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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (7 page)

BOOK: El astro nocturno
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—¡No sé si creeros! —exclamó Atanarik.

Atanarik había amado a una Floriana, compañera de juegos en la infancia, que le parecía ajena a todas aquellas maquinaciones políticas que el judío le estaba revelando. Samuel no se inmutó ante su expresión de incredulidad y prosiguió hablando.

—Lo que os digo es la verdad. Por su parte, el rey tenía también sus informadores que averiguaron y le transmitieron la existencia de una conjura entre los witizianos. Sin embargo, Roderik no sospechaba que Floriana formase parte de la conjura. —El judío sonrió tristemente—. Fue gracias a vos como lo descubrió…

—¿A mí…?

—Sí, vos, un antiguo amor de su infancia. Floriana sabía que estaba metida en un juego peligroso y por eso, en un principio, ella os rechazó, pero llegó un momento en el que se rindió a vos, olvidó las órdenes de su padre. Sólo vos estabais en su pensamiento. Al fin, Olbán se enteró de que erais amantes y le envió una carta, reprochándole su comportamiento, en la que le recordaba sus deberes. En ella, se mencionaba la misión que debía desempeñar y le hablaba de la copa. Ahora sabemos que la carta fue interceptada por los espías del rey. Por ella, Roderik descubrió que Floriana le estaba utilizando, que realizaba un doble juego. Es probable que esta noche, el rey haya acudido a sus aposentos de palacio; pienso que con la idea de que Floriana le revelase dónde estaba la copa de poder… quizás ella se resistió y la mató.

En las sombras, Alodia observaba en silencio la conversación de ambos hombres. Samuel se volvió a ella.

—Alodia, seguramente tú sabrás lo que sucedió…

La sierva intervino, su voz temblaba al relatar el crimen.

—¿Quién soy yo sino una pobre criada a las órdenes de mi ama Floriana? Todas las tardes, yo escuchaba cómo Atanarik escalaba el muro y llegaba a los jardines de mi señora. En la luz del ocaso, los oía susurrar…

Tras breves instantes, Alodia permaneció ensimismada, por su cabeza cruzaron ideas dolorosas, al fin se repuso y prosiguió:

—Sé que los hombres del rey le han visto a menudo dirigirse a la cámara de Floriana. Ayer por la noche llegó un hombre, yo me oculté pensando que se trataba de… de vos… —la sierva dudó antes de pronunciar el nombre del gardingo—… mi señor Atanarik. Debido a la conjura, había hombres que visitaban la cámara de mi ama. Decidí retirarme. Después escuché voces, pero no pude identificar quién era exactamente.

—¿Era Roderik? —preguntó el judío.

Alodia vaciló.

—No estoy segura. Era un hombre alto, encapuchado… Sí. Pensé que podía ser el rey… pero no estoy segura. Me asusté aún más, pensando que podía ser Roderik. Quienquiera que fuese se abalanzó sobre ella, la llamó perjura y traidora. Escondida tras unos tapices, pude entrever lo que allí sucedió. Aquel hombre se había abalanzado sobre Floriana, e intentaba estrangularla. Ella se defendía y consiguió zafarse de su abrazo, entonces el asesino sacó el puñal y comenzó a acuchillarla, llenándola de sangre. Ella no gritó, como si esperase el ataque. Tras comprobar que estaba muerta, aquel hombre salió huyendo. Seguí en mi escondite. ¿Qué podría hacer una criada ante un poderoso noble godo? Poco después, como cada noche, a través del muro apareció Atanarik, atravesó el jardín y llegó hasta el aposento de mi ama. Allí la descubrió, pero alguien llamó a la guardia que comenzó a golpear la puerta de la cámara para entrar. Mi señor Atanarik no era capaz de reaccionar, por lo que le ayudé a huir y le he conducido hasta aquí. Mi señor Samuel, debéis protegerle.

