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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (67 page)

BOOK: El astro nocturno
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Tariq la traga. La expresión dolorida de su rostro se calma, cesan los sueños vividos, y se queda apaciblemente dormido. Alodia se siente consolada y en paz, un sueño poderoso hace que ella también caiga en la inconsciencia.

Todos duermen.

A través de la oquedad en la roca, un rayo de luz de luna atraviesa la cueva. Después, la claridad tibia del alba acaricia suavemente la faz oscura del bereber.

Al despuntar la mañana, Tariq abre los ojos, se incorpora del lecho. No sabe bien dónde está. A sus pies divisa dos bultos; una mujer y una niña. Están dormidas.

Acaricia suavemente el cabello claro de la mujer, que está sentada en el suelo, con las rodillas dobladas y la frente apoyada en ellas.

Ante la caricia, Alodia despierta y alza la cabeza; al verle despierto y sano, todo en ella se colma de alegría. Se cruzan las miradas de ambos, durante unos instantes, el tiempo se detiene.

La sierva llena sus ojos de la faz de Tariq.

Le sonríe.

Ha cambiado tanto… En su rostro ya no hay dureza, ni tampoco la ingenuidad de los años en los que amaba a la dama goda, ahora refleja una profunda serenidad y sosiego.

Después de un tiempo de silencio, el semblante de Tariq se transforma, quiere hablar, pero no sabe cómo comenzar, al fin articula unas palabras:

—Alodia… una vez me dijiste que era preciso que un amor muriese para que naciese otro. Eso ha ocurrido. Ella, Floriana, ahora ha muerto para mí, y… —se detuvo un momento como buscando las palabras— ahora me doy cuenta de lo equivocado que estaba… ¿Cómo pude estar tan ciego todos estos años? Poco a poco, tu recuerdo se fue adueñando de mi mente, te he añorado tanto… He cruzado el mundo buscando lo que nunca debí haber dejado escapar, buscándote a ti.

Aquellas palabras eran las que Alodia siempre había anhelado. Le parecía imposible que él estuviese allí, mirándole con afecto infinito, revelándole sus sentimientos.

—Os he aguardado siempre… —ella se expresa con suavidad—. Una ilusión inconsciente, un anhelo de vos, la confianza en que volveríais llenaban mi alma. Sí, una esperanza que se iba apagando, pero que no moría. Os veía al mirar cada atardecer, la estrella del ocaso. Al divisar el astro nocturno en la amanecida, siempre pensaba en vos. Porque vos, mi señor, sois la estrella que guía mi vida.

—Nunca más te dejaré ir. —La voz del que un día fue Atanarik se quiebra por la emoción—. Estaré siempre a tu lado.

Están muy cerca el uno del otro. Alodia, sentada aún en el suelo. Tariq, en el lecho, se incorpora y apoya las manos sobre los hombros de Alodia, y después, se la acerca y reclina su frente sobre la de ella, los ojos de ambos muy cerca. Se abrazan así, sin reparar en nada de lo que les rodea.

Tras unos momentos de profunda felicidad, Alodia se libera del lazo de Tariq, volviéndose hacia el fondo de la cueva, en la penumbra hay alguien que dormitaba y ya se ha despertado. Es Izar. La niña se siente al margen de ellos. Su madre le hace un gesto para que se acerque, y cuando la niña está junto al lecho de Tariq, le dice:

—Es tu padre… Ha vuelto. Te dije que algún día regresaría.

—Sí, lo sé —afirma la niña, llevándose la mano a su marca en la mejilla.

Después volviéndose a Tariq, la señala:

—Tenéis una hija.

—Lo sé, Belay me lo dijo.

Alodia algo entristecida prosigue:

—Lo siento, mi señor.

—¿Por qué?

—Vos queríais un varón.

—Tiene tu rostro, tu cara, y la marca que yo llevo en la mejilla, ¿Qué más puedo desear? Tendremos más hijos.

Alodia le sonríe de nuevo y afirma confiadamente.

