—¡No puede ser!
—Sí. Lo es.
Egilo intenta escapar de él, forcejea con Atanarik:
—Déjame libre —ordena.
Tariq la libera al fin.
—Sí, mi señora —asegura con aparente respeto—. Os dejaré ir. Pero si compruebo que habéis tenido algo que ver en la muerte de Floriana, os juro que no volveréis a ver la luz del día.
—¿No os habéis vengado ya suficiente? —le pregunta ella—. Todo el reino godo ha caído.
Tariq baja la cabeza, sabe que en eso ella tiene razón, él ha provocado la guerra, arrastrado por una falsa sospecha. Se separa aún más de ella y la mira de nuevo. En la discusión se ha abierto la capa que la cubre dejando ver sus vestiduras. La viuda de Roderik se atavía de modo elegante, una saya verde adamascada con corte alto bajo el pecho, con ribete dorado, un velo de seda le cubre parcialmente las facciones algo avejentadas, cubiertas por afeites que intentan tapar los estragos que causa ya la edad. Ella ha sabido salir adelante cuando el reino ha caído. No ha sufrido hambre, ni persecución, ni violencia, ha logrado conservar gran parte de sus privilegios, confraternizando con el enemigo; de tal modo que los invasores la han respetado. Al fin Tariq, volcando su amargura en ella, le dice:
—Pero vos, mi señora, no habéis notado excesivamente el cambio. Seguís siendo una mujer elegante y poderosa, a pesar de todo lo que ha ocurrido.
Ante aquellas palabras que son a la vez un insulto y un halago, ella le da la espalda, alejándose rápidamente por el pasillo central. El antiguo gardingo real la deja ir. Egilo sale del templo, atusándose el ropaje y secándose con un pañuelo las gotas de sangre que le han caído por el cuello.
Tariq, ensimismado, se introduce en la oscuridad de la iglesia. Al fondo algunas lámparas votivas resplandecen con un brillo rojizo. Han pasado casi cuatro años desde la muerte de Floriana, y su asesinato es cada vez más oscuro para él. No cree que Olbán tenga nada que ver en su muerte. Tampoco quiere volver a equivocarse vengándose en alguien que, como Roderik, no ha cometido el crimen.
Olbán de Septa
Unos enormes carromatos salen de Hispalis, en ellos va el botín saqueado en tantos lugares de Hispania. Después multitud de cautivos encadenados se venderán a buen precio en el Norte de África. Detrás, los rehenes, entre otros, el Conde de la Frontera superior, Casio, Tiudmir de Orcelis, muchos witizianos, y Sisberto y Agila. Estos últimos quieren negociar con el califa el pago de su traición, no se consideran bien tratados por el wali Musa.
A finales del verano del año 95 de la Hégira, llegan a Al Yazira y desde allí, cruzan el estrecho hasta Septa. En el barco, Tariq permanece hosco, prácticamente no habla con nadie. No se atreve a dialogar con Casio y Tiudmir, que muestran disgusto por la separación de sus familias, por el largo viaje que se ven obligados a realizar. Ahora están en distinto bando. Los siente distantes de él. Por otro lado, no se siente a gusto entre los árabes, que desconfían de él. No han permitido que, en el largo camino a Damasco, le acompañe ningún bereber. Así, los hombres que atravesaron el estrecho sin saber a lo que se enfrentaban, los que arriesgaron sus vidas en el combate inicial, permanecen en Hispania. Se les han confirmado las tierras que Tariq les entregó, pero no se les ha distribuido el botín como a los soldados árabes. Al hijo de Ziyad le parece algo injusto, no es posible que en la
umma
, la comunidad de todos los creyentes, existan diferencias raciales. No, ésa no es la doctrina de Muhammad. Todos creen en un mismo Dios, Allah y en Muhammad, su profeta. La Cabeza de Todos los Creyentes debe conocer lo que está sucediendo y hacer justicia.
