La estrella se ocultó tras el horizonte y desapareció del firmamento al tiempo que Cebrián regresaba. Era de noche. El chico saltaba contento.
—He visto un lugar… Hay mujeres y niños chicos…
Pesadamente, Alodia se levantó y le siguió, era una alquería. Les acogieron aquella noche, la noche en la que ella comenzó a sentir los dolores del parto, en una casa de suelo de tierra batida, con un hogar y un arco en la entrada. Las mujeres de la granja, compasivas, la cuidaron. A Alodia le parecía que iba a morir al sentir el dolor de cada contracción, el parto se prolongó horas y horas. Sin embargo, no gritaba. El sudor cubría su faz enrojecida por el esfuerzo. Al amanecer, su hija vino al mundo. Por la ventana abierta entraba el olor del campo y en el cielo brillaba la estrella de Tariq, la estrella de la mañana. Por eso, llamó Izar a su hija y la acogió con amor aunque se dolió por no haber traído al mundo a un varón, tal y como hubiera querido Tariq.
Pasaron los meses de invierno en la alquería. Allí vivía una familia: el marido, la mujer, los abuelos, varios hijos, algún siervo… Alodia procuraba ayudar en los trabajos de la granja, pero todavía estaba débil por el parto. Se daba cuenta de que la comida era escasa y que ella suponía una carga para los campesinos. Todavía el invierno no había finalizado cuando se fue de la granja, prosiguiendo el camino hacia el norte. Se ató a su hija a la espalda, y con ella a cuestas comenzó a caminar de nuevo. Cebrián una vez más la siguió.
Antes de salir, en la alquería, le indicaron que tomase la antigua calzada romana que conducía hasta Astúrica Augusta, y allí preguntase por el noble que buscaba; quizá le conociesen en las tierras astures.
Un día y otro día de marcha. Alodia no recuerda nada del trayecto al Norte, porque no veía el paisaje que la rodeaba, sólo el polvo y las piedras del camino. Se recuerda a sí misma al borde de una senda; a veces mendigando, solicitando comida en los pueblos. En ocasiones tenía suerte y otras no. Cebrián le traía raíces y bayas silvestres. Temía que con tan poca comida se le cortase la leche, pero no fue así y su hija iba creciendo. La niña le daba fuerzas para seguir.
Atravesaron las puertas de Astúrica Augusta en un día de primavera, pero no se demoraron allí. En la ciudad se aguardaba la llegada del ejército de Musa en su campaña hacia Galiquiya. Alodia se asustó.
En Astúrica preguntó por el noble Belay. Le dijeron que su heredad estaba más allá de las montañas, hacia el este, en las tierras astures. Le aconsejaron seguir hacia Leggio y de allí tomar un camino que conducía hacia la costa.
Tras muchas penalidades, llegó a la granja fortaleza en Siero. Cuando preguntó por Belay y le dijeron que estaba preso en el Sur, rompió a llorar. Las lágrimas de ella le ablandaron el corazón a Crispo, el criado al que se había dirigido. Se apiadó de aquella mujer joven con una criatura en los brazos a la que acompañaba un mozo retrasado.
—¿Qué deseas de mi señor?
—Protección y amparo. Mi esposo, el noble Atanarik, me dijo que vuestro señor me daría asilo.
—Espera aquí.
Crispo buscó al ama Gadea, embarazada de varios meses, pensó que se solidarizaría con aquella mujer que acababa de ser madre, le daba miedo preguntarle a Adosinda, que era una mujer con un carácter fuerte. No la encontró, Gadea estaba en los campos supervisando y vigilando la cría de los caballos de su esposo, por ello Crispo acudió a Adosinda.
La hermana de Belay tuvo piedad.
La sierva
Fuera canta un gallo.
