Ziyad volverá a África. Suenan las trompas cuando bajan del túmulo el cadáver del hijo de Kusayla.
El hijo de Ziyad y de Benilde observa cómo el carromato que conduce los restos de su padre se aleja.
No habla.
Su expresión es de dolor pero no sale un quejido a sus labios. Piensa que en aquel carromato le abandona el único hombre en quien ha confiado de verdad en su vida, el hombre al que llegó a querer con admiración filial, el que le ayudó en una empresa que para todos parecía una locura. Los meses en los que luchó al lado de Ziyad han sido el único tiempo en la vida del que antes llamaban Atanarik, en los que se sintió seguro y protegido por alguien que le quería con afecto paternal, alguien que estaba a su lado incondicionalmente. Con la carreta que conduce los restos de su padre, se van sus hermanos Ilyas y Razin; ellos volverán a las montañas del Aurés, a la ciudad perdida de Ziyad, donde le enterrarán con Kusayla, en las tierras de sus antepasados. Le han prometido que, una vez cumplida su penosa misión, regresarán después con él a proseguir la conquista de Hispania.
Cuando el polvo de la carreta y los caballos que forman el cortejo fúnebre de Ziyad ha desaparecido del horizonte. Tariq retorna al lugar de la batalla. Allí le entregan lo apresado, el rico botín entre el que se encuentran las joyas y los pertrechos que Roderik ha traído a la guerra, gran cantidad de armas y caballos, que refuerzan las huestes sarracenas. Separa para sí un quinto y reserva el resto para repartirlo entre los combatientes libres.
No se toma descanso, no quiere pensar. No quiere que le atormente el pesar por la muerte del hombre que le engendró, no quiere pensar en Roderik, ni tampoco en Floriana, a quien sabe que no ha vengado todavía.
Ordena que el ejército bereber se repliegue a sus bases en la costa.
Se hunde en los preparativos de la conquista, para no mirar hacia delante —pensando cuál ha de ser ahora la meta de su vida— pero también para no mirar tampoco hacia atrás —recordando que él una vez fue un visigodo, un hombre con honor—. Ahora Atanarik ha muerto, él es ya por siempre Tariq, el conquistador, el hombre victorioso de Waddi-Lakka.
Sí. Ha vencido en la batalla. Cuando da órdenes y organiza de modo justo el reparto del botín, cuando ordena que se organice la retirada del lugar de la batalla, todos le obedecen. Los bereberes le siguen con devoción, es una leyenda ya para sus gentes, como lo fue Ziyad, como lo fue Kusayla. Su pueblo lo admira y él se siente obligado y agradecido por ello. Debería sentirse contento. Sin embargo, en lo más íntimo de su ser, la desolación le embarga, su padre ha muerto, y Roderik, con las palabras que pronunció en su agonía, ha sembrado la duda en su interior. Para olvidar el dolor, la amargura y el pesar, bebe de la copa hasta emborracharse. Quiere olvidar, quiere tener fuerzas, quiere continuar su destino, al frente del pueblo de su padre, que es ahora el suyo.
Algunos de los godos, fieles aún al rey caído, solicitan el permiso del vencedor para llevarse el cadáver de Roderik y trasladarlo hacia el norte. Tariq se lo concede sin dudar. Conducen al rey caído a unas montañas más allá del río Douro, y en una capilla pequeña de piedra lo entierran, cerca de una ciudad llamada Viseu.
Así pasa por entre los hombres, el que fuera el último rey visigodo. Después, las leyendas cantarían que no murió en la batalla, que se alejó de ella, y que fue agonizando de pesar por la pérdida del reino. Contarían que fue enterrado aún vivo en un sepulcro de piedra y, que en la tumba una serpiente le corroyó el corazón.
Eso dicen las leyendas, pero las leyendas eso son.
Una vez finalizada la batalla, Olbán retorna a la Tingitana a reclutar más tropas. Los efectivos bereberes han menguado tras la batalla, pero la derrota del enemigo godo ha sido completa. La noticia de la victoria de Tariq y lo cuantioso del botín se extiende por toda la Tingitana, Miles de hombres de todas las tribus cruzan el estrecho en barcas, falúas e incluso a nado. A ellos les siguen las mujeres, los ganados y los niños. La esperanza de una vida mejor alienta todos los rincones del litoral, por el desierto y las montañas del Atlas. Es la oportunidad de salir de la pobreza, de alcanzar la gloria, de luchar por Allah. La fama de aquel pequeño ejército que ha vencido a las poderosas tropas visigodas, la fama de su comandante, Tariq ben Ziyad, se propaga por todo el Norte de África, desde las tierras del Nilo, hasta la costa atlántica.
La conquista
1Quién podrá pues narrar tan grandes peligros? ¿Quién podrá narrar desastres tan lamentables? Pues aunque todos sus miembros se convirtiesen en lenguas, no podrá de ninguna manera la naturaleza humana referir la ruina de España, ni tantos, ni tan grandes males como ésta soportó.
Crónica Mozárabe 754
La Hija de la Diosa
—¡Alodia…! ¡Alodia…!
