Sí. El sosiego de los días sin lucha, sin incursiones de cuatreros, sin extorsiones extranjeras, aquieta los corazones. Adosinda está contenta, serena, sin tener que defenderse continuamente. Está Belay, que se hace cargo de ello; mientras tanto, la hermana sigue dirigiendo las tareas del campo y la casona.
Belay y Gadea intuyen que aquello no puede durar eternamente, pero los días se suceden unos a otros en la rutina que constituye la paz.
Una mañana, los recientemente desposados pasean por un prado en el que pastan caballos y vacas.
—Son los restos de la manada que poseíamos —le dice con tristeza Belay—, Munuza se llevó gran cantidad de ellos. Mi padre Favila amaba los caballos. Mi… mi madre tenía un don para curarlos, para saber lo que necesitaban.
Se aproximan a una yegua blanca, está preñada; su abdomen abulta y el animal camina lentamente. La suave mano de Gadea le acaricia los belfos. Belay le palpa el abdomen.
—Son dos crías… —afirma Belay—. Mira, toca aquí, esto es la cabeza de uno, aquí está la del otro. Parirá pronto.
Gadea sonríe, ella también ha sido educada entre caballos y vacas.
Se inclina a examinar a la yegua.
—La ubre ha aumentado ya de tamaño, la vulva está inflamada y suelta… Parirá antes de que cambie la luna.
Belay piensa que para entonces él ya no estará allí, y que es el momento de comunicarle algo:
—Pronto habré de irme.
Gadea se levanta al escuchar las palabras de su esposo como si un tábano le hubiese picado.
—¡No! —gime ella—. No hace ni dos semanas que nos hemos casado.
—Recuerda que me comprometí con Pedro de Cantabria en que iría a Onís. La reunión de los nobles astures y cántabros es crucial para el futuro de estas tierras.
—¿Plantearás la guerra?
—Nadie me seguiría. Además, ahora quiero la paz. Quiero estar contigo.
Ella le sonríe, mirándole mientras sigue acariciando la yegua. Belay continúa hablando.
—No. Debemos llegar a un pacto con Munuza. Intentar negociar los tributos.
—¿Pactará…? —le pregunta Gadea.
—Sí, pero ¿a qué precio? —le responde él.
—¿Adosinda? Crees que querrá a Adosinda.
—No. Me han llegado rumores de que está tan despechado con su huida que no quiere volver a oír hablar de ella. —Belay ríe divertido—. Fue un baldón para él que la novia huyese el mismo día de la boda. Me hará pagar un rescate por ella. Munuza quería a mi hermana para asegurarse su posición como gobernador de la zona. Pero, al fin y al cabo, Munuza no es Witiza. Le ciega la codicia, no la lujuria.
Guarda silencio durante unos instantes y comienza a caminar alejándose de la yeguada. Gadea camina a su lado.
—Witiza se llevó a mi madre porque se encaprichó salvajemente de ella…
—Lo sé.
Belay le relata la antigua historia, un recuerdo del que no gusta hablar. Quizá nunca la había contado antes a nadie. Los rumores corren por la zona, algunos deformados, por eso le cuenta a su esposa la realidad de lo que sucedió cuando él era un joven espathario y estaba lejos de aquellas tierras.
—Yo no estaba aquí, quizás Adosinda puede contártelo todo mejor… si te interesa. Yo estaba en Toledo en las Escuelas Palatinas… Witiza se perdió por estas serranías cuando iba de Gigia a la ciudad de los tudetanos,
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la ciudad que está situada en las orillas del río Minius. Mis padres le acogieron. Dicen que mi madre era muy hermosa, la comparaban con una jana. Había una leyenda en la familia de mi madre. Se decía que un guerrero astur se unió a una jana y tuvieron un hijo, del que descendemos. Sí, la recuerdo bien, mi madre era muy hermosa, una mujer alta, casi tanto como mi padre, con ojos azules de mirada oscura… Witiza se encaprichó de ella. Con una serie de añagazas, reclamó a mi padre a la ciudad del Minius, exigió que mi madre le acompañase. Mi padre no podía oponerse al hijo del rey. Desde Tuy le envió a diversas campañas de pacificación de los nobles gallegos. A la vuelta de una de ellas, le atacaron unos desconocidos, se dice que entre ellos estaba el mismo Witiza. Le golpearon la cabeza y le causaron múltiples heridas. El, que había sido un hábil guerrero, fue apaleado como si fuera un perro. Se lo llevaron a mi madre, inconsciente. A las pocas horas murió. Aún estaba caliente el cuerpo de mi padre, cuando Witiza intentó forzar a mi madre. Dicen que ella, al verse violentada por aquel hombre, se causó la muerte a sí misma…
Él, conmovido, deja de hablar un instante.
Gadea le acaricia con sus manos largas, de dedos finos, la mejilla.
—¿Entiendes ahora por qué cuando me llamaron de la corte, en la revuelta contra Witiza, lo dejé todo y regresé a Toledo?
