Belay y Gadea caminan entre helechos, que mueven la falda de ella. Oyen el canto repetitivo de un jilguero salvaje. Necesitan estar solos, ha pasado tanto tiempo… Todo su mundo ha cambiado. Gadea está seria; él, intimidado por su silencio. Al fin, Belay comienza a expresarse con cierta dificultad, parece que no le salen las palabras.
—Tengo tanto que decir y no sé por dónde empezar.
Gadea se para ante un árbol, apoya la mano en el tronco, de espaldas a Belay. La voz se le quiebra, como partida por el dolor de un tiempo pasado, en el que todo lo llenaba la añoranza de él.
—Yo sí que tengo que decirte, tengo muchas cosas que reprocharte. ¿Dónde estabas? ¿Dónde has estado todos estos años? No he sabido nada de ti. Mi padre quería casarme. He ido rechazando uno a uno a todos los pretendientes… confiaba en ti. No sé por qué, aún no sé por qué confío en un hombre que durante tantos años me ha abandonado.
El apoya las manos sobre los hombros de ella, en actitud amorosa, le dice.
—Gadea, ni un día, ni un solo instante ha pasado sin que me acuerde de ti.
Ella no consiente aquel gesto, se vuelve hacia él, en los ojos de la dama hay lágrimas.
—Creí que me habías olvidado. Al principio me moría de celos, pensaba que en la corte de Toledo habría mujeres hermosas, también se decía que a los espatharios los casaba el rey. No tenía noticias. Mi padre cada vez me insistía más. Me castigaba…
Belay la interrumpe, intenta excusarse contándole lo sucedido:
—Al principio fue la conjura contra Witiza, nos ocultábamos. Después, cuando Roderik llegó al poder, debimos limpiar el reino de adversarios… Después llegó la guerra.
—Sí. Aquí también llegó el rumor de una guerra, pensé que eran combates contra los vascones o los francos, pero pronto, por comerciantes arribados del Sur, nos llegaron noticias de que el rey había muerto y que el ejército había sido derrotado y deshecho en algún lejano lugar de la Bética. ¡Dudé de que estuvieses vivo! Mi padre insistía en casarme, mi madre más aún, decía que me quedaría soltera, que nadie cuidaría de mí en mi ancianidad. Después no hubo más noticias, llegaron… ellos. Ese gobernador, Munuza, a Gigia. Buscaban mujeres y botín. Mi padre me ocultó…
—Las gentes de Liébana han resistido la presión del invasor…
Gadea esbozó una sonrisa triste, sus dientes blancos brillaron, después su boca se curvó en un rictus de tristeza.
—Te equivocas. Los nobles han salvaguardado sus privilegios, algunos han entregado incluso a sus hijas. Yo podía ser la siguiente… Ayer, Adosinda y yo hablamos. Ella me contó su calvario con Munuza… Mi padre no quiere ya que me case con un noble local, aunque sea de la estirpe de Aster, como lo eres tú. Mi padre negociaría mi matrimonio con uno de esos extranjeros, yo ya no me hubiera podido negar…
—Deseo, lo deseo tanto, y desde hace tanto tiempo, que seas mi esposa.
Se abrazan bajo las copas de los árboles centenarios, beben el uno del otro con el ansia del sediento.
—Te juro que nunca más nos separaremos. —Le promete Belay a Gadea.
Después regresan junto a Adosinda y a Toribio. La hermana de Belay mira a Gadea con complicidad. La noche anterior las dos mujeres se han desahogado la una con la otra.
—No podremos llegar a Amaia hoy —dice el antiguo Capitán de Espatharios—, tendremos que parar y hacer noche en algún sitio.
Prosiguen el camino, más allá en lo alto, hay una cabaña de leñadores, abandonada desde largo tiempo atrás. Anochece, no pueden continuar caminando por aquellas trochas perdidas. Entran en la cabaña, después de atar a los caballos fuera. Todos están agotados de la larga marcha, los hombres se echan sobre el suelo; ellas, en un montón de paja seca. Ni Belay ni Gadea pueden dormir hasta bien entrada la noche.
