del palacio. Recorren salas abovedadas, estancias amplias de paredes de oro, un largo corredor. Muestra a su hijo el botín de mil batallas, al tiempo que le va contando las hazañas en las que lo conquistó. Ziyad le cautiva con su lenguaje; el joven godo se siente lleno de admiración hacia su progenitor, envuelto por el magnetismo de aquel que fue amamantado por la Kahina. Atanarik ha encontrado en él las raíces de su vida.
Después, Ziyad le guía hacia el harén; el lugar en el que habitan sus esposas y los hijos más pequeños, hermanos desconocidos para Atanarik. Niños y adolescentes que corretean libres en aquel lugar hermoso y perdido.
—Sois el padre de multitud de hijos… —se admira Atanarik—, el padre de un gran pueblo.
—Sí, pero mi gente se ahoga dentro de estas montañas. Son guerreros, son ganaderos y cazadores; aquí están aprisionados. Ven. Te mostraré algo.
Retornan al largo corredor bajo la montaña. Al final del mismo, unas grandes cuadras estabulan una gran cantidad de caballerías.
—Son mi mayor riqueza —le explica Ziyad.
Ordena a los criados que les traigan dos caballos a los que nombra por un apelativo afectuoso, como si fuesen personas. El criado se inclina reverentemente ante su amo y, al poco, reaparece con dos hermosos rocines de piel brillante y aceitada. Ziyad es un hombre fuerte, roza la cincuentena, y es un buen jinete como todos los bereberes; monta ágilmente en el rocín, le palmea los belfos. Tariq sigue a su padre.
Desde un lateral del palacio labrado en la roca, padre e hijo se encaminan a los amplios jardines que rodean la morada del jeque. Más allá, huertos y sembrados, en los que los labriegos cultivan la tierra. Al ver pasar a Ziyad le honran inclinándose ante él. Su reverencia no es servil, es muestra de respeto, como a su señor, pero a la vez le sonríen con confianza, como a su camarada.
Pasados los campos cultivados; acceden a la roca de la cordillera que sirve como baluarte a aquella ciudad, oculta en las montañas. El camino es estrecho y empinado; a los caballos les cuesta subir. Tras casi una hora de cabalgada, Ziyad y Tariq alcanzan lo más alto del circo de montañas que rodea los dominios del señor del desierto. Desde arriba, contemplan el valle con el palacio apoyado en la roca, los huertos, y terruños arados, los labriegos, trabajando como una nube de hormigas, el jardín y el río que mana de la montaña y se pierde, bajo tierra, en el fondo del valle.
—Un lugar hermoso —se admira Tariq.
—Sí… —afirma Ziyad—, fruto del esfuerzo humano. Cuando yo me establecí aquí, no había más que un exiguo manantial y una vegetación escasa. La Kahina encontró las fuentes de las aguas, abrió la cascada de la que surge el río, bendijo este lugar y lo hizo fructífero… Canalizamos el agua e hicimos que estas tierras yermas se tornasen en tierras feraces de regadío. Conquisté las tribus vecinas y nos pagaron tributo. Todos los bereberes me acatan como a su señor. Ahora, el valle se ha llenado. Fuera hay una terrible sequía, hay guerra, se han producido enfrentamientos entre unas tribus y otras… Temo que esta vida confortable en la que me he sumergido y he conducido a mi pueblo se hunda. Esta noche he estado pensando…
Ziyad se detiene. La llegada de su hijo ha constituido un cambio en su próspera y ya acomodada existencia. La profecía de la Kahina está comenzando a cumplirse tal y como ella predijo. Ziyad, profundamente supersticioso, no ha dormido aquella noche. Se ha levantado de su lecho y ha orado al Dios Todopoderoso y Clemente. Al fin, ha abandonado en Él su destino.
—La razón de vida del pueblo bereber es la lucha. Fuera de estas tierras hay pobreza. Tú has llegado en el momento preciso. Siento que las montañas del Atlas ya no pueden dar de comer a las tribus Barani ni a los Burr, a los Drawa, a los Gomara, a los Soussi… Las tribus africanas necesitan un destino nuevo, glorioso…
—La lucha en Hispania.
—Efectivamente. Una guerra contra el reino de Toledo permitirá que mi pueblo encuentre un motivo para seguir adelante. Te ayudaré, levantaré las tribus africanas contra un enemigo lejos del Atlas, fuera del Magreb.
Desmontan de los caballos, que atan a una carrasca que se bambolea por el viento en la cima de la montaña. El sol se inclina al oeste. Tariq piensa que, más allá, hacia el oriente, los árabes avanzan, liderados por el poderoso gobernador de Kairuán, Musa; al sur, los pueblos de tez oscura de Kenan se debaten en luchas internas; pero, para Atanarik, el futuro está claro, está en el Norte, en las tierras ibéricas.
—Hispania… —habla Ziyad, Tariq siente cómo su padre se ha introducido una vez más en su propio pensamiento—… una hermosa tierra. Dicen que en tiempos lejanos, las tierras africanas y las de la península Ibérica estaban unidas. El país más allá del estrecho era un lugar próspero, habitado por un pueblo fuerte y numeroso.
