El barco chocó contra el muelle del puerto; sus tablas, desvencijadas, crujieron. Desde el malecón, les tiraron sogas que anudaron a los cabrestantes.
Al llegar a tierra y divisar las murallas, las antiguas murallas construidas por los bizantinos, recordó que, entre aquellas piedras había jugado de niño con Floriana. Un niño solitario, eso había sido él. Tras la muerte de Benilde, ocurrida poco después de que él hubiese alcanzado el uso de razón, había crecido en soledad. Olbán, a quien él consideraba su tío, orgulloso de su estirpe, no permitía que se relacionase con los hijos de los criados o de los soldados de la fortaleza. Había sido sometido a una educación férrea, un preceptor le había enseñado las letras, y uno de los capitanes, a luchar. Siguiendo órdenes de su tío, aquellos hombres mantenían una relación distante con él, exigiéndole que fuese siempre el mejor. Sólo una persona le había cuidado, escuchado sus cuitas de niño, una mujer que, adolescente, actuó como madre y, al crecer él, fue su amante. Cada paso hacia la morada de Olbán le abría recuerdos dolorosos, tanto más dolorosos ahora, cuando parecían ir unidos a la traición.
Al mediodía, las brumas se abrieron y la luz del Mediterráneo lo colmó todo. Desde el puerto, por una senda sombreada de pinos recorrió el camino que le conducía a la fortaleza. Montaba un caballo tordo y fuerte, que había viajado con él en el barco, se lo había regalado Oppas, obispo de Hispalis. La niebla se había abierto y entre las ramas de los árboles se distinguía el límpido cielo azul de una mañana de finales de octubre.
Desde la zona del puerto, atravesó el istmo que unía la península de las siete colinas con el continente africano. Allí, aún quedaban restos de la factoría de salazones donde largo tiempo atrás se fabricaba el
garum
que se enviaba a todo el imperio. Se entreveían las antiguas piletas, las instalaciones para limpieza del pescado, los almacenes de ánforas; ahora parcialmente abandonados desde que fueran destruidos en tiempo de la conquista vándala.
Al acercarse a la ciudad, pasó por delante de una antigua basílica, rodeada por el cementerio visigodo. Allí reposaba Benilde, la madre que murió siendo niño, la mujer que le dio una bandera de seda verde que guardaba siempre en su pecho, alguien que se había desdibujado en las brumas de su infancia. Hacía mucho tiempo que Atanarik no podía ya recordar aquellas facciones amadas.
Las puertas de la muralla abiertas, flanqueadas por la guardia, le permitieron el paso. Nada más atravesar los muros de la ciudad, se encontró con la antigua basílica bizantina dedicada a María, Madre de Dios. Tras ella, las casas de los menestrales, comercios y pequeñas tiendas, edificios bajos, entremezclados con algunos más altos y antiguos. Más allá, ascendió por un camino, atravesando el espacio que separaba la fortaleza del resto de la ciudad.
Al fin alcanzó el alcázar donde moraba Olbán, unos siervos movieron una gran puerta corredera, dejándole paso, después se hicieron cargo de su caballo. Aquél era el lugar de su niñez. Subió saltando por las escaleras angostas de piedra que rodeaban una de las torres del edificio, obviando la entrada principal, tenía prisa por ver a su tío Olbán, por eso tomó el atajo. Por allí, accedió a la amplia explanada, en la que se abrían unos portones de madera de roble, tachonados en hierro, que daban paso a la morada de Olbán. Antes de entrar se detuvo y miró hacia arriba a una terraza. Hacía años, en aquel lugar, la blanca mano de Floriana le saludaba cuando regresaba de nadar en la bahía. A Atanarik siempre le había gustado sumergirse en el mar, pero su tutor se lo había prohibido. En los días del caluroso verano magrebí, esquivaba la vigilancia de sus preceptores y se escapaba a la playa bajo la fortaleza. Se introducía en las aguas tranquilas, saladas y cristalinas. Floriana ocultaba las huidas de Atanarik a la playa, pero se quedaba intranquila, y al verlo llegar le hacía aquel gesto desde las almenas que él recordaba ahora, un gesto cariñoso de bienvenida. Todo aquello era el pasado; en el presente, en las almenas solamente se hallaban los hombres de la guardia.
