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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (29 page)

BOOK: El astro nocturno
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—¿Estáis contenta conmigo?

—Sí, hija mía.

Alodia se siente atravesada por una paz que no es de este mundo y continúa interrogándola:

—¿Por qué habéis venido? ¿Qué queréis de mí?

—Yo fui durante años la guardiana de la copa. Ahora, en esta vida, mi corazón sigue custodiándola. Tú también tienes una misión.

—¿Cuál es?

—Serás la guardiana del secreto de la copa, no podrás revelárselo a nadie.

—Yo soy una pobre mujer.

—Yo te ayudaré… te sostendrá la fuerza del favor divino. ¿Lo harás?

—Sí —musita Alodia.

Florentina la mira con una profunda compasión como una madre a un hijo que tiene por delante de sí una prueba amarga e inevitable. Ante esa mirada, tan compasiva, Alodia pregunta lo que más acucia su corazón.

—¿Volveré a ver a Atanarik?

La visión fija sus ojos en ella, atravesándola con una mirada en la que late una profunda tristeza.

—Sí, pronto lo verás. Escúchame bien, en Atanarik hay ahora odio y venganza. Es necesario, es imperativo, que no le conduzcas junto a la copa que custodia tu hermano.

—No seré capaz de negarle nada —confiesa Alodia.

—Debes negarle esto, si no le conducirás a su propia destrucción. ¿Quieres su bien?

—Yo le quiero tanto… sólo deseo lo bueno para él.

—Si es así, no permitas que llegue a su poder la copa de ónice.

—Haré lo que me indicáis, no deseo nada malo para Atanarik.

—El te destrozará el corazón.

Alodia se despierta con la sensación de la belleza de la aparición mezclada con la melancolía que el recuerdo de Atanarik le provoca. Se levanta del lecho y se encamina al claustro, es de noche, una corta noche de verano iluminada por la luz de miles de estrellas en el firmamento. Algunas de ellas son estrellas fugaces. Se sienta en una de las basas de las columnas y mira al cielo, sin una nube. Durante el día ha hecho calor, pero ahora ha refrescado por el relente nocturno.

En la temprana luz del alba, una estrella de penetrante luz brilla en el cielo hacia el oriente. El astro se desvanece con las primeras luces del amanecer. Contemplándolo a Alodia le parece un presagio, que quizás anuncia el retorno del que ama.

La fuente mana sin cesar, ese rumor cadencioso y continuo parece aliviar las penas del corazón de la doncella.

Piensa una y otra vez en su sueño. Ella es quien únicamente conoce el paradero de la copa de ónice, ella y Voto. Sabe que Atanarik regresará pidiéndole ayuda para encontrarla, pero las palabras de la visión han sido claras. No debe hacerlo y aquello va a romperle el corazón.

Pero… ¿por qué debe ocultarle algo a Atanarik? Para ella, él es el hombre noble que la ha respetado y la ha protegido. ¿Qué hay ahora en el corazón del que ama más que a sí misma? ¿Qué ha cambiado para que un espíritu le avise de lo contrario de lo que una vez le había advertido?

5

La conquista de Astigis

Astigis se transforma en una ciudad de sombras. Alodia, en sus recados matutinos, cruza por delante de gente asustada, que habla entre susurros, hay miedo. Cada vez llegan más soldados heridos. Relatan que ha tenido lugar una batalla, cerca de la laguna de la Janda, unos invasores extranjeros han derrotado al ejército visigodo. Se habla de una traición. El rey Roderik ha muerto o ha desaparecido.

Alodia va escuchando las conversaciones. Unos nobles vestidos con ropas de buen paño hablan en voz más alta y parecen no dar importancia a los hechos.

—¿Qué más da ser dominados por unos o por otros? ¿Qué más da pagar tributo a los godos o a los nuevos invasores?

La sierva se da cuenta de que los dos caballeros, de origen hispanorromano, pertenecen a las más antiguas familias de la ciudad.

