Salen al amanecer del siguiente día, cuando el sol se eleva lentamente sobre el cielo, cuando el astro nocturno se desvanece.
El camino se les hace largo, recorren el camino de la costa a través de acantilados, el océano Atlántico a sus pies, después las tierras llanas del litoral y las suaves montañas vascas. Más allá, enfilan las cumbres nevadas del Pirineo, hacia las tierras jacetanas. Los vascones respetan su paso, saben que el regreso de Voto traerá sobre ellos la bendición de lo Alto.
Durante el largo viaje, la herida de Tariq se infecta, cada vez le cuesta más y más respirar. A menudo tiene fiebre e incluso delira. Le oyen hablar de la mujer muerta, de Alodia, de una estrella que es una niña.
Al fin, tras más de una semana de marcha divisan las montañas, las cumbres nevadas del Pirineo, y se introducen entre los vericuetos que conducen a la morada del ermitaño. Cuando llegan a la cueva de Voto, Tariq pierde el sentido.
La aldea
Con el caldero de hierro, Alodia saca agua de un pozo, después vuelca el contenido en un cántaro de barro, y se lo coloca en la cintura. Se dirige a su casa atravesando la aldea. Las calles están embarradas por las últimas lluvias. Un perro corretea entre las piernas junto a Alodia, la sigue porque ella a menudo lo alimenta con sobras. En las puertas, hay mujeres barriendo con escobas de ramas el umbral de las casas. La saludan con aparente amabilidad, es la hermana de Voto y se dice que la protege Eneko.
Llegó a la aldea unos meses atrás y se estableció en una cabaña en las afueras. La misma que hace años perteneció a Arga y que hubiera heredado Voto. Para conseguir agua debe cruzar el poblado y llegarse a la fuente en el otro lado de la aldea, pasando por delante de las casas. Las buenas amas del pueblo aún no se han acostumbrado a la novedad que supone para ellas una mujer a la que consideran extranjera. Por eso cuchichean a su paso: que si es la sobrina de Arga, que si se cree algo en la vida, que quién es el padre de esa niña que lleva consigo. Afirma ser viuda, pero todas las mujeres solteras con hijos se excusan así en estos tiempos difíciles. No tanto tiempo atrás, aquella niña, Izar, sería el resultado del sacrificio y tendría unos privilegios que ahora no posee. Con los nuevos tiempos y las nuevas ideas, a las mismas montañesas que consideraban hace unos años el antiguo sacrifico ritual como algo sagrado, ahora les parece repugnante.
Alodia les va devolviendo el saludo y no se inmuta por los comentarios que deja tras de sí. No se entretiene, transita apresuradamente por las calles irregulares de la aldea, para después salir del pueblo y llegar a una pequeña choza un poco más allá del poblado, en un claro entre robles. Al acercarse a la pequeña cabaña donde vive con Izar, deja el cántaro con agua y la llama. La niña se asoma por la puerta. La madre le sonríe, su niña se va haciendo mayor, tiene casi doce años. A su edad, ella misma se preparaba para el sacrificio ritual y poco tiempo después huía hacia los valles, hacia aquel sendero cercano a la fortaleza de Galagurris, el sitio donde encontró a Atanarik.
No puede olvidarlo. Todos los días piensa en él. Ahora sus recuerdos se han dulcificado, se acuerda de él como algo que ocurrió en el pasado, algo muy lejano, algo que quizás no va a volver. A menudo evoca su figura en la mente, en esos momentos un dolor sordo y continuo le atraviesa las entrañas y, a menudo, no le deja respirar. Siente que lo ha perdido, que nunca más lo volverá a ver.
La antigua sierva deja el cántaro con agua, barre el suelo con una escoba de ramas y prepara un caldo de verdura que le llevará a Voto. Izar le ayuda. Al finalizar la tarea, madre e hija se dirigen hacia el bosque, suben la montaña al lugar donde hay una cueva, Izar va saltando por el robledal. Alodia va caminando más despacio, para evitar que se le vuelquen los alimentos que lleva en la cesta.
