Los monjes avanzan entonando himnos por detrás de las mujeres a través de un pasillo en la roca. El antiguo canto de la liturgia visigoda eleva el alma al cielo. Alodia está arrodillada, cierra los ojos para imbuirse más profundamente de la música sagrada, el que dirige la ceremonia comienza a hablar usando palabras latinas y griegas con una voz lejana y profunda.
Hagios, Hagios, Hagios
Dominus Deus, rex aeterne,
Tibi laudes et gratias
Bruscamente, asustada, Alodia abre los ojos. Frente a ella, dirigiendo los rezos, hay alguien muy querido, una persona a la que le debe todo, un hombre al que le unen lazos de sangre: es su hermano Voto.
La antigua sierva palidece intensamente. Se estremece, Adosinda se da cuenta de que algo ocurre. Ella niega con la cabeza, asegurándole que no le pasa nada, mientras intenta recomponerse.
La ceremonia prosigue, Voto no reconoce a su hermana, tan concentrado está en el oficio divino. Entonces, eleva el cáliz pronunciando las palabras sagradas.
Alodia mira al cáliz, la antigua copa de ónice, que se ha guardado durante más de dos siglos en las montañas del norte de Hispania, la copa a la que no han llegado los hombres de Musa, la copa que ha hecho que ella se separe de Atanarik.
No puede retirar la vista de la copa de ónice sobre el altar. La ceremonia prosigue pero Alodia solamente está pendiente de la copa sobre el ara. Llega el momento de la comunión. El monje da de beber del cáliz a los presentes, al llegar a Alodia, se turba y le tiembla la mano.
Acabada la liturgia, los monjes se dirigen según el ceremonial formando una hilera, con recogimiento hacia el convento. Alodia cierra los ojos, intentando reflexionar sobre lo que ha ocurrido. Al salir los celebrantes, la gente comienza a hablar en susurros dentro de la iglesia.
Adosinda pregunta a Alodia por lo sucedido, ella todavía conmocionada repite una y otra vez:
—¡Mi hermano! ¡El cáliz…!
—¿Qué dices?
—El monje que celebra es mi hermano Voto, hace más de diez años que no le veo. Tiene con él la copa.
—¿Qué copa?
—La copa de la salvación. Debo verle.
Mientras se dirigen hacia el lugar donde habitan los monjes, Alodia va temblando sin pronunciar palabra, Adosinda la acompaña con la niña de la mano, las dos mujeres atraviesan el pasillo labrado en la roca y se dirigen hacia el interior.
Al llegar a la puerta del monasterio, un monje espera a Alodia en la puerta.
Es Voto.
Los dos hermanos se abrazan.
Alodia llora, llora tanto como no ha llorado nunca antes en su vida; las lágrimas le caen por las mejillas, sin que pueda retenerlas. Solloza. Los años de penalidades pasados desde que era una niña en la aldea, todos sus sufrimientos, retornan una y otra vez a su mente al encontrarse con Voto. No es capaz de dejar de llorar. Voto la abraza de nuevo, para consolarla.
Izar, al ver a su madre de aquel modo, le dice:
—¡Madre, no llores!
—¿Tu hija? —le pregunta Voto.
—Sí.
—¿Estás casada?
—Sí.
—¿Eres cristiana?
—Lo soy de todo corazón.
—¿Su padre?
—No lo sé, quizás haya muerto, está lejos… El espíritu, aquel espíritu de fuego del que te hablé años atrás, me condujo hasta él.
Adosinda coge a la niña de la mano y se la lleva, discretamente desaparece. Es necesario que los dos hermanos hablen a solas.
Fuera del cenobio hay una gran bancada de piedra. Allí, uno junto al otro, se sientan Alodia y Voto. No saben por dónde empezar. Es Alodia quien toma la palabra, necesita desahogarse. El monje escucha atentamente su historia, la historia de Tariq, el hombre al que ama.
Al fin ella acaba, diciendo:
—Aquel que me guió a la luz se ha convertido para mí en tinieblas y dolor.
Voto calla y recuerda. Hace unos seis años hubo de huir de la cueva donde moraba en el Pirineo. Recordaba a aquel hombre…, ¿cómo olvidarlo? El que dirigía las tropas que asaltaron la ermita. Más tarde por Eneko supo que aquel hombre se llamaba Tariq, y era el conquistador del reino de Toledo. Ahora, por las palabras de Alodia, descubre que aquel mismo hombre era a quien amaba su hermana, el mismo hombre a quien muchos años atrás, Alodia fue conducida por la luz del Espíritu. Voto penetra en los entresijos de los corazones, posee una profunda intuición que le hace capaz de presagiar el futuro; por eso, con seguridad plena, le confía a Alodia:
—En el corazón del que amas hay una herida profunda, busca la copa porque deseaba curarse del odio que le destroza las entrañas.
Alodia se asombra al oír aquellas palabras.
—Entonces… ¿Lo has visto? ¿Le conoces?
—Sí. Sus tropas irrumpieron en la ermita del Pirineo, sólo quería una cosa: la copa. No podía dársela. Pude huir y logré llegar hasta este lugar donde el cáliz está a salvo, donde Liuva la guardó durante muchos años. Eneko me ayudó.
