A Tariq le parece justo lo que dice el tabí, quizá sus compatriotas no han entendido el mensaje del profeta de los árabes. ¿Por qué no aceptarlo como un profeta más? Entonces sonríe diciendo:
—No estáis hablando con un hombre excesivamente versado en los temas de fe cristiana. Yo fui educado por un godo de origen arriano, él no creía que Jesús fuese Dios, él creía que Jesús era un hombre glorioso pero que no era Dios…
—Ésa es nuestra postura… admitimos que fue un gran profeta…
—Vuestras palabras me interesan, me interesan mucho… —le dijo Tariq—. Deberemos seguir hablando de ellas.
—Allah es lo Absoluto, no puede mezclarse con los hombres; a la vez es enteramente amable, el Único que sacia el corazón del hombre. Dios es lo absolutamente Otro. Allah es el Único Dios.
—Una mujer me habló una vez de Dios como el Único Posible.
—Esa mujer hablaba bien.
Alí examina atentamente la expresión en la cara de Tariq, intuye que en el alma del hijo de Ziyad hay un sufrimiento profundo. Es como si hubiese adivinado la historia del godo. De pronto, Tariq ante esa mirada inquisitiva, amable y cercana, ante aquellos ojos castaños y comprensivos se sincera:
—Toda mi vida ha sido marcada por otra mujer, ella me traicionó.
La traición de una mujer a un hombre es algo inimaginable para el tabí.
—Merecería la muerte…
—Ha muerto, fue asesinada. Debo vengarla. El asesino es el rey de los godos, toda mi vida está dirigida hacia la venganza.
Alí ben Rabah parece comprenderle, entender la necesidad de venganza que anida en el fondo de aquel hombre joven, en el que se mezclan las razas.
—Escucha la palabra de Allah. «En el Nombre de Allah, el Misericordioso, el Compasivo.¡Por la luz de la mañana! ¡Por la noche cuando está en calma! Tu Señor te dará y quedarás satisfecho. ¿Acaso, no te halló huérfano y te amparó? ¿Y no te halló perdido y te guió? ¿Y no te halló pobre y te enriqueció?»
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Fíate de Allah, el Único, El te llevará por el Camino de la Justicia, El hará que no prevalezca la iniquidad, que encuentres tu Venganza. Allah es el Vengador, el Fuerte; si te sometes a él encontrarás tu venganza.
—El Dios de los cristianos es el Dios del Amor, ellos hablan de perdón… Yo no soy capaz de perdonar.
—Por eso no eres cristiano, tu corazón está cerca de Allah, el Misericordioso, pero también el que busca la Justicia, el que quiere la lucha…
—¿La lucha?
—La lucha es la prescripción fundamental del Profeta, hay que someter a los que no creen en el Único… «¡Combatid a quienes no creen en Dios ni en el Último Día ni prohíben lo que Dios y su enviado prohíben, a quienes no practican la religión de la verdad entre aquellos a quienes fue dado el Libro! Combatidlos hasta que paguen la capitación personalmente y ellos estén humillados»,
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y también: «Se os ha prescrito que combatáis aunque os disguste.»
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Al oír aquellas aleyas coránicas, Tariq se da cuenta de que la religión en la que cree el tabí difiere en gran medida de la que le enseñaron a él de niño. Jesús había puesto la otra mejilla, aquello no parecía ocurrir en la nueva religión que predicaba el tabí. Sin embargo, a Tariq le atrae ahora más la Justicia divina que el Amor. Es injusto que Floriana haya muerto.
—Tú Dios, Allah… ¿Es un dios Justo?
—Sí, lo es. Allah es grande porque dará la victoria final sobre los incrédulos.
Eso era lo que Tariq deseaba, la victoria final sobre el opresor de sus gentes, sobre el asesino de Floriana. Herido por las palabras del tabí, Tariq inquiere:
—¿Qué hay que hacer para pertenecer al Islam?
—Hacer la profesión de fe, confesar que no hay más Dios que Allah y que Muhammad es su profeta…
—¿Sólo eso?
—Te hablaré, te hablaré de lo que hay que hacer para seguir al Profeta: rezarás la oración al menos tres veces al día, mirando a La Meca; ayunarás un mes cada año, darás limosna al pobre; peregrinarás una vez en tu vida a La Meca; harás la guerra al infiel… Si sigues la senda de Allah, encontrarás el premio que conduce a la recompensa en la otra vida. Encontrarás el camino recto, camino de aquellos a quienes has favorecido, que no son objeto del enojo divino, de los que no se han extraviado…
Para Tariq lo que le revela Alí ben Rabah, le provoca un cambio interno que le hace ver las cosas desde una perspectiva distinta. Hay un Dios lleno de Justicia, que le sostendrá en la tarea de limpiar del mal el mundo de los godos. Existe un Dios que le ayudará a vengarse. En su revancha, él se siente llamado a extender la fe hacia Aquel al que todos los hombres deberían someterse. Un Dios por el que merece la pena luchar, para extender su poderoso influjo.
Tariq se separa del tabí con el corazón exaltado de esperanza, de adoración hacia el infinito, de reverencia hacia ese Dios Justo y Clemente que le ayudará en su camino.
