Al atardecer, atravesaron una raña con encinas dispersas, donde corría un arroyo; cerca de él, un madroño ofrecía sus frutos en sazón. Se dieron cuenta de que ambos tenían hambre. Él se subió al árbol y le fue tirando los frutos al suelo. Alodia los recogió en un buen montón. Ambos se sentaron apoyando las espaldas contra el árbol y comenzaron a comer. Al cabo de un tiempo, les invadió una alegría extraña. Los frutos maduros y con algo de alcohol se les habían subido a la cabeza. Atanarik reía como no lo había hecho desde mucho tiempo atrás. Comenzó a decir tonterías.
—¡Cómo te miraba el vendimiador! ¿Sabes que eres bonita?
—Y vos, mi señor, sois un fuerte guerrero —respondió ella con voz temblorosa.
—Sí. He luchado contra los francos, contra los rebeldes del Norte… contra los vascones y cántabros. —Le preguntó como en una broma—: ¿Tú de dónde eres? Quizás eres un guerrero disfrazado de dama; o quizás eres una bruja.
—No. Soy la sacerdotisa de la Diosa.
Entonces, Alodia comenzó a cantar, con una voz suave, un canto vascuence hermoso y antiguo; y después un canto rítmico, de danza, un canto muy melodioso. Él la miró y la sensación de ensueño que los madroños le habían producido se volvió más intensa.
Cayó la noche.
Llegó un nuevo amanecer. Habían dormido bajo las ramas del árbol de los madroños, el uno junto al otro. La luz del sol teñía de tonos rosáceos y púrpuras el horizonte.
Alodia se levantó. Del interior de la alforja sacó de nuevo el pequeño peine de madera. Se acercó al agua del arroyo para lavarse, al acabar recogió su larga cabellera con un prendedor, pensando que había sido un regalo de su ama Floriana.
Al despertarse, él recordó las risas de la noche anterior… Se preguntó dónde estaría Alodia, caminó hacia el río y, como el día anterior, la encontró allí, junto al agua.
Un árbol extendía sus largas ramas sobre la corriente.
Se fijó en el armazón de metal con engarces de pasta vítrea, de él salían unas finas cuerdas de cuero que ella anudaba detrás de la larga cabellera.
Ella le miró con tristeza, y musitó suavemente:
—Me lo dio mi ama Floriana.
La cara de él se transformó, una leve contracción de amargura hizo que apretase la mandíbula. Surgió un silencio tenso, al fin él habló.
—Ella no me fue fiel…
—A pesar de todo, ella os amaba —afirmó con seguridad Alodia, conmovida.
—¿Cómo podía amarme y, al mismo tiempo, hacer un doble juego, seducir a otros?
—Ella siempre decía que no podía ser mujer de un solo hombre…
—¿Por qué nunca me reveló nada de su vida oculta? ¿Nada de en lo que estaba metida?
— No quería haceros daño. Para ella, vos erais más un hijo que un amante. Me dijo muchas veces que erais lo único limpio que había en su vida, que erais un hombre bueno… No quería empañar el afecto que os teníais con las sombras de la duda. Me dijo que nunca entenderíais su postura… Como no lo estáis haciendo ahora.
—¿La poseyeron otros hombres?
Ella dudó. Al fin, dijo la verdad.
—Creo que sí.
Él se volvió y golpeó el puño contra el árbol.
—¡No! —gritó él—. No existe la verdad, si hasta ella me engañaba.
—Debéis comprender…
—¿Qué comprensión queda hacia la infidelidad?
Alodia calló.
—Cuando yo llegué junto a Floriana, pensé que ella creería en el Único Posible. ¡Era tan hermosa! Pensé que buscaría el bien, la verdad y la belleza. Pero pronto supe que no era así. Ella era pagana. Había sido adoctrinada por su padre en los misterios de la Gnosis de Baal. Floriana me introdujo en sus creencias. Para ella existía una Divinidad Oculta o Infinito de la que surgió un rayo de luz que dio origen a la Nada, identificada con una esfera o corona suprema. A partir de esta corona suprema de Dios emanaban otras nueve esferas. Estas diez esferas constituyen los distintos aspectos de Dios mediante los cuales éste se manifiesta.