A Alodia le parece que todavía está oyendo la voz de Atanarik, la voz tan querida, que se va repitiendo una y otra vez en su interior. En los recuerdos de la sierva reaparecen sus ojos aceitunados, la marca en la mejilla, su expresión amada…
Seguidamente, entra en un estado de confusión.
Todo se le hace borroso en la mente.
Como en sueños, le parece escuchar aún el griterío de los otros guerreros, el estruendo de la lucha, el rumor de los encuentros… Aún recuerda cómo él la estrechó, levantándola del suelo con suavidad, como si ella no pesase. Al entreabrir los ojos, le veía, pero era incapaz de pronunciar una palabra, sólo emitía quejidos de dolor. Con infinita suavidad, Atanarik la cargó sobre el caballo, mientras ella se agarraba con dificultad a las crines. A continuación, él montó de un salto, la sujetó para que no cayese y tomó las riendas para ponerse en marcha, al tiempo que la envolvía con su fuerza. En ese momento, ella percibió su fuerte olor, un olor a sudor, masculino, entremezclado con el de su propia sangre. Un sufrimiento inmenso le laceró el costado, aún le sigue doliendo. Ahora, cuando la sierva está ya a salvo, no sabe si aquel dolor lo es por la herida o que, al fin, ha aflorado un sufrimiento más hondo que desde meses atrás le ha ido royendo el alma.
A través del ventano en la sala del lugar desconocido donde reposa, la claridad cruza la estancia.
Fuera se escucha el trinar de los gorriones.
Es invierno, hace frío.
La luz que atraviesa las rendijas de las contraventanas es brillante, como en los lugares del Sur, no es la luz tibia del Norte; está en algún lugar de la Bética, pero no sabe en dónde.
Después de que los apresaran y la hirieran, fue conducida hasta aquí. No sabe cómo ha llegado a aquel lugar, ni qué le ha ocurrido a Atanarik, esto último es lo que le produce una constante desazón, una congoja profunda. Desde la muerte de Floriana, Alodia no se ha separado de él. En esos meses, la luz del capitán godo ha brillado continuamente en su vida. Ahora, sin él, se siente muy poca cosa, menos que nada, porque ella le ama, le ama desesperadamente, angustiosamente, sabiendo que no es correspondida; por eso su amor es aún más profundo, más doloroso. Se pregunta qué va a hacer sin él, sin el que ha sido la luz de su vida. Ahora, sin Atanarik, entra de nuevo en la oscuridad. En su interior habla con él y le dice: «No me dejes, no te vayas», pero él no está. A Alodia le duele todo el cuerpo por las heridas, pero sobre todo padece pensando que quizá nunca más le vuelva a ver. Desde el momento en que le conoció, supo que sus destinos estaban ligados para siempre, que en él se cumplían las palabras del espíritu.
Nunca se le borrará de la memoria aquel anochecer, en las tierras cercanas al Pirineo, no, Alodia nunca jamás lo olvidará.
El sol descendía sobre las estribaciones de los montes que separan la Hispania de la Galia. Sus últimos rayos despertaron destellos en las lejanas cumbres nevadas. Un camino conducía al castillo, a la fortaleza goda que custodiaba el paso hacia el reino franco. En el atardecer, la senda oscurecía, rodeada de espesos bosques de abetos. Al fondo, el río; desde él ascendía una neblina que iba a cubrir la llanura.
Un rubor rojizo coronó la neblina. El sol lentamente se escondía y todo se tornó umbrío, fantasmagórico e irreal. En el ambiente había algo mágico.
El aliento del ocaso acarició el vestido tosco de la montañesa. Cada vez la luz era más tenue. Alodia estaba asustada.
Sabía bien que pronto la buscarían.
Voto hacía tiempo que la había abandonado. Ahora él era un ermitaño y se escondía en la cueva del Pirineo.
Alodia huía de sus mayores, de su pueblo y de su propia familia. Se sentía desamparada. Sin embargo, ella, Alodia, la Hija de la Diosa, confiaba en el Único, el Único posible, que nunca antes la había abandonado.
Un atardecer, pocas noches antes del sacrificio, decidió obedecer Su Voz y escaparse del poblado. Pero… ¿adonde? No podía huir con Voto. Sabía el lugar en el que él se ocultaba, pero no debía revelarlo, tampoco podía conducir allí a los hombres del poblado. No. No debía ir con Voto. Allí la encontrarían y su hermano moriría por haberla protegido, le quitarían la copa sagrada y a ella la utilizarían igualmente para el culto de la diosa.
No, debía seguir las indicaciones de la visión e ir al Sur.
La tarde caía cuando se alejó de la aldea, uno de los guardianes de las puertas, un hombre joven, la observó viéndola cruzar las fortificaciones que rodeaban el poblado. No sospechó que ella huía y la dejó salir. Desde lo alto del camino, ya fuera de los muros de madera de la aldea, divisó el hogar de su infancia y de su primera juventud; las casas de piedra, tantos amigos, tantos familiares y personas amadas; pero también, tanto miedo y repugnancia al sacrificio. Desde lo alto del camino, tornó la vista atrás y se sintió asustada, sola, desamparada, el corazón le latía con ansiedad.