Aquella noche, Tariq no bebe de la copa de poder. No lo necesita.
Mil banderas
Avanzan por el desierto las mil banderas del Islam. Las verdes insignias con la media luna de los árabes, el águila sobre la lanza de las tribus quaryshíes, los emblemas con la «Mano de Fátima», inscripciones del Corán escritas en estandartes islámicos. Banderas con animales y bestias: leones, águilas, perros, dragones, o los variados símbolos usados en las enseñas de las infinitas tribus bereberes, rojas, azules, púrpuras, negras, amarillas. Cada una con un caudillo y un afán: la conquista de las ricas tierras ibéricas al otro lado del estrecho. Han partido de Kairuán hace poco menos de un mes. Desde días atrás se les van sumando más y más guerreros. Son una nube que, como las plagas de langosta, cubre el desierto, levantando una sábana de polvo que oscurece el cielo.
Caballos rápidos y ágiles, acostumbrados a las penurias del desierto.
Hombres descalzos corriendo detrás. La polvareda nubla el horizonte.
Al frente, el pendón de la casa de Ziyad. Junto a él, Atanarik, a quien todos nombran ahora como Tariq.
—¡No hay más Dios que Allah y Muhammad es su profeta! —Se escucha por doquier.
La alabanza islámica se repite como un grito, como una cadencia que se introduce más y más profundamente en el corazón de Tariq.
Sí. Atanarik, el capitán godo, ha muerto, ahora él es Tariq ben Ziyad, el hijo del gran jefe bereber, la estrella ascendente de la mañana, el que golpea, la roca.
Hay un Único Dios, Glorioso, Clemente, Todopoderoso, el de los Cien Nombres y él, Tariq, será el adalid de ese Dios Único, que va a doblar la cerviz de los incircuncisos, de aquellos godos, rebeldes e insumisos al Único Señor. Someterá a aquel reino, que debe purificarse, él será el hombre llamado de lo Alto para sojuzgarlo.
Posee la copa, la copa del poder que le llevará a la victoria. Bebe de ella cada vez con más frecuencia. Su maestro en el Islam, el tabí Alí ben Rabah, se lo ha prohibido. No es digno de un musulmán, creyente en el Dios Santo y Misericordioso, probar la bebida fermentada y, menos aún, en una copa pagana. Tariq no obedece al tabí; cuando se vengue, cuando venza, dejará de beber en ella, pero ahora, no. Ahora la necesita.
Durante la larga marcha hacia Septa, dialoga a menudo con Abd al Aziz. A Tariq no le gusta Musa, pero con su hijo, aquel joven determinado y con aspecto decidido, le unen la edad y la ambición por la conquista. Hablan a menudo de la nueva fe que Tariq ha encontrado, la fe en la que Abd al Aziz ha sido educado desde niño. Una fe simple con pocas prescripciones.
A Tariq le impresiona el momento en el que todo el ejército se detiene y todos los hombres rezan mirando en la misma dirección, a la ciudad del Profeta, inflamándose en ardor marcial. Durante la plegaria, cada uno de aquellos rudos guerreros se siente en comunicación con su Señor, en comunión con la Verdad. La lengua recita las divinas escrituras, letanías de una plegaria que invoca al Dios el Eterno, y afirma su Divina Omnipotencia; el hombre reconoce su propia debilidad, y se postra ante el Absoluto, sometido a la voluntad de su Señor, de su Creador.
Tariq repite las oraciones rituales cinco veces al día: por la mañana, desde las primeras luces del alba hasta que el astro rey se alza en el cielo, destruyendo las sombras de la noche; al mediodía, cuando el sol comienza a declinar; por la tarde, antes del crepúsculo; en el ocaso, inmediatamente después de que el sol desaparezca del horizonte, y por la noche, antes de las primeras luces del alba.
Cuando recita la oración del ocaso, o la oración del alba, Tariq divisa sobre el firmamento la estrella que lleva su nombre. Entonces la paz de Allah llena su corazón, el sentimiento de armonía y unidad con el universo, que ha sido creado con toda su inmensidad asombrosa y sus maravillas, para manifestar la gloria del Creador.
La vida en campaña le gusta, se siente uno más en la
umma
, en la comunidad islámica, en el pueblo bereber.
Una noche, en la tienda de Tariq, Abd al Aziz le enseña un juego que proviene del Oriente, el ajedrez. El día ha sido abrasador. Están sedientos, en una mesa baja hay una copa, una copa dorada con incrustaciones de ámbar y coral. Abd al Aziz le pide de beber a su compañero. Tariq mira la copa, se levanta y la llena de una bebida fermentada. Primero bebe él y después se la pasa a Abd al Aziz. Éste experimenta algo extraño que no sabe definir. Cuando se retira de la tienda, en la cabeza persiste el fulgor de la copa y en su paladar, el sabor del vino que no es como ningún otro que haya bebido antes.
