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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (55 page)

BOOK: El astro nocturno
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—¿Cómo se llamaba vuestro esposo?

—Atanarik…

—¿Ha muerto?

—No lo sé. La guerra nos separó…

—¿Sois la esposa de un noble visigodo?

—No sé si él lo es ya, no sé si ha muerto. Sólo sé que él me dijo que aquí en la casa del noble Belay encontraría seguridad. Los hombres de Musa me persiguen desde que salí de Toledo.

Adosinda no sabe si creerse aquella historia, la mujer no parece noble sino una sierva. ¿Cómo un noble visigodo va a contraer matrimonio con una sierva? El ama de la casa se inclina a pensar que aquella mujer ha sido la concubina del noble y no su esposa; sin embargo, la expresión en los ojos de la mujer es limpia y franca, de alguien que está diciendo la verdad.

—Son tiempos difíciles, podréis quedaros si os ganáis el sustento. ¿Qué sabéis hacer?

—Tengo fuerzas para hacer lo que me ordenéis. He servido a una noble dama en la corte, he trabajado en las cocinas del palacio del rey godo, y en mi infancia me dediqué a las labores del campo.

De nuevo. Adosinda se extraña de que una mujer que trabajó en las cocinas y el campo haya contraído matrimonio con un hombre formado en las Escuelas Palatinas de Toledo, un espathario real. La observa con curiosidad. Entonces el bulto que la sierva tiene entre sus brazos comienza a lloriquear. Adosinda se acerca y descubre a la criatura. Es una niña, toda rizos dorados, con unos ojos de color aún indefinido que observan a la dama, muy despiertos. Adosinda toma a la niña de los brazos de la sierva, la acuna, y la pequeña deja de llorar. La recia faz del ama de Siero se transforma en una expresión más suave e indulgente. El corazón de la dama alberga una ternura maternal nunca enteramente colmada.

—¿Cómo se llama?

—Izar. Significa estrella en mi lengua.

Durante un tiempo Adosinda continúa con la niña en los brazos, haciéndole arrumacos, hasta que ésta de nuevo comienza a llorar. Se la devuelve a la madre.

—Tiene hambre —dice Alodia.

Adosinda llama a uno de los criados, Crispo, y le indica:

—Trabajará con el ganado. Conduce a esta sierva junto a Benina, que le busque un acomodo en las cocinas, junto a las cuadras.

Alodia inclina una rodilla, mostrando agradecimiento hacia la dama. Antes de irse, Adosinda le pregunta:

—Ese hombre joven que va contigo. ¿Dónde ha ido? ¿Puede trabajar en algo?

—No. A él no le podéis dar ningún trabajo. Su cabeza no rige bien. Sólo os pido que me permitáis compartir con él mi plato.

Adosinda acepta, y la ve marchar. Algún día, si Belay regresa, le contará la historia de aquella muchacha. La dama pronto la olvida, ocupada por las mil tareas en las que se encarga desde que, de nuevo, su hermano se ha ido.

Crispo conduce a Alodia junto a Benina, una mujer pequeña de faz aniñada ya mayor que es la cocinera; Benina protesta para sus adentros: «Otra mujer más, y con una chica a cuestas, ¡veremos a ver lo que es capaz de hacer!» La lleva a un lugar cercano a la cocina, un estrecho cuchitril con un pequeño catre con paja, sobre él hay una manta de lana oscura. Alodia deja a la niña en el pobre lecho. La criatura rompe a llorar. «Tiene que comer», le dice a Benina. La cocinera se va, Alodia se sienta en el lecho junto a su hija, entonces se descubre el pecho y acerca la boca de la niña al pezón. Izar chupa ávidamente. A Alodia la niña le hace daño porque ya ha echado los primeros dientes, pero la sierva no se atreve aún a destetarla. Sabe que muchos niños mueren al dejar la lactancia y Alodia está sola, únicamente tiene a su hija.