Atracan en un día soleado en el puerto de Septa. El conde de la ciudad les acoge, alojando a los jefes militares en la fortaleza. Tariq desea hablar con Olbán, pronto se le hace evidente que el conde de Septa procura evitarle. Durante unos días, antes de reemprender el camino por el Norte de África, el hijo de Ziyad descansa en el alcázar, la morada de su niñez y primera juventud tan llena de recuerdos para él. Los días se le hacen largos. Intenta una y otra vez hablar con Olbán, pero su pariente o está rodeado por los árabes, o se encierra aislándose en sus aposentos.
Al fin consigue encontrarse con él, a solas, en el pequeño huerto donde están enterradas Raquel y Floriana. Una escalera de piedra sube a la muralla que rodea al recinto por detrás; delante, un abrupto acantilado desciende hasta el mar. En el jardín, los árboles frutales dan sombra, refrescando del calor de la canícula.
Tariq se acerca a Olbán. Lo ve envejecido, se inclina hacia delante apoyándose sobre un bastón. Levanta la cabeza cuando nota que alguien se le acerca y reconoce a Tariq. Su expresión se torna dura:
—No has seguido mis indicaciones, debiste haberme dado la copa cuando te la pedí.
—Musa ben Nusayr ha robado la copa de oro… Fuisteis vos mismo quien le indicasteis su existencia y para qué servía.
Olbán tarda algún momento antes de contestar:
—No. No fui yo. Musa pertenece a la secta, la secta de Baal. Todos los hombres de la secta buscan el poder de la copa. Sin embargo, cada vez estoy más convencido de que la copa que realmente importa no es la de poder, es la de la sabiduría. La copa de ónice —repite Olbán—, la de ónice es la que importa…
Tariq recuerda a Eneko y a Voto.
—Ha desaparecido también, la tuve muy cerca…
Olbán muestra un semblante entristecido, lleno de desesperación, al decir:
—Si Floriana no hubiese muerto… todo esto no habría ocurrido.
—¿Qué más sabéis de la muerte de Floriana? Egilo os ha acusado del asesinato de vuestra hija.
—Quizá tenga razón… Quizá sea el culpable… Nunca debí haberla enviado a la corte con una misión tan peligrosa.
—¿Qué misión?
—Recuperar la copa de ónice. Yo sabía bien dónde estaba la de oro. La tenía Ziyad. Tu madre me lo reveló. Tu madre me odiaba por haberla entregado como rehén a Kusayla, pero yo lo había hecho para buscarle un futuro honorable… Hubiera sido la esposa del gobernador árabe de Ifriquiya…
Tariq le escucha atentamente. Ante él se halla un hombre muy distinto al que se condolió con él de la muerte de Floriana, al que le incitó a buscar a Ziyad, al que le animó a iniciar la conquista. Un hombre frío y endurecido. Olbán prosiguió entonces desvelándole el pasado.
—Sí… Tu madre se burló de mí en su lecho de muerte cuando me reveló que la copa la tenía Ziyad. Afirmó que un día la copa sería tuya y que tú conquistarías el mundo… Me humilló diciendo que yo era un loco y un necio… que un comerciante como yo no se merecía el trono visigodo… que tú eras el único verdadero descendiente de los Balthos. Las palabras de tu madre me hirieron profundamente, por eso en tu infancia te desprecié y en cuanto pude te envié a las Escuelas Palatinas, para alejarte de tu padre y del poder que te pertenecía. Cuando después me convino, te utilicé para alcanzar la copa… —le confesó Olbán—. Pero ni tú ni yo hemos conseguido nada… Tú estás siendo conducido a la corte del califa, donde aunque no lo creas, te humillarán por ser un extranjero… Yo lo he perdido todo… a lo que más amaba, a mi hija Floriana.
—¿Quién la mató? —insiste Tariq.
—No lo sé. Quizá los partidarios de Roderik que se sintieron traicionados… los de Witiza. Algún amante despechado…
—Poco antes de morir le enviasteis una carta en la que le preveníais con respecto a mí. Le reprochabais su comportamiento. El judío me dijo que nuestra relación era peligrosa… ¿Por qué era peligrosa?