Alodia se despereza en el jergón donde suele dormir, en aquel pequeño cuchitril, húmedo y frío, calentado algo por los establos, de los que es contiguo. Después se incorpora y se vuelve hacia Izar. La niña dormita, está chupándose un dedo y musita algo entre sueños. Ha crecido en los últimos meses, empieza a dar los primeros pasos. Su madre la observa durante unos segundos con ternura, sin levantarse del lecho. Al fin, Alodia vence la pereza, salta del camastro y se levanta. Se dirige a las cuadras. Fuera del establo hay un abrevadero para los animales con agua que corre limpia. Allí se lava rápidamente, saca el pequeño peine, que le diera tanto tiempo atrás Floriana, y se arregla el pelo.
Retorna junto a la niña, Izar sigue durmiendo con su dedito en la boca. Alodia se dirige al establo, las vacas están de pie en el comedero. Cercano a la pared hay un balde de madera. La sierva se sienta en un pequeño trípode, se acerca el balde. Acaricia la gran panza del animal. Después suavemente y de forma discontinua va apretando el pezón de la vaca con todos los dedos de la mano. Lentamente se van vaciando las ubres, al caer la leche sobre el cubo se oye un ruido rítmico. Cuando ha acabado de ordeñar la primera vaca, sigue con otra y otra. En el establo entra suavemente la luz de un nuevo día. Los mozos de cuadra comienzan a trajinar llevando hierba seca a los pesebres.
El trabajo monótono le permite reflexionar. Ya lleva varios meses en aquella casona de Siero. Nadie la molesta, pero tampoco ha sido aceptada como lo fue con las gentes de Samal, que la apreciaban como si fuera una más. Adosinda no ha vuelto a hablar con ella, incluso la trata con cierta brusquedad, porque considera la historia que ha contado como increíble. La esposa de Tariq muchas veces se acuerda de Yaiza y de Samal, que se compadecieron de ella y la cuidaron con desvelo. Recuerda cómo Samal la protegió porque Tariq se lo había ordenado, y en aquel momento comprende que Atanarik siempre la ha amparado, desde los lejanos tiempos en los que la salvó del sacrificio ritual.
A su mente retorna el rostro amado de Atanarik, su expresión bondadosa cuando velaba por ella en el camino desde el Pirineo a Toledo o sus rasgos doloridos tras la muerte de Floriana, o la actitud airada y llena de pasión en Astigis, o sus ademanes serenos en la noche de su boda, cuando ella fue tan feliz.
El recuerdo de Atanarik la inunda de tal modo que casi no se da cuenta de que el balde se ha llenado ya. Se detiene y lo lleva a una cántara donde se guardará la leche para hacer quesos. Bebe un vaso de aquel líquido lechoso aún caliente. Entonces escucha a su hija lloriquear en el cuartucho a su espalda. Tendrá hambre. La levanta de la cama, acariciándola, y la conduce al fogón junto al establo, allí cuece una manzana y se la da de comer.
La casona ha despertado. Escucha unos pasos rápidos que descienden por las escaleras. Es Gadea. La dama se ocupa de supervisar los animales estabulados. Después se acerca a la yeguada y como casi todas las mañanas, incluso tras su reciente parto, la esposa de Belay galopa por las tierras de su esposo.
Cuando Gadea pasa a su lado, parece no darse cuenta de la presencia de Alodia; para ella, la montañesa no es más que una sierva de la hacienda de su esposo.
Desde que la conoció, a Alodia le ha impresionado la hermosura de la hija de Ormiso, su fortaleza. Hace apenas un mes la mujer de Belay ha dado a luz a su primer hijo, un muchacho fuerte que le han puesto el nombre de su abuelo, Favila. La dama no le ha dado de mamar. Ha buscado un ama de cría.
Escucha cómo Gadea amonesta a uno de los siervos por no limpiar bien la yegua que ella suele montar. Después la ve subirse al animal y salir galopando hacia los prados.