Cuando el primer rayo de sol atraviesa las rendijas del techo, los evadidos se levantan.
El camino, restos de una calzada, se hace más y más empinado, bordea la vertiente montañosa retorciéndose. Los caballos ascienden con dificultad. Llegan al alto de Piedrasluengas, desde allí se divisa una panorámica de la cordillera, que dejan atrás. Al norte cumbres nevadas, al sur descienden las laderas, entrecruzándose grandes bosques y algún pastizal. Belay sabe que un poco más allá, la cordillera cederá y aparecerá la llanura. Más adelante, en un cerro grande, las murallas de la capital del ducado de Cantabria, el antiguo castro de Amaia, la Peña Amaia, que años atrás ha controlado el destino de cántabros y las rebeliones de los baskuni.
Ahora, los tres caballos descienden con dificultad la cuesta. Un robledal les oculta la panorámica. Al fin, al girar una curva, el paisaje se abre. Al frente, divisan la llanura y la Peña Amaia. De la ciudad sale humo. Belay detiene la cabalgadura y señala el lugar. Las murallas, tantas veces atacadas, se entreven derruidas. El humo asciende hasta el cielo, ennegreciendo el horizonte. Es indudable que Amaia ha sido atacada y ha caído.
En las laderas de las montañas, los bosques han sido incendiados. Poco más allá, el que fuera un hermoso robledal no es más que un lugar muerto por el fuego, los troncos de los árboles calcinados ascienden hacia las nubes como lanzas negras. En el suelo sólo hay cenizas.
Belay decide retroceder, primero por la antigua calzada romana, y dirigirse después, hacia Campodium,
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es posible que aquella antigua villa cántabra no haya sido conquistada aún. El lugar rodeado de montañas y cercano a un río dificulta cualquier ataque. El hijo de Favila obliga a los demás a poner los caballos a trote rápido.
Adosinda está asustada. Gadea parece no inmutarse, pero se siente inquieta, ir hacia atrás significa retornar hacia Liébana, a las tierras de su padre. Todos los hombres de Pautes los estarán buscando.
Avanzan con rapidez. Entonces escuchan los cascos de muchos caballos a lo lejos, por lo que se esconden entre los bosques.
Aguardan escondidos, y al cabo de un tiempo, Belay divisa ascendiendo por el camino en la montaña el pendón del duque de Cantabria, que huye de la caída ciudad de Amaia, rodeado de sus huestes. Belay sale del bosque, deteniéndose en medio del camino.
Efectivamente, es Pedro, duque de Cantabria, que abandona la capital de su territorio e intenta refugiarse en lo alto del macizo montañoso.
Las tropas del duque de Cantabria rodean a aquel jinete que, con aspecto de guerrero godo, se ha detenido en el centro del camino. Belay solicita hablar con el duque. Al comprobar que las tropas no son enemigas, hace un signo al bosque para que salgan las mujeres y Toribio.
Belay desmonta del caballo y rinde pleitesía a aquel que en un tiempo no tan lejano controló los destinos de las tierras cántabras. Pedro es un hombre maduro, de cabello cano, de rasgos marcados por la lucha, fuerte aún y con recia fisonomía. En los años anteriores, gobernó a sus gentes en un régimen de casi independencia, incluso en los tiempos de mayor tiranía de los reyes godos, quienes le han respetado por su prestigio. Ahora no ha querido rendirse a aquel enemigo que ha avanzado imparable.
—Han destruido Amaia.
—¿Quién? ¿Munuza?
—No. Munuza, el bereber, apenas si posee una guarnición con la que controla Gigia. Un ejército atraviesa todo el Norte, desde Pompado hasta Astúrica Augusta. El ejército de Musa ben Nusayr en su paso hacia las tierras galaicas ha desmantelado cualquier foco de resistencia, ha destruido Amaia y ha reforzado el poder de Munuza.
