Sobre una duna, junto a las rocas que rodean la playa, bajo el Mons Calpe de los romanos, se escucha la arenga de Tariq, las palabras que mueven a los hombres a la batalla.
—¡Mis guerreros! ¿Adonde vais?
Tariq calla para enfatizar más su proclama, el silencio se va extendiendo entre las filas de los combatientes, acallando todos los rumores, el ruido de las armas, el relinchar de los caballos. Cuando la quietud más absoluta ha dominado el campamento. Tariq, con voz aún más alta y estentórea, prosigue:
—Detrás de vosotros está el mar, delante, el enemigo. Ahora os sostiene únicamente la esperaza y el valor. Recordad que lo que dejáis atrás es la desolación. Meditad que, en el lugar de donde provenís, erais más desgraciados que el huérfano sentado a la mesa del avaro. Pensad que vuestros hijos precisan pan y vuestras mujeres trigo. El enemigo está delante de vosotros, protegido por un ejército incontable, con hombres en abundancia, vosotros sólo poseéis vuestras espadas. La oportunidad de vuestras vidas es vencer a vuestros enemigos, a los que debéis destruir. Si retrasáis conseguir la victoria, vuestra buena fortuna se desvanecerá, y los enemigos a los que vuestra presencia ha llenado de miedo tomarán fuerzas. Alejad de vuestra mente la desgracia de la cual huís. ¡Sois los vencedores, las tropas de Allah, del Clemente, del Guerrero, del que todo lo puede!
»Aquí tenemos una espléndida oportunidad de derrotar al enemigo, al incircunciso, al politeísta. ¡Valor! Debéis enfrentaros a la muerte sin miedo. Recordad que si sufrís unos pocos momentos con paciencia, después disfrutaréis de una larga recompensa. Habéis oído que en el país al que vamos hay numerosas mujeres de deslumbrante belleza, sus bellas figuras se visten en ropas suntuosas en las que brillan perlas, corales y el oro más puro, que viven en palacios de reyes. Ellas serán vuestras.
»No penséis que vuestro destino estará separado del mío. No creáis que deseo incitaros a encarar unos peligros que yo evito compartir. En el ataque, yo mismo estaré en la vanguardia, donde la posibilidad de sobrevivir será menor. Os aseguro que si caéis, yo pereceré con vosotros, o tomaré venganza.
»La Cabeza de los Verdaderos Creyentes, Al Walid, hijo de Abd al Malik, os ha elegido entre todos los guerreros para atacar y os promete que seréis sus cantaradas. Tal es su confianza en vuestro valor. El único fruto que desea obtener es que la Gloria del Todopoderoso sea exaltada en las tierras delante de vosotros y que la verdadera religión se establezca. Los despojos de la conquista serán vuestros.
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Ante estas palabras, los hombres gritan enardecidos, observan desde la roca el país verde y fecundo que se muestra ante ellos. Muchos han vivido en el Sahara, o en las montañas pedregosas del Aures, son pastores y guerreros; aquellas tierras regadas por ríos de abundante caudal les parecen un vergel. Anhelan tierras fecundas, lugares de cría de ganado con pastos abundantes. Aunque pocos han visto a las mujeres que Tarif ben Zora trajo no mucho tiempo atrás, su fama se ha difundido entre ellos. Se rumorea que son mujeres blancas y de carnes prietas, mujeres que serán vendidas en los mercados de África, o de las que podrán disfrutar. Sienten que se acercan al paraíso.
Les han dicho que hay poderosos guerreros que defienden el reino al que se acercan pero ellos son los hombres de Allah, un dios guerrero cabalga a su lado y lleva con ellos la fortuna. Además un jefe poderoso les ha alzado, Ziyad, y junto a él, aquel hombre de cabellos castaños y mirada olivácea, el hombre que les arenga con palabras de fuego, el hombre que conoce bien a los enemigos porque ha vivido entre ellos, el hombre que les ha entrenado para la lucha: Tariq, el hijo de Ziyad, el que ha heredado las promesas de la Kahina.
Abd al Aziz ben Musa, el hijo del gobernador de Kairuán, está a la derecha de Tariq, inspeccionándolo todo, asegurándose de que aquellos hombres serán fieles a su padre, al califa, al Islam.
Carteia
Distante apenas una legua del Mons Calpe, se sitúa la antigua ciudad romana de Carteia. Tariq envía a un bereber de la tribu de su padre, Amir al Mafiri, con unos cuantos hombres, en su conquista. La pequeña ciudad no opone resistencia. La ajustada victoria es clave porque desde allí controlarán la bahía de Al Yazira. La cabeza de puente tras el estrecho ha sido reforzada y su consolidación asegura la continuidad del paso a más efectivos.
Tariq envía mensajeros a Hispalis para informar de todos los movimientos a Oppas y, con él, a la facción witiziana.