—Entonces… ¿ella creía en múltiples dioses?
—No exactamente, nunca lo conseguí entender plenamente. No llegué a alcanzar la plena comprensión de lo que Floriana creía, era un sistema muy complejo, un dios del Bien y un dios del Mal; ambos con múltiples emanaciones. Para mí, mi Dios es más simple, El es el Único Posible, Él se me reveló antes de huir de mi poblado. Floriana me recordaba a Arga, la sacerdotisa de la Diosa… No buscaban el bien, sino el poder… Nunca conocí del todo adonde le llevaban las creencias de Floriana. Ella creía en todo aquello porque según decía le permitiría llegar a un conocimiento más profundo de los misterios de la naturaleza, y así conseguiría ser poderosa… Pero ella ya lo era, sé que controlaba a los hombres.
Atanarik calló, intentando comprender lo que Alodia le revelaba, pero su faz se tornó gris.
—No os atormentéis… ¿Quién puede saber qué hay en lo profundo de una mujer tan instruida como Floriana? —le explicó Alodia, luego ella prosiguió como hablando para sí—. Una mujer tan sabia, tan hermosa, ducha en todo tipo de artes.
Atanarik no contestó nada, pero una vez más se dio cuenta de lo poco que había conocido a Floriana.
El hijo de Ziyad se alejó de Alodia. Ella entendió que Atanarik necesitaba soledad. La sierva se reclinó junto al sauce de la orilla, su mente se abstrajo; el río discurría sin cesar delante de ella. El rumor melodioso del agua le producía serenidad y calma, porque a Alodia le dolía el corazón. Atanarik parecía embrujado por aquella a la que la montañesa había servido y ni siquiera la muerte había roto del todo el hechizo. Alodia pensó que quizás era por ello por lo que no le había revelado todo a Atanarik, pero no se sentía todavía capaz.
El sol estaba alto en el horizonte, iluminando las praderas resecas del campo de otoño, cuando Atanarik regresó. Su expresión ya no reflejaba el sufrimiento de unas horas atrás.
—He visto un poblado —le dijo—, quizás allí podamos encontrar algo.
Ella se levantó tras él. El joven godo caminaba a paso tan rápido que a Alodia le costaba seguirle porque él era muy alto. Avanzaron sin detenerse durante varias horas. Subieron un repecho, que Atanarik debía de haber recorrido previamente. Desde allí y, muy a lo lejos, se divisaba una aldea de casas de barro con techos de ramas. Del poblado salía humo. Pensaron que quizá se trataba de los fogones de la aldea. Al acercarse, les pareció demasiado humo para ser únicamente la lumbre.
Al llegar más cerca vieron que algunas casas ardían. Aminoraron la marcha, pensando que quizás aquel lugar estaba siendo atacado. Sin embargo, en la soledad de la tarde no se escuchaban gritos. Un silencio mortal se extendía por las calles. Llegaron al lugar, una única calle con casas bajas a los lados, por la que se esparcía un hedor a carne quemada. En el centro de la calle, en una pira ardían aún los restos calcinados de varias personas, jóvenes, niños y ancianos.
Un pueblo apestado.
Los habitantes habían quemado algunos de los cadáveres de los contagiados por la epidemia para evitar su propagación; después, al evidenciar la inutilidad de sus esfuerzos, se habían rendido al desastre y habían huido del lugar. El viento de la tarde movía las puertas de las casas vacías. Al fin, escucharon un ruido, como un maullido, como el sonido de un animalillo herido. Se acercaron a la casa de donde provenía. Vieron a una mujer muerta; a su lado estaba un muchacho retrasado de unos doce o trece años que no había querido dejar a su madre. Se hallaba a su lado, inmóvil, emitiendo un quejido sobrecogedor, como el maullido de un gato. No soltaba ni una lágrima. La miraba como en estado de alucinación.
Atanarik se quedó en la puerta.
Alodia comprendió; se acercó a él y puso su mano sobre los hombros.
—Está muerta.
Él dejó de quejarse, la miró con los ojos desencajados y le dijo:
—No. Duerme. No hagas ruido.