—¿Un nuevo ejército avanza?
—Sí, se ha abierto la puerta que controla el estrecho. En los últimos meses han atravesado más guerreros desde África de los que imaginarse pueda. Al frente, unos hombres con un lenguaje poco inteligible para nosotros. Los lidera un tal Musa ben Nusayr, que depende del califa de Damasco. Todos se han rendido a su paso, menos yo; pero ahora he sido derrotado, y Amaia ha sido saqueada por segunda vez. El pasado año la atacó Tariq, ahora, la capital de Cantabria ha caído ante el empuje de Musa.
—¿Adonde os dirigís?
—A Campodium. No creo que las tropas de Musa se internen en la cordillera. Y, vos…, ¿cuál es vuestro destino?
Belay Le relata su historia; mientras Pedro de Cantabria mira a Adosinda y a Gadea, pensando que esta última, más hermosa, es la pretendida por Munuza. Enseguida descubre que no es así, que la bella joven es la hija de Ormiso. Al mencionar al señor de Pautes, Pedro le dice a Belay.
—Él también ha sido atacado uno o dos días atrás.
—¡Al día siguiente de irnos!
—Posiblemente. Desde Gigia, las tropas de Munuza cruzaron los montes por la antigua calzada romana que se dirige a Pisoraca, y apoyaron el sitio de Amaia.
—¿Mi padre? ¿Mi familia? —le pregunta ansiosamente Gadea.
Pedro la tranquiliza.
—La casa no ha sido incendiada, Ormiso no combatió, pero él ha sido tomado prisionero. Le liberarán cuando pague el rescate.
Ante estas noticias, Belay solicita unirse al duque y marchar hasta Campodium protegido por sus huestes.
Siero
Suenan las campanas en Campodium. Su son es un rumor alegre en aquel tiempo de guerra. El sol brilla esplendoroso. Nubes blancas, gruesas pero aisladas, pasean por el cielo, sombreando a retazos los campos.
Belay y Gadea se unen en matrimonio en el monasterio de Santa María delante del duque de Cantabria y de Opila, el abad. No hay que esperar más, han estado separados demasiado tiempo. No hay banquete nupcial ni celebraciones. La familia de la novia no acude a la ceremonia esponsal. Ormiso ha sido detenido por Munuza, los demás no pueden cruzar las montañas, inseguras en aquel tiempo de guerra. Sólo Adosinda acompaña a la novia. Está contenta, para ella Gadea no es sólo la esposa de su hermano, sino la mujer que dará continuidad a su linaje. La vida de Adosinda, toda su vida, está dedicada a un único fin: incrementar la honra, el prestigio y la consideración de la familia a la que pertenece. Gadea proporcionará un hijo a su hermano, que será el heredero de la progenie de Siero, el nuevo descendiente de Aster, el continuador de la casa de los Balthos. Ese niño, Adosinda no lo duda nunca, volverá a reinar algún día en todo el territorio que ahora les han arrebatado los usurpadores.
Tras la breve ceremonia, escoltados por una tropilla de soldados, fieles al duque de Cantabria, emprenden la marcha hacia Siero, la casona fortaleza de Belay y Adosinda, en el occidente de las tierras astures. La casa que durante generaciones ha pertenecido a la familia de Belay.
Antes de partir, Pedro y Belay se despiden aunque pronto volverán a verse, porque han decidido unir sus fuerzas y convocar en la campa de Onís, lugar intermedio entre las tierras de Belay y las del duque de Cantabria, a los nobles astures y cántabros, de los que ambos son representantes destacados. Han acordado que las tribus de las montañas, los nobles astur romanos de los valles, la antigua aristocracia goda, deben unirse para tomar una postura común ante Munuza.