Alodia, con su hija en brazos, se dirige al huerto tras el horno, allí se cultivan verduras, debe llevarle a Benina las que necesita para que la cocinera prepare la comida. La sierva deposita a su niña sobre la hierba y no le quita ojo, mientras corta unas cuantas coles y puerros. Pone las verduras en un gran cesto, que se coloca sobre la cabeza, sujetándolo con un brazo; mientras que, con el otro, toma a la niña de la mano. Deposita las verduras en la cocina y después se dirige a los campos a segar con otras criadas, que la saludan amigablemente. Alcanza una pradera que desciende hacia el río, allí se escucha el rumor del agua al mover las piedras del molino. A uno de los lados, la pradera limita con un bosque de robles y castaños.
Dejan a los niños junto al bosque en unas mantas sobre la hierba, al cuidado de una muchachita algo mayor que ellos, casi una adolescente.
Con la guadaña van segando el pasto, los mozos organizan grandes montones.
Alodia se siente observada. Nota como un cosquilleo en la espalda. Levantándose de la posición en la que está segando, se vuelve. Toribio, el capataz, centra su atención en ella, mirándola desde lo alto del caballo, mientras supervisa la labor de los labriegos. Toribio desvía la mirada cuando ella se vuelve. Una de las siervas se da cuenta de la expresión de Toribio y, a espaldas de él, le hace a Alodia un gesto de complicidad. Ella parece no entenderla, de nuevo se abstrae en su tarea. La faena es cansada y monótona. Sin embargo, Alodia se encuentra en paz y le da gracias al Único Posible, por estar segura allí entre aquellas gentes del Norte. Mientras trabaja sin cesar, Alodia vigila a su niña, que gatea sola y se aleja de los otros niños. Le da un grito para que vuelva con los demás chiquillos.
De pronto se escucha el sonido grave y fuerte de una trompa. Indica peligro. Los campesinos dejan lo que están haciendo y huyen a refugiarse en el bosque. Alodia se dirige hacia su hija, que se ha alejado gateando hacia el río. Detrás de la sierva se escuchan los cascos de caballos avanzando. Mientras corre hacia la niña, Alodia mira subrepticiamente hacia atrás. Son bereberes de Munuza, llevan armas y antorchas encendidas. Prenden fuego al henar donde se almacena la hierba que han recolectado los días pasados.
Izar gatea cada vez más alejada. Los jinetes se dirigen hacia donde está la niña. Alodia grita mientras corre por la pradera abajo hasta alcanzar a su hija, a la que cubre con su cuerpo. Unos cascos casi la rozan; un caballo ha pasado junto a ella; otro que galopa muy cerca la va a arrollar. En ese momento, nota cómo alguien la alza del suelo junto con la niña hasta la montura, y sale con ella hacia el bosquecillo donde mana el arroyo. Los jinetes sarracenos se van.
Cuando en el bosque desmonta del caballo, se da cuenta de que su salvador es Toribio. Alodia se le abraza sollozando; después besa a la niña, que está a salvo. Ante el abrazo, Toribio enrojece.
Han quemado la hierba seca y el prado, las llamas se elevan junto a la casa fortaleza de la familia de Belay. El capataz comienza a gritar y a organizar a los siervos de la hacienda, desde el río forman una cadena de cubos con los que van arrojando el agua al fuego. Pronto consiguen apagarlo; por suerte el destrozo no es demasiado importante. Las llamas se detienen rápidamente.
Gadea aparece a caballo, está furiosa, le han robado el bien que ella más quiere: las yeguas. Con algunos hombres sale tras los cuatreros. No pueden hacer nada, ya están lejos.
Adosinda está al frente de las tareas para sofocar el incendio y reparar desperfectos.
Alodia la escucha musitando:
—¿Cuándo volverá Belay? ¿Cuándo nos dejarán en paz?
La proposición
—Deseo hablar contigo.
—Decidme, mi señora.