Olbán cambia su expresión, poniéndose nervioso al contestarle:
—Nunca escribí esa carta…
—¿Estáis seguro?
—Sí.
Tariq se da cuenta de que esa afirmación no ha salido de la boca de Olbán con seguridad, que el padre de Floriana posiblemente miente, por eso le rebate con fuerza.
—El judío me lo confirmó.
—Samuel quería que te pusieses de parte de los witizianos, que odiases a Roderik. Quizás inventó muchas de las cosas que te dijo. También buscaba tenerte de nuestro lado, contigo teníamos a Ziyad; como así fue. Nuestro plan era un buen plan. Gracias a él, el reino visigodo ha caído. El problema es que hemos abierto la caja de Pandora, la caja que contiene todos los males. Hemos abierto el estrecho a los bereberes. Con los bereberes han entrado también los árabes, como una tormenta del desierto. Musa ha conseguido lo que yo quería, el reino de Toledo y la copa de poder… Mi hija ha muerto, yo he fracasado.
La cara de Olbán se torna macilenta. Mira hacia arriba a las torres de la fortaleza de piedra ennegrecida por los vientos marinos, a la hiedra que sube hasta las torres.
—Un tiempo atrás me opuse a Uqba, el noble conquistador árabe. Uqba era un gran hombre, en cambio, Musa es un mequetrefe, un hombre vanidoso, con fama de malversador de fondos entre los propios árabes. Sí, recuerdo a Uqba, intentaba atacar el reino godo, en tiempos de Wamba. Le envié hacia el interior y le entregué a tu madre. ¡Qué curioso! En aquel tiempo yo poseía la copa de poder, sin saberlo, y tu madre la llevó como dote a tu padre, Ziyad. La copa se escapó de mis manos y fue a parar a Ziyad. En aquel tiempo, yo era leal al reino godo. Raquel todavía estaba viva y yo era feliz. Después Raquel murió, dejándome a Floriana. Años más tarde, en Toledo cambió el poder dominante. Yo debía cambiar de bando si deseaba sobrevivir. Los islámicos dicen que todo está escrito, todo predeterminado, que debemos someternos a la voluntad de un Dios que es ciego y que golpea a los hombres. A mí me ha golpeado. Lo he perdido todo, querría morir ya, pero no me atrevo a quitarme la vida, tengo miedo, no sé qué hay en el más allá. Los suicidas en ninguna religión tienen premio. Yo desearía morir pero ni siquiera soy capaz de procurarme la muerte.
Tariq ha escuchado atentamente todo lo que Olbán le ha ido contando. Él tampoco entiende cuáles eran los designios del Todopoderoso para él, su mente está confusa, en su interior va recapitulando lo que ha sido su vida desde la muerte de Floriana:
—Durante años, me sostuvo el afán de venganza, la copa me colmó de ira e incrementó el rencor contra los que me habían hecho daño en el pasado. Después me ha mantenido vivo la fe en el Dios de Muhammad, la conquista de tierras donde se alabe al Todopoderoso. Ahora la venganza no es lo importante, no quiero venganza, quiero justicia para los pueblos bereberes, para mí mismo, que he logrado la conquista de un reino y he sido rechazado, para mis gentes, que han luchado por el Islam y se ven despreciadas. El califa me escuchará, el califa hará justicia.
—¿Lo crees así?
Y lo observa con compasión, como se mira a un loco o a un demente. Olbán de Septa ya no confía en nadie.
Dos días más tarde, la comitiva partía de Septa hacia Kairuán, de allí a las tierras de Egipto y, al fin, a Damasco.
Tariq se pierde para la memoria de los hombres en Hispania.
