El astro nocturno (63 page)

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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

BOOK: El astro nocturno
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Los valles recuperan la paz. Cada tribu retorna a su lugar de origen, organizándose como quiere, pero eligen a Belay como su señor. El príncipe de los astures se asienta en la campa de Onís, reconstruyendo la antigua villa romana, con él retorna Gadea. Procede a regularizar las defensas piensa que un día aquellos a quienes ha vencido podrían intentar regresar a las tierras astur cántabras, entonces debería de nuevo volver a combatirles, por ello se apresta a protegerse, cerrando de nuevo los pasos de las montañas.

Los musulmanes no regresan, ahora tienen otros problemas. En la meseta los pueblos bereberes se alzan contra los árabes opresores. También allí alguien está uniendo a las tribus norteafricanas que un día cruzaron el estrecho buscado una vida más próspera.

15

Los bereberes en guerra

Samal ben Manquaya no puede ya más. Los árabes una y otra vez reclaman a los bereberes tributos como si fueran incircuncisos. Está furioso. Aquella mañana han vuelto al poblado que reconstruyeron unos meses atrás tras el último saqueo, y se han llevado la cosecha. Está furioso, tan furioso que se ha marchado de la aldea intentando calmarse para no golpear a un siervo o pegar a sus esposas. No puede hacer nada, no hace mucho tiempo atrás intentó resistirse al expolio, sufriendo las represalias de los árabes, se han llevado a varias de sus hijas y a lo más hermoso de su ganado. Al pensar en ello, no sabe qué le duele más, si las hijas o el ganado.

Samal posee muchas ovejas, muchas más de las que nunca hubieran podido pertenecerle en las tierras del Magreb de donde proviene. Además, está aquel lugar… el lugar adonde han llegado tras la guerra de conquista, que es hermoso. El bereber se ha construido una nueva vida. Las tierras le pertenecen a él y a los suyos. Sus esposas son fértiles, le han dado muchos hijos, le sirven con devoción; él las cuida con desvelo.

Está en lo alto de un pequeño cerro, sopla un viento suave que le mueve las vestiduras; detrás de él se alzan unas montañas de poca altura; al frente, una dehesa con buenos pastos.

A lo lejos divisa el rebaño de ovejas que representa su mayor tesoro, lo pastorean varios de sus hijos. Parece que le hacen una señal desde lejos.

Piensa que los árabes les oprimen, pero que los bereberes no están exentos de culpa. Quizá la culpa sea suya, sólo suya. Los jefes de las otras tribus bereberes que un día cruzaron con él el estrecho no se ponen de acuerdo entre sí. Se pelean continuamente por los ganados y las tierras. No se unen ante el adversario común. De ese modo, los árabes disciplinados y obedientes al califa siempre los vencerán.

Precisan a alguien que los una, alguien con el prestigio de Ziyad, o con el poder mágico de la Kahina. Pero ésas son figuras de tiempos pasados. A menudo, Samal piensa que son sólo leyendas. Tariq, el hijo de Ziyad, ése era el hombre que necesitarían para oponerse a los abusos de los hombres del califa. Sí, Tariq no es una leyenda, él, Samal, luchó junto a él. Sabía hacerse obedecer y dirigir el combate. No, no hay noticias de Tariq. Algunos dicen que ha muerto, otros que el califa le ha hecho desaparecer.

Samal mordisquea un hierbajo, le gusta arrancar aquellas espigas verdes de largo tallo y chupar la savia en su extremo, que suele ser de sabor dulce. Después, con el tallo más duro, se monda los dientes.

Mira hacia el poblado, casas pequeñas de barro, que parecen fundirse con la llanura. De ellas sale humo. Una mujer atraviesa la empalizada exterior del poblado. No va envelada. La guardia le saluda al pasar. Mueve las caderas rítmicamente, de un modo que a Samal le es familiar. Sabe quién es, pero finge no reconocerla hasta que no está cerca de la colina, es entonces cuando la saluda.