—Sí. Los tendremos.

20

El rastro de la mujer muerta

Las heridas corporales de Tariq se curan en la cueva del monje. Las del alma sanan ante la mirada de Alodia. Izar regresa al poblado, la acompaña Cebrián. La antigua sierva cuida amorosamente a Tariq que, a su lado, está por fin en paz. Se sucede un atardecer, un ocaso poblado de estrellas, un amanecer luminoso y a ese, otro, y otro más. Al fin, en las últimas luces de una tarde clara, Tariq sale de la cueva del monje, sus hombres contentos le rodean. Tras él, unos pasos más atrás, Alodia permanece de pie con la mirada tímida fija alternativamente en el suelo y en las espaldas de Tariq, al que ha recobrado del destierro y de las manos de la muerte.

En la puerta de la cueva, durante aquellos días de convalecencia, los bereberes han mantenido la guardia velando a su señor natural, a aquel a quien no desean perder. Se cuadran ante él y Salek, el hijo de Samal, que tiene el mando, da un paso al frente.

—¿Cuándo nos iremos? —le pregunta.

—Mañana. Preparad la partida.

El bereber inclina la cabeza ante Tariq. En sus rasgos poco expresivos se adivina la alegría por el regreso y por la curación de aquel al que todos los bereberes respetan.

Cuando el hijo de Samal se ha ido, Tariq se vuelve hacia Alodia, diciéndole con suavidad.

—Quiero que regreses conmigo al Sur. En las tierras de Samal, en la meseta, junto a las montañas de la mujer muerta, hay ahora una fortaleza que he construido para defendernos del despotismo de los árabes. Allí, en la frontera del Sur, muy cerca de donde moraba Samal, es donde vivo yo ahora, y cuando tú llegues, será nuestro hogar.

—Iré adonde tú vayas.

—Samal, Yaiza y las otras mujeres te esperan.

Alodia sonríe, al recordar:

—Fui feliz con el pueblo de Samal.

—Ahora lo serás aún más.

Se alejan lentamente de la cueva de Voto. Tras los largos días de encierro y convalecencia Tariq necesita respirar aire puro. Precisa tranquilidad para explicarle a Alodia la transformación que ha ocurrido en él durante los años de separación. El sabe que realmente ha cambiado, ya no es el hombre lleno de ambición y egoísmo de los días de Toledo. El afán de poder y riquezas ha dado paso a un hombre nuevo. Se avergüenza de muchas de sus acciones pasadas. Le abochorna el desprecio, la falta de consideración, el abandono en que la ha tenido. No sabe qué decirle, por dónde empezar.

Caminan subiendo por la vereda que conduce hacia un claro en el bosque; desde allí se divisan las copas de los árboles descendiendo hacia la llanura. Más a lo lejos, hacia el oeste, se alzan las montañas grises, las cumbres nevadas del Pirineo. La luz del sol brilla, no hay ninguna nube ante ellos, no hace frío, ni tampoco calor excesivo. Huele a pinos, a romero y a naturaleza abierta.

Tariq se sienta en una piedra alta y alargada, aún le molesta la herida, ella se acomoda junto a él, respetando el silencio del que sigue considerando como su amo y señor. Al fin con voz dulce, casi como en un susurro, se dirige a él:

—Ya no oigo voces. Ya no siento el espíritu diciéndome que proteja a la copa. Ya no recuerdo la cueva de Hércules. Mi única ilusión, mi esperanza, el motivo de mi vivir era vuestro retorno. Ahora, con vos, no tengo miedo, estoy en paz.

Tariq mira al frente, al día suave y claro, a los espesos bosques que descienden ante ellos:

—Yo también lo estoy. Años atrás conquisté estas tierras, las que se extienden desde el Pirineo hasta el Mons Calpe, recorrí los caminos que llevan de Hispalis a Damasco, llegué hasta las tierras de Arabia, buscando la paz que pensaba iba a alcanzar a través de la venganza. Ahora entiendo que tú, Alodia, eres la única paz que yo anhelo. Tú, Alodia, me transformas, sacas lo mejor que hay en mi alma, contigo estoy seguro, contigo soy feliz. Tú eres mi hogar, el lugar al que se vuelve cuando uno está fatigado.