—Sí —susurró ella.
—De poco me ha servido la venganza… quizá para favorecer que el reino haya caído en manos de esos hombres extraños del desierto. Ni witizianos ni partidarios de Roderik hemos conseguido nada…
—La vida cambia mucho, todo da vueltas en un sentido u otro —dice Gadea—. No estoy segura de que la vida de los hombres esté controlada por los actos que hacemos, a veces pienso que hay algo más allá de nosotros mismos. Ahora, tú y yo hemos empezado una nueva vida, tendremos hijos.
Se apartó ligeramente de ella para poder contemplarla mejor, después apoyó las manos sobre los hombros de su esposa y mirándola a los ojos, le dijo:
—Si algún día tenemos un hijo, quiero que se llame como mi padre, Favila.
—Tendremos muchos hijos —dijo ella riendo para quitar la amargura y el dolor por el pasado que se traslucía en la voz de él—, poblaremos las montañas. Nacerá un mundo nuevo.
El la abrazó sin importarle que desde la fortaleza, los siervos, las criadas y los mozos de cuadra los vieran.
Onís
Una ingente multitud cruza el puente sobre el Sella. En la gran planicie delante del río, sombreada por tejos centenarios y robles, se reúnen los representantes de todos los clanes, de todas las villas, de pueblos astures y gentilidades cántabras. Hay tristeza en los corazones, saben que no tienen opción, deberán pactar con un invasor que les supera en número y en armamento.
Belay se mantiene callado.
No. Belay no habla cuando los otros exponen que si un ejército como el de Roderik fue destruido en un día, ¿cómo van a resistir ellos, que son muchos menos? Belay no habla porque vuelve a ver ante sí la traición en Waddi-Lakka. Tampoco habla cuando se dice que los invasores son respetuosos de los pactos. Recuerda que el trato al que llegó con Tariq no le ha servido para nada. Recuerda que hace apenas unas semanas, su hermana iba a ser encerrada en el harén del gobernador de Gigia. Recuerda su yeguada, esquilmada por las aceifas de los invasores. No pronuncia una palabra, aunque gritaría cuando algunos afirman que los invasores respetarán a sus mujeres y a sus tierras.
Al fin, uno de los dirigentes cántabros se atreve a decir que Munuza es un hombre digno, que le ha respetado cuando estuvo cautivo. El hombre es Ormiso. Entonces, Belay ya no puede callar más.
—El hombre que robó mi ganado, el que saqueó mis tierras, el que secuestró a mi hermana, no es un hombre en quien debamos confiar —le dice.
—¡Tú! ¡Pelagius! ¡No te atrevas a hablar! Tú, que has robado mis caballos… —se le opone Ormiso—, no tienes derecho a decir nada. No eres un hombre digno.
Belay sonríe irónicamente mientras le contesta:
—Considéralo como la dote de tu hermosa hija Gadea. Ormiso debe callar. Ahora Gadea es la esposa de Belay y Ormiso ha de transigir. Cualquier protesta ante aquellas gentes de rancias costumbres con respecto al matrimonio de sus hijas supondría el deshonor de Gadea y un baldón para la familia del señor de Liébana.
El ambiente se enrarece. Los montañeses, los que moran en las alturas de los valles de la cordillera, los que proceden de las razas celtas, los que viven en los antiguos castros, no quieren ni oír hablar de lo que consideran una rendición. La mayoría de aquellos lugares de la cordillera de Vindión son inaccesibles para cualquier enemigo. Lo han sido para los romanos, para la invasión sueva y, durante décadas, han resistido a los godos.
Sin embargo, los propietarios de las grandes villas en las llanuras, los terratenientes de los lugares cercanos a la costa, los comerciantes que quieren mantener sus privilegios, necesitan el pacto para proteger sus intereses y, por ello, desean negociar. Hablan de la paz, de que la guerra sólo trae desgracias y desastres. Dicen que también se ha pagado tributos a los reyes godos, ¿qué más da un gobernante que otro? En ese momento, algunos gritan que esos tributos llevaban años sin entregarse; que en los últimos tiempos la situación en las tierras astures y cántabras ha sido de libertad y de independencia casi total. Les contestan que lo que piden los invasores es muy poco precio para conservar un bien muy grande que es la paz. Al hablar de paz se les llena la boca. Uno de los dirigentes cántabros responde que la paz es resultado de la justicia entre los hombres, y que lo que los invasores proponen es inicuo.
Se produce un enorme griterío entre unos y otros. Nadie parece ponerse de acuerdo.
Es el propio duque Pedro quien dirime la cuestión, intentando plantear las condiciones de las capitulaciones de la forma más honrosa y ventajosa para todos. Al fin, los astures aceptan la rendición y el pago de tributos con algunas condiciones: no entregarán a las mujeres y solamente pagarán un porcentaje de animales y cosechas.