Cuando la vio al nacer, la sierva lloró. El, Atanarik, hubiera querido un varón, un guerrero, y ella hubiera deseado también darle un hijo para complacerle, pero ahora la niña es lo que Alodia más quiere en este mundo. Es la hija de un conquistador. Su hija conocerá sus orígenes, porque su niña tiene un padre. No le ocurre como a la misma Alodia, que no conoce quién la engendró. La sierva llamó a la recién nacida Izar, la estrella, porque es el nombre con el que ahora los conquistadores designan a Atanarik. Sí, ahora su amado es Tariq, la estrella de la mañana y la del ocaso, la que alumbraba al amanecer y el crepúsculo, con un fulgor superior al de cualquier otro astro del firmamento, el astro que después desaparece del cielo, oculto por la luz del sol o por la oscuridad de la noche.

Su hija es una estrella, en la sangre de aquella niña corre la semilla de reyes y de hombres del desierto; la fuerza de un hombre a la que ella adora con todas las fuerzas de su alma.

Cuando Alodia piensa en Tariq se duele. Hace mucho tiempo que no sabe nada de él. La sierva cree que el espathario godo, el ahora general bereber, no la ama, sólo quiere a aquella mujer, Floriana, que le ha hecho tan desgraciado, aquella mujer que ha muerto dejando un rastro de sangre que el godo va siguiendo, extendiéndolo y acrecentándolo. Atanarik no descansará hasta que vengue a la hija de Olbán. Alodia sufre cuando recuerda que él se casó con ella sólo por conseguir la copa y cumplir una venganza. No puede olvidar cómo él, en la mazmorra, se despidió de ella sin una palabra de afecto. Aquel pensamiento la mortifica, le hace daño, por eso procura no detenerse en esas ideas tristes. Ahora Alodia tiene a su hija y luchará por ella, por sacarla adelante. Izar es la semilla de Tariq, que ha fructificado en su vientre.

Todos los días piensa en él.

No puede olvidarlo.

Al fin, ha llegado adonde Atanarik le indicó, aquel lugar del Norte, a las tierras de Belay. La señora de las tierras, la dama que la ha recibido, una mujer dura e impositiva, no se ha creído su historia. ¡Es tan difícil de creer! Ella, una pobre sierva, no puede ser la esposa de un guerrero visigodo. Y, sin embargo, lo es. Alodia sabe que le pertenece, que es la esposa de aquel que ha traicionado a su país y a su raza y ahora es un invasor de la nación que le vio nacer.

Alodia ha pasado muchos meses huyendo.

Otra vez escapando de alguien que la persigue, otra vez lejos de Atanarik. Quizá nunca más le vuelva a ver. Sin embargo, en el fondo de su alma, algo le dice que Atanarik algún día regresará a ella. Por eso la mujer vascona se ha dirigido a estas tierras tan lejanas y ha hecho lo que él le ordenó, pensando que cuando las guerras cesen, cuando todo se haya calmado y esté en paz, quizás él la busque, vuelva a por ella y a por su hijo.

Cebrián entra saltando en la pequeña estancia donde Alodia amamanta a la niña. Ella se tapa pudorosamente el pecho, ocultando a Izar tras su manto.

—Me voy —le dice el chico con su voz torpe.

—Muy bien —le responde Alodia—, haz lo que quieras. Vuelve cuando tengas hambre, yo te guardaré comida…

Sabe que Cebrián no puede estar encerrado, y también que no obedece a nadie, hace siempre lo que se le antoja; pero la quiere, y a su manera la protege. Nunca la deja, la vigila de lejos y cuando alguien intenta hacerle daño, la defiende, tal y como ha ocurrido en los meses pasados.