Pasa por delante de una antigua sinagoga, varios judíos están congregados en la puerta. Aunque su expresión es alegre, hablan en voz baja. Tampoco los judíos se preocupan por aquellos que los han tiranizado durante más de dos siglos. Lo mismo ocurre con los siervos de la gleba, humillados y esclavizados por el orgullo visigodo.

En cambio, al llegar a una plaza, bajo las puertas del palacio del gobernador, observa preocupación y movimiento. Astigis es una antigua ciudad, regida desde la época de Leovigildo por un noble visigodo. Escucha a unos sayones diciendo que el conde de la ciudad, y los otros nobles godos no se rendirán sin plantarle cara al enemigo. Tienen órdenes de prepararse para un asedio, quizá largo.

Alodia pasa deprisa ante aquellos hombres, se dirige a la plaza donde merca algo de pan y fruta en un puesto. Después retorna con algo más de lentitud hacia el convento de las hermanas, pero no lo hace directamente, sino que se entretiene en la calle principal viendo pasar soldados heridos que siguen llegando, procedentes del Sur. Unos cuantos atraviesan la calle galopando con prisa, casi se la llevan por delante. Con su pequeño hato lleno de pan y fruta, se protege contra una pared y observa a los restos del ejército visigodo: los supervivientes de Waddi-Lakka, una larga comitiva de soldados con aspecto de haber combatido. Reconoce a algunos de ellos: oficiales witizianos que caminan con la cabeza baja, abochornados por la actitud de sus superiores, saben que el reino ha caído en manos extranjeras, por la traición de sus capitanes. Ahora, se suman a las defensas de la ciudad.

Entre los soldados, se repite una y otra vez el nombre de Oppas y Sisberto. Ha corrido el rumor de la perfidia de los hermanos de Witiza. Uno de sus partidarios le comenta a otro en voz alta:

—Sisberto, un renegado y un traidor… dicen que se ha dirigido a Toledo para cobrar el botín, para hacerse con el trono.

—No le arriendo la ganancia, parece ser que el jefe de los invasores no ha cumplido las promesas que hizo a los hermanos de Witiza… Los extranjeros se están adueñando de todo.

Alodia se acerca a aquellos dos hombres, le piden algo del pan que acaba de mercar, quiere averiguar quién es el jefe de los invasores.

—Un demonio del desierto, vestido con túnica blanca, y una marca en la mejilla… Los hombres de África le siguen ciegamente.

Alodia les agradece la información con la cara enrojecida por la emoción y la vergüenza.

Retorna al convento. Al llegar, la rodean las hermanas, que desean conocer quiénes son los invasores, si respetarán el lugar sagrado, si creen en el mismo Dios que ellas. Todas están ávidas de conocer qué va a ocurrir. Alodia no puede aclararles nada.

Mientras las monjas se refugian en el templo y rezan solicitando la misericordia divina, la sierva se aleja de ellas, preocupada y entristecida, a trabajar en la huerta y en la cocina.

Al día siguiente, cuando de nuevo sale a hacer los recados de cada mañana, le acucian para que recabe más noticias.

Tras hacer sus compras, Alodia se dirige de nuevo hacia las puertas de la ciudad, hacia la vía principal, por allí ya no acceden demasiadas gentes. Pero poco a poco, van entrando soldados desperdigados, quizá las tropas que permanecieron en la batalla hasta el final. Son los leales al rey Roderik. Sí, aquellos soldados que alcanzan el refugio tras las murallas los últimos de todos, han sido los que más han resistido ante el invasor.

Entre ellos, Alodia divisa a tres individuos con aspecto de oficiales del ejército godo. Tienen trazas de hombres que han sufrido una gran pérdida, guerreros a los que algo terrible ha sucedido. Uno lleva un vendaje en la cabeza, manchado de sangre. El otro tira de las riendas de un penco que cabalga despacio, exhausto. Sobre el caballo, se derrumba un hombre joven con cabello y barba que un día fueron claros, ahora oscurecidos por la suciedad.