Después, cada uno de ellos se dispersa hacia el lugar de donde es su familia, su linaje. Por los valles y las cimas de la cordillera cántabra se difunde un ambiente triste y pesimista.
Belay regresa a Siero, sólo piensa en Gadea y en una nueva vida alejada de la guerra y de las intrigas por el poder.
Pedro de Cantabria, acompañado de una escolta, se dirige a Gigia para negociar con los invasores las condiciones del tratado. Munuza acepta las capitulaciones de astures y cántabros pero no en todos sus extremos. De momento, sus hombres se tomarán los tributos como les parezca bien hasta que los acuerdos sean refrendados ante el representante del califa, el gobernador Musa ben Nusayr.
Alguien deberá presentarse ante Musa, que ahora ha retornado al Sur, y realizar las capitulaciones. Munuza dice no tener potestad para hacerlo y pide rehenes para asegurarse la lealtad de los que ya se han rendido. Considera que el más peligroso entre todos sus enemigos es ese Belay de Siero, al que odia por lo ocurrido con Adosinda. Belay deberá pagar una indemnización por la boda no realizada. Además, Munuza ordena que sea Belay quien se dirija a Córduba a refrendar el pacto y a llevar el tributo de los nobles cántabros.
No transcurre mucho tiempo desde las capitulaciones cuando los hombres de Munuza, entre los que se encuentran montañeses que colaboran con el gobernador, apresan a Belay en su hogar de Siero para conducirle a la lejana ciudad de Córduba. Un pelotón de hombres a caballo requisan los animales de la casona, que no se han podido esconder, y exigen el pago de la compensación por la boda de Adosinda.
Belay no se enfrenta a aquellos hombres, entiende que no tiene más remedio que acatar la sinrazón y el desafuero, si no quiere ver su casa destruida, sus cosechas quemadas, sus hombres y animales masacrados.
Ante la gran puerta de la casona, Gadea se despide de Belay. Sus lágrimas mojan la barba del Capitán de Espatharios cuando él la besa al despedirse. Belay nota en su boca el sabor salado del llanto de aquella a la que una vez más abandona.
Gadea y Adosinda se hacen cargo de la hacienda familiar, las ayudan los peones, los hombres afectos a la casa de Favila y Toribio, que se demuestra un hombre capaz de manejar los asuntos del campo y a quien confían el cargo de capataz.
Unas semanas más tarde Gadea se encuentra mareada y nota en su cuerpo los cambios que produce en una mujer la llegada de una nueva vida al mundo. Gadea espera un hijo. A Adosinda le parece que todos sus antepasados se alegran ante la llegada de un nuevo hombre a la familia.
La prófuga
A las tierras norteñas, poco a poco van llegando gentes procedentes del Sur. A algunos, los invasores les han destruido las casas, o quemado las cosechas; otros han perdido su familia; muchos más huyen de tributos excesivos. Hay lugares donde se respetan los pactos y la vida sigue más o menos igual que en tiempos de los reyes godos. Sin embargo, en otros hay abusos y presiones. Muchos se sienten intimidados por los invasores y no desean seguir en las regiones que controlan los hombres del desierto.
En la casona de Siero, es frecuente que pidan asilo algunos de esos huidos. Adosinda y Gadea les acogen y les dan trabajo en los campos. Los fugitivos se someten como siervos de aquella casa que les brinda protección. Son tiempos difíciles, de guerra latente. Los siervos que han escapado hacia el norte buscan una nueva vida.
Cierto día, Crispo, uno de los criados, llama a Adosinda.
—Ha llegado una mujer joven con un niño en brazos, a la que acompaña un muchacho retrasado. Dicen que conocen a vuestro hermano Belay.
—Decidles que pasen.
Una mujer con pelo color de trigo maduro, oculto por un manto, pobremente vestida y extremadamente delgada, entra en la sala que sirve a la vez de comedor y cocina. Junto a ella, un mozo enteco que no para de moverse y tiene aspecto de gozar de pocas luces.
El muchacho escuálido musita algunas palabras farfullantes e ininteligibles al ver a Adosinda; algo así como «dama poderosa y alta», inclinándose ante el ama de la casa, después dice «Belay nos salvó…», y saltando desaparece por la puerta.
La mujer se queda sola ante Adosinda y la mira con timidez con unos ojos hermosos en los que se puede ver la huella profunda de un sufrimiento intenso, unos ojos limpios y bondadosos que parecen suplicar compasión. Lleva en los brazos una criatura pequeña dormida, a la que abraza con ternura.
Adosinda se apiada.
—¿Quién sois?
—Me llamo Alodia…
Aquel nombre procede del oriente de las montañas cántabras, de las tierras vascas junto al Pirineo.
—¿Pertenecéis, entonces, al pueblo de los baskuni?
—Sí, mi señora.
—¿Venís de allí?
—No. Vengo de Toledo, salí tras la invasión.
—Decís que conocéis a mi hermano Pelagius.
Alodia afirmó con la cabeza:
—Mi esposo compartió las Escuelas Palatinas con él.