«No hay más Dios que Allah, y Mahoma, su profeta.»
En las angosturas de las montañas, este grito resuena una y otra vez, repetido por el eco. Cuando cesa, no se escucha el ruido de los pájaros ni los rumores de la Naturaleza. Los árabes sospechan que son observados desde las alturas. A veces se escucha una trompa, alguien avisa a algún otro; desde un valle hasta el siguiente. La mirada de los hombres de África se detiene ante los peñascos grises moteados de verdín, una enorme muralla defensiva que se pierde hasta donde llega la vista. De cuando en cuando, en la roca, crecen arbustos e incluso algún haya que se bambolea con los vientos. Una cresta de piedra semeja la espina de un dragón dormido. Atraviesan la región de cimas altísimas, país de breñas y de nieblas, de tajos hondos, de gargantas cerradas o de ríos torrenciales. Las nubes oscuras, amenazadoras, cruzan la cordillera cántabra, formando figuras de aspecto maligno sobre los riscos. Muchos de los hombres que provienen del Sur se estremecen presintiendo un destino aciago, un mal augurio.
Encaran un viento salvaje y fuerte, que mueve las crines de los caballos y las túnicas de los hombres. Hombres a caballo, aguerridos en mil luchas, infantes a pie con lorigas de cuero y cascos puntiagudos. Su señor, el general Al Qama, les precede en un caballo de pelaje oscuro al que le cuesta avanzar entre los peñascos. El general no les permite detenerse un instante, marchan todo lo deprisa que pueden en aquellos largos días del principio de primavera.
Los riscos, inabarcables por la mirada, van quedando en la retaguardia. Ahora cruzan laderas pobladas de robles, hayas, castaños, alisos, abedules, espinos, helechos y grosellas. Los valles en la falda de la cordillera son más amplios y hondos. Han llegado a tierras de praderas y bosques, donde en las laderas de las montañas se balancean los antiguos castros semiabandonados, caseríos y aldeas.
Los espíritus de capitanes árabes y guerreros de múltiples lugares se esponjan, cuando dejan las montañas atrás y alcanzan la gran llanura costera de clima húmedo y más templado, tierras donde florecen higueras y laureles, junto a robles, nogales y castaños. Han llegado a los valles abiertos cercanos a la costa, llanuras de pomares fecundos, de vacadas y pastos.
Al fin, ante ellos se extiende el mar cántabro, picado por la marejada. Es un día de sol, en el que las aves marinas planean sobre la costa, con gritos de un llanto antiguo. Frente a los guerreros llegados del Sur se abre una bahía, enmarcada por dos grandes salientes en la costa. En uno, los restos del antiguo poblado de los cilúrnigos, el castro de Noega; allí, el humo asciende entre las cabañas circulares o cuadradas. En el otro extremo de la bahía, sobre un cerro —el cerro de Santa Catalina— que, al subir la marea, queda aislado de la costa, se alza Gigia, ciudad romana. Apoyado en el cerro y hundiéndose en la bahía está el puerto.
El gran ejército de Al Qama acampa en la llanura costera y para aprovisionarse asalta las villas romanas cercanas a la ciudad. En aquellos campos asolados, Al Qama ordena que se disponga un campamento para las tropas, después se dirige a la antigua urbe romana. El promontorio de la ciudad de Gigia está ahora accesible, ha bajado la marea, una lengua de arena une el cerro de Santa Catalina con el continente.
El árabe sube por la cuesta que conduce a la ciudad acompañado de sus capitanes. Las puertas de la gran alcazaba, que siglos atrás fue una fortaleza romana y después residencia del gobernador visigodo, se abren ante los oficiales árabes. Munuza se siente intimidado por Al Qama. El gobernador de Gigia es un bereber que, tiempo atrás, fue apoyado por Musa. Ahora, Munuza no tiene ningún valedor en la corte cordobesa. Sabe que va a recibir muchos reproches y pocos parabienes del general Al Qama, un hombre de piel oscura, con cicatrices que le atraviesan el rostro. Vacilando, con voz entrecortada, Munuza expone la situación de las tierras que gobierna:
—¡La bendición de Allah sea contigo! Doy gracias al Todopoderoso de vuestra presencia en estas tierras cántabras. Al fin habéis venido, llevo más de dos años solicitando ayuda. Los astures se han fortificado, junto a ellos se han refugiado algunos godos escapados del Sur. Nos acosan en una campaña de guerrillas. Su táctica es la de atacar a los carros y convoyes que salen hacia la Bética, e impedir el paso de los que desde el sur atraviesan las montañas hacia el mar cántabro. Nos ahogan…
La voz de Al Qama es dura e hiriente cuando le interrumpe:
—No has sabido hacerlo. No has sabido ahogar a la víbora en su cueva. Requieres las tropas del califa, que deben resolver asuntos más importantes que unos cuantos rebeldes en las montañas.
Munuza inclina la cabeza, suavizando las quejas:
—Todavía controlamos en parte la situación, los rebeldes no son capaces de enfrentarse abiertamente a las victoriosas tropas del Islam. Muchas villas y poblados siguen sometidas al poder del califa y no se atreven a eludir el pago de impuestos…
Al Qama se enfurece, le disgusta la ineficacia del gobernador de Gigia, por lo que le responde airadamente:
—El pasado año no llegó ni un solo sueldo, ni de oro, ni de plata, a la corte de Córduba. Esos caudales son de la
umma
, del Islam. Ambassa está muy disgustado por tu cobardía. Se necesitan esos recursos para continuar las campañas frente a los politeístas… Son tiempos difíciles para la conquista, muchos se rebelan a la par en diversos lugares.
—Sí, mi señor —afirma con tono humilde Munuza.
Al general Al Qama le irrita la actitud servil del gobernador, al que considera un incompetente. Ahora será él quien tome la iniciativa, quien dirija una nueva ofensiva; por eso, le pregunta sobre quién dirige la revuelta en las tierras cántabras, y dónde se oculta.
—La cabeza de todos es un tal Belay. Fue espathario de Roderik, procede de estas tierras, su familia posee aquí un gran prestigio. Cuando regresó del Sur se refugió en el lugar que ellos consideran sagrado: Ongar, un valle inaccesible en las montañas. Poco a poco, se ha hecho fuerte y se ha asentado en la comarca del Sella, ocupando las tierras de Onís, en una antigua villa romana que ha fortificado. Me han llegado noticias de que le han nombrado Princeps de los astures, algo así como su señor. Ahora, los montañeses acuden a él, que actúa como juez, dirimiendo pleitos entre ellos, e incitándoles a no pagar los tributos. Ha conseguido que la cordillera sea infranqueable, su prestigio crece de día en día…
—¿Quiénes le apoyan?
—A Belay le apoya Bermudo, un Rumi de las tierras de Laviana, y Pedro, señor de Cantabria. Los rebeldes se han refugiado en los valles abruptos de las montañas de Vindión. Nos tienden continuamente emboscadas, es muy difícil atravesar la cordillera.
—¿Mantenéis el control sobre las tierras llanas?
—Sí, pero ese hombre las ataca continuamente. El tal Belay es imposible de atrapar. Hay muchas gentes que, en secreto, lo apoyan. Nunca se enfrenta directamente en campo abierto sino que nos atrae hacia lugares inhóspitos y nos destroza. Cada vez es más fuerte. Unos meses atrás, asaltó el convoy con los tributos del último año… fue por eso por lo que no llegó ni un diñar a Córduba.
El general Al Qama le observa despreciativo:
—Veo que no eres capaz de destruir las madrigueras de la víbora. Para ello hay que enfrentarse directamente y extinguir en su raíz cualquier foco de resistencia. Todas las villas que rehúsen pagar el tributo serán consideradas rebeldes y serán arrasadas. Hay que provocar el miedo entre las gentes. Después, le plantaremos cara a ese asno salvaje, le iremos arrinconando hasta aniquilarle.
Al Qama emprende una campaña de terror, de destrucción y de pillaje. El gran ejército proveniente del Sur, junto con las tropas de Munuza, destruye una a una las zonas en las que se sospecha que hay resistencia. Comienzan con las villas cercanas a la costa, las alquerías, los puertos pesqueros; después, valle tras valle, penetran en el interior y los rebeldes van cayendo en sus manos. Después, río Sella arriba, se encaminan hacia la villa romana que Belay ha fortificado. Cuando los vigías de los pasos comunican a su señor el avance de las tropas musulmanas hacia Onís, el príncipe de los astures traslada a Gadea y a sus hijos al valle de Liébana, donde piensa que estarán más seguros bajo la protección de la familia de Ormiso y del duque Pedro.
Belay envía a sus hombres a pedir ayuda a las gentilidades que durante años han vivido ajenas al destino de los godos, ocultas en la cordillera. Espera que acudan a la llamada del heredero de Aster.
Los árabes, al avanzar, queman y arrasan las tierras de Onís, cercan la hermosa casona de Belay, casi una fortaleza, junto al río Sella. Dentro de ella se organiza una tenaz resistencia; los rebeldes se fortifican. El ejército musulmán utiliza para rendirlos máquinas de guerra: grandes arietes horadan los muros firmes que rodean la villa, y catapultas incendiarias lanzan bolas de fuego sobre la morada de Belay. Las llamas se alzan al cielo, que se cubre de un humo oscuro. El príncipe de los astures entiende que la derrota es inminente y es entonces cuando su cuerno de caza resuena en retirada.
El descendiente de Aster, como tiempo atrás lo hiciera su antepasado, se interna en las montañas, buscando el refugio inaccesible de Ongar. En aquel lugar sagrado, Adosinda y los fieles a la casa de Belay les acogen, reciben a unos cuantos guerreros heridos, tan sólo unos centenares, los restos de la resistencia a los invasores árabes. Hombres que han perdido ya una batalla en campo abierto, en la campa de Onís, hombres desmoralizados y heridos. Belay cabalga al frente, con el cabello claro tiznado de hollín, magullado, con las ropas manchadas de sangre, está lleno de melancolía, se sabe vencido, en su corazón no cabe ya la esperanza.
A llegar a la fortaleza de Ongar, derrotado y entristecido, Adosinda se abraza a su hermano intentando darle ánimos. El le relata lo ocurrido. «Resistiremos», afirma con decisión Adosinda, pero ella sabe bien que cualquier oposición es imposible. Disponen a las tropas en lugares estratégicos del baluarte y aguardan la llegada de las tropas sarracenas.
Desde la altura de la fortaleza que flota entre neblinas, divisan en el fondo del valle a los islámicos que avanzan gritando palabras en una lengua extraña, seguros de su victoria.
Los ismaelitas rodean los fuertes muros de Ongar. Los alaridos ininteligibles, cargados de sonidos guturales, de los musulmanes aterrorizan a los moradores del reducto. Vistos desde las murallas, los árabes parecen un enjambre de pequeños animales de presa que se mueven de forma amenazadora. Sitúan catapultas bajo la fortificación, y comienzan a lanzar enormes piedras contra las murallas, que se abren y van cayendo. Los muslimes penetran en el interior del baluarte, emitiendo gritos salvajes.
Al llegar al patio central, rodean a Adosinda, que se defiende bien con una larga guadaña. Toribio le grita que debe irse y la conduce hacia fuera, hacia el túnel que, labrado en la roca, acaba en la cueva. Antes de abandonar las paredes de la que ha sido su morada en los últimos meses, puede ver cómo agarran a una mujer por los cabellos, es Fructuosa, el ama que ha criado a Belay. No puede auxiliarla.
A Alodia sólo le importa una cosa, su hija Izar. Agarra fuerte la mano de la niña y huye con ella hacia la cueva, hacia el santuario, quizás aquellos hombres respeten el lugar sagrado. Los arqueros y los guerreros de Belay amparan la huida de las mujeres y los niños por el túnel que conduce hacia la cueva de Ongar. Desde la montaña, en la entrada del túnel, uno de los hombres de Belay provoca un desprendimiento de tierras que impide el paso de los ismaelitas.
Después, todos los que quedan fuera de la cueva suben por la escalera de madera que conduce al cenobio de los monjes y se refugian en aquella oquedad, elevada en lo alto, como su última posibilidad de salvación. El último que llega es Belay. Es él mismo quien, a golpe de espada, destruye la escala que constituye ahora el único lugar de acceso a la gruta.
En el interior del repecho bajo la roca, las gentes lloran y rezan a aquella figura que a Alodia le recuerda a la diosa madre. En la abertura de la cueva, mirando la masacre que han ocasionado las tropas musulmanas, examinando la destrucción de la fortaleza de sus antepasados, se halla Belay. Su rostro ensombrecido muestra signos de angustia y de pesar, no puede soportar ver el desastre. Adosinda está con él, con la mano le estrecha fuerte un brazo, intentando indicarle que debe sobreponerse a la derrota. Él respira hondo, tratando de liberarse de la angustia que le atenaza el corazón. Transcurren unos segundos en los que mira fijamente a sus enemigos, sin verlos, abstraído por el dolor de la derrota. Un ruido le hace volver en sí, son sus gentes que rezan, suspiran y lloran junto a la imagen en el fondo de la cueva. Volviéndose se acerca a todos ellos, que rodean la imagen pidiendo un milagro. Él, que nunca ha sido un piadoso creyente, en aquel momento de gran necesidad, mira a la imagen y le dirige también una súplica.
A su lado aparece Voto, lleva una cruz en una mano y la copa sagrada en la otra, le dice:
—¡Vencerás!
—Se ha perdido todo, debería rendirme.
—¡No! ¡Arrodíllate!
Belay se arrodilla.
Voto le bendice con una cruz sencilla, dos palos entrecruzados. Después le hace beber el vino de la copa.
—Ésta es la copa del bien y de la sabiduría. Pídele a Dios la victoria.
Belay así lo hace y pide la victoria. Una nueva fuerza le llena. La desesperación cede, comienza a dirigir la batalla de un modo distinto. En la abertura de la Cova de Ongar dispone a los arqueros. Después hace que Toribio, acompañado de otros hombres fuertes, derriben una de las paredes del cenobio de los monjes. Con las piedras de la pared consigne proyectiles, que son arrojados hacia los invasores por mujeres e incluso por los niños.
Izar disfruta lanzando las piedras, una flecha se clava detrás de la niña. Alodia angustiada grita, ordenando a su hija que se sitúe atrás, en el fondo de la cueva, sin moverse de allí.
Los árabes, desde abajo, les acorralan con más flechas y más piedras pero, muchas de ellas, por la fuerza de la gravedad, son devueltas a los que las envían. Los de la gruta empiezan a decir que es un milagro. Cede en algo el pesimismo que envuelve a los cercados.
Adosinda, desde la altura de la oquedad en la ladera del monte Atiseba, fija la vista en las minas de la fortaleza de Ongar, los musulmanes han destruido la casa que había organizado con tanto esfuerzo en los últimos meses. No hay tiempo para llorarla, la situación se ha vuelto crítica. El ama de Siero se convierte en un guerrero más.