»Suleyman le hizo llamar, maltratándole de palabra, y avisándole de su intención de reducirle a la pobreza. La inquina del nuevo califa iba dirigida contra quien consideraba representante de una política que detestaba. Suleyman no era un guerrero, pensaba que todos aquellos conquistadores eran un peligro para la estabilidad del califato; hombres riquísimos, llenos de vanidad y de soberbia, que competían en riquezas y en esplendor con la propia familia califal, descendiente de Mahoma. Suleyman acusaba a los conquistadores de haber incurrido en la apropiación indebida de un botín que no era suyo. Los sometió a juicio. El nuevo califa sostenía que los conquistadores sólo podían quedarse con el quinto del botín, mientras que los bienes inmuebles —las tierras, las casas conquistadas, los ganados— pertenecerían a la comunidad. Para los conquistadores, todo era botín, por lo que un quinto de las tierras y heredades conquistadas era suyo.
»Mugit y yo aprovechamos el cambio de política para saldar los agravios contra Musa. Se acusó a Musa de haberse apropiado de joyas de gran valor, tales como no poseyera rey alguno después de la conquista de Persia. Fuimos llamados al juicio y le tachamos de corrupción, malversación de fondos y deslealtad. Informamos al califa Suleyman de que Musa se había apropiado indebidamente de la mesa del rey Salomón, de la copa sagrada y del Jacinto de Alejandría. Musa había hecho desfilar delante del califa anterior una copia de los tesoros, hecha con cristales, apropiándose de las joyas auténticas. Para confirmar mi tesis, mostré una de las patas de la mesa, que Ilyas había conseguido para mí en Toledo. Se vio claramente la diferencia entre las piedras preciosas del objeto que yo presentaba y lo que había entregado Musa al erario.
»Después, convoqué a alguno de mis hombres del Magreb, y a oficiales árabes que le inculparon de haber maltratado a las tropas bereberes, las que habían llevado el peso de la conquista.
»Mugit le acusó de haber usurpado las tierras cordobesas, y de haberle despojado de los cautivos de Córduba que le pertenecían.
»Suleyman escuchó atentamente estos cargos, tras los cuales Musa se le hizo insufrible y decidió castigarlo, condenándolo a muerte. Sin embargo, Musa, que tenía importantes valedores en la corte, consiguió librarse de la pena capital a cambio de una enorme multa. Fue destituido de todas sus provincias, se le alejó de la corte y se le encarceló. El califa ordenó una investigación de sus bienes, que fueron confiscados. Para pagar la multa se vio impelido a pedir ayuda a los árabes de su tierra natal.
»Cuando el proceso judicial terminó, Musa fue liberado. Entonces comenzaron mis problemas, porque yo había sido el desencadenante del proceso contra él y Musa lo sabía. Comenzó a perseguirme y, a través de personalidades influyentes en la corte, a las que compró, consiguió que yo también cayera en desgracia. Sin juicio, al fin y al cabo yo no era más que un extranjero, fui detenido, encarcelado y todas mis posesiones, confiscadas. En la terrible cárcel de Damasco, la sed y el hambre me torturaron; pensé que el Todopoderoso me había abandonado a mi suerte, que Allah, el que conduce inexorable el Destino de todos, el que juzga a los hombres, me hacía purgar por mis pecados: mi soberbia al querer dominar el mundo godo, la lujuria que me había dominado tantos años. Inexplicablemente, en medio de la desgracia, conseguí hallar una cierta paz. Fue en aquella cárcel de Damasco cuando tu imagen, Alodia, se hizo más vivida, como algo bueno en mi pasado. Recordé cuando habías sido enterrada viva y te rescaté descubriendo todos aquellos tesoros que fueron la causa final de la ruina de Musa y de la mía propia. Recordé tu integridad y fortaleza frente a un mundo en que todo estaba corrupto. Los días, los años pasaron, pero en mi interior se abría un cambio, se iba encendiendo una luz diferente.
