El haberle visto así, lleno de rencor, hace que le parezca a Alodia un ser extraño; no se asemeja a aquel a quien ella amó, al guerrero recto y bondadoso, que se compadeció de ella y la protegió en su huida del poblado, el hombre deshecho por la muerte de su amada Floriana, el hombre justo.
Baja del terrado y pegándose a las paredes para no ser descubierta, se aleja de allí, cruzando la ciudad. De pronto, escucha los cascos de unos caballos galopando deprisa, la sierva se protege tras una columna, bajo las ruinas de una antigua mansión romana. En ese momento, Alodia lo ve pasar de nuevo, un ferviente seguidor de la bandera de la media luna.
Detrás de él sus hombres gritan:
—Tariq ben Ziyad… ¡Tariq! ¡Tariq!
Aquel grito le golpea el corazón: ¡Tariq! ¡Tariq! Para ella no es Tariq, para ella siempre será Atanarik, el que ama su corazón.
Tras el paso de los jinetes, prosigue la huida hacia el convento. Allí espera. Asustada. No quiere verle y, al mismo tiempo, es lo que más desea en el mundo. Está segura de que vendrá a por ella.
Pasan las horas. Al convento les llegan noticias del conquistador, creen que es un bereber. Dicen que es un hombre orgulloso, incapaz de clemencia, que desprecia a los vencidos. Alodia siente que no es así; recuerda la larga huida desde Toledo, el tiempo en el que la recogió en las montañas del Norte, recuerda bien su bondad. No. Atanarik no puede haber cambiado tanto.
Pasan las horas de una espera cada vez más tensa.
Un jinete se detiene en la puerta del convento, las hermanas intentan prohibirle el paso. Alodia oye la voz de Atanarik, airada, pronunciando su nombre: «¡Alodia!», y después: «Busco a la sierva. ¿Acaso ha muerto? ¡Os mataré a vosotras si no la habéis cuidado! ¡Sufriréis mi castigo si algo le hubiese ocurrido!»
Finalmente, penetra en el interior del convento, deshaciéndose con brusquedad de todo el que intente interponerse a su paso. Busca a Alodia. Las monjas revolotean asustadas. Escucha los gritos de protesta de sor Justa, de Rufina y de la abadesa.
La sierva escucha una llamada, en voz muy alta, como un rugido:
—¡Alodia!
El grito atraviesa el corazón de la doncella que, inmóvil, espera su venida. Retornan de nuevo a su mente las palabras de la abadesa en su sueño profético. Recuerda todo lo que le ha relatado Belay. Ella debe proteger la copa, no puede dejarse llevar por aquel amor ciego.
Aguarda unos instantes escondida mientras escucha cómo Tariq injuria a una hermana y a otra, con impaciencia, pero llega un momento en el que no aguanta más y se hace ver.
Súbitamente, sin poder evitarlo, se encuentra hundida en sus brazos, apretada contra el pecho del que ama. Con un gesto, Atanarik ordena a las hermanas que abandonen aquel lugar, que les dejen solos. A lo que las monjas obedecen sin tardanza.
El la separa de sí, y con pesar le revela:
—He matado a Roderik.
Ella balbucea.
—Sé… sé que ha muerto.
Camina, convertido en una furia, por la habitación, mientras le va diciendo a Alodia:
—Pero mi venganza aún no ha llegado. Ahora sé que él no asesinó a Floriana. Cuando agonizaba, ante el Dios Todopoderoso, me juró que no lo había hecho. Sólo quiero saber una cosa, si no mi venganza nunca será completa y jamás podré tener paz. ¿Quién lo hizo? Tú viste el crimen. Cuéntame de nuevo los detalles…
—Ya os lo relaté, se trataba de un hombre alto, encapuchado…
—Roderik en su agonía me habló del judío…
—Él no pudo haberla matado, eso es imposible, el judío adoraba a su nieta, lo sé bien porque yo les servía de mensajera; Samuel había puesto todas sus esperanzas en Floriana. El judío es un hombre bueno, incapaz de matar. El hombre que la asesinó era alto y fuerte.