Alodia no quiso contradecirle.
—Sí, duerme. Vámonos de aquí porque si no se va a despertar.
Se dejó arrastrar por Alodia y la siguió.
—¿Cómo te llamas?
—Me llaman Cebrián.
—Pues bien, Cebrián, ven conmigo, después vendrá ella.
El muchacho se dejó arrastrar por Alodia fuera de la casa.
—Sí. Me voy. Sí.
—Ella vendrá después —repitió Alodia.
Salieron de la casa. Cebrián era alto y esmirriado, con ojos un tanto saltones, y la cara alargada, muy moreno, sucio y tiznado por el hollín.
Atanarik estaba preocupado:
—Debemos irnos cuanto antes. La peste no respeta a nadie.
—Hay muchos muertos… todavía insepultos.
—No podemos hacer nada. Es peligroso permanecer más tiempo aquí —le repitió—. Debemos irnos…
Alodia entonces solicitó de su señor:
—El chico no tiene nada, debería venirse con nosotros.
—¿Qué podemos darle? No tenemos comida, nos persiguen.
—Da igual —dijo ella con firmeza.
El chico les miró mientras hablaban. Comenzó a saltar y les dijo:
—Comida, sí. Sé dónde hay comida. Mi madre quiere que comáis —miró a Alodia—. La doncella es amable.
Cebrián se encaminó decididamente fuera del poblado. En las inmediaciones, corría un río bastante caudaloso; subiendo río arriba, encontraron un molino. Entraron en la estancia central, donde el rodezno se seguía moviendo con una cadencia monótona. Los moradores habían huido por miedo a la peste, llevándose lo puesto. En una gran tinaja de barro, había harina. En una alcuza, aceite. Del techo colgaba cecina seca. Al fondo, había un hogar todavía encendido.
Alodia comenzó a trajinar. Amasó unas tortas. Atanarik y el chico se sentaron junto al agua. El godo no sabía muy bien qué decirle al muchacho. Comenzó a tirar piedras al agua, cantos rodados que rebotaban en la corriente. El chico le imitó, al cabo de un rato con el juego, habían olvidado sus penas. Reían.
Del molino salió un aroma agradable.
Se sentaron cerca del fuego. El chico engulló con apetito las tortas que Alodia había cocinado. No podía estarse quieto: se sentaba, se levantaba, se tocaba una oreja, se hurgaba la nariz. Comenzó a hablar, sin parar quieto un instante:
—Mi madre… amiga de la molinera… Las otras… No… No quieren a mi madre. Madre acoge a los hombres que pasan. Madre buena, cuida a los hombres, les acaricia mucho… Ellos ríen mucho cuando ella les da besos y los abraza. Me quiero quedar y reír yo también; pero madre me manda aquí con la molinera.
Hablaba de su madre como si estuviese viva.
—Me parece que no estamos lejos de Norba. ¿Nos podrías indicar el camino? —le preguntó Alodia.
—Norba. Sí. Norba. Feria en Norba —saltó de nuevo Cebrián—. Bien… bien. Yo ir con vosotros a Norba… Sí, mientras madre duerme.
No podía estarse quieto, hacía continuamente guiños con la cara, tenía un tic nervioso. Cambiaba continuamente de tema de conversación. En un determinado momento, le tocó a Atanarik en la cintura, bajo la capa descubrió la espada.
—Me gusta… espada me gusta… —comentó, después tomó a Alodia de la mano—. Tú no eres una dama… manos ásperas…
Ella le sonrió divertida y lentamente, como quien le enseña algo a un niño muy pequeño, le explicó:
—Si vas a ser compañero de camino, debes saber que me llamo Alodia. Soy campesina como tú, procedo de las montañas del Norte.
—¡Ahá! Sabía que no eras una dama. —Los ojos de Cebrián chispeaban—. Eres demasiado amable. Él, noble, soberbio…
Atanarik no le dijo su nombre. Recordaba que había bandos por todas partes en los que se había puesto precio a su cabeza.
—¿El señor no tiene nombre? ¡Ahá! A lo mejor eres peligroso. ¿Sí? ¡No…! No creo. ¿Cuándo nos vamos?