Atanarik había empalidecido al escuchar el relato, su rostro se contrajo por el dolor. Preguntó una vez más con voz bronca:

—¿Quién ha sido?

—¡Ha sido Roderik! —dijo el judío—. Debéis creerme. Él buscaba el secreto. Se sintió engañado por Floriana. Ahora ha lanzado un bando diciendo que vos sois el asesino. Lo hace para exculparse.

—Me vengaré… —gritó Atanarik—. ¡Juro por Dios que está en lo alto que me vengaré…! ¡Mataré a ese tirano!

—Ahora no es el momento, debéis ocultaros, se os acusa del crimen, os buscan por toda la ciudad…

Atanarik se sentó en una bancada de piedra junto al fuego, ocultó el rostro entre las manos, aturdido. El judío le observó con lástima, callaron. Samuel pensaba en qué era lo que debía hacerse ahora. Atanarik no podía pensar, de nuevo tenía la mente en blanco.

Alodia los observaba a ambos, llena de tristeza y preocupación. El judío se separó de Atanarik dando vueltas por la estancia. Entonces, Alodia con voz suave se dirigió a Samuel.

—Mi señor. Debéis saber algo… algo terrible.

Ella se inclinó ante el judío y habló en voz baja.

—¿Recordáis la maldición de la cámara de Hércules?

—Sí. No es más que una leyenda… —respondió el judío.

—No. Es real. La cámara de Hércules existe; está debajo del palacio del rey Roderik y ha sido abierta. Hay algo espantoso bajo la ciudad. Creo que todos los males han salido de la cámara al abrirla.

—¿Estás segura de que la has visto?

—Huyendo de los soldados del rey encontramos una cueva, una cavidad en el centro de la roca donde se alza Toledo. En ella hay una cúpula construida de tiempo inmemorial y cerrada por múltiples candados, que han sido abiertos recientemente. En el interior de la cámara hay tantas riquezas como no os podéis imaginar. La más maravillosa de todas es una tabla de oro y esmeraldas, como una mesa grande de oro con tres cenefas de perlas y esmeraldas. Una mesa de poca altura en la que lucen las letras mosaicas que veo en esta casa…

El judío abrió los ojos con asombro y exclamó:

—Me estás describiendo la Mesa del rey Salomón… ¡No es posible! La que buscamos desde hace siglos los de mi raza… Descríbemela otra vez.

Alodia volvió a relatarle lo que había visto.

—¿Qué más visteis? —dijo el judío.

—Hay también banderas…

—Las leyendas hablan de las banderas de los vencedores —dijo el judío.

Atanarik salió de su postración, habló casi en un susurro.

—Banderas árabes… —dijo Atanarik.

—¿Estáis seguros?

—Sí —dijo Atanarik.

Los ojos del judío brillaron de ambición:

—¿Qué más pudisteis ver?

—Restos humanos. Después huimos de allí, en el lago había algo siniestro, algo que se movía en el interior, quizás un animal…

—Se dice que la Mesa de Salomón está protegida por un conjuro, que tiene un guardián… que es peligroso desafiarlo… —murmuró el judío para sí.

Callaron. Un aliento de odio y ambición cruzaba la ciudad del Tajo. Después, en voz baja, susurrando casi, la sierva inquirió:

—¿Quién pudo abrir la Cámara de Hércules?

—Estoy seguro de que fue Roderik —le respondió el judío—. Buscaba la copa. Necesita desesperadamente algo que le ayude a mantenerse en el trono porque su poder se tambalea. La hambruna deshace el reino, los siervos huyen. El país arruinado no paga ya tributos. Hay descontento. Los witizianos se levantan en el Norte unidos a los vascones. Por otro lado, Roderik no es de estirpe balthinga. Por eso, los que acatan la realeza hereditaria, los fieles a la casa de los Balthos, no le siguen… Sabe que va a ser atacado y necesita algo que le cimiente en el poder. Pensó que la copa estaba en la cueva; pero no ha sido así, y se ha dado cuenta de que al abrir la cueva de Hércules ha cometido un error. Ha dejado escapar el maleficio. Además, supongo que poco tiempo después de entrar en la cueva, Roderik interceptó la carta de Olbán, se dio cuenta de que Floriana le traicionaba con vos. Debió de volverse loco de celos y de ambición…. Quizá mató a Floriana por despecho e intentando que le revelase el secreto de la copa de poder.