La mujer, su esposa Yaiza, le trae algo de comida. Samal suspira; Yaiza, la más antigua de sus mujeres, una hermana y una madre para él, vino del Magreb años atrás. Es de raza bereber, su pelo oscuro ya ha encanecido. Su piel, que un día fue blanca, está arrugada y morena por las faenas agrícolas. Samal ama cada una de las arrugas de su esposa; las conoce todas, han ido apareciendo con el trabajo en el campo, los partos y el cuidado de los hijos. Ahora Yaiza está triste. En el último levantamiento contra los hombres del emir de Córduba, uno de sus hijos, Salek, el mayor, el más amado, fue tomado prisionero. Otro de sus hijos, herido por una flecha en el ataque al poblado, ha muerto. Cuando le sepultaban gritó como una más de las plañideras, y así siguió gritando varios días, sin encontrar ningún consuelo. Una vez que cesaron sus lamentos, nunca más ha vuelto a hablar de aquel hijo.

Ahora, la esposa se sienta junto al bereber sobre la hierba, un poco más abajo en el collado.

—Mi señor…

—¡Ay! Yaiza, nuestro destino es incierto. Os he traído de África a estas tierras, a ser oprimidos por los árabes…

—Aquí hay agua, buenos pastos, tú nos cuidas, mi señor.

—Pero no estamos seguros, los árabes nos atacan continuamente. He perdido a algunos de nuestros hijos.

—Allah se los llevó, estaba escrito.

Las ovejas pacen más abajo, las escucha balar. Yaiza extrae de una faltriquera un trozo de queso blando, que extiende sobre una torta de pan de trigo. Le da la tajada a su esposo.

Samal lo mastica lentamente.

A lo lejos, por el camino, ven avanzar a un hombre: no es muy mayor pero camina encorvado. Quizá por el cansancio del viaje. La figura de aquel individuo le resulta familiar a Samal: quizá se trate de uno de sus hermanos de otras tribus. El bereber piensa que si lograsen entenderse entre ellos, los árabes no los oprimirían tanto, su vida sería diferente. Quizás aquel hombre les traiga noticias.

Samal le grita al desconocido que se acerca, le ofrece su hospitalidad y el pan y el queso que están comiendo.

El forastero sube la cuesta en dirección al bereber y a su esposa.

Cuando está a mitad de camino, Samal lo reconoce. Una marca señala su mejilla, los ojos son de color oliváceo, hay canas en su barba y en su cabellera. Es Tariq.

El bereber se levanta, corre hacia él y se postra a sus pies.

—¡Mi señor! ¡Mi señor Tariq ben Ziyad!

Tariq le levanta del suelo, emocionado, hace años que no encuentra un amigo, años que nadie le ha llamado por su nombre.

—¡Oh! Samal, no soy tu señor, soy un proscrito que viene de muy lejos.

—Se lo hemos pedido tanto al Dios Misericordioso y Clemente —le dice Yaiza, sin rubor ni timidez— que, al fin, habéis tornado a estas tierras. ¡Os necesitamos, mi señor!

—¿A mí…? ¿Yo? ¿Qué puedo hacer yo por vosotros?

—Los árabes nos oprimen con tributos, hacen aceifas contra nosotros, se llevan a los jóvenes a los mercados de esclavos, saquean nuestras cosechas.

Tariq ha viajado por el Norte de África, sabe bien que la presión de los árabes sobre los pueblos conquistados es abusiva e injusta; él, que sigue siendo un musulmán piadoso, piensa que la ley de Mahoma no es así.

—Eso ocurre aquí pero también en el Magreb. He visto a los hijos de mi padre en el Atlas luchar y levantarse contra ellos. Pero ¿yo qué puedo hacer?