El camino hacia Siero se hace largo, tardan cinco días en atravesar la cordillera, no se atreven a transitar por los valles. Al dejar Campodium, los bosques de robles, castaños y abedules sombrean su paso, atravesados por rayos de sol. Más arriba, al ascender la montaña, atraviesan un hayedo, cuyas ramas forman un denso techo que no deja pasar el brillo de la luz solar, y todo lo tornan umbrío. A través de caminos recónditos, de cazadores y leñadores, cubiertos a menudo por maleza, los caballos avanzan con dificultad.
Por las noches hace frío y la comitiva se guarece en refugios de montaña o en aldeas perdidas, donde moran gentes a las que nunca llega la guerra. Gadea cabalga sin miedo, por trochas y riscos. Adosinda no se queja pero la palidez de su semblante muestra el cansancio tras tantos días de marcha. No le gusta montar a caballo y siempre que puede prosigue el camino andando. Una tarde, caminando por una estrecha vereda junto a un precipicio, Adosinda deja pasar a unos leñadores que avanzan en sentido contrario al de la comitiva, hacia los bosques de la montaña. Al darles paso, tropieza, cae, resbalándose en el suelo mojado, y después se precipita hacia una pradera casi vertical que se continúa con una garganta de piedra de cientos de codos de altura. Queda colgando en el abismo sujeta por unos hierbajos. Los leñadores la auxilian y consiguen devolverla al camino. Belay, que cabalga delante junto a Gadea, escucha los gritos de la hermana. Afortunadamente, al volver atrás ella ya está a salvo gracias a la ayuda de los leñadores. Preocupado, le pregunta si se encuentra bien. Ella responde que sí, pero su semblante ha empalidecido. Durante todo el día, Adosinda nota la angustia acumulada como una tenaza sobre el cuello. Su hermano y Gadea intentan animarla. Ella no protesta, pero se da cuenta de que la suya es la vida sedentaria de ama de una casona rural, que todas aquellas aventuras no van con su carácter.
Rodean la zona de Laviana, en la que aún quedan restos de los antiguos castros astures. Más adelante atraviesan la Babia y las fuentes del Sil.
Tiempo de otoño, el ocre, el bermellón y el amarillo tiñen robles, nogales y castaños. En un valle recóndito, una fresneda deja caer sus hojas, como una lluvia de oro, sobre el río. A Belay los colores del otoño le parecen más vivos, quizá porque es feliz. Junto a él, en la hermosa yegua de color oscuro, cabalga Gadea. Detrás, en una mula torda de fácil manejo, su hermana Adosinda, que ya no se atreve a bajar del animal. A su lado, Toribio. No hablan, avanzan discretamente evitando llamar la atención de algún espía de Munuza. La marcha hasta Siero discurre sin más incidencias que la felicidad que embarga los corazones de los recién casados.
Desde un altozano, Gadea divisa la casa que va a ser su hogar, la granja fortaleza, rodeada de pastizales, higueras, cerezos, avellanos, perales y grandes campos de manzanos. Después de tantos años de espera ha llegado al lugar en el que compartirá su vida con aquel con quien en las largas noches de ausencia soñaba. La servidumbre recibe a su señor y parlotean sobre la belleza de la nueva ama. Gadea esboza continuamente una sonrisa de felicidad.
Adosinda le muestra el recinto fortificado y le entrega las llaves de la casona de la que Gadea es ya ama y señora. En una tradición inmemorial, la mujer que ha regido la casa debe entregar el poder de sus dominios a la esposa del nuevo señor de las tierras.
Transcurren unos días de paz.
Munuza no ataca las tierras de los campesinos astures. Está lejos, en Astúrica Augusta. Ha acompañado a Musa ben Nusayr a la campaña del Norte, intentando mantener su puesto como gobernador de Gigia; un puesto que peligra por su procedencia bereber. Ahora, los jerarcas de la conquista son árabes.