En aquel tiempo, a Floriana la rondaba una corte de admiradores. Él se sumó a ellos. En un principio, ella se alegró infinitamente al verle y se comenzaron a ver con frecuencia en secreto. Sin embargo, cuando él comenzó a cortejarla públicamente, ella le rechazó. Atanarik llegó a sentirse humillado por Floriana. Él desconocía la causa del rechazo. Ahora sabía que lo que quiera que fuese que ocultaba la hija de Olbán era muy peligroso, tan peligroso que la había conducido a la muerte. Atanarik, despechado por su desprecio, solicitó ser enviado de nuevo a la frontera del Norte. Fue en aquel tiempo, en el que luchaba contra los vascones, cuando al borde de un camino encontró a una extraña doncella, Alodia, de cabello ceniza y grandes ojos claros, que les pidió protección. A su regreso a Toledo, él se la entregó a Floriana.
Recordó la actitud de su prima cuando él regresó del Norte y le entregó la sierva. El rostro, al verle, se llenó de fuego y una dulce sonrisa cruzó su cara. Floriana no miraba a la esclava, le miraba sólo a él; y Atanarik se llenó de la luz cálida de aquellos ojos garzos. Al momento, ella percibió que no estaban solos, que les rodeaban los hombres que habían acompañado a Atanarik a la campaña del Norte, algunos de ellos afectos al rey Roderik. Entonces, el rostro de Floriana cambió.
En los meses siguientes, ella se resistía y a menudo le evitaba, pero al mismo tiempo le buscaba y le mandaba llamar por motivos nimios. Alodia era la mensajera entre ambos, Atanarik parecía no ver a la criada, su corazón era sólo para Floriana, quien en público continuó siendo fría con él. Sin embargo, Atanarik no cejó en su empeño, hasta que un día la hija de Olbán cedió ante su insistencia. Comenzaron a verse una noche tras otra. Atanarik trepaba a través de las ventanas que accedían a las estancias de la dama y se entregaban el uno al otro: él, con la pasión del primer amor; ella, con el amor maduro de la mujer experimentada. No había pasado un mes, cuando ella, su hermana, su amor de juventud, había sido asesinada. ¿Por qué?
En el tiempo que pasaron juntos en Toledo, él nunca sospechó que hubiese algo oscuro, una conjura tras ella. Por el contrario, cuando Atanarik intentaba hablarle de los sucesos de la corte, de las polémicas entre los nobles, ella movía su cabellera oscura y reía: «Vivamos el ahora, amor mío, olvidemos las guerras y las luchas, olvidemos las intrigas de palacio.» Recordaba que ella alguna vez le dijo: «Sólo tú me importas, sólo tu amor es limpio en mi vida.» Era como si Floriana quisiera preservar un oasis de paz con él en medio del mundo corrompido de la corte toledana.
Sin embargo, en la última época, ahora él se da cuenta, ella quiso revelarle algo, algo que nunca llegó a decirle. Sí. En los últimos días antes del crimen, ella se mostró distinta. Ahora, Atanarik ataba cabos y comenzó a recordar que había algo misterioso en Floriana, en vísperas del asesinato.
En la corte se celebraban unos juegos en los que los espatharios reales competían entre sí por un trofeo y por el honor de ser vencedores.
Él había luchado y había vencido. El ganador del combate debía conceder el premio a una dama. Atanarik quería dárselo a Floriana. Cuando se acercó a la grada, ella había desaparecido. No entendía el porqué. Entregó el trofeo a la reina Egilo, la esposa de Roderik.
Aquella noche, Atanarik se dirigió a los aposentos de la que amaba, la encontró muy nerviosa.
Sin dejarle hablar, ella le dijo:
—No debes exponerte así.
—¿A qué?
—Es peligroso que se sepa, que se descubra que hay algo entre tú y yo…
—No te entiendo, Floriana.
—Me entenderías, si…
Ella calló asustada por lo que le iba a tener que decir, él se enfadó:
—¡Te entendería si te explicases…!