Al oír aquel nombre, Eneko, la antigua sierva abre los ojos sorprendida. Recuerda a Eneko, uno más del poblado, mayor que ella. Eneko procede de una de las familias más nobles de las tierras vascas, seguidores de la religión de Arga.
—¿Eneko? ¿Te refieres al pagano? ¿Al pariente de la sacerdotisa Arga?
Voto le sonríe, poniéndole al corriente del pasado.
—Desde que te fuiste, muchas cosas cambiaron en el poblado del Norte, en las tierras de nuestros mayores. Tras tu huida se decidió que una doncella, escogida al azar, asumiese el papel de víctima del sacrificio. Nadie quería entregar a su hija para tal horror. Fue Eneko quien se enfrentó a Arga y se rebeló contra la antigua religión. Poco tiempo después, una hijita de Eneko enfermó. Se decía que había sido Arga quien le había causado el mal de ojo para vengarse de su padre. Eneko adoraba a aquella niña y vino a mí cargando con su hijita en los brazos. Hice que la niña bebiese en la copa de la salud. La niña se curó. Eneko se hizo cristiano y gran parte del poblado le siguió. En aquel tiempo, Arga sufrió una misteriosa enfermedad y murió. Hay quien dice que fue de tristeza, al ver que su pueblo abandonaba el culto de la diosa madre… No hubo una nueva sacerdotisa. —Voto la miró—. La sacerdotisa deberías haber sido tú, Alodia, y tú no estabas. Los hombres del poblado eligieron como jefe a Eneko. Se necesitaba a un guerrero, porque las tropas del rey Roderik comenzaron a asolar de nuevo las tierras vasconas. Eneko venció en muchas batallas, y los montañeses le siguieron, le aceptaron como cabecilla. Eneko creía que sus victorias y la curación de su hija se las debía a la copa de poder; por eso la protegía y siempre había montañeses que vigilaban la cueva. Cuando fui atacado por los musulmanes liderados por Tariq, Eneko y sus hombres me salvaron. Me di cuenta de que la cueva del Pirineo ya no era segura y entendí que debía regresar a Ongar. Eneko me acompañó pero me hizo jurar que cuando tornase la paz a la cordillera pirenaica debería regresar al poblado, a las tierras de los baskuni.
Voto se detiene unos instantes, después prosigue, hablando lentamente:
—Ese tiempo aún no ha llegado. Ahora, Belay me necesita aquí.
—¿Belay…?
—Sí, él protege este lugar sagrado y la copa de poder.
—¿Algún día regresarás al poblado?
—Sí —le contesta Voto—, pero ahora no puedo, el camino es peligroso. Creo que debo permanecer aquí. El espíritu que me guía me lo confirma. Hice bien en volver. Siento que ahora se está cumpliendo la antigua profecía.
Mientras Voto calla unos instantes, Alodia le observa con curiosidad, deseosa de conocer la profecía, pero sin interrumpirle. Él se detiene recordando aquel tiempo, lejano ya para él, cuando descubrió un ermitaño en una cueva, un anciano moribundo que le reveló un secreto y le encargó una misión.
—Recuerdas que encontré la copa en las manos de un ermitaño en su agonía. Aquel ermitaño era un monje que se llamaba Liuva. Hace muchos, muchos años, cuando el monje Liuva halló la copa, hubo un milagro, vieron un hombre muerto que volvía a la vida. La aparición habló al corazón a cada uno de los que la habían encontrado. A uno de los allí presentes le reveló unas palabras misteriosas: «Llegará un tiempo en el que todo se derrumbará, la salvación vendrá de las montañas cántabras», ese hombre era un antepasado de Belay, se llamaba Nícer, hijo de Aster. La aparición también le dijo a Nícer que la salvación vendría a través del hijo de sus hijos. Por su madre, Belay es el único heredero de Aster, el mítico fundador de las tribus astures, quien originó su estirpe uniéndose a una jana. En estas tierras los derechos se transmiten por vía materna. Estoy convencido de que Belay es ese hombre que traerá la salvación a las montañas. Siento que debo permanecer a su lado, ahora que se decide el futuro de estas tierras. Belay me necesita aquí, con él.
Alodia observa a Voto, su faz revela una vida de rigor y penitencia. ¡Cuánto había cambiado desde que años atrás le había hablado de la luz del Único Posible! Alodia pone su mano sobre las del monje, como para apoyarle y darle fuerza. Los dos hermanos guardan silencio unos minutos, al cabo de un tiempo es interrumpido por la voz de Alodia.
—Es algo insólito que hayamos llegado aquí, que nos hayamos encontrado en este santuario entre montañas…
Voto sonríe. El ve algo escondido en los sucesos de la vida, algo regido por el Todopoderoso.
—No existe el acaso, no existe el azar. Estamos gobernados por un Dios que es Padre, que cuida de nosotros. Tú me necesitabas en la oscuridad, en la noche de tu soledad. Yo debía recordar en ti el pasado.