En la entrada de las estancias de Olbán, unos soldados custodiaban la puerta. Al aparecer el forastero, dieron un paso adelante para detenerle, pero inmediatamente le reconocieron al descubrir la marca en su rostro, aquel hombre era de Septa, el godo Atanarik, pariente de Olbán. Haciendo un saludo militar le permitieron el paso.
Las habitaciones que solía ocupar el prócer se hallaban vacías, lo encontró en un terrado, oteando el horizonte, los barcos que navegaban suavemente en un mar, ahora azul tras la tormenta. A lo lejos, se escuchaba el rumor de las olas chocando contra el puerto y los acantilados. Olbán era un hombre alto y delgado, de unos setenta años, con la fortaleza del guerrero que ha combatido por conservar su poder en el estrecho, y la mirada inteligente del negociante que controla el comercio en el Mediterráneo. Su rostro, con una nariz de puente alto, extraña, algo torcida, con labios finos que se curvaban en un rictus desdeñoso, se volvió al sentir a Atanarik detrás.
—Me traes noticias de la muerte de Floriana.
Los dos hombres se abrazaron; en los ojos de ambos había un sufrimiento profundo, mezclado con la rabia. Después se separaron mirándose frente a frente.
Atanarik le explicó lo que él sabía. Olbán le contestó:
—Debemos vengarla. ¿Lo entiendes? Roderik tiene que ser expulsado de ese trono que no merece.
Atanarik se expresó con serena frialdad:
—Mi única idea es buscar justicia, ejecutar al asesino de Floriana, unirme a los que se oponen a Roderik.
—¿Traes noticias de los witizianos?
—Me han pedido que nos unamos a ellos, que consigamos tropas mercenarias en el Magreb y las tropas de Ziyad, mi padre. Precisamos hombres dispuestos a luchar. Para ello necesito dinero, un buen caudal…
—Yo te apoyaré… ¿Qué mejor negocio que derrocar a Roderik? —se preguntó—. ¿Qué noticias tienes de él?
—La revuelta se extiende por Hispania… —le respondió Atanarik—. Roderik se dirige al Norte a combatir a los vascones, los witizianos se han unido a ellos. El Sur está desprotegido…
Olbán torció el rostro con una expresión astuta, le dijo:
—Hace unos meses, embarqué con gentes que me eran fieles en dos navíos. Fondeamos junto a la antigua Palia Transductina,
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ataqué, saqueé, y conseguí botín sin apenas encontrar resistencia. La noticia se ha difundido entre los bereberes del Norte de África; ha llegado también al emir de Ifriquiya, Musa.
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A los árabes les interesa el ataque a Hispania. Nos ayudarán. Es nuestra oportunidad, podremos sacudir al reino godo en sus raíces, hacerlo caer como una fruta madura.
Ante aquellas palabras Atanarik dudó, el reino godo aún era fuerte, Roderik podría levar un ejército de miles de hombres al que el conde de Septa no podría oponerse.
—Sí, pero no es suficiente, la Guardia Palatina y gran parte del ejército son leales a Roderik, son tropas bien adiestradas… muchos nobles están aún de su parte.
Olbán se mostró conforme con Atanarik, aunque se uniesen a los witizianos, aunque el ataque de los vascones fuera un golpe de suerte, aunque lograsen levar un gran ejército bereber, el rey todavía mantenía muchos apoyos en el país que divisaban desde la terraza frente al mar.
De pronto, el conde de Septa se detuvo y con la expresión de quien vacila en revelar un secreto precioso, le confió:
—Hay algo más. Nuestra empresa sería una locura, si no consiguiésemos una pieza clave.