—Pudo habérselo encargado a alguien. ¿Vistes alguna vez a alguien vestido así?
En ese momento, mientras intenta recuperar sus recuerdos, Alodia se detiene y finalmente afirma, lentamente:
—Así vestían los hombres de la Gnosis de Baal.
—¡Debo ver al judío! Vendrás conmigo. Te necesito, Alodia…
Ella le mira con los ojos llenos de lágrimas. También ella le necesita a él, pero de otra manera, Tariq prosigue:
—Tengo la copa de oro, la copa de poder. Tú sabes dónde se oculta la copa de la sabiduría.
—No os lo puedo decir…
Los ojos de Atanarik, toda la expresión de su rostro, se llena de furia.
—Debes hacerlo.
—No puedo.
—He encontrado a un Dios terrible y guerrero. Un Dios que destruirá este reino corrupto y lo cambiará. El Dios de la guerra, el Clemente, el Misericordioso para con sus fieles, pero también el Vengador, el Dios terrible que destruye a quien se le opone.
Alodia le observa con tristeza, tiene las manos cruzadas sobre su falda, las separa y replica con expresión dulce:
—El Único Posible es el Dios del Amor… es mi Padre. Ahora, yo soy cristiana.
—No. Eso es absurdo. Tú misma me enseñaste la Fe en el Único. El dios de los cristianos no es Uno, son Tres. Los cristianos adoran a un hombre, son politeístas. Ahora, yo sirvo al Único, a Allah, a un Dios terrible que debe ser impuesto en los corazones. Hay un solo Dios —exclama con ojos de iluminado—, un Solo Dios y Mahoma, su profeta.
De nuevo, con palabras suaves y mesuradas, sin enfadarse, en voz queda, Alodia se le enfrenta.
—Creo en Jesucristo, creo verdaderamente en Él; Verbo Unigénito del Padre. Un solo Dios verdadero, tres Personas distintas.
—¡Blasfemas! ¡Jesús es un profeta más!
—No —dijo ella—. Es mi Dios.
—¿Qué dices, mujer? Tus palabras son sacrílegas. Éste es un reino de infieles, debe ser sometido a Allah, debe ser cambiado.
—Hubo un tiempo en que vos decíais que queríais ante todo la paz, que queríais la justicia… Sólo habéis traído la guerra.
—Después de la guerra vendrá la paz. Para ello necesito tu ayuda.
—¿Para qué?
Tariq lleva consigo una faltriquera, la abre, extrayendo con reverencia un objeto.
—Ésta es la copa de poder, la de oro, pero está incompleta, necesito la que tú conoces, la de ónice. Ayúdame a encontraría; con ella, venceremos… y Ese a quien tú llamas el Único Posible reinará sobre estas tierras.
—No puedo. No. No debo.
—Lo harás quieras o no.
Él suelta la copa y la aprisiona entre sus brazos.
Alodia intenta defenderse del abrazo de alguien que se encuentra poseído por la pasión.
—Las mujeres no sois nada, sois tierra, tierra donde poner una semilla. No se puede confiar en una mujer.
—Vos lo hicisteis…
—Lo hice y me traicionó.
—Yo… siempre os he ayudado. Dejadme, dejadme vivir en paz.
—Quiero la copa…
—No puedo… —repite Alodia.
—Quiero la copa y te quiero a ti. Eres mía, tú lo sabes, lo eres desde tiempo atrás. Siempre me has querido…, ¿crees que no lo sé?
Tariq la estrecha fuertemente, le rasga los vestidos, busca su boca, el escote de su túnica, la besa por todas partes, ella se resiste.
—No. Así no. —Llora ella—. Yo os amo; vos me salvasteis, pero no debo consentir lo que es impuro. Recordad que yo huí de lo mismo que ahora vos intentáis hacer. Os ruego me respetéis. ¡Os lo suplico!
