Escucha a su lado un ruido.
Es Samal.
—¿Qué os ocurre? —le pregunta el bereber.
—Debo encontrar a Alodia, debo encontrar a mi esposa…
—Tengo mujeres suficientes para calmar la sed de cualquier hombre —le dice Samal.
—No. Yo la necesito a ella, debo buscarla. Ella calmará mis heridas, el dolor que llevo dentro. Tengo que decirle que la traté injustamente.
—Ahora no es el momento. Un ejército avanza de las tierras del Norte…
—Lo sé.
—Combatid con nosotros, después os juro que la encontraremos. Encontraremos a la mujer que mi señor desea.
Tariq se levanta dejando a Samal. Sale del poblado y se sienta lejos. No puede dormir. Poco a poco las luces rosáceas del amanecer tiñen la mañana. Su estrella, la estrella que aparece en el ocaso y al alba, surge en el cielo. Con la luz del nuevo día, se dibuja en el horizonte la forma de las montañas delante de él, una cordillera de poca altura. De pronto, su corazón deja de latir, aquellas colinas delinean las suaves curvas de una mujer, parece estar muerta o dormida. Los rasgos de aquellas montañas no son como los de los cerros cercanos a Septa, allí también había unos alcores que semejaban una mujer muerta, pero la silueta era enorme, quizás un tanto monstruosa. En cambio, la figura que se adivinaba al frente, es la de una mujer que duerme en paz.
Ahora, desde que sabe la verdad de la muerte de Floriana, él también se ha serenado. Sólo necesita ya encontrar a Alodia, a Alodia y a su hijo. Quizás haya muerto, quizá se ha perdido para siempre, pero si vive, está seguro de que ella no le ha olvidado.
Quad-al-Ramal
Las tropas árabes atraviesan el puerto entre montañas, la sierra en la que nace el río de las arenas, Quad-al-Ramal,
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en el límite entre la montaña de Peña Lara y el macizo granítico de los Siete Picos. Regresan del Norte tras haber sido derrotadas en las montañas cántabras. En la sierra de la Orospeda el día es gris, neblinoso y lluvioso.
Tariq aposta a las tropas bereberes en el puerto, son más de cinco mil hombres, muchos de ellos han cruzado con él el estrecho, años atrás le obedecen ciegamente.
Los árabes marchan confiados entre la niebla, sin esperar ningún ataque, están en terreno dominado por el califa. Los poblados bereberes en la llanura no son un adversario para ellos. Avanzan por la calzada romana que une el puerto entre montañas con Titulcia, para después seguir hacia Córduba. Aquel lugar es paso obligado a través de la cadena montañosa del Sistema Central para llegar a las tierras más llanas lindantes ya con Toledo. Por eso Tariq, suponiendo que antes o después los árabes deberán atravesar aquel lugar, ha situado sobre los peñascos que bordean el camino ascendente a una multitud de bereberes armados con arcos y hondas.
Cuando las tropas árabes llegan al puerto, una nube de flechas, piedras y lanzas los envuelve. Los invasores se detienen, no pueden franquear el paso entre las montañas. Los caballos se encabritan y a los jinetes les cuesta dominarlos.
A ciegas, el general árabe ordena a su caballería ligera que embista contra las posiciones bereberes. Los jinetes se lanzan a la carga a través de la niebla, por un camino de fuerte pendiente ascendente. Allí, clavadas en el suelo, Tariq ha dispuesto estacas puntiagudas, que por la niebla no son descubiertas por los jinetes árabes hasta que es demasiado tarde. Las estacas se hincan en los vientres de los caballos, que caen al suelo arrastrando a sus jinetes. Allí los rematan los hombres de Samal, de Kenan y de Altahay, que están apostados en los bordes del camino. La caballería árabe es destruida por el ataque.
Después, con gritos salvajes, más y más bereberes bajan de las montañas y se enfrentan a las tropas enemigas en una lucha cuerpo a cuerpo. Llenos de odio por las humillaciones sufridas los últimos años, destrozan la retaguardia del ejército árabe.
La batalla se prolonga durante todo el día.
Al atardecer, se abren las nubes y un sol de luz cansada ilumina la victoria de las tropas fieles a Tariq. Le aclaman. Se consiguen despojos y se apresan cautivos. Entre ellos descubre a un joven de raza bereber al que Samal reconoce, es Salek. El que meses atrás fue levado para la campaña del Norte. Padre e hijo se abrazan. Samal piensa en la alegría de su esposa favorita al recuperar al hijo.
Pocos días después, los escasos efectivos del ejército árabe que han logrado sobrevivir llegan a Córduba y dan cuenta de la victoria de los bereberes, que ya no son un pueblo sometido; sino que se han organizado en contra del poder del emir de Córduba. Alguien los guía. Las autoridades cordobesas no saben quién los aúna. En los meses siguientes la revuelta bereber va creciendo y se extiende paulatinamente por toda la meseta.
