A Adosinda le llegan noticias de los saqueos del gobernador y de los robos en las montañas. No sabe cómo proteger a sus gentes, hasta ahora han sufrido algunos asaltos del gobernador Munuza, pero han podido rechazarlos pagándole algún tributo o caudales. La nueva amenaza es distinta por desconocida. ¿Qué podrán hacer unas mujeres con unos cuantos peones y jornaleros, ante los ataques de los bandidos?
Trata del problema con la esposa de Belay. Gadea no se amilana, y decide armar a los campesinos; ordena a Toribio que les enseñe a luchar. Adosinda está en desacuerdo, y protesta. Piensa que es peligroso que los siervos manejen un arma, quizás un día puedan levantarse contra sus propios amos. Gadea le replica que ésas son manías absurdas. Los hombres de la casa de Belay son fieles a la familia de Belay y especialmente a ellas.
Gadea arguye frente a su cuñada que su esposo estaría de acuerdo, que pronto volverá y se hará cargo de todo, que necesitará gentes que luchen con él, protegiendo las tierras.
Las mujeres discuten, pero finalmente Adosinda acepta lo que el ama de la casa, la esposa de su hermano, decide.
Pasan los días, se palpa una gran intranquilidad, como si algo grave se avecinase, algo más grave aún que la conquista, que las extorsiones de Munuza, que la prisión de Belay. Se habla de que el gobernador saquea las haciendas de la costa, que busca doncellas de hermosa presencia y jovencitos, que luego envía al Sur, que de allí pasan a los mercados de esclavos de África. Hay miedo.
Un hombre se acerca, aparece herido en la puerta de la casa. Es un noble hispanorromano de una villa cercana a Gigia: un hombre fuerte de barba entrecana y aspecto desolado. Le acompaña una comitiva de fieles que también muestran las huellas de la refriega. Dobla la rodilla ante la dama y comienza a relatar su historia. Afirma llamarse Bermudo, su linaje procede del lugar de Laviana, en las montañas más al oeste de Siero. El padre de Bermudo recibió una donación real en tiempos de Chindaswintho: una antigua villa romana con sus colonos y tierras. Ha morado allí hasta que unos meses atrás, uno de los hombres de Munuza puso su mirada en las tierras de Bermudo. Hacía apenas una semana, había sido atacado por aquellos hombres extraños que procedían del Sur. Había tenido que huir. Ahora se dirige a buscar refugio en las tierras de su linaje, en Laviana, en las montañas.
Acude a Adosinda preguntándole por Belay. Ante la mención del nombre de su hermano, la expresión de Adosinda cambia. «¿Qué sabes de él?» El noble herido le contesta: «Se dice que ha huido de Córduba, se dice que es el único que puede enfrentarse a los invasores, se dice que ha traído hombres y armas de las tierras conquistadas.» Al fin, Bermudo concluye: «La esperanza de muchos está puesta en tu hermano.» Adosinda no logra que le diga nada más.
El regreso
Un hombre a caballo retorna tras un largo viaje. Le siguen un grupo de fugitivos, hombres que han perdido sus tierras, muchos de ellos espatharios de Roderik, otros, witizianos como Wimar que han luchado contra los extranjeros y no se han sometido a los invasores. Han conseguido fugarse de la prisión de Córduba donde los árabes han concentrado a nobles que consideran rebeldes o, sencillamente, a aquellos que no han colaborado en la conquista. Han escapado en un momento de confusión debido a una revuelta popular en la ciudad. Los islámicos habían convertido a la antigua iglesia de San Vicente en una mezquita musulmana. La cólera se ha desatado por las calles de la antigua urbe romana. La prisión ha quedado desguarnecida porque gran parte de los carceleros han debido acudir a sofocar la revuelta. Dentro de la cárcel se ha producido un motín, algunos presos han logrado escapar, entre ellos se encuentra Belay.
Los fugados se suman al levantamiento; la lucha se extiende por las calles; pero, al fin, los árabes sofocan la revuelta, y los causantes de la sublevación, perseguidos, han de refugiarse en las montañas cercanas, Belay se une a ellos.
En las serranías de Córduba se convierten en bandoleros; atacan a las comitivas que intentan atravesar la sierra oscura y morena que enmarca el valle del Betis. Tras resistir unos meses, alguien les traiciona y revela el refugio de los rebeldes a las tropas del gobernador de Córduba. Son cercados en las montañas, muchos mueren, y los pocos supervivientes deben huir. Belay, entonces, dirige a aquellas gentes sin patria, hacia los picos nevados del Norte, hacia las montañas junto a las cuales transcurrió su infancia y juventud. Nadie entre las tropas le cuestiona como dirigente, y le siguen en su huida hacia las tierras cercanas al mar de los cántabros. Galopa, atravesando las tierras llanas de la meseta, mientras medita lo ocurrido en los últimos tiempos. En sus días como rehén en Córduba le llegaron noticias de que tiene un hijo y de que Munuza extorsionaba a sus gentes. Desea con todo su ser regresar a las tierras donde su esposa Gadea le aguarda; pero esto no le va a ser fácil, sabe que el gobernador Munuza ha asentado más aún su poder en las tierras astures. En el camino hacia el norte, intentando evitar las patrullas bereberes que recorren la meseta, va diseñando un plan.