—¿Cuál?
—Necesitamos la copa de poder… —le explicó Olbán.
—He oído algunas historias acerca de la copa de poder… El judío me habló de ella… También una sierva… —Atanarik recordó las palabras de Samuel y, sobre todo, lo que Alodia le había revelado—, se dice que son dos…
—Sí —afirmó con seguridad Olbán—, la de oro y la de ónice… Una representa el poder y la otra dicen que lleva en sí misma la sabiduría. Yo sé dónde está la copa de oro. Lo sé ahora, antes estuvo muy cerca y estuve ciego. ¿Sabes que poseí la copa de poder, la de oro, y se la cedí a mi enemigo?
Al oír aquello, Atanarik mostró una expresión de estupefacción mientras Olbán proseguía hablando:
—La copa de oro nos pertenece… Siempre ha pertenecido a los Balthos. Nuestro antepasado Alarico la consiguió en el saqueo de Roma. Descendemos de él, por tus venas y por las mías corre la sangre balthinga.
—Y… ¿de qué sirve que pertenezcamos a la casa de los Balthos? —observó con escepticismo Atanarik—… en mis años en las Escuelas Palatinas, nadie pareció recordar que yo era de estirpe real.
El conde de Septa, con orgullo, le recordó:
—El trono de Toledo, desde la deposición de Swinthila, exceptuando un breve período de tiempo en el que reinó Ervigio, sólo ha sido ocupado por advenedizos. Las distintas casas nobiliarias han luchado entre sí por un poder que no les pertenecía, que le incumbe únicamente a los Balthos. A nosotros nos corresponde el trono y la copa de poder. Desde muchos años atrás, hemos sido sus guardianes, la custodiábamos en un santuario en las montañas astures, en Ongar.
Atanarik observó con desconfianza a Olbán, le parecía que lo que le contaba era contradictorio.
—Si esa copa es tan poderosa, si nosotros los Balthos éramos sus guardianes… —objeta el joven gardingo—, ¿por qué nuestra casa ha caído en desgracia? ¿Por qué hemos perdido el poder?
—Por la traición… por una magia oscura que no conozco enteramente…
Olbán se detuvo pensativo, Atanarik intuyó que había algo que el conde de Septa no quería revelarle. Al cabo de unos momentos, tras recapacitar un rato, el gobernador del estrecho prosiguió:
—En tiempos muy antiguos, siglos antes de que Alarico la consiguiese en el saqueo de Roma, la copa de oro perteneció a los pueblos de las montañas del Norte de Hispania. Una leyenda relacionaba la permanencia de la copa en las montañas con la paz y la unión entre los clanes astures, cántabros y vascones. Nosotros los Balthos llegamos a estar ligados también a esos pueblos del Norte y vinculados a aquella leyenda, por una mujer, de nombre olvidado, que trajo la copa hasta el reino de Toledo. A su muerte, ella ordenó a sus descendientes que condujesen de nuevo la copa a Ongar. Fue tu abuelo Ricimero quien devolvió la copa al santuario. Aquello sucedió cuando los Balthos fueron expulsados de Toledo tras el derrocamiento del rey Swinthila. Fue entonces cuando Ricimero se refugió en las tierras astures, en un lugar cercano al santuario de Ongar. Allí, en el norte, custodió el santuario y la copa, formó una familia y tuvo varios hijos. Durante muchos años vivió una existencia tranquila, olvidado de la corte y la política visigoda. Esa vida sosegada se vino abajo cuando comenzaron las persecuciones de Chindaswintho. Chindaswintho era un paranoico, un loco con delirios de grandeza, que siempre había odiado a los Balthos. De alguna manera, llegó a sus oídos que la copa de poder se custodiaba en el santuario de Ongar, el lugar sagrado de los pueblos cántabros. Envió al ejército a atacar Ongar, porque quería la copa. Además encargó a sus hombres que asesinasen a cualquier descendiente del destronado rey Swinthila. Al saber que iban a ser atacados, los monjes llamaron a tu abuelo Ricimero, que les protegió. Los que defendían Ongar perdieron la batalla. Poco antes de la caída del santuario, los monjes le pidieron a Ricimero que protegiese a Liuva, un hombre santo, que debía llevar lejos de Ongar la copa sagrada. Tu abuelo Ricimero huyó con Liuva, pero en un momento dado ambos decidieron separarse, y desmontaron las dos copas. Liuva no quiso abandonar la copa de ónice. Ricimero se llevó consigo la de oro, la copa de poder. Nunca la usó, ni hasta en el momento de su muerte reveló a nadie su existencia.