—No puedo. Es peligroso. Confía en mí, que te amo más que a mi vida.
No pudo obtener otras aclaraciones de ella.
Muchas veces ha dado vueltas en su cabeza al misterio que se escondía en las palabras de su amiga de la infancia. Ahora Floriana había muerto y nunca había llegado a saber aquello que ella le ocultaba. Debía vengarla. Sí. Debía cambiar el orden establecido en el mundo de los godos, un orden injusto en el que reinaba un asesino.
Afuera, el khamaseen silba, con un sonido agudo y penetrante, como una serpiente de odio y de horror que quiere introducirse en la cabeza del guerrero visigodo.
El judío
Atanarik recorre las montañas del Aurés, no tan grandiosas como el resto del Atlas más cercano a la costa atlántica, pero más imponente que el Tell Atlas costero. La cordillera limita con el desierto del Sahara. A lo lejos, el pico más alto, el Yebel Chélia, parece rozar las nubes. Desde antiguo, el Aurés ha servido de refugio a las tribus bereberes, formando una base de resistencia contra el antiguo Imperio romano, los vándalos, bizantinos y los árabes. La región es pobre, las tribus de las montañas, los Shawia, practican la trashumancia; en verano suben con el ganado a la cordillera, pero en invierno deben trasladar su cabaña ganadera hacia áreas más templadas donde viven en tiendas e infraviviendas para pasar el invierno con las reses. Los guerreros de Atanarik atraviesan ahora unas zonas donde los campesinos del Aurés cultivan el sorgo y otros vegetales en amplias terrazas labradas por ellos mismos. Algunos se les unen al conocer que se dirigen a una campaña guerrera para conquistar las regiones allende el mar, la nación que se extiende ante las costas de la Tingitana.
Los hombres de Kenan, negros como la pez, van delante, detrás los bereberes de Altahay. Atanarik busca sus raíces en las altas montañas del Atlas donde se oculta su padre. Un cielo grisáceo les cubre, ha llovido y en las montañas corren arroyos de agua clara. Han olvidado el calor del desierto. Un águila, volando en círculos, se eleva hacia las cumbres, quizás ha avistado una presa. La vegetación no es muy distinta a la de los Montes de Toledo, a la de las lejanas tierras de la Lusitania.
Un nuevo guía acompaña a Atanarik. En ese momento, Kenan recompone su reino, le ha prometido que más tarde le ayudará en la guerra. Se hace de noche, ahora suben por un terreno resbaladizo, con piedras y grava. El frío de la noche les rodea. Al fin, se resguardan tras una roca grande, que forma casi una cueva y encienden fuego.
Atanarik, observando indolentemente las llamas, retrocede al pasado, al momento en el que había conseguido escapar del palacio del rey Roderik y seguía a Alodia por las callejuelas de Toledo, cubiertas por la humedad de la madrugada.
—¿Adonde vamos? —le preguntó impaciente Atanarik.
—A un lugar seguro —respondió ella— donde nadie nos encontrará.
Alodia le guiaba con decisión por pasajes estrechos, que se entrecruzaban continuamente. Atanarik percibió que habían llegado a la aljama judía por las celosías que entretejían las rejas de las ventanas, formando estrellas de seis puntas. Al fin, en una portezuela pequeña, en medio de un muro blanco, se detuvieron. Alodia golpeó la puerta con un aldabón. Llamaba de una forma curiosa, dos golpes, se paraba, después tres, dos y volvía a llamar. Al cabo de un tiempo desde dentro le contestaron con un ritmo similar.
Unos criados abrieron la puerta y franquearon la entrada de una casa rica, amplia y de largos corredores. Sobre las puertas había inscripciones con letras mosaicas. Un silencio extraño todo lo colmaba. Descendieron por unas escalerillas hasta un sótano donde los introdujeron en un espacio de techo bajo, en el que, al fondo, brillaba un fuego. Les dejaron solos. Atanarik y Alodia no cruzaron una sola palabra. Los ojos de ella se fijaron una vez más en el gardingo real, que parecía no verla. Atanarik, nervioso, todavía conmocionado por lo ocurrido, daba vueltas de un lado a otro de la estancia, considerando la muerte de Floriana, sin poderse creer del todo lo que había sucedido. Al fin se dejó caer en un asiento de cuero y madera junto a la chimenea. Alodia se acurrucó junto al fuego, en el suelo, muy cerca de él.
