Abandonan la aldea de Samal, y se encaminan hacia Kairuán, la ciudad fundada por Uqba; allí mora Musa, el poderoso gobernador árabe de Ifriquiya. Poco antes de llegar a la urbe sagrada de los musulmanes, el desierto parece cubrirse con una nube oscura. Son hombres de negro semblante que han cruzado las tierras desérticas del Sahara. Cuando se acercan, el que ahora se hace llamar Tariq reconoce a los hombres Hausa, al frente de ellos está Kenan.
—Mi señor, hemos sido atacados por Gobir, otro de los reyes Hausa, y debimos escapar de nuestra tierra. Escuchamos que os dirigíais a un nuevo mundo, a conquistar las tierras más allá del mar. Queremos unirnos a vos, formar parte de los vuestros. Sólo os pedimos nuevas tierras, un lugar fértil donde cultivar los campos y criar ganados.
Tariq desmonta y abraza a Kenan, diciéndole:
—Os conduciré más allá del mar, lucharéis a mi lado y conseguiréis un lugar fértil y hermoso donde vivir…
El camino se hace enojoso y repetitivo, un montículo de arena y otro. Le parece que marchan sin sentido pero no es así, para los hombres del desierto cada piedra, cada roca, cada colina tienen su significado y su caminar no es nunca sin rumbo.
En la monotonía del camino, la mente de Atanarik retorna al pasado, a la ciudad de Norba, al momento en que sintió la mirada de Belay sobre él. No lo detuvo. Atanarik pudo salir de la ciudad sin sobresaltos; aparentemente el Capitán de la Guardia no le había reconocido.
Alodia montaba a mujeriegas sobre el penco que había comprado Atanarik. En la grupa, detrás de ella, se sujetaba el chico. Salieron discretamente de Norba y por la calzada que conducía a Hispalis, se dirigieron hacia el sur. Por precaución, Atanarik no cruzó ni una palabra con Alodia en el camino, lleno de gentes que iban o venían al mercado. Ella comprendió que algo sucedía y que debían irse deprisa de aquel lugar; incluso Cebrián, que nunca lo hacía, fue capaz de callar.
Cabalgaron sin detenerse hasta llegar la noche. Atanarik con el chico buscó ramas y pudieron hacer una fogata. El día había sido duro y Cebrián se acostó; pronto se escucharon sus ronquidos.
El gardingo real no podía dormir. Entonces Alodia, dirigiéndose al godo, le dijo, suavemente, recordando al hombre al que habían visto:
—Era el Capitán de Espatharios de Roderik, el que nos persiguió en nuestra fuga en los túneles de Toledo. ¿Verdad?
—Sí —respondió él—, era Belay.
—¿Os habrá reconocido?
—Es posible…
—¿Y…?
—No lo sé con certeza, pero creo que me protege. Podría haberme detenido en el mercado. El y yo fuimos compañeros en las Escuelas Palatinas. Éramos buenos amigos. A los dos nos rechazaban. A mí me despreciaron siempre porque mi sangre no es goda, y mi aspecto tampoco lo es. A él porque es de origen cántabro, aunque procede de la noble estirpe balthinga y está emparentado con Roderik. Odia a Witiza y todo lo witiziano porque éste causó una tragedia en su familia, en la que murieron sus padres.
—¿Qué ocurrió? —le preguntó Alodia.
—No conozco bien los detalles; sólo sé que tras la muerte de Favila, se tapó el crimen. Witiza, el hijo del rey Egica, no podía ser acusado. Cuando Belay intentó hacer justicia, no consiguió nada, cayó en desgracia, y debió huir de las Escuelas Palatinas. Yo le ayudé. Quizá por eso me está agradecido. Sé que se refugió en el Norte, en las tierras de los astures de donde provenía su madre. Allí permaneció varios años, como noble rural, criando ganado, sobre todo caballos. Juró vengarse del asesino de su padre. Al formarse la conjura que finalmente derrocó a Witiza, Belay regresó a Toledo. Como sabrás, Witiza murió en extrañas circunstancias… Después, cuando fue elegido Roderik, le agradeció su participación en el destronamiento de Witiza, nombrándole Jefe de Espatharios, ya sabes, una especie de guardia particular de la corona… Belay era en la corte mi inmediato superior.