La antigua sierva, la que pudo ser la sacerdotisa de la diosa, advierte que su hermano no se halla totalmente en este mundo, su vida le ha conducido a estar situado entre el cielo y la tierra, entre lo material y lo espiritual. Voto ve más allá, a través del tiempo y del espacio, por eso le pide consejo.
—¡Hermano mío! ¿Qué debo hacer ahora? Estos años he esperado en la casa de Belay, Tariq me dijo que me ocultara allí, que un día volvería a por mí y a por nuestro hijo. Ahora hemos llegado a este lugar perdido donde él nunca me va a alcanzar. Sé que no ha muerto, algo me lo dice en lo más profundo de mi alma. Mi hija necesita a su padre, ¿debería irme otra vez?, ¿debería buscarle?
—Tienes que aguardar. Si el Dios providente quiere que le encuentres, tu esposo volverá…
—Yo le pido al Altísimo que se cure de la herida que daña su corazón y le pido al que todo lo puede que Tariq regrese, que regrese sano y salvo.
Voto apoya la mano sobre el cabello de ella, en los ojos de Alodia brilla de nuevo la tristeza.
Al fin, el monje le confía a su hermana:
—La guerra se acerca incluso a estas montañas en paz, del resultado de una pequeña batalla en un lugar perdido dependerá el futuro de muchas gentes.
—¿Qué puedo hacer yo?
—Tú y yo somos los guardianes de la copa. Tú has sufrido al protegerla con tu silencio. Yo llevo su carga, que a veces se vuelve demasiado onerosa.
Se escucha una campana, convocan al monje a proseguir sus oraciones. Voto se levanta pesadamente, es ya mayor, no un anciano pero sí un hombre desgastado por la vida de penitencia. Alodia le contempla mientras se aleja, inclinado hacia delante, como llevando el peso de los pecados de los hombres sobre sus espaldas, el peso de la codicia, de la intemperancia y de la violencia.
Después Alodia regresa hacia la fortaleza donde vive con su hija. Allí la espera Adosinda, que la abraza al llegar.
Muchos domingos después de aquel primero, Alodia se encuentra al monje, que le habla del cielo, de la felicidad última y de un Dios bueno. El alma de la sierva encuentra un cierto sosiego, pero para Alodia la dicha no existe de modo completo lejos de Atanarik.
El tiempo transcurre lentamente, pasan al menos dos años en los que Belay va fortaleciendo sus dominios, muchos astures y cántabros le apoyan, ven en él su esperanza. Poco a poco, se hace fuerte y abandona Ongar, se asienta en una antigua villa romana en la campa de Onís, junto a la desembocadura del Güeña en el río Sella. Allí acuden con sus quejas y pleitos los astures y cántabros. El prestigio de Belay va creciendo. Junto a él regresa Gadea, que espera otro hijo. Adosinda permanece en la fortaleza de Ongar. No quiere volver con su cuñada Gadea, y Ongar no está lejos de lo que ella más quiere en este mundo: los hijos de Belay, que continúan su estirpe: el linaje del legendario Aster y la reina innombrada; la estirpe de la casa real de los Balthos.
La batalla de la Cova de Ongar
Una vez más, las banderas árabes se dirigen rumbo al Norte, recorriendo las tierras llanas de campos baldíos, inmensurables. Surcan una meseta de ejidos vacíos, de viñas y olivos sin labrar por la guerra. Bordean robledales y pinares. Atraviesan rañas de encinas y praderas de cereal, donde los ciervos huyen a su paso. Sí. Las tropas islámicas cruzan ríos y suben cordilleras. Avanzan sin detenerse. Atrás, en las llanuras cercanas a la Oróspeda, han destruido campamentos bereberes que se han alzado frente al poder omnímodo del califa. Apresan cautivos, tropas de refuerzo para la guerra que se avecina en las montañas cántabras. Las gentes de la tribu bereber se refugian en los bosques. El poblado de cabañas de madera que, con tanto esfuerzo habían construido, ha sido saqueado por las tropas árabes. Se han llevado a un hijo de Samal, su madre Yaiza llora la pérdida.
El ejército musulmán atraviesa el Torio y el Benesga, pasando cerca de las murallas de la antigua ciudad de Leggio, semirruinosas desde las campañas de Tariq y Musa, unos diez años atrás. Franquean el páramo cercano a Leggio, se dirigen a Gigia a poner orden en las tierras cántabras. Al fin, el wali de Córduba, Ambassa, responde a las llamadas insistentes de Munuza, gobernador de Gigia.
Desde el páramo, las tropas árabes contemplan la barrera de montañas que se alza, enhiesta ante ellos, dificultándoles el paso hacia la costa. Las estribaciones de la cordillera, cubiertas de arbolado o matorral, forman un complicado laberinto de valles cortados, retorcidos a veces, sin salida posible otras, en los que el enemigo puede impedirles el paso. Los montes, hendidos por la corriente de los ríos, intentan unirse unos a otros en las cumbres.
Ahora, las tropas árabes han alcanzado un valle tortuoso entre cimas aún nevadas. Se oyen los cánticos, los orgullosos gritos de los soldados. Las hordas musulmanas nunca han sido derrotadas, su Dios va con ellos.