El astro nocturno (28 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: El astro nocturno
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Con la ayuda de las hermanas, cada día recupera más fuerzas, sale de vez en cuando al claustro. Allí, mana una fuente y el sol brilla, jugando a esconderse tras los arcos y las columnas. En el centro, cercano a un pozo, un ciprés parece llegar al cielo, sus raíces han roto el suelo, las losetas se abren, dejando paso a la hiedra. Al fondo, se abre un pequeño huerto donde las hermanas cultivan hortalizas y verduras.

Circundando el claustro, unas pilastras no muy altas de piedra descansan sobre basas de granito; es allí, en las basas de las columnas, apoyando la espalda en ellas, donde Alodia, aún convaleciente, se sienta viendo pasar las nubes. Todavía está maltrecha y dolorida. Día tras día, sentada en aquel lugar divisa el cielo habitualmente despejado, el cielo de un añil intenso de la Bética, cruzado por las aves migratorias, que van al Sur, al lugar donde ha huido Atanarik. A veces, le parece que él nunca ha existido. Le parece imposible tanta paz, tanta lejanía de las guerras de los hombres, de las intrigas palatinas, de la peste y la enfermedad, de los sufrimientos de los pobres, de las envidias en la corte de los godos…

La regla permite a las monjas un tiempo de recreo. Las hermanas se sientan junto a Alodia en el hermoso claustro, rodeando la fuente, la que sabe leer les recita textos de los padres, o retazos de las Escrituras, a menudo cantan. Sin embargo, lo que más les agrada a aquellas mujeres encerradas de por vida son los chismes y los cuentos. Aunque aparentemente apartado del mundo, el cenobio es un lugar al que llegan todos los rumores de la villa, en ocasiones deformados por las gentes. A veces Alodia ríe con ellas. Le sorprende la bondad ingenua, los pequeños enfados, las trifulcas nimias, las envidias y los celos entre mujeres que han escogido al Dios de amor de los cristianos para servirle, o que han sido enviadas de niñas a aquel lugar de paz, donde las guerras no las alcanzarán, donde no hay hambre, donde no ha llegado la peste, la sequía o el sufrimiento.

De madrugada, antes de que amanezca, escucha los pasos de las monjas hacia la iglesia: a lo lejos se oyen sus cantos al dios al que sirven; maitines y laudes. Los cánticos atraviesan el grueso portón entreabierto, el claustro y a través de las rendijas de la puerta alcanzan la celda de Alodia. Nunca en su vida la sierva ha estado en un lugar con tanta paz, tanta serenidad y sosiego.

Las hermanas le van transmitiendo su fe, una fe candorosa, en la que está presente un Dios amable que es Padre, el Padre que Alodia no tuvo, el que nunca tendrá. Un día la invitan a acercarse al sacrificio del altar, aquel rito que ella no entendía cuando era una sierva en Toledo. Un sacerdote celebra un ceremonial hermoso; en él se eleva una copa que le recuerda la de Voto, la que todos buscan y está oculta en un lugar del Norte, que sólo ella conoce.

En un rincón del cenobio descubre una imagen que le recuerda a la representación que había en su poblado de la diosa madre. Cuando les pregunta por aquella figura, si acaso es la diosa tierra, las hermanas ríen, sorprendidas de su ingenuidad. Le explican que es la madre de Cristo, el Redentor. Alodia toma por costumbre acercarse a aquella estatua, tan parecida a la diosa tierra, y le rinde culto con sencillez.

Cuando se recupera por completo, han pasado muchas lunas. Fuera en Astigis, ya no la buscan los soldados del rey. En el mundo exterior hay guerras. Las gentes acuden al convento para pedir a las hermanas que rueguen por lo que está sucediendo más allá de los muros. Así, penetran en el cenobio las noticias de lo que ocurre en el país. Ahora todos están asustados por una furia que viene del África Tingitana. Los bereberes han asolado las costas de la Bética, han raptado a sus mujeres y saqueado los pueblos. El conde Tiudmir se ha enfrentado a los invasores, pero no ha podido evitar el saqueo y el botín. Una mujer acude llorando al convento, necesita que las hermanas recen para que ocurra un milagro: que le devuelvan a su hija; una razia bereber se la ha llevado hacia las costas africanas. Las tropas del rey no se oponen a los ataques, están en el Norte, en la campaña contra los vascones, un enfrentamiento que es, en realidad, parte de la guerra civil que divide el reino.

Ante aquellas noticias, la faz de Alodia se ha tornado pálida, tan pálida como la de aquellas mujeres que, encerradas tras los muros, no han salido a las bulliciosas calles de Astigis desde años atrás. Al verla así, macilenta y ojerosa, la madre abadesa decide que, puesto que ya las tropas del rey no la persiguen, puede salir a la calle, y le encarga que acompañe a la mandadera del convento, Rufina, una mujer que se va haciendo anciana. Cada mañana, las dos mujeres recorren las calles de la pequeña ciudad, un lugar amurallado con casas blancas de muros gruesos, patios interiores claros y ventilados, mujeres en las puertas de las casas cosiendo o comadreando; y la plaza amplia y porticada, donde en los días de feria se acumulan los mercaderes ambulantes y más cotidianamente el panadero, los que venden fruta, los carniceros o aquellos que ofrecen el pescado que han traído desde la costa, en salazón. El mercado está lleno, hay riqueza, en el valle del Sanil,
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las tierras son de regadío; no hay hambre como en la meseta.

