—¿Dónde está ella?
—No lo sé.
—¿Quién eres tú?
—Mi nombre es Tariq, soy su esposo. Ella me envía para que me des una copa, un cáliz de ónice que guardas desde hace mucho tiempo atrás.
—La copa no le pertenece a Alodia; tampoco me pertenece a mí. Yo sólo soy su guardián.
—Debes entregármela, esa copa curará la herida que se ha producido en mi alma.
—No soy quién para darte algo que no me pertenece.
—Estamos en guerra.
—Lo sé.
—Ese vaso de ónice debe unirse a otra que poseemos. Con ellas alcanzaremos la victoria y la paz.
—Te he dicho que no está en mi mano darte la copa.
—Estamos en guerra, es la
yihad
, la Guerra Santa de Allah, queremos que todos adoren al Único Dios. Tú eres un hombre creyente, tienes fama de hombre santo. Debes ayudarnos. La copa es botín de guerra, pertenece a Al Walid, el califa de Damasco; el Jefe de Todos los Creyentes en el Verdadero Dios. Deberá ser guardada y venerada.
—La copa es sagrada… Es para el culto cristiano, en ella se celebra el misterio. La copa no es para las luchas de los hombres.
—¡Apresadle! —ordena Tariq.
Las huestes del bereber rodean al monje amenazadoras, éste se resiste y grita pidiendo auxilio. En ese momento, sobre la cubierta de rocas que cubren el paso a la cueva, hace su aparición una cuadrilla de montañeses, armados con arcos y flechas. Asaetean a los hombres que tratan de apresar a Voto.
Uno de ellos, muy musculoso, dando un gran salto, desde el repecho que cubre la gruta, cae en el terreno llano. Inmediatamente, desenvainando la espada, como para proteger al monje, lo empuja con decisión a través del pasillo en la piedra que conduce al eremitorio. Los hombres de Tariq intentan seguirle, pero tras ese guerrero que ha saltado, otros muchos se arrojan desde la peña para proteger la huida del monje y de aquel que debe de ser su capitán.
—
Ihesi, Eneko. Ihesi, Eneko
!
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—le gritan al que ha huido—.
Babestu, monako!
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La lucha es encarnizada. Parece que los montañeses estén por todas partes; los hombres de Tariq se ven obligados a retroceder. Finalmente, Tariq toca un cuerno que indica la retirada para evitar una matanza.
El hijo de Ziyad está rabioso. Hasta aquel momento, no había conocido la derrota, la todopoderosa mano de Allah le había protegido siempre. En la refriega han caído algunos de los bereberes, que son ya como hermanos para él, se siente avergonzado y dolido por la muerte de aquellos camaradas.
¿Cómo iba a suponer que una expedición frente a un monje solitario acabaría en una masacre?
Descienden con rapidez por la montaña, aún perseguidos por las flechas de los montañeses.
Casio está con él. Tariq quiere saber quiénes son los atacantes.
—Son baskuni —responde éste—. No los conocemos bien. Se habla de un pueblo formado por hombres que son como bestias, un pueblo imposible de domeñar. Muchos de ellos no han recibido aún el cristianismo. En las montañas han existido costumbres salvajes hasta hace muy pocos años.
—Lo sé. —Tariq piensa en Alodia y en el extraño sacrificio que la llevó hacia él.
—Son sociedades extrañas, en algunas de ellas manda la mujer. Ese hombre enorme que los lidera se llama Eneko. Siempre ha sido arrojado y valiente, un hombre brutal, con una fuerza impresionante, un hombre que sabe hacerse respetar. Hace unos años dicen que se rebeló contra el poderío de una bruja, Arga, la llamaban, y la venció.
—He oído hablar de Arga. Alodia decía que era una mujer sabia.