Alodia reconoce a aquel hombre herido, que se agarra con dificultad a las crines del caballo y se dirige a los que le acompañan:

—¿Es Belay?

—Sí —responde uno de ellos, un hombre alto de barba oscura—. ¿Quién eres?

—Me llaman Alodia, un día su amigo me ayudó… Os ruego, mi señor, que vengáis conmigo… sé dónde pueden curarlo.

—Me llamo Tiudmir, este otro que me acompaña es Casio. Pertenecíamos al ejército de Roderik… Nuestras heridas son leves, pero Belay está grave.

—Venid conmigo…

Por el camino hacia el cenobio, le confirman a Alodia noticias que ella había escuchado ya: el rey ha muerto, el tesoro real que llevaba en la batalla ha sido tomado por los invasores, que están sedientos de botín y prisioneros.

Las puertas del convento se abren, dejando pasar el ruido del desorden, los gritos y los quejidos lastimeros; el olor a sangre y a putrefacción. Las hermanas corren de un lado a otro atendiendo a las víctimas de la guerra. Tiudmir y Casio llevan a Belay hasta el claustro, donde lo depositan en un improvisado camastro, al cuidado de las hermanas; después se marchan para incorporarse a las defensas de la ciudad.

El espathario real ha sido herido por un tajo en el costado, que se ha infectado y le provoca fiebre. En los días siguientes, la sierva le cura con gran delicadeza. Poco a poco, gracias a sus cuidados, se va recuperando e intenta hablar. Mientras ella le lava con agua el corte y lo limpia con vino, Belay relata cómo fue la batalla. Atanarik ha abierto las puertas de Hispania a los hombres del desierto, ha traído a los bereberes. Los witizianos creían que iba a resolver sus problemas, pensaron que vendría en su ayuda. Sólo cuando ya era tarde, se dieron cuenta de que ésa no era su intención. Atanarik, el antiguo Capitán de Espatharios, busca hundir el reino godo. Sus tropas, los hombres del desierto, han arrasado las tierras ibéricas, pero la entrada de los bereberes no es una incursión sin más para conseguir botín; no sólo quieren cautivos y caudales, avanzan ocupando las tierras hispanas. «No —le dice de nuevo Belay a Alodia—, no es una razia como las que ocurrieron años atrás en los tiempos de Egica y Wamba. Ni una campaña de apoyo al rey Agila…» Detrás del afán de saqueo hay una mente que quiere conquistar el reino: la de Atanarik. Belay lo ha visto en la batalla, atacando la tienda de Roderik, lleno de odio y de furia. Ahora, se arrepiente de haberle ayudado unos meses atrás, en su huida hacia África.

Alodia ahora comprende que algo ha cambiado en el que ama. La visión que le había avisado de que en él había odio y venganza no era una advertencia errada. Ni siquiera su nombre es el mismo, todos le llaman ahora Tariq. Alodia sabe bien, desde los tiempos en que aprendía los rudimentos de la ciencia profética, con la sacerdotisa Arga, que el nombre marca a la persona. Ahora que Atanarik posee un nombre nuevo, él mismo debe de ser un hombre distinto al que era.

La sierva se apresura a terminar la cura. Le duele mucho todo lo que el capitán le cuenta; por eso, al acabar, se dirige con decisión a la basílica. Entre las sombras, Alodia se abisma en sus pensamientos, alzando una muda plegaria. Fuera en el claustro se acumulan los heridos. Puede oír las voces del dolor, el lamento de la agonía. Pocos días más tarde, el ruido de trompas desde las torres atraviesa la urbe. Los vigías señalan en la llanura a un ejército que se aproxima. Pronto cercarán la villa. Se sabe que otras ciudades próximas se han rendido sin apenas luchar, y han sido respetadas; pero las autoridades de Astigis deciden oponerles resistencia.