Al salir del Sur lleva consigo sólo una tropilla de fieles; pero otros se les van uniendo: witizianos y fieles a Roderik, nobles y plebeyos, gentes que nunca han tenido dónde caerse muertos y gentes que lo han perdido todo. Con aquel pequeño ejército ha recorrido las tierras de la antigua Hispania romana, las tierras del reino de Toledo. Ha visto la destrucción en muchos lugares. En otros, la vida florece de nuevo. En el Sur, en las antiguas ciudades romanas, se construyen mezquitas y se clausuran iglesias. Las aljamas judías cobran un nuevo esplendor. Las ciudades en las que predominan los hebreos han sido totalmente respetadas.
Sí. Belay se dirige hacia el norte. A su paso, ve los campos quemados, tierras de las que los dueños han escapado. En otros lugares, sobre todo en los pastizales de la meseta norte, los bereberes se han instalado y crían ganado; allí parece haber cierta prosperidad. Los nómadas del Norte del Magreb han ido ocupando aquellas tierras anteriormente vacías de hombres, tanto por la peste y la sequía como por la crisis económica y humana que asoló el reino visigodo en sus últimos tiempos. En otros lugares, los bereberes han desplazado a antiguas poblaciones de origen celtíbero o visigodo, tras someterlas.
En su recorrido al Norte, se da cuenta de que ya ha pasado con creces la treintena, que se aproxima a los cuarenta, edad de madurez. Ha dedicado casi toda su vida a la guerra o a las intrigas en la corte toledana. Percibe con claridad dolorosa que tiene un hijo, al que no conoce, y una esposa, a la que añora, y con la que no puede convivir. En su mente sólo hay un pensamiento, rebelarse contra los que oprimen las tierras cántabras para conseguir una cierta autonomía para sus gentes, y seguridad para sus hombres y ganados.
Regresa al Norte. Retorna a la antigua tierra de sus antepasados. Ahora ya no lleva un pacto con él, que por lo demás no fue respetado, sino la firme decisión de enfrentarse al invasor. Recuerda aquella reunión en Onís, varios años atrás. En aquel momento se calló, pensaba en la paz, en una vida tranquila con su esposa Gadea. Le viene a la mente lo que en la campa de Onís dijo uno de los que se oponían a un acuerdo con el invasor; aquel hombre había manifestado que la paz no es posible cuando no hay justicia. Piensa que el gobernador de Gigia supone un abuso para las tierras astur cántabras, Munuza es el atropello y la iniquidad continuos, la arbitrariedad de una ley que se amolda a la voluntad cambiante del conquistador.
Sí, durante el camino al Norte, Belay va diseñando un plan.
No volverá directamente a Siero, a la heredad de los Balthos, a las tierras de los antepasados de su padre, fácilmente atacables. No. Se refugiará en las tierras de la familia de su madre, cercanas a Ongar. Tierras tan montañosas que impiden el paso a cualquier persona que las desconozca. Desde allí, comenzará a actuar. Sus compaisanos están asustados por las fuerzas de Munuza, por su política de acoso constante, de aceifas y saqueos. Hay que conseguir demostrar a las gentes que Munuza no es invencible. Habla con los hombres que le acompañan, quienes se muestran de acuerdo con él.
Las montañas les abren su interior, picachos como agujas de piedra caliza con vetas verdes de una vegetación que desafía a la altura, matojos en lo alto de las peñas o incluso algún árbol de hojas oscuras. En lo más alto, la roca blanca, negra y con vetas anaranjadas. Junto al estrecho camino que bordea el Sella, bosques de robles centenarios, algún prado tratando de encaramarse en la montaña. La niebla les rodea por todas partes, aunque a menudo se abre y deja ver una nube, a lo lejos, posándose en los prados y en las montañas.
El río Sella levanta espumas en los rápidos e incluso vaho. Llueve pero no hace frío. Entre los macizos de piedra y la lluvia avanza el derrotado ejército que acompaña a Belay desde la meseta. A retazos, los árboles forman casi un túnel de verdor sobre el camino y junto a la ribera del río; son fresnos, abedules y avellanos.
Al fin las montañas se abren, en un espacio más amplio, rodeado aún por las montañas; es la campa de Onís. Con su tropilla, sube por la ribera del Deva, más allá hay una fortificación ruinosa que se edificó sobre un antiguo castro celta. Está atardeciendo, en el horizonte, el lucero del crepúsculo brilla con fuerza. Se ocultará cuando desaparezcan los últimos rayos del sol. A un lado de la fortaleza, arriba en la pared en la roca, se ven las luces de la cueva de Ongar, el santuario de los monjes.
Se refugia en las ruinas cercanas a Ongar, él y sus hombres las fortifican. Son gentes aguerridas de muy diverso origen: leñadores y pastores de las montañas, hombres que lo han perdido todo en el Sur, nobles y siervos. Todos, individuos valerosos que quieren guerrear.