Alodia escucha con avidez lo que circula por la ciudad. Sí, la montañesa necesita conocer las nuevas que provienen de un lugar o de otro, porque quizás en algún momento consiga captar alguna referencia sobre aquel noble visigodo, huido al Sur, a quien ella ama más que a su propia vida.

En una de aquellas ocasiones se topan con un buhonero, que parece llegar de un largo viaje. Le ven aproximarse a uno de los puestos donde se vende el vino fuerte del país acompañado de aceitunas o trozos de tocino seco; y tras beber varios vasos, comenta a gritos con los que le rodean las últimas noticias:

—Hay guerra en el Norte, los campos han sido destrozados… Hay hambre… No, no hay negocio… Pompaelo ha sido sitiada por las tropas del rey. Los vascones se han unido a los witizianos…

Al oír hablar de los vascones, Alodia piensa que los así azotados por las guerras podrían ser los de su mismo poblado. No puede escuchar más, porque la mandadera se aleja de aquel lugar.

—¿Por qué te detienes? —le pregunta Rufina, mientras la arrastra tomándola del brazo—. Se hace tarde.

—No has oído… —responde Alodia—, el rey lucha con los vascones.

—¿Y…?

Alodia sigue caminando junto a la mandadera mientras le va explicando:

—Pienso en los hombres, en las mujeres de aquel poblado que fue mi hogar de niña. Recuerdo a mi hermano, y temo por él, oculto en algún lugar del Norte, acechado por los paganos y por la guerra de los godos…

Rufina parece no escuchar lo que la joven le dice, piensa en sus propios problemas, en lo que ha ocurrido en su familia.

—La guerra… Sí, niña, la guerra. No pienses que está tan lejos. En el Sur, los bereberes han atacado en muchas ocasiones los puertos. Hace no tanto tiempo un grupo de bereberes asaltó Sidonia, se han llevado un buen botín, pero lo que más les gusta a esos paganos son las mujeres. Ya en tiempos del rey Wamba, una prima mía fue tomada prisionera por los africanos, era muy hermosa. Eso sucedió hace más de veinte años, no hemos vuelto a saber más de ella. Las incursiones de esa gente son cada vez más habituales. El reino no tiene fuerza para rechazarlas. El país se desgarra en peleas entre clanes nobiliarios. Sin recursos para defenderse… Algún día nos invadirán los africanos.

—La Tingitana está más allá del mar —Alodia piensa en Atanarik—. Las costas están lejos de Astigis.

—No tan lejos, no tan lejos —repone la mandadera—. Hasta el estrecho, no hay más de una semana de marcha y desde allí, en un día de bonanza, no tardas más de unas horas en cruzar el mar que nos separa de África.

Las palabras de la mandadera le indican que el que ama podría no estar tan lejos, intranquilizando a Alodia, que desea retornar cuanto antes a los seguros muros del cenobio, a su vida monótona y rutinaria al lado de las hermanas.

Regresan al convento. Dejan lo que han mercado en unas baldas de piedra, al lado del horno. Después preparan la comida para las hermanas, verduras cocidas rehogadas con aceite. Cuando las monjas entran en el refectorio, Alodia se dirige al templo del convento que está vacío. En la gran iglesia de piedra, la luz entra por un vano con la forma del ojo de una cerradura, situado en el ábside. El presbiterio, el lugar donde se celebra el misterio cristiano, está separado del templo por un cancel y rejas. Más allá está lo sagrado, el lugar donde sólo puede acceder el sacerdote. En una de las capillas laterales hay una gran cruz con un crucificado, Alodia se arrodilla bajo la cruz. Le parece que aquel hombre en el suplicio soporta sobre sí el mal, las guerras, el odio en el corazón de los hombres, la vanidad, las iras y las envidias. Él carga con los sacrificios paganos, el afán de dominio y de poder, la lascivia de los hombres de su poblado, la de tantos otros.

Alodia combate la tristeza, la melancolía por el que ama, refugiándose junto a la cruz, o junto a la imagen de la diosa que es madre, la Madre del Crucificado. Frente a ella, se siente sucia, pecadora, sabe que no debe amar de aquella forma a Atanarik, que ese amor no correspondido la destroza.

La hermana Justa percibe que en el corazón de aquella doncella late una gran búsqueda de Dios, y poco a poco le va explicando la salvadora fe cristiana. Le habla del amor de Dios que ha hecho que el Unigénito del Padre se haga hombre y que después muera por cada uno del género humano. Alodia, que está llena de amor, capta fácilmente esas enseñanzas, aceptando la fe que le explican.