—Ahora está despoblado. Ha habido una gran peste, no hay hombres que cultiven las tierras.
—Lo sé… En cambio, mis gentes necesitan espacios amplios, tierras para el pastoreo.
Desde la altura, Ziyad señala a los cuatro puntos cardinales, hablando de cada una de las tribus bereberes.
—Mira allá, al norte, están los hombres del Rif, al este, los Drawa, al sur, los Gomara y los Soussi. Todos son pueblos valientes A menudo no tienen para comer, cuanto menos para pagarme tributos. Tú me propones una guerra, yo la necesito. Este pueblo mío enferma si no lucha. No podemos enfrentarnos a los árabes que avanzan con fuerza por las tierras costeras; pero podemos atacar muy bien a los godos… un reino que se descompone. ¡Venceremos!
—Aún hay fuerza en el reino de Toledo, pero dentro de él nos ayudarán, quieren que seamos un ejército mercenario a las órdenes de los witizianos.
—No guerrearemos bajo el mando de nadie y menos aún bajo la bandera de traidores. Fingirás ayudarles pero tú, hijo mío, llevarás contigo tu propio destino.
Le observa atentamente. Al verse así examinado, Tariq se turba. Entonces, Ziyad le interrogó:
—¿Has bebido de la copa?
—Sí.
—¿Qué ha ocurrido?
Tariq responde confuso.
—Me ha llenado un vigor inmenso, una necesidad enorme de tomar una mujer, el odio y el afán de venganza.
—La copa es peligrosa, no abuses de ella. Yo lo hice y me dañó. Creo que es por esa copa por lo que tengo tantas esposas… —Ziyad sonríe—. Ha aumentado mi vigor; pero es cansado compartir la vida con tantas…
Después, el jeque prosigue más serio, y le confiesa a su hijo con preocupación:
—La copa me ha conducido siempre a la victoria, pero me ha complicado la vida en guerras y más guerras. Te llena de odio y de ambición. He descubierto que nunca podremos emborracharnos lo suficiente para no sufrir. Es por ello por lo que hace tiempo que dejé de beber de ella. Me trastornaba. Me tenía atrapado. Esa copa está viva. Nunca me he atrevido a destruirla pero quizá debiera haberlo hecho.
Tariq se opone:
—Es lo mejor que he probado en mi vida.
Ziyad lo mira como si fuese un insensato, con gran preocupación suspira sabiendo que su hijo no le va a entender.
—La copa es tuya. Perteneció a la familia de tu madre, por lo tanto es tuya. Debes usarla con prudencia. ¿Lo harás?
Tariq duda, al contestar:
—Sí…, padre.
La mirada de Ziyad se torna extraña una vez más. A Tariq le parece que, de nuevo, se introduce en sus pensamientos más íntimos y se siente incómodo, como avergonzado.
De un tirón de riendas, Ziyad hace que el caballo emprenda el descenso hacia el valle. Desde las peladas cimas de la cordillera, van cruzando los lugares donde crecen matojos, hasta llegar a un bosquecillo y más abajo, al río.
Ziyad se acerca a los lugares poblados del valle. Le presenta a Gamil, hijo de una hermana de Ziyad, y muy amado para éste. Después a sus hijos mayores, los que ya utilizan las armas, los hermanos de Tariq. De entre todos ellos, señala dos que irán con ellos en la campaña que pronto emprenderán: un joven alto, de nariz ganchuda, llamado Ilyas, y un muchacho de cabello rojizo, Razin al Burmussi,
el Rojo
.
Tariq experimenta una sensación cálida entre aquellos hombres de ojos color de melaza oscura. Hay algo común en la mirada de los hijos bereberes de Ziyad y la del godo Atanarik.
En los días siguientes, Ilyas, Razin, Gamil, y muchos otros cabecillas de la tribu Barani se reúnen a planear la campaña, la lucha en las lejanas tierras más allá del estrecho. Acuerdan que cada uno de los capitanes levantará uno a uno los clanes, difundiendo, a los distintos puntos del Magreb, la noticia de que Ziyad ha iniciado una nueva campaña. Ahítos de inactividad, los bereberes desean la lucha, que siempre ha sido su modo de vida. Están convencidos de la victoria.
Ziyad los escucha en silencio. Les ve jóvenes, soñadores, e inexpertos. El hijo de Kusayla posee una sabiduría que es capaz de atravesar el tiempo, intuyendo el porvenir de los pueblos y de las gentes.
Todos le respetan.
Esperan sus palabras.
Van callando poco a poco.
Al fin, Gamil, el amado, se atreve a preguntar al jefe bereber:
—Mi señor…, ¿qué pensáis vos?
—Una nueva fuerza se ha alzado en África. Los hombres del Profeta, los que obedecen a la Cabeza de Todos los Creyentes, al califa. Sin ellos vuestra empresa está perdida.
—¿No somos nosotros lo suficientemente fuertes y valerosos para conquistar el país de los godos?