Hace días que no ve a su hermano. En un momento determinado, Izar se detiene, esperando que su madre se le aproxime.
—¡Madre!
Alodia, que avanza mirando al empedrado de la vereda estrecha e irregular, alza la cabeza y sonríe, contenta de estar sola junto a su hija.
—¿Sí?
—Echo de menos a Adosinda. Se quedó muy triste al irnos. ¿Volveremos a verla?
La madre añora también a su ama, se sentía protegida por la vigorosa hermana de Belay. En la aldea del Pirineo no ha sido muy bien aceptada; con su tía Arga muerta, sus hermanos más pequeños casados, viviendo en nuevos hogares y los parientes más lejanos ajenos a ella, Alodia sólo conserva a Voto, más que un hermano para ella, pero que vive alejado del poblado, dedicado a sus oraciones y obras de caridad. No sabe si fue buena idea alejarse de Adosinda, por eso exclama:
—Quizás algún día…
—No me gusta el poblado —le dice Izar—, les oí el otro día a las dueñas criticándote. Hablaban de que yo no tenía padre…
A Alodia le duele profundamente que la censuren, justamente por eso. La hermana de Voto había sufrido durante toda su vida no tener padre, había huido de la aldea para que su hija lo tuviera, se había opuesto siendo una niña al régimen degradante y despiadado de la sacerdotisa Arga. Las otras, no. Las otras de la aldea habían dado culto a la diosa y ahora con los nuevos tiempos habían aceptado la fe cristiana que parecía más humana que los antiguos ritos. Toda una vida de penurias y dolor se alza ante ella, que casi grita enfurecida:
—¡Eso es falso! Tienes un padre, está lejos…
—Siempre dices que mi padre va a volver, pero no regresa…
—El volverá —no hay seguridad en su voz—. ¿Qué más decían?
—Oí algo de un sacrificio ritual…
—Esos sacrificios no existen…
—Ellas dicen que eran de los paganos, que había una mujer, Arga, que era malvada.
—Arga no era malvada, creía en algo distinto a lo que creemos nosotros. Hace años yo me fui de aquí por Arga, porque no me gustaba lo que ella hacía, pero… no era una mujer malvada. Quizás era fanática y me obligaba a algo que yo no quería.
Alodia está indignada con las gentes de la aldea, ¿cómo le han podido ir con esos cuentos a Izar? Las palabras de Izar la reafirman en que no ha hecho bien alejándose de la casa de Belay. Voto la convenció, le dijo que su lugar estaba allí, con su familia, con las mujeres y los hombres de la aldea; pero no ha sido bien acogida, sólo tolerada por ser la hermana de Voto, a quien protege Eneko. Además, aquella noche ha soñado con Atanarik, le veía herido. Se despertó angustiada. Arga siempre le decía que en los sueños había premoniciones del futuro.
Es por ese motivo, para que le aclare el sueño, por lo que se dirige a ver a Voto.
Al acercarse a la cueva, escucha ruido como de hombres a caballo atravesando el bosque y, cuando llega, a través de los árboles que rodean la explanada, distingue a algunos vascones armados de los de Eneko, cántabros de las tierras de Belay y musulmanes del Sur con aspecto bereber.
Hay mucha gente cerca de la cueva, hablan en tono muy alto, como peleándose entre ellos. Al parecer, los vascones han rodeado la cueva para proteger al ermitaño de los recién llegados del Sur, en quienes no confían. Pero estos últimos no muestran una actitud beligerante, su aspecto denota que vienen en son de paz.
Alodia se deja ver en el claro. Uno de los bereberes la reconoce, lentamente todos se vuelven hacia ella y se produce un extraño silencio, para dejar luego paso a los murmullos entre las gentes del Sur, que la señalan. Algunos de aquellos bereberes son hombres de Samal.