Alodia removía el fuego lentamente para que no se apagase, sin mirarles.
—Creo que podríamos dormir aquí —dijo suavemente Alodia— y salir mañana al alba.
El chico comenzó a saltar por la habitación; una estancia pequeña, con unas escalerillas de madera que conducían a una estancia superior.
—Dormir. Dormir. ¡Dormir! Arriba, allí estaba la molinera. Colchón de lana. ¡No hay ratas! —rió—. Todas, aquí… abajo. Saltando como el mono de un titiritero subió las escaleras. Alodia y Atanarik se quedaron solos. Ella seguía de cuando en cuando removiendo la lumbre. Encima del fuego, estaba aún la sartén de hierro con patas en trípode donde había cocinado la comida. El fuego le calentaba las mejillas, que se habían enrojecido.
—Se ha vuelto loco… —dijo ella con pesar— por la muerte de su madre.
—Quizá no, quizá ya lo estaba, no sabemos cómo era antes de la peste.
Callaron; se oía únicamente el fuego chisporrotear. Atanarik le explicó suavemente.
—A mí me gustaría hacer como él. Negarlo todo. Que no fuese verdad lo que vimos en la cámara de Floriana, que no fuese verdad lo que el judío y los otros me han contado acerca de ella.
—Debéis olvidar. Olvidar no es lo mismo que negar. El olvido serena nuestro espíritu, lo aquieta. El olvido es como el sueño, cubre nuestros temores. La memoria nos tortura. A mí me tortura a menudo.
—¿Por qué?
—Yo me he ido del poblado. Pero sé que tengo un deber para con ellos, devolverles a la luz del Único Posible, evitar que sigan adorando a la Diosa. No sé cómo hacerlo…
—Nuestras leyes prohíben los cultos paganos… pero en el campo, en las montañas perdidas del Norte, esos cultos siguen existiendo.
—Sí, en mi pueblo hay sacrificios. No sólo el que hizo que yo huyese del poblado. A veces se matan a ancianos. Se considera que su vida no tiene valor. Mi abuela murió así. Algunos quieren cambiar ese estado de cosas, mi hermano Voto es uno de ellos, por eso lo expulsaron.
Miró a Atanarik. Dejó la espátula de hierro con la que removía el fuego. Atanarik permaneció en pie, frente a ella. Desde su posición inclinada, le vio alto, fuerte y se sintió protegida como aquel día en el Norte cuando huyó de su gente.
—Háblame de tu hermano… —le dijo Atanarik.
Ella pareció entrar en un sueño. Recordando el pasado, Alodia se detuvo, volvía a su mente el miedo pavoroso hacia los que regían los destinos de su tribu; después una evocación dulce, su hermano Voto.
—Mi hermano Voto…
—¿No tenías más hermanos?
—Sí. Tengo muchos hermanos. Todo el poblado podría serlo. En realidad, Voto no era mi hermano porque fuésemos hijos del mismo padre y la misma madre. Voto había nacido como yo, tras la violación de una virgen. Ella era mi tía Arga. Mi tía había sido sometida al sacrificio en su pubertad, y había tenido un varón. Aquello se consideraba de mal agüero. No se le permitió volver a casarse. Tras el sacrificio tiene que nacer una niña que será la nueva sacerdotisa. Yo soy hija de la hermana menor de Arga, que fue sometida al rito para tener una nueva sacerdotisa en el futuro, pero ella no llegó a serlo; sólo había una sacerdotisa que en su tiempo era mi tía Arga. Mi tía Arga es muy sabia. Después de nacer yo, mi madre se casó con un hombre más joven que ella que no había participado en el sacrificio. Tuvo otros hijos que son mis hermanos. Pero yo era distinta a ellos, yo estaba llamada a convertirme en la mueva sacerdotisa por eso a mí me educó Arga y crecí con Voto, al que siempre consideré mi hermano. Además, como yo no tenía un padre conocido, y él era mucho mayor que yo, Voto hizo las veces de padre para mí… —ella se detuvo unos segundos, alterada por el recuerdo del pasado—. Pero llegó un tiempo en el que él se fue del poblado y yo estaba sola…