Así, las hermanas la preparan para recibir el agua que borra todo pecado. Una mañana en el baptisterio de la iglesia del cenobio, Alodia es bautizada, en el nombre del Padre, del Hijo Unigénito y del Espíritu, Aquel que siempre la ha guiado.

La vida de Alodia se llena de una luz que antes no conocía. Algo mágico la invade, algo que la llena de alegría, la Vida se ha introducido en su alma. A veces piensa que le gustaría ser como las hermanas, pero intuye que ése no es su destino, porque ella no es capaz de olvidar a Atanarik.

Llegan más advertencias desde del Sur, se avecina la guerra. Los rumores que se extienden por toda la ciudad hablan de un desembarco. Las hermanas inquietas envían a Alodia para conseguir noticias recientes.

En el mercado se escuchan diversas habladurías sobre lo que está sucediendo. Unos creen que es una incursión más de los bereberes africanos, como ya ha sucedido en otras ocasiones. Otros callan asustados, ante el avance de aquellas tropas forasteras. Se dice que nunca un desembarco de bereberes ha traído tantos hombres a las tierras hispanas.

El conde de la ciudad leva hombres para la guerra.

4

El sueño

Alodia trabaja de sol a sol, alegre, ya no hay tristeza desde que la luz del Único Posible mora en su alma, desde que es cristiana. Es aquello lo que ha buscado siempre, un calor suave se extiende sobre su corazón. Las hermanas la dejan libre para ir adonde le plazca, confían en ella, y nadie la persigue ya en la ciudad.

Al atravesar la retícula ordenada de las calles de la antigua urbe romana, observa la vida de un lugar próspero y en paz: los menestrales, los tintoreros, los curtidores, el lugar donde se cuece y amasa el pan. Después traspasa la muralla y sale por el puente por donde la antigua Vía Augusta cruza el río Sanil. Desde un cerro cercano observa los campos de olivares, los cultivos regados por aguas del río, y el puente y las murallas. Se pregunta ante esa imagen de tranquilidad campestre y de calma cómo es posible que la guerra se acerque. Reza para que la invasión no llegue allí, porque intuye que con ella, Atanarik vendrá, sospecha que deshará la quietud que llena su alma, la serenidad que rodea los campos y la ciudad de Astigis.

En un principio, los rumores que se habían difundido por las calles y las plazas eran solamente eso: habladurías, comadrees que entretenía a gentes que viven existencias monótonas en un ambiente rural; pero en un momento dado, en la ciudad aparecen hombres heridos y derrotados, soldados y oficiales que han combatido en una batalla que se ha perdido. Algunos de ellos son trasladados al convento de las hermanas, porque desde los tiempos de la abadesa Florentina, en aquel lugar se acostumbraba cuidar a los pobres, a los transeúntes y peregrinos sin familia.

Alodia ayuda a las hermanas, recuerda lo que Arga le enseñó de niña, los misterios de la sanación. Se aplica a aliviar el sufrimiento de seres humanos heridos por la guerra, maltrechos por la huida. Ella intenta obtener noticias de los que atiende, le cuentan que un gran ejército ha atravesado el estrecho, que acampa junto a la gran roca de Mons Calpe. Ansia saber quién está entre ellos. Le hablan de un hombre muy alto, con una marca en la mejilla, que capitanea a los invasores. Ese hombre ha traído la guerra y a los bereberes. Se hace llamar Tariq.

El sol tranquilo de la vida sosegada de Alodia parece oscurecerse por la preocupación y la angustia. Atanarik está cerca otra vez, quizá volverá a verle.

Se vuelve taciturna, su mirada ha perdido la luz que la iluminó tras el rito sagrado. Las hermanas se inquietan por ella, y desean ayudarla; sobre todo sor Justa, para quien Alodia se ha convertido en una hija. Un día, al verla más pensativa que de costumbre, la invita a entrar con ella en la iglesia. Aunque es posible que Alodia esté preocupada por una guerra que ya ha sufrido en sus propias carnes, algo le dice a la hermana que no es solamente eso; intuye que la mujer del Norte oculta algún misterio, algo que no quiere o no puede confiarles. Sor Justa cruza el templo con paso decidido hacia una de las naves. En una capilla lateral hay un gran arquisolio y, bajo él, una tumba, con una inscripción que Alodia no logra entender.

Sor Justa le explica:

—Aquí descansa Florentina, nuestra santa madre, la primera abadesa de este convento. Ella nos protegió en los tiempos de la invasión de los bizantinos y también tiempo atrás en la guerra civil entre los godos. Ahora que de nuevo se acerca una ofensiva extranjera, ahora que se aproxima la guerra a nuestras puertas, pídele tú también que te proteja de lo que tanto temes., que nos cuide a todas.

Aquella noche Alodia tiene un sueño. Una mujer de belleza inmaterial aparece ante ella, en su cara brilla la luz de lo divino. Alodia sabe que es Florentina. Los ojos de la aparición son oliváceos, del mismo color que los ojos de Atanarik. La muchacha se siente amada por aquella criatura celestial; por lo que se atreve a preguntar.

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