Al identificarlos, Alodia se detiene y les sonríe pero las facciones de los musulmanes muestran inquietud. Transcurren unos instantes antes de que Voto salga de la cueva, distinguiendo el manto pardo de Alodia. El ermitaño también se queda parado, sin saber qué decirle. Al fin, articula unas palabras:
—Ha llegado alguien a la cueva…
—Sí —le responde ella, sonriendo aunque algo intranquila—, veo que tienes visita…
No puede seguir hablando porque se escucha un grito penetrante.
—Dama Alodia, dama Alodia.
—¡Oh! Cebrián…, ¿qué haces tú aquí? Me fui sin despedirme de ti… Me dio tanta pena, pero pensé que me seguirías… Siempre lo has hecho así.
El hombre niño la sonríe con su faz bobalicona de siempre, está muy, muy contento de verla y se acerca a ella, que le abraza. El mozo se deja querer, sonríe. Después se aparta y anuncia, como si hubiera conseguido algo muy importante:
—Os traigo al señor Atanarik. Está durmiendo.
Alodia palidece.
—¿Qué…? ¿Qué me estás diciendo?
—Sí, sí, el señor Atanarik.
La mujer dirige la mirada hacia Voto, quien mueve la cabeza afirmativamente, pero está muy serio, entristecido.
—¿Qué ocurre?
—Ven.
Alodia entra en la oquedad siguiendo a su hermano. Tras ella, en la explanada ante la cueva, permanecen los hombres de Eneko, Toribio, con los cántabros, y los bereberes de Samal. Cebrián se queda también fuera de la cueva hablando y jugando con Izar, que está encantada de ver a un viejo amigo.
La cueva de Voto no está en las alturas como la de Ongar, es una hendidura irregular en las rocas, cubierta por una especie de arcada natural en la misma piedra. Desde la abertura se accede a una estancia amplia, en la que brota un manantial. Al fondo, se abre una oquedad grande donde sobre un altar está la copa. Más al fondo y a la derecha, hay un espacio en la roca, una cueva dentro de la cueva, allí vive Voto. Entran en la pobre habitación. En el lecho, un hombre está acostado. Delira, inconsciente. Alodia se arrodilla junto a él. Permanece con la cara vuelta hacia la pared. Ella la gira hacia sí. Le examina detenidamente el rostro, con amor, su mirada se fija en la marca de la mejilla. La antigua sierva se abraza a él.
—¡Atanarik! ¡Respóndeme! ¿Qué te ocurre?
—Está muy grave. Puede morir —le dice Voto.
—¡No!
Alodia le mira sin poderse creer que él esté allí. Después besa suavemente la faz del hombre que ama. El entreabre los ojos y los torna a cerrar.
—¿Que le ocurre? —le pregunta a Voto.
—Le hirieron.
—¿En un combate?
—No —se detiene un momento antes de seguir hablando—. Me han dicho que fue Cebrián, se volvió loco cuando se dio cuenta de que te habías ido. Atanarik llegó a Onís buscándote, al verlo Cebrián le agredió porque pensaba que te había raptado. Le hirió con un cuchillo en las costillas, la lesión no era muy profunda; eso ocurrió hace casi dos semanas. En un principio se pensó que no era nada, de hecho, Cebrián vino con ellos todo el camino desde Ongar. Tu… tu esposo ha cabalgado con la herida abierta, se le ha infectado. Mira…
El monje descubre el pecho de Atanarik, en él hay una herida purulenta y una inflamación sobre las costillas.
—¡Oh! ¡Dios mío! —suplica Alodia.
—No se puede hacer nada. Solamente dejarle descansar. Yo le cuidaré.
La montañesa mira desafiante al ermitaño, le parece que Voto le está diciendo con su actitud que se vaya pero no está dispuesta, por lo que se expresa suave pero firmemente.