»En el año 716 de la era cristiana, 97 de la Hégira, Musa fue asesinado en una mezquita de Damasco por alguno de sus múltiples enemigos. Mi principal adversario había muerto pero aún transcurrió largo tiempo antes de que yo fuese liberado. Gracias a la ayuda de Mugit se revisó mi caso y se me concedió una amnistía. Sin embargo, el califa me desterró de las tierras sirias. Sin amigos, en un país extranjero, empobrecido y sin recursos, emprendí el regreso hacia las tierras del occidente del imperio omeya. Crucé Egipto y me dirigí hacia el Magreb. En Kairuán, los hijos de Musa seguían controlando las tierras de Ifriquiya, por lo que debí huir. Siempre al oeste, solo, con una soledad que se me metía en las entrañas, comenzó una extraña purificación interior. Comprendía que lo poco bueno que había existido en mi vida iba ligado a tu imagen, Alodia. En cambio, la figura de Floriana se iba desvaneciendo, aunque por las noches aún clamaba venganza en mis sueños.
»Mendigué, robé comida para poder sobrevivir, me acogieron los bereberes del desierto. No sabía muy bien hacia dónde ir, pero de modo inconsciente, me iba dirigiendo hacia las tierras ibéricas, hacia el perdido reino de los godos.
»Llegué a la ciudad portuaria de Tingis, la antigua capital de la Mauritania Tingitana, el lugar que yo tiempo atrás había gobernado. Trabajaba en el puerto por una mísera soldada. Una noche en una taberna se produjo una reyerta. Un hombre anciano con una capa negra fue golpeado por unos ladrones que querían quitarle la bolsa. Me apiadé de él y le defendí. Él me invitó a beber. Tras los primeros sorbos comenzó a hablar, había luchado en las campañas del Norte de África con Uqba ibn Nafti, el mítico conquistador del Magreb. Hablaba sin cesar, en un monólogo que me pareció interminable y aburrido. De pronto, en la taberna, se escuchó música y comenzó a danzar una bailarina. El anciano la miró como hipnotizado y prosiguió su perorata, esta vez acerca de las mujeres. Había conocido a muchas, y había disfrutado de los placeres de la carne. Entonces me dijo que, de todas las mujeres con las que había yacido, había habido una que le había proporcionado un placer más allá de cualquier otro. Ningún hombre conoce lo que es el éxtasis del amor si no ha gozado con una mujer como aquélla. Pensé que era una historia como cualquier otra, un cuento de un octogenario libertino que desvariaba. Me reí diciéndole que exageraba, con gran indignación profirió un no rotundo. Nadie había conocido un placer tal como el que produce la Kahina. Al pronunciar aquel nombre, a pesar de estar borracho, el anciano bajó el tono de voz.
Miró en derredor suyo. Recordé a mi padre, Ziyad, él había sido amamantado por una mujer llamada la Kahina, también me acordé que el nombre de Kahina quería decir hechicera y que la reina Egilo me había revelado que Floriana era llamada Kahina por los suyos. Muy excitado, le pregunté sobre la Kahina, sobre quién era ella y cuánto tiempo estuvo a su lado. El viejo, aunque seguía borracho, parecía haber recuperado algo el sentido. Me dijo que sólo una noche, la Kahina es poseída por muchos pero sólo una noche con cada uno. No puede enamorarse, ni tener amantes, si alguna vez se une a alguien de modo continuado, la Gnosis, la Gnosis de Baal, la secta a la que pertenece, la asesina a ella y a su amante. La Kahina tiene mucho poder sobre los hombres con los que ha yacido, lo utiliza porque quiere cambiar el mundo. Hay una sola Gnosis que es eterna, y siempre hay una Kahina, generación tras generación.