Mientras coloca sus pobres enseres sobre el camastro que va a ser su lugar de reposo, Alodia recuerda cómo, tras su huida de Toledo, Samal la condujo al campamento donde los bereberes se habían asentado tras la conquista. Un valle con ríos de corrientes rumorosas, en los montes de la Orospeda.
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Hacia el este se divisaban los Siete Picos, con el Monte de Peñalara al fondo; hacia el oeste, una cadena de pequeñas montañas con la figura de una mujer muerta. Aquellas formas pétreas y femeninas a Alodia le evocaban la figura muerta de Floriana. Al frente y hacia el norte del campamento bereber se extendía una planicie en la que crecían pastos y trigales, rastrojos y barbecheras. En las laderas de las montañas, los pinos de piel dorada dejaban caer estrellas al ser agitados por el viento. Un lugar hermoso, muy distinto a las tierras pirenaicas de su niñez.

Las mujeres de Samal la recibieron con honor, sin preguntarle su raza o sus orígenes. Para ellas, Alodia era la esposa del conquistador Tariq, que descendía del legendario Ziyad. Además llevaba en su vientre un hijo; para ellas, para las hembras de raza bereber, la mujer adquiere su pleno sentido con la maternidad. Cuando en una de ellas prende la semilla de una vida naciente, el mundo se completa con un nuevo ser que, para procurar más honor a la madre, ha de ser un varón.

Sí. Alodia, guiada por Samal, había llegado a la falda de la sierra donde los bereberes construyeron tiempo atrás un poblado de casas de troncos y piedras ayudados por cautivos de la campaña. Fue al final de la primavera, cuando los campos comenzaban a amarillear por el calor. El campamento bereber se situaba próximo a una corriente de aguas caudalosas; tras el río, un bosque con aquellos pinos de tronco anaranjado y piñones en sus largas ramas. Subiendo la montaña, boscajes de robles, piornos y enebros. Más arriba, hayedos.

Más lejos, en la meseta, restos de una población goda cuyos moradores habían huido ante el avance de las tropas musulmanas. Los hombres del Magreb utilizaron las piedras de aquel poblado para construir el nuevo asentamiento junto al agua, un asentamiento de pastores y ganaderos.

Alodia recuerda que había siempre un ambiente festivo entre las gentes de Samal, que habían conseguido nuevas tierras fértiles y extensas, con agua y ganado. Las mujeres roturaban las tierras y sembraban, los hombres pastoreaban las ovejas y cazaban.

Compartía las tareas del campo con las mujeres. Ninguna la miraba por encima del hombro, ninguna la despreciaba. Echaba de menos a Tariq, pero Samal le había dicho que tras la revuelta bereber había sido liberado por Musa, que estaba bien, y le aseguró que un día vendría a verla.

El verano avanzaba, al tiempo que su vientre iba creciendo. Poco a poco comenzó a notar el ser que vivía dentro de ella. Por las tardes, cuando la vida del poblado se tornaba tranquila, salía hasta un altozano y miraba hacia el sur, al lugar donde ella pensaba que podría estar Tariq. La brisa movía sus ropas, y al caminar notaba que la criatura le golpeaba suavemente por dentro, en las entrañas. En aquellos momentos era feliz, la vida fluía a través suyo.

Un día a lo lejos, estando en el collado donde solía sentarse pensando en Tariq, divisó unos puntos oscuros que se transformaron en jinetes galopando por la meseta hacia el poblado bereber. Adivinó tropas del ejército invasor. Una alegría loca, la ilusión de ver a su amado, le atravesó el pecho. Corrió hacia la aldea, pero antes de entrar, Yaiza la detuvo, ocultándola en un bosque cercano; mientras corrían le fue diciendo:

—Te buscan. Samal me advirtió que te ocultara.

—¿Quién?

—Hombres de Musa. Hablan de que conoces un secreto, que Tariq no quiere entregar algo, que tú lo harás.

Al oír aquello, a Alodia le dio un vuelco el corazón. Volverían y se la llevarían, la torturarían y la obligarían a hablar. Pensó que quizá perdería a su hijo o se lo quitarían. Desde aquel momento, su vida cambió. Por las noches tenía pesadillas en las que una serpiente se tragaba a su hijo, una serpiente igual a la que había visto en la cueva de Hércules. Los días de la cueva volvieron a su mente y con ellos el sufrimiento de verse encerrada y destinada a morir. A veces se despertaba gimiendo e incluso gritando.