Atanarik se detuvo, volvió a él lo que le había alejado de Toledo, la conjura en la que estaba implicada Floriana, la terrible situación del reino.
—Parecía que la llegada al trono de Roderik iba a equilibrar las fuerzas que aspiraban al poder pero no ha sido así; ha estallado una guerra civil. El reino oscila en sus cimientos, partido en dos. En los períodos de esplendor del reino toledano, en los tiempos de Leovigildo y Recaredo, un poder fuerte y equilibrado era capaz de contener a la nobleza, buscando la unidad y el bien del reino. Ahora dos partidos enfrentados destruyen el país de los godos, carcomido por una enfermedad mortal: de la cual, la causa principal son las múltiples ambiciones de los nobles. El reino se ha fragmentado; todos deben tomar partido.
—Y… ¿Belay?
—Pienso que Belay en este momento oscila en sus lealtades. Él es de los pocos hombres nobles —Atanarik sonrió recordando a su antiguo camarada—, me refiero a la nobleza de corazón, que quedan en la corte visigoda. Es verdad que Roderik le ha recompensado la muerte de Witiza, de la que fue autor indirectamente. Pero Belay no olvida que su padre, Favila, debió heredar la corona, por ser de estirpe real, hijo del rey Ervigio.
—Si mataron a su padre, Belay debe de odiar mucho a los witizianos… —habló Alodia suavemente.
—Les odia —le confirmó Atanarik—; pero tampoco creo que a Belay le gusten demasiado los partidarios del rey Roderik. Para él, Roderik es sólo un advenedizo, un pariente de Chindaswintho quien también persiguió a su familia. Belay no es ambicioso pero pertenece a la casa de los Balthos. Considera que una monarquía que no sea hereditaria, sólo da lugar a enfrentamientos entre los nobles para ocupar el poder. El es de estirpe balthinga como lo soy yo. Hasta ahora, los Balthos no nos habíamos aliado con ninguno de los partidos que dirimen los destinos del reino. Es decir, ni con los witizianos ni con los que apoyan a Roderik. Belay y yo siempre hemos mantenido posturas parecidas. Además yo le ayudé cuando todos le rechazaban. Por todos estos motivos, siempre hemos sido amigos. Estoy seguro de que intuye que yo no maté a Floriana.
Se escucharon ruidos entre los árboles.
Alguien avanzaba.
Era Belay.
—No la mataste —dijo Belay—, lo sé, lo sé muy bien.
Kairuán
Al fin, avistan Kairuán. Lejos de la costa para no ser atacada, en la estepa norteafricana cercana al mar, se construyó Kairuán, la capital de Ifriquiya; una de las tres provincias que los musulmanes habían creado en el Norte de África: al oeste, el Magreb; más al este, Ifriquiya y aún más allá, las tierras de Egipto. Atalaya de la conquista árabe, Kairuán es la ciudad legendaria donde se edificó la primera mezquita de las tierras conquistadas en el occidente del Islam.
Durante muchas millas, Atanarik ha galopado junto a su padre. El hijo de la Kahina monta con gallardía un caballo tordo, cubre su cabeza con el velo azul del bereber, sus vestiduras son de colores claros, de lana fina que le aísla del calor, en la cintura, un ancho cinturón de cuero del que cuelga un alfanje. Tras él vienen sus tropas; jinetes del desierto con caballos veloces, capaces de un ataque rápido e inesperado. Atanarik sabe bien que algunos de aquellos hombres son sus propios hermanos de sangre. Ziyad ha engendrado una parte de sus propios guerreros. Le siguen ciegamente.