—Vos podéis unir a los pueblos que habitan estas tierras, fuisteis vos quien nos trajisteis aquí, con vos nos acercamos a la fe del Profeta, la fe del Único Dios, con vos emprendimos la Guerra Santa. Los árabes nos destrozan porque no estamos unidos, con vos podríamos estarlo.

Los verdosos ojos de Tariq se han llenado de alegría al ver a Samal y a su esposa; sonríe abiertamente pero, al escuchar estas palabras, su expresión cambia, como si aquello que Samal le propone fuera un imposible.

—Estoy cansado de luchar. Toda mi vida se dirigió a una venganza que ya se ha cumplido; a castigar a los asesinos de alguien a quien amé. Ahora, eso ha concluido. Estoy en paz. Mi viaje a estas tierras tiene otro motivo… Venía a verte para hacerte una pregunta.

—¿Cuál?

—Hace años albergasteis entre vosotros a una mujer, mi esposa, esperaba un hijo. Deseo encontrarla.

Yaiza recuerda muy bien a Alodia, le tomó un gran afecto a aquella mujer humilde que compartía las tareas del campo con ellas, que era una más entre las mujeres de Samal.

—Hace mucho tiempo que ella se fue.

—¿Adonde se marchó?

—No lo sabemos —responde Yaiza—. Dijo algo de ir al Norte. A las tierras de los astures…

—¿Habló de alguna persona?

Ella se esfuerza en recordar:

—Sí, habló de alguien a quien la habíais encomendado, un cristiano al que vos, mi señor Tariq, conocíais desde los tiempos en que erais un guerrero visigodo.

—¿Belay?

—No me acuerdo de su nombre.

La luz se abre en la mente de Atanarik, vuelve aquel momento en el que le dijo a Alodia que se refugiase en el Norte, en las tierras de Belay. Si ella lo amaba, habría hecho lo que le pidió.

Se mantiene en silencio durante unos instantes, Samal y Yaiza se miran, en los ojos de ambos late la luz de la esperanza. Al fin Yaiza le invita con voz suave.

—Descansad entre nosotros.

Se sienta junto a ellos, a lo lejos divisa los prados y rastrojeras, las dehesas donde pastan las ovejas. Siente algo parecido a la paz. Yaiza le pasa un trozo de pan con queso, que él mastica lentamente. Samal no pregunta qué le ha ocurrido ni de dónde viene; quizá no sea asunto suyo, pero le insiste para que se quede con ellos al menos unos días.

Tariq accede.

Son días sosegados en los que caza con el bereber o pesca en el río. Es el principio del otoño, el tiempo de las cosechas. Un día le dice a Samal que ha de irse, si quiere viajar al Norte deberá hacerlo antes de que el invierno cierre todos los pasos. Debe llegar junto a Alodia, tiene una deuda con ella. Quiere también encontrar a su hijo y reiniciar una vida nueva. El bereber se pone nervioso y le dice que se quede una semana más. Tariq accede.

Duerme mucho. Sus sueños son tranquilos, en ellos ve a Alodia que le llama. Se dice a sí mismo que debe partir hacia el Norte, pero cada día Samal encuentra alguna excusa para que lo demore.

Una mañana se despierta muy cerca del mediodía. Fuera del lugar donde duerme se escuchan gritos, como de una muchedumbre congregada. Se pregunta si habrán atacado los árabes, por lo que se viste deprisa y empuña las armas.

Al salir de la casa de adobe en la que vive, contempla una muchedumbre, muchos rostros queridos. Ve a Kenan, a Ilyas, a Altahay. Samal les ha convocado a todos. Escucha cómo le aclaman y le nombran como su señor. Él intenta negarse pero entre todos lo alzan en hombros.

Durante todo el día hay fiesta en el campamento de Samal; siguen reuniéndose bereberes de todas partes de la meseta. Al llegar la noche, junto a la hoguera, llega el momento de confidencias y peticiones.