Se dirigió muy deprisa rumbo a la fortaleza de los godos. Sabía que no estaba lejos.
La luz iba desapareciendo lentamente del horizonte, las estrellas poblaron el cielo, el añil del ocaso se transformó en púrpura y al fin en un color bruno. Corría deprisa sin detenerse, avanzando entre los árboles, cuando divisó, a lo lejos, la senda que conducía al castillo. Sólo entonces aminoró el paso, y deambuló semioculta cerca del sendero pero sin salir a él, desgarrándose las ropas entre los matorrales.
Fue en ese momento cuando escuchó el ruido rápido y rítmico de los cascos de múltiples jinetes. Algo la impulsó a salir al camino.
Los jinetes galopaban con rapidez; sabía que podían arrollarla, pero no se arredró. Al divisarlos ya cerca, levantó los brazos haciéndoles señales. Su vestidura blanca reflejaba la luna, como un haz de luz, semejaba una aparición que detuvo a los jinetes.
Los caballos relincharon, muchos levantaron sus cuartos delanteros al ser detenidos de modo brusco.
Inmediatamente, se vio rodeada por hombres de aspecto rudo.
Escuchó risas soeces.
Uno puso orden, parecía ser el jefe.
Alodia se arrodilló ante él y habló con voz clara:
—Mi señor, si creéis en el buen Dios Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra… ¡Protegedme! No permitáis que nada me ocurra.
El jinete se apeó del caballo y la levantó del suelo. Alodia temblaba, no sabía con quién iba a encontrarse. La luz de la luna se reflejó en un hombre joven, muy alto y fornido. Su aspecto era noble. La capa ondeaba tras él mecida por la brisa nocturna. Unos cabellos castaños y cortos, una faz recia de barba escasa, con una marca oscura, más grande que un lunar, en la mejilla. Bajo las pobladas cejas brillaban unos ojos claros de color oliváceo. Al hablar, una voz ronca, masculina a la vez que suave, sonó en su garganta:
—¿Quién sois? ¿Por qué paráis a una cuadrilla de soldados godos?
—Me llamo Alodia. Huyo de un rito nefando que no quiero nombrar… Me someto a vos como sierva y esclava. El espíritu me ha guiado hacia vos.
El resto de los bucelarios murmuraba. El joven capitán dudó; en la penumbra vislumbraba lágrimas en el rostro de la doncella, con decisión se dirigió a la tropa.
—Nos la llevamos. Vendrá con nosotros.
La montaron en uno de los caballos de refresco, un animal manso. Alodia nunca había cabalgado, por lo que se encontraba inestable sobre el bruto, le parecía que iba a caerse en cualquier momento. Los soldados galoparon hasta altas horas de la noche, sin detenerse, precedidos por las luces de las antorchas. La compañía goda tenía prisa, abandonaban la fortaleza del Norte porque habían sido convocados en Toledo. El rey Witiza reunía a sus fieles ante una nueva revuelta nobiliaria, quizá la que fuera a derrocarle; una vez más se había producido una insurrección de los poderosos del reino.
A altas horas de la noche, llegó el momento del descanso. Alodia estaba tan cansada que no podía dormir. Había escapado del sacrificio, pero ¿a qué precio? Se encontraba sola en un mundo de hombres. Los guerreros cansados se acostaron en torno al fuego, sin prestarle atención. El capitán le acercó una manta gruesa de lana, sus ojos la observaron amables. Ella se sintió protegida y, ante esa mirada, la esperanza se abrió paso en su corazón.
El descanso duró poco, las primeras luces del alba marcaron el inicio de una nueva jornada de viaje; a marchas forzadas cruzaron la planicie inmensa que se abría ante ellos.
Por las noches, Alodia les servía: preparaba los alimentos, ayudaba a cepillar los caballos. No era más que una sierva, a la que trataban con indiferencia. Sólo el capitán, Atanarik, a veces era amable. Nunca habló detenidamente con ella, no le preguntó su nombre, ni su historia, pero veladamente la cuidaba. Alodia procuraba estar cerca de él, observándole sin que él se diese cuenta. Así, fue descubriendo la confianza que inspiraba en sus hombres. Atanarik les trataba de modo benévolo pero guardando la disciplina. No era de muchas palabras, un hombre callado que, a menudo, se quedaba abstraído junto al fuego.
A su mente tornó el momento cuando, en una de las poblaciones, una villa grande en la meseta, los soldados se emborracharon y uno de ellos comenzó a perseguir a la sierva, acosándola. Alodia recordaba con horror el aliento beodo de aquel hombre, su boca babosa intentando besarla. Con una palabra, el capitán lo detuvo; pero tampoco pareció darse cuenta de la mirada agradecida de Alodia.
Para ella, poco a poco, Atanarik se fue convirtiendo en el centro de su vida, sin que el godo pareciese advertir los sentimientos de la doncella.