—Sí. Sabia y fanática, adoradora de la diosa, con fama de bruja. Eneko se rebeló contra ella. Dicen que la bruja lanzó un conjuro contra una hijita de Eneko, el mal de ojo. La niña enfermó. Eneko adoraba a aquella niña. Alguien le dijo que el ermitaño, Voto, podría curarla y él cruzó las montañas con su hijita entre los brazos. Cuando llegó a esa cueva que hemos visto, Voto le dio de beber a la niña en una copa mágica. La niña se curó. Eneko se convirtió al cristianismo y con él todas sus gentes. Ahora adoran al único Dios. Pero su forma de creer en él es como todo en Eneko, extremado. No dejan que nadie se acerque a la cueva de Voto. Le protegen constantemente y le consideran casi como un dios.
—¿Y, Voto?
—A partir del milagro, goza de una gran influencia en todas las montañas vascas y en el Pirineo. Poco a poco ha acercado a la fe en el único Dios a muchos baskuni. Voto es un hombre poco común, Yo le he conocido, irradia algo espiritual que no sé definir.
—¿Has visto la copa?
—Sí. Es muy hermosa. ¡Tan simple! Un sencillo vaso de un material semiprecioso. Le he visto celebrar en ella el oficio divino; la forma en la que lo hace llena de paz los corazones.
—¡Necesito esa copa!
En los días siguientes, Tariq se enfrenta repetidamente a los baskuni, poniendo cerco al territorio que rodea la cueva, atacando desde los montes, pero también desde las tierras llanas. Cuando le parece que los ha dominado; forma un gran ejército expedicionario y retorna a la explanada frente a la cueva. El bosque al frente, sobre la oquedad en la roca está silencioso, llueve mansamente. Con cuidado, escoltado por multitud de hombres, se van acercando al lugar donde vive el monje. Ante tanto silencio, temen una añagaza de los baskuni. Tariq, con precaución, con la espada desenvainada, entra por el pasillo por donde huyó el monje. La luz se introduce desde el techo, velada por la llovizna. Al fondo de la cueva encuentran el pequeño eremitorio incrustado en la roca, el lugar que habitaba Voto. Dentro de la propia cueva mana un arroyo. En la estancia bajo la roca se alza un pequeño altar. Quizás allí se veneraba la copa que ahora ha desaparecido. Inspeccionan el interior, pero todo está vacío. Tariq se encoleriza.
El monje no puede haberse desvanecido en la nada; así que, un día tras otro, le buscan por todo el Pirineo, atacando a los baskuni en sus refugios. Cuando tras haber asolado villas, fortalezas y poblados vascos, regresan a la fortaleza de Galagurris, Casio parece reírse del bereber. El Conde de la Frontera superior ha luchado repetidamente contra los baskuni y los conoce bien:
—A veces atrapas a unos cuantos, otras te parece que has destruido una gran cantidad de ellos, pero siempre resurgen ocultos en sus montañas y en los Pirineos. De entre los godos, sólo Swinthila, el gran general de Sisebuto, luego rey, consiguió dominarlos parcialmente, y fundó Oligiticum.
—Son como Alodia, ella era de su misma raza. ¿La recuerdas?
—Sé que llegó a ser tu esposa.
Tariq musita un breve sí y se queda pensativo, tras un instante prosigue hablando.
—Te parece que la posees, que es tuya, pero nunca la consigues del todo. Mantiene siempre una profunda dignidad. Hay cosas que no hará por mucho que se lo pidas.
—¿Dónde está?
—En realidad no lo sé. Yo mismo le indiqué que regresase al Norte… Le indiqué que se ocultase con Belay. Quizás haya ido hasta allí, a las lejanas montañas de Vindión… A las tierras de los astures…
Tariq calla. Casio entiende que el bereber la recuerda con añoranza. Desde los tiempos de la corte de Toledo, el joven Atanarik había sido un tipo duro, poco hablador, difícil de conmover. Ahora se expresa casi con ternura. Casio se da cuenta de que la sierva ha marcado profundamente a su amigo.
Desengañado, unos días más tarde, Tariq abandona las tierras de los vascos. Se traslada con Mugit hacia el oeste y ambos se incorporan al ejército de Musa. Se llevan como rehén a Casio. El bizantino no se fía de él, ni quiere dejar tras de sí a un rebelde.