Todos callaron. El semblante de Atanarik adquirió un tono ceniciento, al fin exclamó.

—¡Me vengaré! ¡Juro ante Dios todopoderoso que lo haré! ¡Mataré a Roderik con mis propias manos!

Al verlo tan fuera de sí, el judío le miró compasivamente y le aconsejó:

—Ahora sólo debéis huir…

—Odio a Roderik… Está destruyendo el reino, es un hombre que no merece el trono y, si ha matado a Floriana, mi deber es vengarme.

—Entonces estaréis de parte de los que se oponen a él; por tanto, de los partidarios de los hijos del rey Witiza, del partido de los witizianos.

Atanarik meditó durante unos segundos. En aquel momento, el dolor de la pérdida de Floriana dominaba su corazón, aun así, Atanarik no confiaba demasiado en los witizianos, por lo que respondió.

—No me gusta dividir el mundo en dos bandos cerrados. Sé que tanto los partidarios de los hijos del rey Witiza como los del bando de Roderik sólo buscan el poder…

—Debéis elegir, mi señor Atanarik, no hay más opción —le expuso claramente el judío—. Roderik os busca para mataros, para condenaros por un crimen que no habéis cometido. Los hombres de Witiza os ayudarán, y entre ellos encontraréis a vuestros más fieles amigos.

—Los del partido del finado rey Witiza sólo buscan controlar el reino, mantener sus predios y riquezas —protestó Atanarik—. Además, Agila, el hijo de Witiza es sólo un niño.

—Pero su tío Sisberto puede llevar muy bien las riendas del poder. Oppas, obispo de Hispalis, hermano también de Witiza pone a la Iglesia de nuestra parte. De hecho, los witizianos ya luchan por el poder y han proclamado a Agila rey en el Norte.

—No me fío de Sisberto —dijo Atanarik—, él sólo se guía a sí mismo, sólo busca su propio provecho. No me gusta Oppas.

La suave faz de Alodia se mostraba de acuerdo con las palabras de Atanarik. Ella vivía en la corte y conocía algo de los entresijos y rumores de palacio.

—No hay otra elección, por ahora… —le aconsejó el judío, después enmudeció durante unos escasos segundos quizá pensando cómo revelarle más datos de la trama—. Debéis conocer las raíces de la conjura; quiénes están en nuestro bando y quiénes no.

Samuel pasó a enumerar a los witizianos que estaban conspirando para derrocar a aquel rey al que pocos amaban. Su rostro mostraba la exaltación de un hombre que ha sido continuamente humillado y que, al fin, ha encontrado la posibilidad de vengarse, de reparar las afrentas recibidas.

El fuego brillaba en la chimenea. Atanarik apoyó la cabeza en el muro junto al hogar, y suavemente se golpeó la cabeza contra la pared, como queriendo entender lo que le estaba ocurriendo. Pasaron unos minutos que al gardingo se le hicieron interminables. Alodia no apartaba de él su mirada, llena de consternación.

Al fin, Atanarik, levantó la cabeza y habló:

—¿Por qué confiáis en mí?

—Porque vos sois un joven guerrero a quien Olbán educó. Habéis amado a mi nieta Floriana. Necesitamos a alguien nuevo, lleno de odio, decidido, como lo sois vos. Debéis iros al Sur, llegar hasta el señor de Septa, poneros a sus órdenes.

—¿Cómo puedo volver a la Tingitana? Debo salir de esta ciudad que está constantemente vigilada, debo atravesar el reino. ¿Cómo cruzaré toda la Bética que es fiel a Roderik, que durante años ha sido su duque? ¿Qué barco me llevará hasta África atravesando el estrecho?