Hay trabajo, mucho trabajo para acondicionar el lugar devastado en las purgas de Chindaswintho, más de cincuenta años atrás. La antigua fortaleza se elevaba sobre lo que ahora es una hondonada cubierta de maleza. Bajando las faldas de la colina, se llega al torrente y más arriba a la cascada; sobre la que en una cueva se levanta una ermita de madera, la Santa Cova de Ongar.
Por las laderas, Belay y sus hombres suben piedras que arrastran sobre grandes planchas de madera con tracción animal; con ellas reconstruyen la perdida muralla del recinto. En la parte baja de la hondonada talan algunos árboles, dejando las tierras limpias para roturar. Con la madera y sobre los cimientos de piedra que aún restan, rehacen las antiguas construcciones de tiempos pasados, que en un tiempo constituían la fortaleza.
Belay se atrinchera en aquel pequeño baluarte, tras los picos de la cordillera del Mons Vindius, en el mismo lugar en el que dos siglos atrás su antepasado Aster peleó contra los godos. Poco a poco, el lugar selvático se va tornando habitable.
El antiguo espathario real va ganando adeptos en la cordillera, gentes que detestan al invasor y que le transmiten los movimientos de las tropas sarracenas. En manos de los proscritos van cayendo víveres, armas y caudales. Bajo la fortaleza y en las tierras roturadas se instala un pequeño poblado de labriegos, la vida retorna al mítico valle de Ongar. Belay gusta pasear entre aquellas gentes sencillas que hablan con el dialecto que él mismo utilizaba en su infancia. Suele caminar entre las chozas junto al río y detenerse bajo la cascada, que en días de lluvia cae con un estruendo impetuoso. Siente que hay algo mágico en aquel lugar y se abstrae pensando en la futura campaña hasta que nota una presencia tras de sí. Es un hombre anciano, que ha vivido en los bosques que rodean la fortaleza de Ongar; ahora todos han bajado de su escondrijo y se han unido a la rebelión de Belay.
El anciano se inclina ante el que considera su señor, saludándole con respeto:
—Mi señor, el padre de mi padre oyó muchos años atrás una antigua profecía que decía «la salvación vendrá de las montañas cántabras». Vos sois el Hijo del Hada, el descendiente de Aster. Vos sois la salvación de estas tierras.
Belay sonríe, recuerda que esa leyenda circuló en su familia, en los lejanos días de su infancia. Alguien cambiaría el mundo que conocían y tras él vendría algo mejor. Mira hacia lo alto a los picachos que se alzan a lo lejos ante él, al monte Auseba que parece guarecerle de todo mal. Se vuelve, no desea que el anciano vea la emoción de su rostro. Quizá no es él, el llamado a salvaguardar las tierras de su infancia frente a un enemigo poderoso; él, que ha sido vencido en el Sur repetidamente. No, no se siente capaz de cambiar el mundo, pero va a poner todo lo que esté en su mano para defender a sus gentes. Soñará, trabajando y trabajará soñando. Aunque él piensa que en otro está la llave de su destino. Ha cerrado los pasos que rodeaban a Ongar, como un día lo hiciera su antepasado Aster.
Al ver cómo Belay contempla el valle, el anciano le dice:
—En el pasado el valle era aún más impenetrable, una hechicera, cuando Chindaswintho destruyó Ongar, hizo caer aquella parte de la montaña, la que comunica con la campa de Onís.
—Lo sé —responde Belay—. Por eso he fortificado la entrada al valle. Allí mis tropas hacen guardia continuamente impidiendo que nadie pueda entrar ni salir.
Belay sonríe a aquel hombre y de nuevo mira hacia lo alto; se abstrae, se da cuenta de que aires de rebeldía recorren los valles y las montañas astures, llegando hasta las cumbres, que sobrevuelan águilas y buitres leonados.
Cuando Belay intenta seguir hablando con el anciano, éste ha desaparecido.
Pasan los días y al fin, el descendiente de Aster se siente convenientemente resguardado por las nuevas construcciones. Es entonces cuando convoca a las antiguas gentilidades cántabras y astures, a los dueños de las villas saqueadas, a todos aquellos que en la reunión de Onís, pocos años atrás, se mostraron reticentes al invasor.
Elude a aquellos otros que en aquel tiempo colaboraron abiertamente con el invasor: los comerciantes de la costa, los propietarios de las ricas villas junto a Gigia, los renegados.
De este modo, en la gran campa de Onís junto al río Sella, se reúnen los que quieren rebelarse frente al gobernador. Son multitud de hombres de la costa y de las altas montañas, también de las tierras más llanas del occidente astur. En la campa de Onís se encienden fuegos y Belay, rico ahora tras el ataque a varios cargamentos del gobernador, ordena que se asen corderos, terneros y cerdos. La sidra corre entre los hombres del mar y de las montañas produciendo un ambiente festivo en el corazón de aquellos hombres, que no mucho tiempo atrás se habían rendido al enemigo.