Desde la bahía, comienzan a atacar poblaciones costeras o más en el interior, para conseguir botín y alimentos con los que aprovisionar a las tropas. Son expediciones de forrajeo. Saquean Regina Turditana,
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Sidonia,
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Arcis,
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y llegan hasta los alrededores de la ciudad de Gades,
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que los rechaza. Sin embargo, en la mayoría de los lugares, no hay apenas resistencia; esto enfervoriza a los bereberes, que cada vez se adentran más y más en el interior. Abd al Aziz, que dirige algunas de aquellas algaradas, descubre un país de tierras fértiles bañadas por ríos caudalosos, con ciudades prósperas, grandes y amuralladas.
Al regreso de aquellas campañas habla con Tariq maravillado, sólo en Egipto ha encontrado tierras tan fecundas. El valle del Betis es un lugar de naturaleza exuberante. Los barcos que ascienden por el río provienen de todos los lugares del Mediterráneo. En sus incursiones llega a los alrededores de Córduba, la antigua capital de la Bética. Es un día de calor, del calor abrasador del verano hispano, pero para él, acostumbrado al desierto, aquel lugar le parece el Edén. Divisa la vega que rodea Córduba, las montañas morenas al fondo, la muralla que la acordona y las torres de las iglesias. Cuando regresa al cuartel general, en la costa atlántica, no puede contener su júbilo.
—Es un lugar hermoso, rico y feraz, esta tierra tuya, amigo. Tariq sonríe ante la vehemencia de su compañero, orgulloso del país de sus antepasados.
—Sí, lo es.
—Pero las murallas de las poblaciones parecen inexpugnables.
—¡Se rendirán ante el poder de Allah! —responde con vehemencia Tariq.
Unos días más tarde llega al campamento bereber el witiziano Audemundo. El noble gardingo le informa a Atanarik que el ejército continúa en el Norte en la guerra frente a vascones y witizianos. Roderik desea liquidar cuanto antes a Agila, un rival que se ha coronado rey en las tierras de la Septimania, por ello el rey ha desguarnecido el Sur. Audemundo explica a Tariq que el único noble de la Bética que podría habérsele opuesto es Tiudmir, pero el conde godo ha sido reclamado también a la campaña del Norte.
Los bereberes prosiguen una lucha de guerrillas asaltando a los viajeros que atraviesan las calzadas del Sur de Hispania, atacando granjas y poblaciones pequeñas. Los godos no reaccionan. Mientras tanto, Tariq tiene tiempo de reforzar sus efectivos, su armamento y de organizar y adiestrar a las tropas.
Al fin, los rumores de una invasión en el Sur se extienden hasta la corte de Toledo. Llegan noticias de los desmanes que se están produciendo en la Bética, se dice que una miríada de hombres ha cruzado el estrecho. Roderik empieza a darse por enterado pero, aconsejado por traidores que apoyan a Witiza, persiste en el sitio de Pompado
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unos días. Al fin, las llamadas son angustiosas. El rey comienza a considerar grave aquel asunto y se dirige a marchas forzadas a Córduba, donde reagrupa tropas, tanto las de la campaña en el Norte como las de la leva en ciudades del Sur. Pero, precisamente sus mejores tropas están agotadas por los combates en las tierras vascas y por la marcha, un mes de constante caminar, de más de mil leguas desde el Pirineo a las tierras de la Bética.
Unos días más tarde vuelve a aparecer Audemundo en el campamento invasor. El witiziano desea ver a Tariq. Éste le recibe en la tienda junto a su padre, Ziyad.
—Mi señor, el rey Agila os agradece vuestro apoyo. Ha firmado una tregua con Roderik. El rey, al advertir la amenaza que supone vuestro desembarco, se ha dado cuenta de que sus tropas no son suficientes, por lo que ha buscado un acuerdo con Agila, su rival. Como prueba de reconciliación, ha entregado el mando de las alas del ejército a Sisberto y a Oppas. Los witizianos acampan en Secunda, los hombres de Roderik, en Córduba. Los dos ejércitos se unirán y se dirigirán juntos hacia aquí. Llegarán a las tierras de la Bética pasado el solsticio de verano.
—Los esperamos…
—No debéis temer. En la batalla, los hombres fieles al verdadero rey, al heredero de Witiza, a Agila, sabrán hacer lo que deben.
—Procurad conducir las tropas hacia el río, nos enfrentaremos allí —ordena Tariq—, espero que sepáis cumplir vuestras promesas.
—El núcleo central del ejército está formado por una gran hueste de soldados, Roderik va al frente de ellos, pero las alas del ejército están comandadas por Sisberto y Oppas —contesta Audemundo—. Vos sabréis dónde debéis atacar…
—De acuerdo —le confirma Tariq.
—Una vez finalizada la batalla, esperamos que cumpláis vuestros compromisos.
—Una vez finalizada la batalla… —el hijo de Ziyad se expresa sin comprometerse demasiado—, si todos cumplimos con nuestras obligaciones… ya se verá lo que se hace.