El noble visigodo, que en un tiempo pasado había sido llamado Atanarik y ahora se ha convertido en Tariq, se siente conforme con su destino. Durante años ha debido salir solo adelante, nunca nadie le ha apoyado de la manera en la que ahora Ziyad lo hace. Hay algo profundo entre padre e hijo, algo que el jeque bereber no comparte con otros hijos, con Ilyas y con Razin, también progenie suya. Tariq ha inyectado optimismo y afán de lucha en Ziyad; de tal modo que el hijo de Kusayla se ha rejuvenecido, sintiéndose con las fuerzas de sus años mozos. Por las noches en la tienda, o durante el día en las largas galopadas, conversan largamente. El padre le relata antiguas historias y le habla de su dios, Allah, un dios guerrero que debe ser impuesto en los corazones. Tariq le escucha atentamente, un modo de vivir y de pensar nuevo se abre ante él. De su padre, aprende el arte de liderar a las personas, de conducir a un ejército cuidando a cada hombre como si fuese único; de compartir sus ideas y pensamientos con sus capitanes.
Así, tras una larga marcha, Ziyad y Tariq llegan a la ciudad fundada por Uqba ibn Nafti, rodeados por la ingente multitud de guerreros que se les han ido uniendo al cruzar los montes y el desierto. En Kairuán, mora el gobernador de Ifriquiya, Musa ben Nusayr. Muchos de los bereberes se han convertido al Islam, para ellos Musa representa al califa, la Cabeza de Todos los Creyentes.
La ciudad, antes rodeada de densos bosques, ahora talados, en los que abundaban las fieras y las malezas, se alza como parte de la nada, protegida por una muralla del color del desierto, de piedra y adobe. Ziyad ordena que las tropas bereberes acampen fuera de la urbe.
Las puertas de Kairuán se abren al paso del jefe bereber, rodeado de sus hijos, y de una numerosa escolta. Recorren las callejas de la ciudad, que muestran un cierto orden; no se distribuyen en el entramado laberíntico propio de las ciudades norteafricanas, sino que son radiales, orientándose hacia el zoco central y la mezquita. Se trata de una ciudad que no ha surgido al azar, sino que fue construida por los conquistadores árabes. Las gentes de Kairuán abarrotan las callejas para ver el paso del hijo de la Kahina, una leyenda tanto en las tierras de Ifriquiya como en las tierras del Magreb. Al atravesar la urbe, Ziyad y su hijo, con los que les escoltan, divisan la Mezquita Aljama con su torre en tres plantas, cada una más pequeña que la anterior, de tal modo que adopta la forma de una especie de grada: es la mezquita sagrada que ordenó edificar el conquistador Uqba. En la plaza, de frente a la Mezquita Aljama, la multitud se apelotona curioseando el paso de los bereberes: hay niños que se encaraman sobre los padres, mujeres sin velo con los brazos en jarras que les observan sin rubor.
Alcanzan el palacio del gobernador Musa, un edificio de piedra y adobe, sin ventanas, rematado por torres en las que ondea la bandera de la media luna. Dentro hay un jardín de verdor con palmeras, plantas exuberantes y flores. De las fuentes mana rítmicamente el agua, llenando las estancias de rumores de vida.
Los visitantes atraviesan varios patios con azulejos de cerámica multicolor en las paredes y surtidores en el centro. La melodía del agua relaja el ambiente. Arcadas de medio punto sombrean parcialmente las dependencias del palacio que asoman al jardín. Al fondo, se abre una cámara separada del patio por celosías de madera recortada en forma de estrellas.