—No. No me iré de su lado.
Alodia se sienta en el suelo, junto a él, se agarra de la mano de Tariq. Dentro del corazón de Alodia hay una emoción agridulce en la que se mezclan la alegría por estar al lado del que tanto ha esperado, con el dolor al haberlo encontrado herido.
Voto, que se da cuenta de los sentimientos de su hermana, se retira al fondo de la cueva y al cabo de un rato se va, dejándoles a solas. Alodia se acurruca junto a su esposo en el suelo, no le suelta la mano, ni deja de mirarlo, como si quisiese introducir cada rasgo de él en su alma. El rostro de Tariq es ahora enjuto, quemado por el sol, frágil. Una barba castaña puebla las mejillas del conquistador. Cuando entorna los ojos, Alodia observa en ellos la misma luz verde que la enamoró, tantos años atrás. Él entreabre los labios resecos. A un lado hay un cántaro y un vaso de barro cocido con el que la esposa le da agua.
Transcurren lentas, agobiantes, las horas. La respiración de Tariq se hace más pausada, más estertorosa. No ha reconocido a Alodia en ningún momento. Ella sigue junto a su lecho, le pasa un paño húmedo por la frente. No llora.
De cuando en cuando, Izar entra a ver a su madre, y se sienta cerca, a los pies de la cama de aquel enfermo que tiene la misma marca estrellada que ella, una peca, como un lunar, en la mejilla. Al fin, la niña se queda dormida.
La luz del día, que penetra en la cueva por una grieta amplia en el techo, lentamente se va apagando. Pasa una noche. El herido duerme agitado, habla del crimen, de una traición, de la Gnosis de Baal, de un asesino, de Alodia y de una estrella. Por la abertura del techo sólo se ve oscuridad. Alodia ve, de pronto, en el cielo, el astro nocturno, la luminaria del ocaso, la estrella de penetrante luz. Está tan lejana… pero su rayo parece iluminar la faz del herido, que no abre los ojos.
Nota que Voto de nuevo está junto a ella. Le mira y en su expresión, sólo late una pregunta; una pregunta que Voto rápidamente entiende: «¿Qué podemos hacer?»
El monje con voz pausada le dice:
—Sólo hay algo que pueda hacerse, pero he dudado hacerlo. Se podría usar la copa de ónice, la que sana todos los males. Es el cáliz del bien, de la sabiduría. Sin embargo, es también peligrosa. En ella se bebe la salud o la perdición. Si su corazón es recto, él sanará, si no lo es, morirá. Dime, Alodia, ¿tú crees que su corazón lo es?
Alodia le responde con seguridad absoluta:
—Hubo mal en él, pero su corazón ha tornado hacia el bien… Me ha buscado en este lugar lejano de todo, un lugar donde nadie llega si no es por algo, el lugar donde lo encontré… ¡Sálvale, por Dios te lo pido, sálvale!
Voto se levanta pesadamente, cruza la cueva y se dirige hacia el ara donde está la copa sagrada. Se arrodilla ante ella y la acerca al manantial en la roca. Después, el ermitaño regresa al lugar donde reposa Tariq, con la copa en las manos, la preciosa copa de ónice. Se la da a Alodia, indicándole que le dé a beber el agua del manantial. Ella le acerca la copa a los labios, mientras él sigue inconsciente, sin hacer ningún gesto. Entonces, Alodia sostiene la copa con la mano izquierda, mientras que con un dedo de la derecha le moja los labios, una y otra vez. Por fin, al cabo de un tiempo que se le hace eterno, él entreabre los ojos. Alodia deja la copa en el suelo, le levanta la cabeza, acercándole de nuevo la copa a la boca. El parece recuperar algo de conciencia, al notar el contacto del ónice en los labios, los separa lo suficiente como para permitir que Alodia le introduzca el agua que puede darle la salud y la vida.