Los hombres de las montañas
1Dice Isa ibn Ahman al Raqi que en tiempos de Anbasa ibn Suanin al Qalbi se levantó en tierras de Galicia un asno salvaje llamado Belay. Desde entonces, empezaron los cristianos de Al Andalus a defender contra los musulmanes las tierras que aún quedaban en su poder, lo que no habían esperado lograr. Los creyentes en el Único Dios lucharon contra los politeístas y forzándoles a emigrar, se habían apoderado de su país hasta llegar a Pamplona y no había quedado sino la roca donde se refugió el señor Belay con trescientos hombres. Los soldados no cesaron de atacarles hasta que no quedaron en su compañía sino treinta hombres y diez mujeres. Y no tenían que comer sino la miel que tomaban de la dejada por las abejas en las hendiduras de las rocas. La situación de estos hombres llegó a ser penosa y al cabo los despreciaron diciendo: treinta asnos salvajes, ¿qué daño pueden hacernos?
Crónica de Al Maquari
que recoge un texto de Al Razi en torno al año 870
Belay
El corazón del godo casi deja de latir al divisar las montañas de su tierra, las laderas cubiertas por mantos de bosques, coronados por muros pétreos desarbolados que en la cima se tornan blancos por la nieve, los prados donde pastan las vacas, el rumor de los ríos, llenos de agua. Belay detiene su caballo, desmonta y le señala a un hombre fuerte y desmañado que cabalga junto a él un camino que asciende entre barrancos. Toribio ha logrado también salir de Toledo, desertando de aquel ejército que ha matado a su esposa, y cabalga al lado del que ha elegido como su señor. El hombre del Sur odia a los invasores africanos, tanto como a Belay le son indiferentes. A Belay le parece que los hombres más allá del mar no han sido la causa del desastre. El daño estaba ya enraizado dentro del mismo reino visigodo, pero Belay desea olvidar. No recordar que un día hubo un reino en Toledo, con un rey de quien fue un fiel vasallo. No recordar que él pertenece a la estirpe que debió dirigir los destinos de ese reino. Ahora ya no quiere sentirse godo, sino un montañés: un hombre que pertenece a la cordillera de Vindión, un astur cántabro. No quiere mirar hacia atrás. El reino godo ha caído presa de sus propios errores, y debe olvidarlo; porque él no es sólo un noble godo, es también un hombre del Norte, un hombre nacido cerca del Mar de los Cántabros. Su nombre —de origen grecorromano— lo significa: Pelagius, Pelayo, el hombre del mar. El mar le reclama, el bravío mar cántabro; las montañas le llevan al mar, las estrellas guían su destino. Una fase de su existencia ha tocado fin. Su vida junto al rey de los godos ha sido un sueño efímero que ya ha acabado. Un engaño. Ahora regresa junto a su familia, junto a su linaje, junto a su clan, junto a las tribus que pueblan aquellas amadas montañas, que siente suyas. Debe proteger a sus gentes del invasor, trae un pacto, un acuerdo que llevará la paz a sus gentes, un contrato con el que deberán ser respetados sus siervos, sus propiedades y sus tierras. Las que le corresponden por ser el hijo de Eunice, la nieta de Nícer, la descendiente de Aster, el mítico caudillo cántabro, el que fortificó Ongar, el que cerró los pasos de las montañas al godo.
Le duelen los hombres perdidos, los amigos caídos en la batalla. Le atormenta que tantos hayan claudicado sin guerrear, sin oponerse al enemigo, acomodados en sus propiedades, olvidando fidelidades y deberes. Le hace daño la deslealtad. El ha hecho todo lo que ha sido posible por oponerse al invasor, pero ahora también ha claudicado. Gracias a su antiguo compañero de armas. Atanarik, el que ahora se hace llamar Tariq, ha conseguido que el acuerdo con el nuevo poder que domina el reino sea ventajoso. Consiste en un pequeño tributo y libertad para las gentes. En Gigia está Munuza, el gobernador bereber que el conquistador ha impuesto sobre las tierras cántabras. A él le deben rendir pleitesía y pagar las rentas, pero él, Belay, seguirá al frente de las tierras astures por los privilegios que le ha concedido Tariq en las capitulaciones.