Dentro de la estancia, Musa ben Nusayr les espera tendido sobre un diván de cedro y junco con preciosas incrustaciones de marfil. El diván está cubierto con cojines de piel de leopardo y pesados cobertores de lana bordados en oro. El sitial de Musa se sitúa sobre un estrado que le eleva sobre las gentes que acuden a visitarle en aquella estancia, la sala de audiencias del wali. A los lados del gobernador, dos esclavos le dan aire con grandes abanicos de plumas de avestruz. Detrás de ellos, en pie, la guardia armada con alfanjes en la cintura y apoyada en lanzas custodia a su señor. Musa no se levanta al entrar ellos, sólo se incorpora ligeramente sobre los almohadones para verlos mejor. Los bereberes se inclinan profundamente ante Musa, que se dirige a Ziyad en árabe. El hijo de Kusayla le contesta en el latín deformado que habitualmente se habla en el Norte de África y que Tariq comprende bien. Musa continúa en el idioma de Ziyad.
—¿A quién me traes?
—Mi señor, éste es mi hijo, Tariq…
—No parece un bereber.
—Su madre era hispana, una noble de origen godo. Mi hijo ha servido en el ejército en la corte de Toledo. Debe haceros una propuesta que yo apoyo.
Musa se incorpora y se sienta, cruzando las piernas. Ellos continúan de pie. El gobernador domina a sus invitados desde el alto lugar en el que recibe habitualmente a los peticionarios, en el que administra justicia. Se dirige a Tariq imperiosamente.
—¡Godo! Expón ante mí tus razones.
Musa se ha expresado en el lenguaje que el hijo de Ziyad entiende; por ello le contesta con voz serena y convincente:
—El país de los godos está sumido en una guerra civil. Muchos piensan que el rey actual, Roderik, ha conseguido el poder mediante artes inicuas. Están descontentos con él. Los del partido del rey anterior Witiza solicitan que les ayudéis a impartir justicia.
—¡Bien…! ¡Bien…! ¿Por qué he de exponer a las tropas del Islam en una guerra que no nos compete?
Interviene entonces Ziyad.
—Las tierras de la península Ibérica son tierras fértiles y fáciles de cultivar, un paraíso de mujeres hermosas y riquezas inagotables… Mi lugarteniente Tarif, no mucho tiempo atrás, nos trajo cautivos y oro. Podemos hacer campañas de saqueo en las costas, pero no podremos conquistar el reino sin una ayuda desde dentro del país, mi hijo Tariq nos la proporcionará. La guerra santa nos reclama, Los godos son nazarenos politeístas, no creen en Allah; ni obedecen al sucesor de Muhammad, ¡la paz y la bendición sean siempre con él! ¡Han de ser sometidos!
Ante las palabras de Ziyad, los ojillos de Musa brillan. Musa es un hombre de pequeña estatura, de tez oscura y barba entrecana, su escasa estatura contrasta con la fuerza de su carácter.
—Sí. ¡Han de ser sometidos! Pero —habla con una voz que simula preocupación— mis hombres están ocupados en la frontera sur, cerca de Egipto. Unos años atrás, el conde de Septa, Olbán, le advirtió al conquistador Uqba que los godos eran gente fiera, difíciles de vencer… Impidió el paso de nuestras tropas. ¿Cómo podremos cruzar el estrecho si Olbán no está de nuestra parte?
—El mismo Olbán me envía para informaros de que ha cambiado sus lealtades —le informa Tariq—, es ahora del partido de los que detestan al rey Roderik; desea la guerra como el que más y nos facilitará el paso hacia Hispania.
Musa sonríe mientras afirma con ironía.
—Bien, bien. Todo son buenas noticias. Cruzaréis el estrecho y emprenderéis la guerra frente al godo…
Ziyad se expresa ahora con fuerza:
—Necesitamos el respaldo del gobernador de Ifriquiya, de vuestras tropas, que han conquistado ya los países del Magreb.
—Cuando hayáis conseguido tender una cabeza de puente me sumaré a vuestras acciones… Antes debo obtener el permiso del califa para emprender una nueva ofensiva. Los vientos en Damasco no corren ahora a favor de la guerra.