A pesar de que ha hablado muy pocas veces con ella, a pesar de que no suele ser amable, Alodia ha llegado a apreciar a aquella dama de modales bruscos, capaz de solucionar los problemas de la hacienda de su hermano y de ocuparse solícitamente de sus gentes. La dama y la sierva están junto a las cuadras. Un poco más allá, Izar corretea con los otros niños.
—No, aquí no.
La conduce tras la arcada, atraviesan la amplia estancia donde el sitial vacío recuerda a todos que el dueño aún no ha vuelto. Cruzan la puerta de madera claveteada, y llegan al aposento que es a la vez el hogar, la cocina y el comedor. No hay nadie. Adosinda se sienta en la gran bancada de piedra que lo rodea, le indica a Alodia que se acomode a su lado. La sierva se siente extrañada ante tanta ceremonia a la que no está acostumbrada.
—Un hombre de buen corazón y grandes prendas ha hablado conmigo.
Ante la mirada inquisitiva y sorprendida de Alodia, Adosinda prosigue.
—Es Toribio. Quiere hacerte su esposa. Considero que es una buena oportunidad para ti. Estás sola, tu hija necesita un padre, y tú, alguien que te proteja.
La faz de Alodia se enciende, roja como las ascuas del fuego de la cocina.
—Yo… yo ya estoy casada.
—¡No estoy tan segura de ello! —se enfada Adosinda.
Alodia le repite con firmeza:
—Lo estoy.
—¿Cómo vas a estarlo? Dices que tu esposo es un noble, pero eso es absurdo. Tú eres una sierva que trabaja en el campo. No puede ser que estés casada con un compañero de mi hermano Belay en las Escuelas Palatinas.
Alodia, muy violenta, rápidamente insiste.
—Soy la esposa del noble Atanarik…
Adosinda le responde de un modo impaciente:
—Que seguramente habrá muerto.
—No. No es así —casi grita Alodia, dolorida—. No ha muerto.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Mis voces me lo dicen, lo siento en el corazón, él volverá. No puedo traicionarle, a él…
Adosinda piensa que la pobrecilla está loca.
—No sé a qué voces te refieres. La guerra y las penurias te han vuelto loca. —Replica con dureza, después prosigue de modo más condescendiente—. Debes considerarlo, Toribio es un buen hombre que te dará seguridad.
—Sé que es un buen hombre, pero no… no puedo.
—Debes casarte con él.
—Mi señora, os he obedecido en todo en estos años que llevo con vos. Os agradezco que me hayáis acogido, pero yo no puedo contraer matrimonio. Soy…
—¡No te quería tanto, cuando te ha abandonado!
Alodia se echa a llorar, la dama le ha tocado en el punto que más le duele pero ni ruegos, ni órdenes, ni súplicas hacen que Alodia varíe su postura; al fin, Adosinda se retira indignada.
La reclaman fuera.
Alodia logra serenarse y se incorpora a sus tareas habituales. Un sentimiento agridulce llena su corazón. Por un lado, se da cuenta de que Toribio es un buen hombre, y se encuentra confusa ante la proposición del capataz. Por otro, la figura de Tariq parece desdibujarse en su mente. Quizás Adosinda tenga razón, quizás él haya muerto. Ese pensamiento sólo le produce tristeza. De todos modos; ella le será fiel, por ello procurará evitar a Toribio, que la observa con un afecto entremezclado de un cierto despecho.
Afortunadamente para Alodia, Toribio no permanece mucho tiempo en la casona de Siero, tiene nuevas tareas de las que encargarse.
Aquellos días llegan noticias de diversas revueltas en los pasos de la cordillera. Atacan a caravanas, a las expediciones con los tributos, e incluso a patrullas del gobernador. La vida en las montañas se torna insegura. El gobernador Munuza proclama bandos en los que advierte de que hay cuadrillas de bandoleros, a los que nadie debe ayudar. Con la excusa de que se ha refugiado en las villas de la planicie cercana a la costa, Munuza saquea las posesiones de algunos terratenientes. En las tierras astures se palpa una inquietud constante.