Al escuchar aquellas frases, a Alodia se le forma un nudo en la garganta, las palabras no pueden salir por su boca, le parece un sueño lo que está escuchando.

—Conozco la verdad sobre Floriana. Sé cómo murió y lo que hacía, el misterio que la rodeaba. He regresado porque, desde que lo descubrí, desde que mi alma se liberó del peso del crimen; todo el amor que te profesaba sin quererlo reconocer, el que durante años te negué, se ha derramado en mí como un torrente. Tú eres lo único que me importa. Tú, que me has esperado. Tú, que siempre, a pesar de mis locuras, has confiado en mí. Tengo una deuda para contigo, quiero contarte lo que realmente ocurrió, lo que hizo cambiar el reino de los godos y lo destrozó.

Lentamente el que los godos llamaban Atanarik, y los bereberes Tariq ben Ziyad, va desgranando la historia de lo sucedido en los largos años de separación, los años en los que se había alejado de Alodia:

—Recordarás que la conquista de Hispania fue muy rápida, la mayoría de las ciudades se rindió ante nosotros sin casi guerrear, excepto Astigis, Emérita Augusta y Córduba. Había algo detrás de todo eso, en aquel momento yo no sabía lo que era. Ahora lo sé, detrás de todo estaba la copa de poder, la copa de oro que destruye los corazones y una secta, la Gnosis de Baal, aquella a la que pertenecía Floriana. Fueron ellos quienes facilitaron la conquista, tenía infiltrados en cada ciudad, hombres que buscaban riquezas y poder. Hombres que deseaban reabrir las rutas comerciales con Oriente para lo que era preciso sacudirse el yugo de los godos.

»La conquista de la península Ibérica no fue planeada por el califa Al Walid, sino que se produjo a través de las maquinaciones de la secta. No estaba en la mente del califa la invasión del reino godo. En realidad, los conquistadores de Hispania desobedecíamos las órdenes de Al Walid, por eso, cuando aún no habíamos sometido por completo los territorios peninsulares, el califa nos ordenó a Musa y a mí que detuviésemos una guerra peligrosa y en los confines del imperio islámico. Se nos ordenó que cesásemos en la invasión y rindiésemos cuentas de nuestras acciones en la corte de Damasco. Retrasamos todo lo que pudimos el regreso: Musa, porque deseaba acumular más riquezas y someter enteramente a la península; yo, porque me debía a mis compatriotas, al ejército bereber que había levado en África, injustamente tratado por los árabes y del que me sentía responsable por las promesas hechas a mi padre. Además, en aquel tiempo, aún creía que el asesino de Floriana estaba en Hispania, y deseaba vengarme. Aunque en aquel tiempo no era capaz de reconocerlo, no quería irme porque no deseaba alejarme de ti. Finalmente no tuvimos más remedio que obedecer, las órdenes del califa fueron perentorias y claras, debíamos acudir a Damasco para declarar sobre la gestión en las tierras conquistadas y el botín capturado. No era solamente que nos hubiésemos extralimitado en las órdenes del califa; además habían llegado a la corte rumores sobre la deshonesta actuación de Musa. Todos los que habíamos luchado en Hispania sabíamos bien que el gobernador de Ifriquiya se había apropiado de tesoros que pertenecían a la
umma
, a la comunidad islámica. Además, mis tropas se quejaban porque a los bereberes, los que habían arriesgado sus vidas cruzando el estrecho e iniciando la campaña, se les habían dejado únicamente las tierras de secano de la meseta y su participación en el botín era mínima. Era injusto. Entre los musulmanes corría la historia de que Musa ya había antes malversado fondos públicos, cuando había sido recaudador de impuestos en Basora.