En Córduba se suceden distintos emires, hay también luchas entre los diferentes clanes árabes. No hay paz en las tierras conquistadas.
Tariq, poco tiempo más tarde, se traslada con parte de sus gentes desde las tierras de Samal a una antigua construcción, una fortaleza sobre un altozano, a la que amuralla.
Los bereberes van organizando sus vidas en un poblado junto al río y bajo la fortaleza. Allí cultivan la tierra o cazan y pastorean ovejas. De cuando en cuando hay ataques árabes, las gentes del poblado se refugian en el alcázar; ahora un castillo invulnerable frente a los asaltos del enemigo. Al tornar a sus casas, éstas a menudo están destrozadas y los campos, arrasados. Una y otra vez, vuelven a reconstruirlas y a sembrar las tierras. Al ser hostigados, otras tribus bereberes se asientan en lugares cercanos, para aprovechar la seguridad que la fortaleza les ofrece. Rinden pleitesía a Tarik, quien les protege de los ataques árabes, a cambio, le pagan diezmos y tributos.
Tariq se da cuenta ahora de que el verdadero enemigo es el árabe; por ello todos los que se le oponen deben unirse entre sí. Por ello se va reuniendo con los jeques de los distintos pueblos bereberes para crear una conciencia de unidad. Así, las gentilidades bereberes llegan a la fortaleza de uno y otro lado a dirimir cuestiones o a solicitar ayuda.
Altahay acude con frecuencia a la morada de Tariq. Sigue dedicándose al comercio, como lo hacía en las tierras del desierto. Es capaz de vender cualquier cosa en estos tiempos tan revueltos. Es una tarea peligrosa, pero también lucrativa, el bereber consigue colocar sus productos al precio que quiere: no hay ningún otro proveedor que se atreva a llevar telas, afeites o joyas a los lugares perdidos de la meseta o de la cordillera.
El hijo de Ziyad se alegra siempre de reencontrarse con el viejo amigo. Tras tantos años fuera, desconoce la situación del país. Altahay, con ironía, le resume la situación de las tierras hispanas. En el antiguo país de los godos se suceden las revueltas:
—En las tierras de Galiquiya
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los nobles de origen suevo se han comprometido a rendir tributo a los árabes, pero éstos no están contentos —le explica el jeque bereber—, les prometen que sí, que pagarán, pero lo retrasan y al final no lo hacen, ni están realmente sometidos. Toledo y Mérida son casi independientes por los pactos que se hicieron en los tiempos de la conquista.
El jeque bereber le cuenta que en el Pirineo, aquel pueblo al que los árabes llaman baskuni persiste tan independiente como lo fue en tiempos de los romanos, o de los godos. Araba, Bizcaia, Orduña y Carranza nunca han sido ocupadas por los musulmanes. Después sigue diciendo:
—El cabecilla de los vascones, un tal Eneko, se ha rebelado en el Monte Puno, a ellos se les han unido unos doscientos godos provenientes del Sur; controlan los caminos del oeste pirenaico, las tropas de los gobernadores árabes no son capaces de derrotarlos. Al sur de Eneko, en los fértiles valles de la tierra del norte del Iberos, hay un musulmán converso, Casio…
Tariq se alegra mucho de oír noticias de su amigo Casio, compañero en las Escuelas Palatinas, un hombre que no había querido someterse y por ello fue conducido hasta Damasco; allí, impresionado por la fuerza del Islam, cambió sus convicciones.
—¡Mi amigo Casio! Lo recuerdo bien, fue a Damasco con Musa y conmigo… —Tarik se detiene un momento dolorido, al recordar a Musa, pero después siguió más animado recordando al amigo—. Sí, Casio se quedó maravillado por la ciudad y por la doctrina de Mahoma. Él, que no había querido someterse ni pagar tributos, finalmente consiguió esto último gracias a su conversión a la fe de Allah. Podremos negociar con él. ¿Quién más queda?
—En la región del Levante, en Auriola,
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Valentia,
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Leukante,
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Bigastre
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y Lurqa,
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un antiguo noble godo ha hecho un pacto ventajoso con los conquistadores y es prácticamente independiente. Se llama Tiudmir. Sigue siendo cristiano y sus tierras están protegidas por el acuerdo al que ha llegado con los de Córduba.
Tariq sonríe, aquél es también un antiguo amigo, un hombre fuerte que no se rinde ante el enemigo, que no cambia sus convicciones como lo ha hecho Casio.
—¡Un antiguo amigo…! ¿Qué más conoces?
—En las tierras de la Septimania, queda algún descendiente de Witiza que paga tributo a los árabes. Más arriba en la cornisa cantábrica hay alguien que se ha enfrentado al ejército de Al Qama y lo ha derrotado. Se llama Belay…
Tariq se queda pensativo.
Belay aún resiste.
Sigue escuchando a Altahay como en la lejanía. No sólo resiste sino que controla los valles del Norte. Posesiones lindantes con las tierras que ocupan los bereberes.
—Iré al Norte… debo ver a Belay.