Ante la queja de la doncella, ante su voz dolida, él se detiene.
Tariq la contempla un instante y en su corazón, endurecido por la guerra, narcotizado por haber bebido de la copa de poder, se abre paso la compasión.
Alodia se tapa la cara con las manos, entre sollozos. Se escuchan ruidos fuera. Alguien llama a Tariq.
Cuando Alodia consigue serenarse un tanto, baja las manos, está temblando, no puede tenerse en pie y cae al suelo, doblada sobre sus rodillas; al tiempo que se da cuenta de que él se ha ido.
Se ha salvado de su odio, de su lujuria; pero de modo incongruente, se siente abandonada.
Con dificultad, la doncella se levanta y sale de aquel aposento con todas sus vestiduras revueltas. Se encuentra con las miradas compasivas de las hermanas, quienes piensan que ha sido violentada. Sólo ella sabe que no ha sido así.
Enrojece de vergüenza al ver el rostro blanco y puro de las hermanas.
—Debo irme. Él volverá. No podré resistirme.
—Sí. Hija mía… pero ¿adonde irás?
—Con los soldados que se retiran…
—Necesitas alguien que te acompañe.
—No. Sé cuidarme sola. Siempre lo he hecho.
—Han puesto una guardia en la puerta, no puedes salir de aquí.
—Sí, puedo. Saltaré la tapia del huerto…
Le dan comida y algunas monedas. Ella se dirige al arquisolio, a la tumba donde tuvo la visión. Le pide ayuda. Después, acompañada por las hermanas, salen al huerto, apoyan una escala en la tapia, por la que Alodia asciende con su pequeño morral, y con un gesto suave se despide de ellas.
La huida de Toledo
Huye hacia el norte, huye de Tariq, un hombre que no parece el mismo que ella ha amado y, a pesar de ello, su amor hacia él no ha muerto del todo, se ha teñido de una añoranza infinita hacia lo que fue y ya no es. Se aleja de él, con el alma desconsolada por la violencia que ha sufrido e inquieta por el destino de la copa. No duda de que él la perseguirá, que seguirá cada uno de sus pasos, no porque la ame, sino porque él, Atanarik, desea ante todo la copa de ónice y Alodia es la única persona que puede guiarle hasta ella.
Ahora que lo ha visto, que ha sentido en sus propias carnes la ferocidad del fanático, ahora que ha hablado con él, entiende claramente el peligro. Tariq está lleno de afán de venganza, de rencor. No, él no debe encontrar la copa sagrada, no sólo porque es peligroso para las gentes de las tierras ibéricas, sino sobre todo porque intuye que un objeto tan sagrado no puede caer en las manos de alguien tan lleno de resentimiento como el que ahora se hace llamar Tariq.
No sabe adonde dirigir sus pasos. Quizá debiera advertir a Voto que la copa está en peligro; pero no puede acercase a su aldea. Si la descubren, la matarán por haber huido del sacrificio al que había sido destinada desde niña. Además, el camino hacia el lugar de su infancia es demasiado largo para ella. Mientras aclara sus dudas, descubre grupos de fugitivos que se dirigen a Toledo y decide unirse a ellos. Allí vive Samuel, el judío. No sabe bien el porqué, quizá porque no conoce a nadie más, pero intuye que el judío, que siempre fue amable con ella, podría ayudarla. Así, Alodia deshace el camino que meses atrás la condujo a la villa del río Sanil, retornando a través de la Sierra Morena hacia la ciudad junto al Tagus, en las tierras de la meseta.
Tras muchas leguas de camino, nota a alguien a su lado, es Cebrián. El muchacho se refugió en Astigis, vagabundeó por las calles cuando ella estaba enferma. Después fue levado para la guerra en el Sur; y tras la derrota de Waddi-Lakka volvió. El chico la buscó en el cenobio, pero las hermanas le dijeron que ella había huido hacia el norte, que se había ido con la larga cola de refugiados que partía hacia Toledo. Desde ese momento, él no paró hasta encontrarla; quiere estar al lado de aquella que le cuidó tras el fallecimiento de su madre.