Olbán paró un momento, dudando cómo seguir la historia, finalmente continuó.
—En aquel tiempo yo era joven, pertenecía al ejército real y participé con las tropas de Chindaswintho en el sitio de Ongar. Tras la ocupación de Ongar, encontré a Ricimero y pude protegerle. El se confundió entre mis huestes y logró escapar de la masacre, donde había perdido a su familia. Después, regresé con él a la Tingitana, donde se ocultó. Ricimero rehizo aquí su vida y tuvo una hija, Benilde, de quien tú naciste. Él murió y la niña creció aquí, en Septa. Cuando se hizo mayor, como sabrás, fue entregada a Uqba y después contrajo matrimonio con tu padre, Ziyad. En su dote llevaba una copa de oro. En aquel momento, yo no sospechaba, si no jamás la hubiese entregado, que la copa de la dote de tu madre era la copa de poder…
—¿Cómo llegaste a saber que la copa de oro estaba en manos de Ziyad?
—Benilde lo sabía, porque siendo niña su padre le había revelado el secreto. Ella sólo lo confesó… —habló lentamente Olbán— … poco antes de morir. Tu madre te amaba, y me dijo que tú debías ser el más grande guerrero que han conocido estas tierras, porque la copa de poder te pertenece… Me dijo que cuando fueses un soldado capaz de manejar la espada, cuando alcanzases la madurez, yo tendría que revelarte el secreto de la copa sagrada. Me reveló que Ziyad sólo poseía la copa de poder, que la copa de ónice estaba lejos al cuidado de un ermitaño escondido en las montañas. Fue entonces cuando comprendí que Ricimero nunca me había contado toda la verdad, que él se había traído la copa desde Ongar… La que todos perseguían, la que yo mismo había buscado.
Atanarik observó atentamente al conde de Septa, de algún modo entendió que tampoco Olbán le estaba revelando todo, había algo que quería encubrir.
—Entonces… la copa, ¿dónde está?
—La copa de oro, la copa de poder, la ha guardado Ziyad, tu padre, todos estos años, por eso nunca ha sido derrotado. Si quieres vencer en la empresa que te propones, si quieres cambiar el destino de las tierras del reino godo, debes conseguir la copa de poder.
—¿Cómo?
—Ziyad te la dará cuando sepa que eres el hijo de Benilde… Las tradiciones bereberes dicen que la dote de la madre debe pasar a su hijo mayor, tú eres el único hijo de Benilde.
—¿Cómo va a reconocerme?
—Por la bandera que tu madre un día te dio, por la señal que llevas en el rostro.
Olbán paseaba de un lado a otro, impaciente, nervioso.
—Pero no basta… La copa de oro no es suficiente, es necesario que esté unida a la de ónice. Sin embargo, nadie sabe dónde se ha guardado la de ónice desde que aquel monje se la llevó de Ongar. La copa de oro para ejercer su poder precisa que se beba de ella, y de alguna manera corrompe al individuo que lo hace. En cambio, cuando las dos copas están juntas, la suerte está siempre del que la posee. Necesitamos la copa de ónice —repitió Olbán—, pero nadie sabe dónde está.