»Un sudor frío me recorrió la espalda. Le pregunté qué quería decir, a qué se refería con Gnosis. Él me miró aún más asustado, y me dijo: “Gnosis es conocimiento, conocimiento es poder, poder es dominio sobre los hombres.”
»Al terminar de pronunciar aquellas palabras, se levantó aterrorizado y huyó.
»Aquella revelación me estremeció. Tardé en reaccionar. Me quedé paralizado frente al vaso de barro en el que estaba bebiendo y cuando quise reaccionar, el hombre se hallaba lejos, quizás acobardado de haberse ido de la lengua.
»Le busqué días y días por la ciudad de Tingis.
»No le encontré.
»El recuerdo de Floriana se hizo vivido, su imagen en mi mente se tornó casi real.
»Ella pertenecía a la Gnosis, estaba asustada siempre que nos veíamos, decía que era peligroso. Pero… ¿por qué? Ahora lo entendía, ella era la Kahina, la que dominaba la Gnosis de Baal en la ciudad de Toledo. Sí. La Gnosis tenía que ver con el asesinato de Floriana. Me preguntaba quién la habría introducido en la Gnosis, ¿quién la había hecho pertenecer a una secta tan peligrosa? Recordé a su padre, él quería la riqueza y comerciar en el Mediterráneo sin trabas, a su padre, que deseaba controlar el trono de los godos. Rememoré a su abuelo, que quería liberar al pueblo judío. Evoqué la carta de Olbán en la que le recriminaba sus amores conmigo. La carta enviada poco antes de que Floriana muriese. Me di cuenta de que habían descubierto el amor que compartíamos, que nuestra pasión ilícita la había sentenciado a muerte. Mi amor la había matado; pero ¿por qué yo no había muerto? De pronto, me vino a la mente que la misma noche que encontramos a Floriana, descubrimos un hombre asesinado, de una forma ritual. Ese hombre vestía la capa de la Guardia Real, y era de mi estatura. Ese hombre era mi amigo Gránista. Él había amado a Floriana. La cortejaba. Alguna noche que yo había ido a la habitación de ella me había tropezado con Gránista, que la rondaba. Floriana y yo nos reíamos de él. Sí. La secta gnóstica a la que pertenecía había matado a Floriana y después a Gránista, porque quizá le habían confundido conmigo.
»Necesitaba saber quién había sido en concreto. Por eso dejé la ciudad de Tingis, me encaminé a Septa. Allí, solo, olvidado de todos y arruinado, vivía ya muy envejecido el que un día fuera Olbán, gobernador godo de la Tingitana. Aquel hombre estaba hundido en una situación de inmensa melancolía, había perdido su preeminencia y su fortuna.
»Muchos gobernadores árabes habían pasado ya por Kairuán y por Córduba, la nueva capital de Hispania; para ellos él, Olbán, no era ya nadie influyente. Le habían retirado sus prebendas y el control del estrecho.
»Le conté mis sospechas y le pregunté por el nombre del asesino de su hija. Me respondió que nadie en concreto y todos, que él mismo había sido responsable del crimen. A Floriana, la habían ejecutado en un asesinato ritual por transgredir la ley de la secta gnóstica a la que pertenecía, uno había sido el designado, pero aquel hombre era tan culpable como los demás, tan culpable como el propio Olbán, que desde entonces estaba desesperado por la muerte de su hija. No quería hablar de ello, no quería reconocerlo. Había abandonado la secta tiempo atrás, la Gnosis no perdonaba a los prófugos y había contribuido a labrar su ruina.
»Me di cuenta de que Olbán me había engañado, siempre había sabido cómo se había producido la muerte de Floriana. Sin embargo, para él había sido más conveniente que yo pensase que la había matado Roderik. Después, me había utilizado para conseguir la copa sagrada de manos de mi padre, Ziyad, para lograr así que las tribus bereberes se alzasen en guerra y cruzasen el estrecho.