—Cada época de la historia de los hombres está dominada por un pueblo; cada pueblo tiene su destino. El tiempo de los bereberes ha terminado. Sí, se ha acabado mucho antes de que mi padre luchara contra los árabes. La Kahina me lo dijo, ha llegado el momento de los hombres de Allah, del pueblo de Muhammad, la Paz y la Bendición sean dadas al Profeta, el tiempo de los quaryshíes y yemeníes; el tiempo de los árabes…
—¿Qué queréis decir, padre? —le pregunta Tariq.
—Nunca vencerás a tu enemigo sin la ayuda de Musa, el gobernador de Kairuán. Yo le rindo pleitesía…
En ese momento, Tariq le recuerda a su padre algo importante, algo que les diferencia frente a los demás pueblos.
—Poseemos la copa, con ella venceremos.
Ziyad le interrumpe mostrando su desacuerdo:
—¡La copa! Oh sí, la legendaria copa. Tendrías que estar continuamente borracho de ella para vencer sin la ayuda de los árabes. Pronto tendrías dos frentes de batalla: el de los árabes y el ejército de Roderik. Sólo con la ayuda de los árabes podría conquistar las tierras de la antigua Europa…
—¿Querrán ayudarnos? —dice Gamil.
—Olbán de Ceuta, que nos apoyadles ha pedido ayuda para la invasión —le explica Tariq.
—Lo importante es que Musa no nos estorbe —les previene Ziyad—. Lo decisivo y clave es que nuestra retaguardia sea segura. Que mis mujeres, mis hijos, las esposas de todos nosotros, nuestros hijos e hijas estén seguros porque los árabes no decidan atacar nuestras bases y campamentos cuando estemos luchando más allá del estrecho. Musa ha oído hablar de este lugar que yo he fundado, lo desea, sabe que aquí hay riquezas. Cuando se extienda por el Magreb la noticia de que yo he cruzado el mar. Musa, sí, el codicioso Musa podría atacar a nuestras gentes. Es preciso que esté de nuestro lado, que se implique en la campaña con sus hijos y clientelas…
—¿Qué proponéis?
—Mientras Gamil, Ilyas y Razin levan tropas entre los bereberes. Tú, mi hijo Tariq, el tan tarde hallado, y yo mismo iremos a Kairuán a ganarnos la voluntad y la ayuda de Musa.
El Sáhara
Una larga caravana se adentra en el desierto. Recorre una superficie rocosa, de pedrisco y arena. Las montañas del Aurés han quedado atrás. El sol calienta sin compasión a los bereberes. Al frente de ellos un hombre alto, con una marca en la mejilla, barba cana y largos cabellos blancos. Es Ziyad. A su paso se le van uniendo hombres de otras tribus que anhelan la guerra, una guerra que para muchos bereberes es ahora santa: combatir al infiel.
Atanarik se asombra del poder de su padre. Hace varios días que han emprendido el camino hacia Kairuán. Los rumores por el desierto cruzan más veloces que las gaviotas sobrevolando el mar, que el águila ascendiendo a las cumbres del Tuqbal. Ya todos los clanes bereberes, todas las antiguas tribus conocen que Ziyad se ha levantado. Un rumor, como el fuego sobre una pradera seca, cruza las llanuras y las montañas. Cada día que amanece aparece un pequeño grupo de guerreros, que rinde pleitesía a Ziyad y se suma a su empresa. El hijo de Kusayla les ofrece las fértiles tierras hispanas, la posibilidad de botín, de un futuro mejor. A algunos de aquellos hombres le han acompañado desde tiempo atrás: Altahay, el bereber, Samal ben Manquaya y los hombres que le ayudaron en la rebelión de los Hausa. Pero ahora se han unido hombres de las tribus Lawatta, Hawraba, Awraba, Kutama, Zamata, Masnuda, Sinhaga y de los Gumara. De entre los que forman parte del séquito de Ziyad muchos están relacionados con él. Cada uno de ellos lidera distintas tribus, gentilidades que se ponen al servicio de Ziyad, con un único afán, conquistar las tierras allende del mar, donde encontrarán una nueva vida. Buscan escapar de una situación de pobreza, conquistar gloria y servir a Allah mediante la espada.
Al llegar a las regiones habitadas, se detienen en algún poblado de casas de barro, en las que las mujeres guisan la comida a base de mijo y grasa de camello. Pequeñas aldeas en las que se fabrican lonas para las tiendas, hay alfareros y herreros. Las multitudes salen a los caminos para vitorear a las tropas. En una de aquellas poblaciones, Samal ben Manquaya, el hombre salvado del león, encuentra a su gente, a sus esposas. Obliga a Tariq a alojarse en su casa, le muestra a sus hijos y a su harén. De todas sus esposas, Samal ama más que a ninguna otra a Yaiza, una mujer cuya mayor hermosura es la inteligencia. Se dirige al hijo de Ziyad con descaro, le dice que cuando conquisten las tierras allende del mar, ella querrá ir allí, a un lugar donde los pastos sean abundantes, y la lana de las ovejas fuerte, donde sus hijos no pasen hambre. Tariq sonríe ante sus palabras; Samal se siente algo abochornado por la libertad que se toma su esposa favorita, hablando con el noble hijo de Ziyad, pero Tariq no se siente ofendido por la actitud de ella, sino más bien divertido.