Prosiguen hablando mientras se dirigen al campamento, donde se preparan gran cantidad de soldados de infantería, armados con lanzas y jabalinas. A un lado se entrenan los arqueros, cruciales para mantener a los jinetes enemigos alejados del grueso del ejército. Después, la caballería, un cuerpo militar ligero con armas poco pesadas, ágil y capaz de introducirse en la batalla atravesando el campo con gran celeridad.
Audemundo piensa que no son demasiados hombres los que han atravesado el estrecho, quizá lo equivalente a una decena de trufadlas godas. El ejército de Roderik está compuesto por unos veinte o treinta mil hombres, el de Tariq, por unos siete mil. Sin embargo, a Tariq le favorecen otros factores: la composición, mando y maniobrabilidad de las tropas, así como su lealtad.
Roderik se halla en desventaja, desde varios puntos de vista, sobre todo desde el de la moral de sus huestes. A la falta de entusiasmo de los partidarios de Roderik se une la desconfianza de los witizianos ante un rey al que detestan. Ni los oficiales fieles a Roderik, ni los fieles a Agila, están en una óptima disposición de combatir. En cuanto a la tropa, está formada en su mayoría por siervos que pertenecían a las mesnadas de los nobles, tal y como preveía la ley militar. Los siervos, bien lo sabe Tariq, mal armados y mal entrenados, no lucharán con un afán excesivo.
En cambio, los bereberes son hombres curtidos por mil batallas, ansiosos de botín y de conquista, inflamados por el ardor guerrero de una religión que les premia por la lucha.
Cuando Audemundo les escucha gritar las oraciones y los ve inclinados con la frente en el suelo, cuando oye las marchas guerreras, capta el júbilo entre las tropas que han cruzado el mar y se da cuenta de que aquellos hombres son difíciles de vencer aunque su número sea menor al del ejército del reino de Toledo. Sí, con aquellas tropas aguerridas y la huida de Sisberto y Oppas, será suficiente. La batalla está en sus manos. Deben derrotar a Roderik, es preciso que el tirano muera. Una vez muerto, se proclamará rey de todo el territorio hispano a su señor, el hijo del derrocado rey Witiza, Agila.
Audemundo expone todas estas razones a Tariq, le recuerda que el nuevo rey sabrá cómo recompensarle. El hijo de Ziyad no responde a las proposiciones de Audemundo, parece asentir a sus palabras, pero su pensamiento está lejos del witiziano.
La batalla de Waddi Lakka
Una calima asciende desde el río, una neblina que se confunde con el polvo que la galopada de los jinetes africanos alza en el aire.
Roderik observa la llegada de los bereberes de la Tingitana desde un altozano, sobre el palanquín real forrado en maderas y piedras preciosas, cordobanes y oro. Un parasol lo cubre, se abanica para alejar el calor.
Está tranquilo, ha logrado levar un gran ejército, el flanco derecho lo cubre Sisberto; el izquierdo, Oppas. Ha mostrado su confianza en los antiguos adversarios otorgándoles el mando de las alas de su ejército, los necesita para vencer al invasor africano.
En el otro lado del campo de batalla, en la lejanía, Tariq parece intuir a su enemigo, a aquel que mató a Floriana. Tariq no la ha olvidado, ella ha sido el motivo inicial de su lucha contra Roderik; pero ahora hay más: desea un orden distinto, se siente responsable de las gentes africanas. La batalla a la que se enfrentan es la decisiva. Las escaramuzas anteriores habían sido expediciones de forrajeo, en las que atacaba a poblaciones civiles. Ahora sus tropas, sus apreciadas tropas bereberes, van a enfrentarse a un enemigo que les dobla en número. Sabe que sus hombres no le fallarán, pero no está tranquilo. Los bereberes de Tariq, las escasas tropas árabes de Abd al Aziz ben Musa, no son suficientes para vencer. Todo depende de los witizianos, espera que Sisberto y Oppas no se echen atrás. Sin embargo, no confía demasiado en ellos. A pesar de todo, se siente victorioso, ha bebido de la copa y eso le ha enardecido.
Roderik se incorpora en el asiento sobre el palanquín, al ver avanzar una nube de enemigos que, en caballos de poca alzada y patas finas, se aproximan velozmente. Las tropas godas con pesadas armaduras atacan con más lentitud. En un primer choque, los dos ejércitos se enfrentan y muchos hombres caen. Después los jinetes sarracenos se retiran hacia sus apoyos de infantería, efectuando una maniobra de aparente huida. Tras ellos, los jinetes godos, tardos y premiosos, los persiguen sin darse cuenta de que se están introduciendo en las líneas de la infantería musulmana.
Una vez que los jinetes sarracenos han atravesado sus propias filas de infantería, éstas se cierran para oponerse a la caballería goda.
Los jinetes visigodos chocan contra el muro que forma la infantería árabe, densos bloques de soldados que se mantienen firmes en largas filas compuestas por lanceros arrodillados y protegidos por sus escudos, que clavan el extremo de sus lanzas en el suelo. Tras ellos, arqueros y lanzadores de jabalinas disparan sus armas por encima de los lanceros a pie. Los jinetes godos caen al estrellarse contra la infantería musulmana. .