—Son pasos peligrosos entre montañas. Pueden atacaros, nadie se atreve a ir allí.
—Iré con una pequeña escolta, en son de paz. Belay es un hombre noble, me respetará.
Ante la mirada preocupada de Altahay, le tranquiliza diciéndole:
—Regresaré pronto.
—Iré con vos.
—No. Mi querido Altahay, no eres ya joven, tus gentes te necesitan.
—¡Volved, mi señor! El futuro de nuestras gentes depende de vos.
—Sí. Volveré y me quedaré. Ésta es mi tierra, vosotros sois mis hermanos, mi familia, mis parientes. He encontrado mi lugar en el mundo, pero hay algo más que debo terminar.
No mucho tiempo después de esta conversación, Tariq sale hacia el Norte desde su alcázar cercano a las tierras de Samal. Le acompaña Salek, uno de los hijos de Samal, el que salvó en los puertos de Quad-al-Ramal, y algunos otros guerreros jóvenes.
Onís
Adosinda y Alodia, con Izar, han bajado desde Ongar a la villa en la campa de Onís, donde mora Belay. Su esposa Gadea ha dado a luz una niña, y las mujeres acuden al bautizo. Dejan las montañas atrás, que las protegen, por el camino que bordea el río Sella, entre alisos y abedules; las dos mujeres cabalgan en dos mulas mansas, la niña se sienta delante de su madre. Al llegar al valle, ante ellas se extiende una extensa pradera circundada por helechos y grosellas, higueras y laureles. La casa de Belay está junto al río, rodeada por la pradera en la que nogales y castaños extienden sus ramas.
Se escucha la gaita y la dulzaina, toca una campana anunciando la fiesta. Las mozas están contentas, habrá baile y en la casa se repartirá pan blanco; el que nunca se come en aquellas tierras.
La casona de Belay es una gran fortaleza de piedra, reconstruida tras la ruina sufrida antes de la batalla de la Cova de Ongar. Rodeada por un grueso muro que es casi una muralla, en una esquina se eleva un torreón defensivo. Al acercarse la hermana del noble Belay, el vigía lo anuncia con el toque de una trompa de caza.
Belay sale a recibirlas. Ha engordado y su barba es canosa, pero sus ojos muestran la misma expresión amable y comprensiva que le caracteriza desde su juventud. Se alegra mucho al ver a Adosinda, hace pasar dentro de la casa a las dos mujeres y a la niña. Les quiere mostrar su descendencia.
Izar se acerca a la cama, donde reposa Gadea, a su lado está un bulto llorón. Izar tiene ya once años. Es una muchachita alta, de ojos claros y cabello castaño. Alodia se da cuenta de que sólo le recuerda a su padre en la pequeña mancha que tiene en la mejilla, una mancha con forma de estrella.
Belay alguna vez más ha presionado a Alodia para que contraiga matrimonio con Toribio o con algún otro. Ella siempre se ha negado. La antigua sierva está a gusto en Ongar, viviendo con Adosinda en la fortaleza y cercana al cenobio donde a menudo habla con Voto. No ha olvidado a Atanarik, le tiene presente al mirar la marca estrellada en la mejilla de su hija. Lo recuerda en la estrella que nace al amanecer y se oculta en el ocaso.
Belay bromea de nuevo con ella, advirtiéndole que sigue estando hermosa y que hay muchos pretendientes para ella, si lo desea. Alodia se sonroja, sin contestarle.
Hay fiesta en la casa con el nuevo nacimiento, Belay ha querido que al cristianarla se le imponga un nombre godo: Ermesinda.
A la comida asisten muchos de los cabecillas locales; desde la región de las fuentes del río Iberos ha llegado Pedro de Cantabria acompañado por su hijo Alfonso y muchos otros señores y jefes de clanes.
La villa de la campa de Onís se ha convertido en una pequeña corte donde no hay rey. Belay es uno más entre muchos nobles, pero su prestigio es tal que dirime los pleitos, impone justicia y organiza a las tropas si se produce algún ataque.
Es un cálido día de primavera, los convidados a la fiesta del nacimiento de Ermesinda comen en una gran mesa de madera al aire libre bajo las ramas de un roble. Gadea se recupera del parto, y el convite lo presiden Adosinda y Belay.
En un momento determinado, Pedro de Cantabria se acerca al señor de la casa. Su rostro está serio. Mantienen una alianza basada en una gran confianza mutua; aunque no se ven con demasiada frecuencia. Ahora Pedro vive en las fértiles tierras del río Iberos, en un lugar llamado Tritium Megalon, la patria de la antigua tribu de los tricios.
—Hemos sido atacados por los vascones. Recuerdas que cuando Musa destruyó Amaia nos refugiamos en la región del nacimiento del río Iberos, en tierras de los baskuni. No teníamos adonde ir. Los vascones, en un principio, afanosos porque las luchas contra los islámicos no les afectasen, nos dejaron ocupar el territorio. Pero ahora quieren echarnos porque afirman que esas tierras son suyas.