La larga caravana se extiende como un gran gusano hacia el norte buscando la seguridad de la capital del reino. Toledo no puede caer, allí resistirán a la furia musulmana. La comitiva humana que intenta llegar a Toledo cruza los ríos y enfila el camino a los riscos, que se vislumbran a lo lejos. El poderoso ejército visigodo se ha deshecho, se ha convertido en unos cuantos guerreros desarrapados que huyen por las tierras del valle del Betis, buscando la seguridad de la meseta. Alodia escucha las conversaciones de los vencidos, su melancolía y tristeza tras la derrota. A menudo los huidos callan, porque cuando la tristeza es muy honda, es difícil de expresarla en palabras.
Entre la muchedumbre, caminan algunos clérigos, quienes afirman que la ocupación extranjera se debe a los pecados de los hispanos, es preciso que se arrepientan del mal que hayan hecho; pero muchos de ellos no saben a qué pecados se refieren, padres y madres de familia que viven de su trabajo, menestrales de la ciudad, labriegos, que han perdido sus tierras, los talleres en los que trabajaban, sus animales y sus bienes. A todos les sostiene una esperanza, quizá Toledo resista la furia del invasor.
Se internan por las serranías, no transitan por la calzada que une Córduba con Toledo sino que cruzarán el valle de Alcudia, más al norte, entre bosques de alcornoques y pinos. Pronto a la larga fila de fugitivos se unen pobladores de otras ciudades de la Bética; algunos de los recién llegados les avisan de que los sarracenos han dividido en cuatro partes el ya enorme ejército invasor, que ha sido incrementado con hombres enviados por Olbán, con bereberes que han cruzado el estrecho e incluso con árabes que quieren sumarse a la guerra contra el infiel. Alodia escucha que las tropas de Tariq están saqueando dos ciudades al sureste: Elvira
[30]
y Malaca.
[31]
También oye que ha enviado un contingente de tropas hacia el extremo más occidental de la Bética, junto al río Urrium,
[32]
y que ha tomado la ciudad de Moguar.
[33]
Unos soldados godos que se han unido recientemente al grupo de gentes que se dirige al norte, les informan que Olbán ha regresado a Iulia Transductina
[34]
para seguir coordinando el paso del estrecho. El conde de Septa es para todos un traidor y como tal pasará a los romances y a la historia. Entre ellos, corre la leyenda de su hija Floriana cargada de sensualidad y tintes oscuros, de aromas de venganza. Alodia no puede escuchar todo aquello que sabe falso o desfigurado y se aleja de las conversaciones, aislándose con Cebrián.
Desde lo alto de la sierra, los prófugos divisan la ciudad de Córduba, rodeada por el meandro del río con las torres de las iglesias y el antiguo palacio godo; la ciudad humea incendiada por las tropas invasoras. Tariq ha enviado a su lugarteniente Mugit al Rumí, el Bizantino, hacia Córduba y a las poblaciones cercanas. El sarraceno está asolando con sus razias e incursiones todo el valle del Betis.
Al divisar los incendios a lo lejos, Alodia acelera su paso, debe llegar a Toledo cuanto antes, está segura de que Tariq ha enviado a gente en su busca. Junto a la sierva, Cebrián salta hablando sin parar. Le cuenta que en Astigis mendigó por las calles y sobrevivió como pudo. Alodia logra entender que el chico participó en la batalla de Waddi-Lakka, con su jerigonza inacabable le narra cómo los «malos» —refiriéndose quizás a los witizianos— se pasaron al enemigo. Ahora está contento, con la sierva se siente a gusto, de cuando en cuando habla de su madre, expresándose como siempre, como si estuviese viva y la fuese a ver al día siguiente.