Al oír que el enemigo se aproxima, Belay se incorpora del lecho, vistiéndose las ropas y saliendo del cenobio. Alodia al verlo aún débil, intenta detenerlo, pero él hace caso omiso y prosigue su camino. Afirma con rotundidad que se encuentra ya fuerte y debe retornar a la lucha: su puesto está allí.

Alodia lo ve marchar con cierta melancolía, Ella se siente de nuevo encerrada entre los muros del convento. Hace días que ya no sale a la calle a comprar. ¿Para qué? Los víveres escasean, no hay ya mercado en la ciudad. Las hermanas viven de lo que produce el huerto, de lo poco que han almacenado. Hay muchas bocas que alimentar dentro de las paredes del cenobio. La comida se hace paupérrima y comienzan a pasar hambre. Reservan lo que pueden para los heridos. Trabajan desde el alba y a menudo siguen tras la puesta del sol, iluminándose con las luces de los candiles.

El cerco se hace muy duro. En el interior del convento se produce un momento de calma en el asedio antes de comenzar la batalla. Aunque sigue sin haber casi nada que comer; poco a poco hay menos bocas que alimentar. Los heridos que se agolpaban en el claustro van menguando. Unos mueren, otros se curan y se disponen a participar en la defensa de la ciudad. Poco a poco disminuyen algo las labores de sanación del convento; por lo que Alodia se decide a salir de nuevo a la calle.

Se encamina hacia las murallas de la ciudad. Allí, desde una barbacana, otea a lo lejos, entre los olivares y sembrados, el campamento enemigo rodeado por banderas multicolores que ondean al viento. Desde su atalaya, Alodia divisa las figuras de unos oficiales enemigos que se acercan a conferenciar: al parecer, piden la rendición de la plaza. Les lidera un hombre alto con largos ropajes de color claro, podría ser Atanarik, aunque no lo distingue con claridad. El corazón de la sierva parece romperse.

Aquel hombre propone la sumisión, a cambio se respetarán las vidas y la posición social de las gentes en la ciudad. El conde de la plaza no se fía, cree que no cumplirán lo pactado, se niega a entregarles la plaza. Son hombres recios los que quedan en Astigis, casi todos del partido del finado Roderik. Aunque quedan aún witizianos fieles a su país; la mayoría de ellos ha huido al Norte, a la corte de Toledo, donde intenta conseguir que su candidato, Agila, acceda al trono visigodo, sin sospechar todavía que el reino de Toledo ha muerto.

La ciudad de Astigis resiste todavía un tiempo rodeada por las tropas de Tariq, quizá cansadas por los combates previos; hasta que una mañana se escuchan trompetas, que anuncian la llegada de tropas de refuerzo al campamento enemigo. Al frente de ellas, un hombre: el conde Olbán de Septa. Se incrementa la presión sobre la ciudad, que aguanta el sitio protegida bajo las murallas y abastecida de agua por el río.

Mientras tanto, los soldados de la media luna realizan incursiones por los pueblos vecinos. A la vuelta de una de ellas, en la confluencia del río Blanco con el Sanil, en un lugar donde hay una fuente, apresan a un pastor al que torturan, hasta que les revela una entrada escondida en las murallas.

Pocos días más tarde, cae la gran puerta, la que se abre al puente sobre el Sanil, y las banderas bereberes, las mil banderas beduinas formando una serpiente multicolor, entran en la ciudad. Al mando se encuentra, Atanarik. El combate dentro de los muros de Astigis es feroz, no hay piedad para la población que se ha opuesto al poder de los ismaelitas. Se disputa casa a casa, palmo a palmo. Desde lo alto, desde un terrado, Alodia puede divisar a Atanarik luchando, los ojos chispeantes de odio, toda su faz encendida por la furia, golpeando a un enemigo. Tras rematarle, le ve alejarse, galopando por las callejas, hacia el palacio del gobernador.

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