Las tropas avanzan por la llanura cercana a la costa, bordean el Mediterráneo atravesando laderas boscosas, en las que crecen pinos y palmeras. Entre los árboles pueden divisar gacelas que huyen cuando escuchan el estruendo del paso de las tropas. El mar bravío o calmo les acompaña en su camino.
Prosiguen la marcha y, muy a lo lejos, comienzan a vislumbrar las costas de Hispania. Tariq nota un vuelco en el corazón. Junto a él se sitúa el tabí, Alí ben Rabah. Al divisar a lo lejos las tierras de aquel país que parece soberbio y poderoso, Tariq exclama:
—Hispania está hundida y debilitada…
—Lo sé. Sé que la clase dirigente, los godos, son hombres blandos sin espíritu guerrero —habla Alí ben Rabah—. Sus mujeres se prostituyen y ellos son afeminados, adictos a toda clase de vicios. Es el momento de la conquista de esa tierra.
—Musa no va a ayudarnos…
—Es un hombre hundido en la molicie… Muchos de los nuestros han perdido el primitivo espíritu del Profeta, a él le sea dada siempre la paz y la bendición. La vía para la expansión del Islam es la guerra santa y ellos parecen haberlo olvidado. Ahora es el momento de atacar a Hispania. La luz de Allah guiará al que lo haga.
—Sí, es el momento…
—Debes acercarte a Allah, Él te dará la victoria. La enfermedad moral y los pecados de todo tipo consumen el país de los godos, que es campo propicio para nuestros intereses. Una vez que caiga Hispania en nuestras manos la invasión del resto del continente será fácil… Todo el orbe servirá al Dios de Muhammad.
Tariq ya no duda, tiene fe en el Todopoderoso, el Justiciero, el Clemente, el Compasivo.
Al mediodía, cuando el sol ha alcanzado su máximo esplendor, divisan Septa. Las murallas de la ciudad se desdibujan, a lo lejos, bajo la luz de aquel sol resplandeciente. Más atrás, brilla el Mediterráneo, el de las mil luces. Las casas de Septa se agolpan en el istmo que la une al monte Hacho que, como una gran mano, envuelve el puerto y la ciudad. Antes de entrar en la urbe, rodean las antiguas fábricas de salazón, dormitando ruinosas, y la vetusta basílica bizantina, que cierra sus puertas para evitar el saqueo de aquellas tropas circuncisas.
Mientras su padre Ziyad y los capitanes bereberes acuartelan a las tropas en un campamento junto la playa de Benzú, cerca del puerto, y el istmo; Tariq sube a la fortaleza a entrevistarse con Olbán y a avisarle de su llegada. Los bereberes se organizan por tribus, una tienda principal en el centro, para el jefe, y tiendas más pequeñas para los demás, rodeándola. Se disponen de modo desordenado, multicolor y variopinto.
Un hervidero de curiosidad recorre las calles de la antigua ciudad de Septa, sus moradores se han asomado a la muralla para ver a las tropas acampando en la playa. Se dice que Ziyad, el legendario jefe bereber, está con ellas, se rumorea que quieren realizar una incursión sobre las tierras hispanas, se habla de que poseen un talismán que los hará vencedores. Las noticias y rumores que corren por doquier atraen a más y más voluntarios a aquellas playas mediterráneas.
Tariq, a caballo, asciende por la pendiente que finaliza en la fortaleza, rodeada de pinos perennemente doblados hacia el mar por la fuerza del viento. El camino es pendiente y empinado, empedrado de losas pequeñas, entre las que crece la hierba. La brisa marina levanta la túnica y el velo que cubre su cabeza. Al llegar a los altos muros de la fortaleza, frena al caballo estirando las riendas, el bruto araña con la pezuña el suelo. Se abren las enormes puertas de roble claveteadas en hierro, deslizándose sobre un eje. La guardia se cuadra ante Tariq, a quien reconocen como pariente de Olbán. Desmonta y uno de los criados se lleva al cuadrúpedo a las caballerizas.
Atraviesa las puertas del alcázar, accediendo a un patio de armas. De allí, un criado le conduce hacia un jardín junto a la muralla, desde el que un acantilado desciende hacia el mar. Hay rosas de diversos colores, a un lado, algunas tumbas. Allí yace Floriana. Olbán está junto a la tumba, su semblante está demudado. No se mueve al oír acercarse a Tariq. Al fin, se vuelve mirando al hijo de Ziyad.
—¿La has olvidado? —se duele con expresión entristecida Olbán, señalando a la tumba.
—Ni un día se aparta de mi recuerdo.
—Está enterrada junto a su madre.
Tariq ve una tumba con una estrella de David, escondida muy cerca del muro. Recuerda que de niño, él y Floriana jugaban junto a aquel pequeño sepulcro hundido en la tierra. Nunca se había preguntado de quién era aquella tumba.
—Raquel era muy hermosa… y Floriana heredó su belleza. Una belleza que la perdió.
—¡La vengaremos!
—Se me ha quitado lo que más quería: mi amada Raquel, mi hija… La venganza no es suficiente, debemos cambiar ese reino corrupto. Cambiar sus leyes, su Dios, sus clérigos…
Al oír hablar de cambiar a su Dios; Atanarik le dice: