El astro nocturno (65 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: El astro nocturno
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—¿No podéis negociar?

—Lidera a los vascones un tal Eneko; un hombre duro que no quiere acuerdos ni componendas, dice que la región de las fuentes del Iberos es de las gentes vasconas. Considera que nosotros somos sus únicos enemigos porque no tiene ya que enfrentarse a los árabes de Córduba. Mas abajo del curso del río Iberos se encuentran las tierras del conde Casio, que se ha convertido al Islam y constituye una barrera entre los ataques de Córduba y los vascones. Eneko mantiene muy buenas relaciones con Casio. Ya que no necesita una protección hacia el Sur, quiere que abandonemos las tierras del Iberos. Nos hemos negado y Eneko nos considera sus enemigos.

—La tierra es ancha, venid a las tierras astures.

—He perdido la fortaleza de Amaia —le recuerda Pedro con pesar—, las tierras de mis antepasados. No soy capaz de empezar de nuevo, yo soy ya mayor y no puedo seguir luchando… ¡Esos vascones! ¡Si pudiéramos llegar a un acuerdo! Es un pueblo tosco y tozudo, con quien es imposible negociar… No hay nada que podamos ofrecerles para conseguir la paz…

La faz de Pedro muestra las huellas del cansancio. Los vascones son belicosos, difíciles de apaciguar, no se rinden ante nadie. En aquel momento, torna a la mente de Belay la figura de un hombre de pardas vestiduras.

—En Ongar vive un monje. Procede de las tierras vascas. Entiende su lengua. El me habló de ese Eneko, quizás el monje pueda ayudaros.

—¿Cómo?

—No lo sé, hablad con él. Esta tarde podéis regresar a Ongar con mi hermana Adosinda, que mora en la fortaleza cercana a la cueva. Desde aquí es poco más de una hora de marcha. Voto es un hombre sabio, que puede ayudaros a tratar con los vascones, pues es uno de ellos.

Pedro acepta. Después de la comida acompaña a Adosinda y al séquito que ésta trae consigo hacia el valle de Ongar. Marchan cuando el sol aún está alto, pero comienza lentamente a descender en aquel largo día de primavera. Siguen la ribera del río, para después entre bosques de robles y castaños introducirse en el sagrado valle de Ongar. La vegetación exuberante por las lluvias casi continuas hace que el valle muestre un aspecto selvático; en la frondosidad de la floresta los caminos a menudo son ahogados o borrados por la vegetación.

Por el camino, Adosinda habla con Alfonso, un muchacho alto de unos quince años. Alfonso será el heredero de Pedro, un hombre que un día llegará a ser poderoso en aquellas tierras. A pesar de su juventud, el muchacho ya ha luchado en alguna batalla. Los tiempos difíciles le han hecho recio y determinado. El ama de Ongar se sorprende de su desparpajo y firmeza.

Al llegar a la fortaleza, desmontan. Adosinda acompaña a Pedro hacia el monasterio a hablar con Voto.

El monje sale del cenobio, la hermana de Belay hace las presentaciones y se retira. El eremita se sienta en la bancada de piedra donde tiempo atrás habló con Alodia. El rostro de Voto es amable, es un conocedor de espíritus, y adivina que en Pedro puede encontrar a alguien afín a él. El antiguo duque de Cantabria se desahoga ante la mirada amable del monje, exponiendo su situación con detenimiento. Al oír todo aquello, Voto se sorprende:

—¿Que Eneko no tiene ya más enemigos que vos? —le pregunta Voto—. ¿Que hay paz en las tierras vascas?

—Sí. Casio impide el paso de los musulmanes por el sur. Las tribus vasconas se han unido entre sí porque son cristianas…

—Entonces ha llegado el momento de la partida. Debo retornar a la tierra de mis mayores, juré que volvería cuando llegase la paz. Hablaré con Eneko, no se podrá negar a lo que le pida.

—¿Qué queréis decir?

—Eneko me protegió frente a los hombres del conquistador Tariq, el bereber. Me condujo aquí pero con la condición de que regresase cuando la paz hubiera llegado a sus tierras. Tengo algo que él desea mucho. Ese algo se puede cambiar por la paz. Sí. Es el momento de que los pueblos cristianos del Norte lleguemos a un acuerdo, de que estemos en paz. Hablaré con él. Iré con vos hasta Tritium y después seguiré hasta el Pirineo. A las tierras de mis mayores.

—Si conseguís un acuerdo con Eneko tendréis todo mi agradecimiento. ¿Cuándo podréis partir?

—Debo despedirme de los monjes y solucionar algún que otro problema.

—Os esperaré dos días en la campa de Onís, en la morada del noble Belay, iremos por los caminos de la costa que son más seguros que los del interior.

Pedro se retira, intercambiando ambos palabras de despedida y agradecimiento.

El monje se queda pensativo, desde el lugar en donde está puede escuchar el ruido monótono de la cascada cayendo. Abajo la figura del antiguo duque de Cantabria, una figura con los hombros caídos, con aspecto cansado, monta ayudado por sus fámulos en un caballo tordo. Después lo ve alejarse por el camino que pasa por delante de la fortaleza. Al llegar a la puerta, sin apearse del caballo, se despide con un respetuoso saludo de Adosinda. Después, aquel noble, resto de la antigua aristocracia visigoda, desaparece en la selva de Ongar, rumbo a Onís.

Voto continúa un tiempo sentado, en actitud meditabunda. Después se dirige hacia la fortaleza.

Debe hablar con Alodia.

Quizás es el momento de regresar a las tierras que les vieron nacer.

18

Los adversarios

Se escucha el sonido de la alarma, una campana dobla a rebato, hacia la entrada del valle. En la villa de la campa de Onís todos se alzan nerviosos, abandonando sus tareas. Belay de un salto monta sobre su caballo, le siguen los campesinos armados de guadañas y hoces.

Podría estar produciéndose un ataque a la entrada del valle.

Salen galopando y se dirigen hacia donde la campana todavía dobla sin cesar. Belay piensa para sí: «¿Cómo es posible que se produzca un ataque? Llevamos un largo tiempo en paz.» A Belay le han llegado noticias de la revuelta bereber en la meseta y sabe que es difícil que, ahora que están divididos en una guerra civil, los musulmanes le ataquen. En cualquier caso, espolea firmemente a su caballo para que siga adelante.

Al llegar a la entrada del valle, desde la altura, los vigías allí apostados apuntan con sus arcos a un grupo de guerreros musulmanes, una tropa pequeña.

Cuando Belay puede observar más de cerca la escena, se da cuenta de que aquellos hombres, los islámicos, vienen en son de paz, no muestran disposición de atacar. De hecho, en ese momento han sido reducidos y están rodeados por los arqueros, sus armas depuestas. El vencedor de Ongar desmonta, le parece familiar el que comanda las tropas. Se acerca a él, es un hombre alto con cabello entrecano y mirada de color oliváceo, en la mejilla, una señal.

—¡Atanarik!

—¡Belay!

—¿A qué vienes a mis tierras? —le pregunta el antiguo Capitán de Espatharios—. ¿A atacarnos?

—No. Quiero negociar…

—¿Cuándo has regresado a Hispania?

—Hace poco más de un año. He vuelto a mis gentes, a los hombres de mi padre, los bereberes que cruzaron conmigo años atrás el estrecho. Nos hemos levantado en contra de los árabes que dominan Al Andalus. Vengo en son de paz, a llegar a un acuerdo contigo en contra del enemigo común.

A Belay la parece insólito que, frente a frente, se encuentre el antiguo compañero de las Escuelas Palatinas, el hombre que traicionó a su país, el adversario que sólo buscaba vengarse, pero para Belay, Atanarik es también su amigo, el que le ayudó a fugarse, años atrás, del palacio del rey godo, el único que le protegió en aquella corte corrupta en la que reinaba Witiza, el tirano que causó la muerte de su padre, Favila. En unos segundos, durante los que guarda silencio, rememora todo aquello; por ello le dice esperanzadamente:

—¡Quizá volvamos a estar del mismo lado!

—No hay ya witizianos, ni tampoco hombres de Roderik, si es a lo que te refieres; pero yo soy un musulmán, creo en Allah, el Único, el Todopoderoso y Clemente. Creo también que éste es un país de anchas tierras, en el que podemos vivir en paz…

Belay hace un gesto de asentimiento con la cabeza. Ambos se abrazan, les rodea una multitud de gentes, las de Belay —cristianas—, las de Tariq —con el signo de la media luna—. Antes de separarse del abrazo de Belay, Tariq musita en voz baja:

—Busco algo más.

—Me imagino qué es, a quién buscas. Nunca creímos que volvieses a por ella…

—¿Está aquí? ¿Es libre?

Belay habla con melancolía, como ocultando algo. Tariq se inquieta.

—Sí, ella está libre. No te ha olvidado, quisimos que contrajese matrimonio, pero ella siempre se negó. —Al ver la expresión alegre de Tariq, Belay prosigue—. No. No está aquí. Hace unos meses se fue, regresó con su hermano Voto a las tierras vascas de donde procede.

—¿Qué? —se inquieta Atanarik—. ¿Se ha ido?

—Está en un poblado cercano a la cueva de un monje, en las montañas del Pirineo.

—Y… ¿mi hijo?

—Es una niña, se llama Izar, creo que eso quiere decir estrella en la lengua de Alodia.

Tariq se conmueve y le dice con un tono de voz en el que late la impaciencia tras una larga búsqueda:

—Bien. Creí haber llegado al final de mi camino, pero debo proseguir…

—No es seguro que recorras estas tierras sin una escolta de montañeses. Te acompañarán algunos de los nuestros.

—¿No te fías de mí, viejo amigo?

Belay se siente confuso ante estas palabras. No es un tiempo de paz, el conquistador de Hispania no es alguien que sea bienvenido en las tierras de los que resisten al avance de los árabes.

—Digamos que obro con prudencia, no es bueno para ti ni para mí que circules libremente por estas tierras que nos ha costado tanto liberar de la opresión árabe. Puedes alojarte en mi casa, pero después deberás partir. Deseo que permanezcas unos días aquí, que conozcas a mi esposa, Gadea.

Los bereberes de Tariq y los fieles a Belay entran en la villa, poco más que una aldea. Gadea sale a recibirles. Tariq descubre con admiración su belleza, el encanto de una mujer madura de buen ver, con curvas llenas y piel blanca.

Los campesinos rodean a los bereberes, observándolos con curiosidad. Hay un pequeño barullo de gentes que curiosean la novedad de unos desconocidos, llegados a una tierra donde nadie va de paso.

De entre los campesinos se les acerca un hombre joven con aspecto eternamente de niño, con rostro poco inteligente. Camina realizando movimientos incontrolados. Mira con odio al bereber. Le grita algo que no se entiende.

Tariq y Belay desmontan del caballo. Caminan hacia la casa, hay murmullos que hablan de Tariq, el antiguo godo convertido en general de las tropas que conquistaron la península; unos están de acuerdo en que se aloje en las tierras astures —es amigo de Belay—, otros —entre ellos Toribio— tuercen el ceño.

El hombre de aspecto infantil sigue al bereber de lejos, después, musitando sin cesar palabras que nadie capta, se va hacia las cocinas de la casona. De allí regresa al poco con algo brillante en la mano.

Al acercarse a la fortaleza donde vive Belay, aquel muchacho, el del hombre con rostro de niño, se abalanza sobre Tariq. Es Cebrián:

—¡Tú! ¡Te la has llevado! ¡La has hecho sufrir! ¡A ella, que era más que mi madre! ¡Ella se ha ido por tu culpa! —después de estos gritos, solloza—. La niña, la nena, Izar, no está…

Cebrián empuña un pequeño cuchillo, e intenta clavárselo a Tariq. Éste se defiende rechazando el ataque, pero sin poder impedir que Cebrián le hiera en el costado.

Los hombres de la casa apresan al retrasado, que solloza y grita.

Tariq se le acerca, la herida parece superficial pero es dolorosa, hace que se tambalee, habla con él. La voz del bereber no es airada, actúa como si fuese culpable de algo, como si mereciese aquel castigo. Se dirige a su agresor, expresándose con suavidad.

—Lo sé, sé que le hice daño. Vengo a pedirle perdón a ella, vengo a buscarla.

Al ver el rostro compasivo de Tariq, el pequeño loco llora de nuevo.

—No quería hacerte daño, sólo que me la devolvieses —exclama Cebrián—. Te grité que me la devolvieses pero no me oías.

De la casa salen las criadas con Gadea. Ésta examina la herida de Tariq, que no parece importante.

—¿Qué le ocurre a este chico? —pregunta Tariq.

Gadea le explica:

—Hace unos meses, Alodia se fue. Cebrián no la pudo seguir, desde entonces vaga por todas partes como enloquecido.

El bereber les cuenta que conoce al muchacho desde años atrás, que es inofensivo, hace mucho tiempo les liberó a él y a Alodia cuando estaban presos.

—Se le castigará —dijo Belay—. Es un peligro.

Tariq no está de acuerdo y, dirigiéndose a Gadea, le explica:

—Le conozco desde el tiempo en el que estas tierras estaban regidas por los godos. Cuando yo huía de Toledo, proscrito por un crimen que no cometí, el muchacho soltó las ataduras y pude escapar. Le estoy agradecido. La herida que me ha causado es superficial.

Después, dirigiéndose a Belay, le solicita:

—No le hagáis nada al muchacho.

A continuación prosigue hablando suavemente con el chico:

—Si lo deseas puedo llevarte conmigo, verás a Alodia.

Cebrián no hace más que llorar, repite una y otra vez que él no quería hacerle daño, que sólo quiere ver a Alodia.

—Nunca ha estado en su juicio —le explica Gadea—, pero estaba completamente unido a Alodia. Se ha vuelto loco cuando ella se ha ido.

Tariq se toca el costado para encontrar alivio, nota un dolor lacerante, que le molesta algo al respirar. El hijo de Ziyad le cuenta a Gadea:

—Le encontramos cuando su madre había muerto, Alodia siempre le trató con afecto, siempre le cuidó.

Gadea le relata lo sucedido los últimos días:

—Cuando Alodia se fue con Voto, Cebrián, que nunca para mucho tiempo en un mismo sitio, llevaba varios días fuera de aquí. Cuando regresó y no la encontró aquí, estuvo varios días buscándola; al ver que pasaba el tiempo y no aparecía comenzó a gemir y a mesarse los cabellos. Gritaba «Alodia» e «Izar» continuamente. Nunca le hemos visto así. ¿Qué podemos hacer con él?

—Me lo llevaré conmigo —le contesta Tariq—, Allah, el Compasivo, el Misericordioso, se apiadará de él. Encontraremos a Alodia, él y yo recuperaremos la paz.

El bereber no se demora demasiado en la casa de Belay. La herida le duele bastante pero ahora está ansioso por proseguir la búsqueda de aquella que aún es su esposa.

Belay dispone que le acompañe Toribio y otros hombres de la casa.

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