»Había más. Olbán había estado implicado en el ataque a Ongar en tiempos de Chindaswintho, el que llevó a Ricimero y al monje lejos del lugar sagrado. Alguien había revelado la entrada secreta al valle de Ongar al rey, ese alguien había sido Olbán, en aquel momento leal al reino godo. Además, junto a las tropas de Chindaswintho había una mujer, una hechicera que lanzó un maleficio, una mujer que logró que la magia benévola que emanaba de la copa, y que había protegido el valle de Ongar, cesase. Aquella mujer era también una Kahina, la hechicera que dominaba la secta gnóstica en los tiempos de la juventud de Olbán. Aquella Kahina era la mujer que había amamantado a Ziyad, mi padre. Después, Olbán ayudó a mi abuelo Ricimero, ambos regresaron a Septa. Años más tarde, Olbán consiguió que su hija fuera la nueva Kahina.
»Le pregunté que si Samuel, el judío, también sabía el secreto; si él estaba implicado en la muerte de Floriana. Me dijo que no. Samuel creía en el Dios de los judíos, no en el dios andrógino de la secta gnóstica. El nunca hubiera estado de acuerdo en que su nieta abrazase la secta impía.
»Floriana quería a su abuelo, amaba a Raquel, su madre, se sentía humillada por ser judía; por ello, se había introducido en la Gnosis para ser la Kahina, de este modo conseguir poder y así utilizarlo para hacer caer a Roderik para liberar al pueblo judío y ayudar a su padre Olbán a conseguir el dominio sobre el Mediterráneo.
»En cualquier caso, ya todo daba igual.
»Aquel anciano, el antaño poderoso conde Olbán, señor de Septa, ya no provocaba otra cosa más que compasión. Había perdido todo su poder, su hija estaba muerta.
»De pronto me encontré en paz. Era doloroso saber la verdad; pero la verdad redime y limpia. Un calor suave llegó a mi corazón. A pesar de su vida de mujer perdida, entregada a aquella secta extraña, Floriana me había amado hasta arriesgarlo todo por mí. Ella, en realidad, nunca me había traicionado. No podía hacer otra cosa sino cumplir su papel como Kahina. Había sido una víctima, víctima de las ambiciones de su padre y del afán de liberación del pueblo judío, que dominaba a su abuelo. Sí, Floriana me había amado pero, sin saberlo quizá, recorría la senda de los extraviados.
»Recordé las aleyas introductorias del Corán, las que rezábamos todos los días, los creyentes en el Único Dios Verdadero, los creyentes en el Único Posible, el Dios Omnisciente, el que todo lo sabe.
¡En el nombre de Alá, el Compasivo, el Misericordioso!
Alabado sea Alá, Señor del universo,
el Compasivo, el Misericordioso,
Dueño del día del Juicio,
A Ti solo servimos y a Ti solo imploramos ayuda.
Dirígenos por la vía recta.
la vía de los que Tú has agraciado,
no de los que han incurrido en la ira,
ni de los extraviados.
»Recité estos versos lentamente. Sí. Floriana se había perdido en aquella secta gnóstica, aquella secta que la había utilizado para controlar los destinos del reino. Los versos del Corán me hicieron sentir en paz. Había un Dios que se compadecía, que nos protegía del maligno. Pensé en mi propio nombre, Tariq. El nombre que me dio mi padre. Yo era el astro nocturno, el que brillaba en las tinieblas del ocaso. Recordé las últimas palabras de Alí ben Rabah antes de pasar al lugar de donde no se retorna. Cada hombre tiene su guardián, yo tenía que encontrar el mío. Recité la sura ochenta y seis, la que me daba a mí el nombre, la sura del astro nocturno:
¡Considera los cielos y lo que viene de noche!
¿Y qué puede hacerte concebir qué es lo que viene de noche?
Es la estrella cuya luz atraviesa las tinieblas de la vida,
pues no hay ser humano que no tenga un guardián.