Entró el dueño de la casa, un hombre con tirabuzones en las patillas y tocado por el kipás. Atanarik y Alodia se levantaron, después la sierva se inclinó ante él:
—Amo…
Atanarik se sorprendió de que ella honrase al israelita.
—Amo… han asesinado a Floriana.
—Nos han llegado noticias de su muerte.
El judío calló, en su rostro se expresaba una amarga tristeza.
—Sabréis que le han echado la culpa a un gardingo real —dijo Alodia—, que le han atribuido el crimen…
—Yo sé que no ha sido así, no me creo nada, nada que provenga de ese nido de víboras que es la corte del rey Roderik. ¡La han matado a ella, que era la mitad de mi alma!
Después, el judío se detuvo, observando al godo, preguntó a Alodia:
—¿A quien me traes?
—A Atanarik, gardingo real…
El dueño de la casa se dirigió a él, mirándole atentamente.
—Os buscan por un crimen…
—Que no cometí.
—Lo sé.
—Yo la amaba, no quería su muerte.
El judío le respondió con cierta dureza:
—Lo único que se ha difundido es que vos entrasteis en la cámara de la dama, y que ahora ella está muerta.
—Ya lo estaba cuando yo llegué.
—Sé que no la matasteis, pero nadie os creerá nunca, y el rey os condenará a muerte para exculparse del crimen.
Atanarik gritó lleno de ira:
—¿Ha sido Roderik? Si ha sido así, juro que le mataré.
El judío al ver su comportamiento exaltado, le aplaca con una expresión de tristeza; en la que, a la vez, se trasluce una cierta ironía. La ironía de un hombre que conoce más que otro, que está por encima de emociones desatadas.
—Calma, calma. Debéis vengar a Floriana, pero antes es importante que conozcáis algunas cosas.
—¿Quién sois?
—Me llamo Samuel, hijo de Salomón, hijo de Samuel, hijo a su vez de Salomón. Todo eso no os dice nada. Mi familia, la de Olbán y la vuestra están relacionadas desde muchas generaciones atrás. Mi bisabuelo sirvió a un príncipe godo llamado Hermenegildo, alguien al que su padre Leovigildo asesinó…
El gardingo real le interrumpió impaciente:
—Conozco la historia.
—No. No la conocéis por entero. Nadie la conoce más que mi familia. Por esa antigua historia es por la que Floriana ha muerto, es la historia por la que ella vino a la corte del rey godo.
—Nunca me contó nada.
—Ella no era lo que parecía, desde años atrás se dedicaba a un doble juego, una actividad peligrosa por la que ha muerto.
El joven godo apoyó la mano en la vaina de la espada, su rostro palideció y exclamó con tristeza:
—Ella intentaba decirme algo…
Sin tener en cuenta la interrupción, Samuel continuó su historia:
—Como bien sabéis, Floriana era la única hija del conde Olbán, un hombre de una antigua familia en la que se unieron godos de estirpe baltinga y bizantinos de linaje imperial. Olbán gobierna la provincia Tingitana, en la ciudad de Septa. Pero habréis de conocer también que Floriana era mi nieta. Yo he comerciado por el Mediterráneo. Uno de mis contactos estaba en la región Tingitana; era el conde Olbán de Septa. Olbán conoció a mi hija Raquel y se unió a ella, pero sabéis que un cristiano no puede desposarse con una judía y menos aún puede hacerlo un hombre noble como lo es Olbán; aunque esa judía y su familia, es decir yo mismo, posea una de las fortunas más sólidas del Mediterráneo. Olbán siempre ha ocultado que… —se detuvo un instante para proseguir inmediatamente con amargura— Floriana fuera hija de una judía.