»Yo, que odiaba a Musa, porque me había avergonzado públicamente, me había arrebatado la copa de poder y había cometido una flagrante injusticia con mis tropas, pensé que en Damasco podría enmendar los abusos cometidos por el antiguo gobernador de Ifriquiya. Alguien debía informar al califa del despotismo y arbitrariedad de los árabes sobre los auténticos ejecutores de la conquista, los bereberes. Esperaba que la Cabeza de Todos los Creyentes fuese alguien justo, alguien cercano a Allah, al Dios Misericordioso, en el que creía y en el que aún hoy sigo creyendo. Además me había guardado pruebas del fraude que Musa había realizado con el botín de guerra, evidencias de su avaricia y prepotencia. En Toledo, Ilyas, guardián del tesoro, obedeciendo mis órdenes, se había reservado una prueba para implicar a Musa si era preciso. Además, conmigo iba Mugit al Rumí, el conquistador de Córduba, y
mawla
del califa Al Walid. Él también odiaba a Musa, le había arrebatado los despojos que había conseguido en la ciudad del río Anas. Al Rumí me apreciaba y durante el viaje me explicó mucho de lo que iba a ver en Damasco, cómo se organizaba la corte, qué era lo que debía hacer para agradar a Al Walid.

»Partimos hacia Oriente pasando por la hermosa ciudad de Hispalis. Allí, Musa dejó a su hijo Abd al Aziz como gobernador de Al Andalus con cargo de wali. Le recordarás bien, aquel Abd al Aziz, ambicioso y arrogante, que se casó con Egilo, la viuda de Roderik. Abd al Aziz prosiguió la conquista que nosotros habíamos iniciado e invadió Scalabis,
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Conimbriga
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y otras ciudades lusitanas. Durante su mandato, se completó la rendición de Hispania. Sé que dos años después de nuestra partida a Damasco, fue acusado por el sector más intransigente de abandonar las tradiciones musulmanas por instigación de su esposa. Egilo le había animado a ceñir una corona e incitado a obligar a los nobles árabes a inclinarse ante su presencia. Esto era contrario a la costumbre islámica. Me llegaron noticias de que Abd al Aziz fue asesinado en marzo del 716 en la iglesia de Santa Rufina, consagrada como mezquita, en Hispalis. Egilo murió de un modo extraño, no se sabe si la mataron o se suicidó al no poder soportar la pérdida de su dignidad real, a la que tan apegada se hallaba.

»Embarcamos hacia Damasco aquel verano del año 714, el año 95 de la Hégira. Con nosotros una larga caravana de botín, rehenes y esclavos. Musa quería imitar a los emperadores romanos, que entraban en la capital del imperio haciendo gala de lo capturado.

»Nos acompañaban hijos y parientes de Witiza a alegar ante el califa sus derechos sobre las tierras hispanas, nobles apresados en Mallorca, Tiudmir, de la región de Orcelis, mi antiguo amigo el conde Casio, y tantos y tantos más. Los árabes les llamaban reyes pero, exceptuando a los hijos de Witiza, los cautivos no eran más que nobles de los distintos lugares.

»Recuerdo el calor y el sol continuos, el Mediterráneo ardía en los días de aquel tórrido verano. Fuimos a Kairuán, donde celebramos la Fiesta del Cordero, o del Sacrificio, en la que la sangre de miles de carneros, toros, camellos y bueyes es derramada para conmemorar el sacrificio de Abraham, padre del pueblo árabe. La alegría llenaba el corazón de las gentes en esos días, en los que ricos y pobres, letrados y analfabetos, nobles y mendigos de la ciudad, se confundían bajo la misma vestimenta blanca que ponía de manifiesto la igualdad de los hombres y mujeres ante el Dios Misericordioso y Clemente, el Dios de los Cien Nombres. Yo les miraba ajeno a la alegría de la fiesta. En aquella misma ciudad de Kairuán había conocido la doctrina salvadora del Islam, en los tiempos en los que aún vivía mi padre Ziyad, al que de nuevo recordé con añoranza.

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