Le informan de que el ejército árabe que partió hacia el Norte a sofocar una revuelta de los astures ha sido derrotado, pero temen que a su paso hacia Córduba les ataque de nuevo. «Los árabes no se resignarán a retornar a la corte de Córduba sin botín —le dicen—, si no lo han encontrado en el Norte, lo tomarán cuando pasen hacia el Sur por nuestras tierras.»

El negro Kenan le pregunta:

—¿Qué debemos hacer?

Tariq los mira, buscan a alguien que los lidere. Él es un militar formado en las Escuelas Palatinas de Toledo, un hombre que sabe de tácticas y de batallas. Ellos son valientes guerreros, capaces de combatir en luchas tribales, pero no experimentados en el enfrentamiento con un ejército organizado.

—No quiero luchar más… —les dice por toda respuesta.

—No podréis dejar de luchar, mi señor —arguye Samal—. Estamos en guerra, acosados continuamente por los árabes.

Es entonces cuando se escucha la voz serena de Altahay:

—Nos has traído a esta tierra fértil cruzando el mar. Dejamos atrás un lugar seguro…

—No soy capaz de volver atrás… —interviene Kenan—, siento terror hacia el mar, me gusta esta tierra amplia que nos habéis dado.

Altahay habla de nuevo, es un hombre ya mayor, con prestigio entre los otros bereberes:

—En la playa, junto a las rocas que rodeaban la playa, junto al Mons Calpe de los romanos, escuché tus palabras, recuerdo muy bien la arenga. Nos dijiste que dejábamos atrás la desdicha, que ante nosotros se abría una tierra de bendición, nos dijiste que tu destino estaría unido al nuestro, que irías por delante en el combate, que irías en la vanguardia. Ahora no nos puedes abandonar. Los árabes nos destrozan y esclavizan, roban a nuestros hijos y a nuestras mujeres. Tariq, estrella de la mañana, astro de penetrante luz, guíanos por el sendero justo.

Tariq les observa, sabe que la verdad aflora a través de las palabras de Altahay, se debe a ellos. No le parece justo que los haya utilizado para su venganza y que ahora, cuando ya todo se ha cumplido, les abandone.

El hijo de Ziyad se levanta del suelo, en el lugar junto a la hoguera donde está sentado.

—Mis hermanos, los hombres de las tribus que obedecíais a mi padre, mis compatriotas, mis amigos, estoy a vuestro lado. Lucharemos contra la opresión de los árabes, para que se imponga la bendita ley de Allah. Os prometo que, tras la lucha, todos alcanzaremos una vida segura, una vida tranquila, con paz para nuestras familias, en estas tierras que son nuestras porque las hemos conquistado.

Entre los hombres que rodean a Tariq se escuchan gritos de alegría. Las mujeres les observan sonrientes. De nuevo, la esperanza retorna a ellos, a aquellas tribus que han cruzado el estrecho buscando un mundo mejor, un mundo lejos de la sequía y la pobreza, Tariq comienza a trazar planes para enfrentarse al enemigo poderoso que se aproxima. Los otros le secundan. Han de avisarse unos a otros ante el avance de una aceifa árabe, deberán acudir a socorrerse mutuamente cuando se produzca el asalto del enemigo. Ahora deben prepararse ante el posible avance de aquel ejército que, procedente del Norte, puede atacarles. Tendrán que esperarles en la cordillera; en un lugar resguardado, usando la sorpresa.

Se ha hecho muy tarde, deben retirarse a descansar. Cada jefe bereber se alberga en una tienda amplia que sus siervos han levantado a las afueras, junto al bosque. Mientras van saliendo del poblado, Tariq se despide de cada uno de ellos, con una broma, una puya; recordándoles algo de luchas pasadas. Son sus compañeros.

La estrella de la noche ha desaparecido, una luna grande y nueva ilumina los rescoldos de la hoguera. Los hombres ya se han retirado, pero Tariq continúa junto al fuego. En la penumbra el perfil de Tariq muestra sufrimiento.

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