—No estáis solo. Os ocultaremos por esta noche. Mañana la sierva os conducirá al palacio del noble Sisberto, hermano del finado rey Witiza. Allí se os dirá lo que tenéis que hacer. Conoceréis a los que se oponen a Roderik. Ahora podéis retiraros a descansar. Alodia os atenderá, no quiero que se sospeche que estáis aquí. Roderik tiene espías por todas partes.

Mediante algún artilugio mecánico, el judío consiguió que se corriese la pared al fondo de la estancia; por aquel hueco Atanarik penetró en una pequeña estancia abovedada, en la que estaba dispuesto un lecho. Cuando estuvo dentro se cerraron las puertas. Sintió cierta aprensión en un lugar sin ventanas, que parecía un calabozo. Una palmatoria encendida lucía sobre un pequeño banco de madera cercano al lecho.

Por fin, olvidando sus preocupaciones, rendido por el cansancio, se hundió en la inconsciencia de un sueño agitado. En él se hizo presente una enorme serpiente en la cueva de Hércules, que se transformaba en una Floriana herida. Después el sueño se hizo más apacible. Le parecía ser un niño que jugaba en el adarve de la gran muralla de Septa, mirando al mar. Corría por la muralla y divisaba a lo lejos a Floriana, una Floriana ya adolescente cuando él era todavía un muchachillo, lanzarse a sus brazos que le elevaban; entonces, él ya no era un niño, sino un hombre que estrechaba a su amada. La que había sido su hermana, su amiga, su confidente. Pero ella se transformaba en un ser lleno de sangre y, al fin, en una serpiente. Se despertó gritando, debían de haber pasado muchas horas. Junto a su lecho había vino, pan y carne curada. Alguien lo había dejado allí sin hacer ruido. Pensó en Alodia. Comió sin ganas y volvió a quedarse dormido.

Al despertarse de nuevo, entrevió en las sombras la figura de la sierva. La muchacha había dejado a los pies de la cama unas vestiduras de campesino.

—Debéis vestiros con estas ropas. Han pasado muchas horas, ya es nuevamente de noche. Os aguardan en el palacio de Sisberto. El noble Sisberto desea hablar con vos.

—¿Dónde están mis armas? ¿Dónde está mi espada?

Alodia, sin contestarle, desapareció de nuevo en la penumbra. Él se vistió con las calzas oscuras de los siervos, se puso una casaca sin mangas de estameña marrón, se ciñó un cinturón con hebilla basta de hierro y, por último, se cubrió con una capa oscura corta y con capucha.

Cuando estuvo así vestido, Alodia reapareció. De nuevo, la pared de la estancia se abrió de modo misterioso. Cruzaron la casa del judío, un jardín y un patio. Después, a través de las cuadras salieron a las calles de Toledo. Era de noche. Las piedras de la ciudad brillaban, durante el día había llovido; pero el cielo de la noche, despejado, sin nubes, mostraba el resplandor de las estrellas.

Detrás quedaba la puerta de la muralla, que denominaban de los judíos; desde ella y a lo lejos, se podía vislumbrar en el ambiente oscuro de la noche las luces del palacio del rey Roderik. Siguieron adelante, y rodearon la iglesia de San Juan, al frente los muros graciosos y pequeños de una iglesia de ladrillo, la de Santa María la Blanca, y cercana a ella una sinagoga judía. Enfilaron una cuesta en la que antiguas ínsulas romanas —casas de varios pisos donde moraban menestrales y hombres libres— cerraban sus puertas ante lo tardío de la hora.

Atanarik se escondía bajo la capucha; a su lado, caminaba Alodia, cubierta por un manto. Sin conocerlos, hubieran parecido poco más que una pareja de menestrales que regresaban a casa, deprisa por lo tardío de la hora.

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