—Ella y yo nos criamos juntos; nunca me contó nada de todo esto —apostilló Atanarik.
Samuel habló con despecho:
—Sí… Para ellos, para los nobles godos y bizantinos, tratarse con un hebreo es una deshonra. Floriana no quería que se supiese que ella era mi nieta… —calló dolido un instante, después el judío prosiguió—: ¿No sabéis, entonces, el porqué de la venida de Floriana a la corte?
—Siempre supuse que era para educarse entre las damas de la corte: muchas jóvenes lo hacen así.
—Para eso y también por otro motivo. Floriana era una mujer especial, muy inteligente e instruida. Su padre confiaba enteramente en ella. En los últimos años del reinado de Witiza, se habían producido varias revueltas nobiliarias, algo presagiaba el fin de la dinastía de Wamba, Egica y Witiza, y del grupo de poder que lideraban, los que ahora llamamos witizianos. La caída de esa dinastía sería la ruina para el señor de Septa. Por eso, él necesitaba alguien de entera confianza en la corte de Toledo. Olbán envió a su inteligente hija Floriana para averiguar lo que estaba sucediendo aquí y sostener los intereses de su padre. Cuando, en extrañas circunstancias, falleció Witiza y se proclamó rey a Roderik, ella se unió a la conjura iniciada por el partido witiziano para derrocarle. El partido witiziano le propuso a Floriana que sedujese a Roderik y lo envenenase…
—¡No os creo! —gritó el godo—. Ella era una dama noble… incapaz de una traición así.
El judío continuó hablando, haciendo caso omiso a la intromisión.
—Pero estaba enamorada de vos y eso la perdió…
Se detuvo un instante. Atanarik, desbordado por el pesar de la pérdida, bajó la cabeza. Después, Samuel prosiguió:
—Roderik es uno más de los tiranos visigodos que han esclavizado a mi pueblo. Roderik es nieto de Chindaswintho, el rey cruel que masacró a muchos de los nobles godos… y condenó a un gran número de ellos al destierro. Un rey que persiguió a los judíos, desposeyéndoles de sus bienes.
—Toda esa historia la conozco bien porque ha marcado a la familia de mi madre —refiere Atanarik—. Chindaswintho fue quien confiscó gran parte de nuestro patrimonio.
El judío asintió ante aquellas palabras de Atanarik, y prosiguió hablando:
—Pero hay más. Floriana no sólo había venido aquí para conspirar en contra de Roderik y a favor de los intereses de su padre, mi nieta buscaba un objeto sagrado, una copa…
Atanarik se sorprendió, nunca había oído hablar de aquello:
—¿De qué habláis?
Samuel se detuvo un instante, quizá pensando en cómo explicarle a aquel godo, el secreto que había ligado a sus familias —la estirpe balthinga y a sus antepasados hebreos— desde generaciones atrás. Después continuó hablando lentamente, como si contase una antigua balada.
—Los reyes godos más poderosos, los que habían vencido a sus enemigos, Leovigildo y Swinthila, utilizaban una reliquia sagrada, que otorgaba el poder al que la poseyese. Tanto en mi familia como en la de Olbán, se ha transmitido durante generaciones y se custodiaba en el Norte, en un santuario llamado Ongar. Cuando Roderik llegó al trono, y derrocó a los witizianos, puso en peligro la preeminencia de Olbán. Entonces el conde de Septa recordó que entre las historias que circulaban en su familia, había una que aludía a una copa de poder. Se puso en contacto conmigo y la buscamos en Ongar pero ésta había desaparecido tiempo atrás, en el tiempo de las persecuciones de Chindaswintho. Olbán envió a Floriana a la corte para que averiguase si la copa estaba en poder del rey. Roderik, un hombre lascivo, se encaprichó de ella… Floriana era tan hermosa… y ella jugaba con él. Pronto averiguó que el rey no sabía dónde estaba la copa, que de hecho, él también buscaba.