El muchacho, Cebrián, aquel chico de rostro torpe, de lenguaje inacabable, apareció en el poblado. Se rió de ella al ver su embarazo, preguntándole si había comido muchas ciruelas aquel verano. Ella suavemente le explicó que era un hijo, un hijo de Tariq. Al evocar al conquistador, la cara de Cebrián se ensombreció.

—Te ha hecho desgraciada, con él has llorado.

Alodia no le contestó, simplemente le abrazó contenta de volver a verlo.

Entre las otras tribus bereberes había corrido el rumor de que la mujer de Tariq moraba entre las gentes de Samal. Los árabes volvieron, buscándola una y otra vez. Las mujeres la escondían y sufrían los abusos de los guerreros de Musa, quienes presionaron al jeque para que la entregase. Samal no transigió, cumplía las órdenes que le había dado Tariq: proteger a Alodia.

La sierva estaba asustada, cada vez más; las mujeres veían cómo se iba consumiendo, su rostro se volvió pálido y demacrado. No se quejaba, pero no emitía una palabra, alguna vez se dirigía a Cebrián. Sólo el muchacho con su jerga continua e ininteligible le proporcionaba un cierto sosiego.

Al verla así, los habitantes del poblado se intranquilizaron y hablaron con el jefe del clan. Samal la llamó para intentar calmarla, asegurándole que allí estaría protegida: nunca la entregarían a Musa. Samal era un hombre bueno. Quizá las privaciones, quizás el embarazo, hicieron que ella no le escuchara. Temía por todo y huyó.

Cebrián se fue con ella. Cebrián era su guardián, entre los musulmanes se decía que cada hombre posee su guardián. Alodia pensó que el suyo era el muchacho, siempre había aparecido cuando lo necesitaba; siempre la había guardado y querido.

Las aves migraban hacia África, a las tierras del Magreb, cuando ella emprendió el camino al Norte, al lugar que Atanarik un día le había señalado, hacia las montañas lindantes con el mar cántabro, al lugar donde moraba Belay.

No podía caminar deprisa porque se encontraba pesada por la preñez, sin fuerzas. Para evitar encontrarse con nadie solían marchar de noche. Avanzaban muy despacio. Siempre asustada de que alguien la siguiese. Cebrián no se separaba de ella. Aunque a menudo parecía que había desaparecido, la vigilaba continuamente. Comenzó a hacer frío, el invierno se adelantó en aquellas tierras del norte de la meseta, unas tierras esteparias y llanas, en donde no se había podido sembrar cereal por la guerra siempre latente.

Al final de una larga jornada, se detuvo fatigada y molesta, sentándose en una piedra, la espalda apoyada junto a un árbol.

Cebrián le preguntó.

—Tu hijo… ¿va a nacer?

Ella asintió.

—Sí. No es todavía inminente, pero no tardará mucho en llegar.

—Debemos parar.

—No podemos. Los hombres de Musa me persiguen…

—¿Adonde vamos?

—Al Norte, a buscar a Belay.

—¿Falta mucho para el Norte? —Cebrián hablaba del Norte como si fuese un lugar o una villa.

—Sí, quizá semanas. Yo no puedo seguir, hay que buscar un lugar donde mi hijo pueda nacer.

—Tú, aquí —Cebrián le señaló el lugar donde estaba sentada—, yo voy a buscar.

Salió corriendo. Ella se quedó sentada en una piedra mirando al horizonte. El sol estaba en su ocaso; de pronto hacia el oeste, la vio, la estrella de la tarde, la estrella de Tariq. El anhelo por el amado colmó el corazón de Alodia, deseó estar junto a él, servirle y sentirse segura como en tiempos pasados.

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