Atraviesan las feraces tierras del alto Iberos, y después los montes de Auca; de allí llegan a Segisamone,
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la ciudad de los turmódigos, asiento de una guarnición romana y fortaleza goda frente a astures, cántabros y baskuni.
Desde Segisamone, el ejército árabe ataca Amaia, antiguo castro celta, capital de la provincia de Cantabria. Allí se enfrenta al duque Pedro. Destruyen la ciudad y Pedro se refugia —atravesando la cordillera de Vindión— en Campodium,
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una población rodeada de montañas que los árabes no osan cruzar.
Desde Amaia, las tropas árabes se dirigen a Lacóbriga,
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villa de origen celta, amurallada. Nadie se opone al conquistador. Atraviesan Viminacio, Carmalla, llegando a Pallantia,
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ciudad de los vacceos, sede visigoda donde en algún momento residió la corte. El obispo de la ciudad, Ascario, sale a recibirlos. Les pide que les respeten; ellos aceptan, a cambio de que les entreguen joyas y un rescate en oro. Después, firman capitulaciones entre la sede episcopal y el califato.
Mientras Musa y Mugit avanzan directamente hacia Galiquiya, Tariq se separa de ellos y permanece algo rezagado, en la retaguardia del ejército árabe, asegurándose de que las tierras que el gobernador de Kairuán conquista siguen siendo fieles al dominio del califa. Un emisario informa al bereber que se han producido revueltas en Leggio, la antigua ciudad romana, sede episcopal visigoda, que ha recuperado su independencia tras haber sido sometida por Musa. Tariq se dirige hacia allí. Arrasa los alrededores y toma la ciudad.
Permanece algunos días en Leggio. Le rinden sumisión muchos nobles locales, tanto de la cordillera Cantábrica como de las llanuras que rodean la ciudad. Aprovechando la cercanía, se interna hacia el norte, hacia las montañas de Vindión. Allí, quizás esté su esposa. Su hijo debe de haber nacido ya. Toma prisioneros para encontrar alguna pista sobre el paradero de ella. Les interroga también intentando averiguar datos sobre Belay. No consigue noticias. Nadie ha visto al espathario godo ni a la mujer vasca.
Envía embajadores a Munuza, el gobernador de Gigia. Organiza rastreadores que marchan en busca de su esposa. Todo es en vano. Es como intentar encontrar un grano de arena en el mar. Además, las inclemencias del tiempo, en lo más crudo del invierno cantábrico, cierran el paso a los enviados de Tariq.
La tristeza se apodera del ánimo del bereber. Ahora que su esposa no tiene secretos ya que ocultar. Ahora que él ha encontrado a Voto y la copa ha desaparecido del lugar que Alodia conocía. Ahora que ya nada les separa, parece que ella se ha desvanecido tras los muros de aquellas altas montañas.
Todo es en vano.
Mientras tanto, Musa y Al Rumí recorren el Norte, atravesando Lance, Interaminio, Vallata; al fin se enfrentan a las amuralladas calles de la antigua Astúrica Augusta.
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La ciudad les abre sus puertas. Allí, las personas destacadas de Galiquiya acuden a Musa solicitando la paz, desean confirmar sus antiguos privilegios.
A diferencia de lo que hiciera en el Sur, en las zonas conquistadas por la fuerza de las armas; Musa ben Nusayr deja a los señores de las tierras galaicas —que habitan áreas difíciles de controlar— sus bienes y su libertad a cambio del pago de un tributo más moderado. Pactan que tanto el producto de los frutales como los valles de sembradura serían suyos a cambio de un diezmo de las cosechas.
El general árabe y el bizantino conquistan las fortalezas de Bracea
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la vieja capital del reino suevo y Luccus Augusti,
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un antiguo campamento romano. Allí se asienta un tiempo y desde Luccus establece destacamentos por toda la zona que controlan las tierras hasta el Finisterrae, el fin del mundo conocido.
Musa sabe que es invencible. Lo es gracias a la copa sagrada, la copa de la que bebe y que impide que sea derrotado. Cada vez está más alcoholizado, y a la vez más sediento de riquezas y de poder.
En ese momento, cuando Musa celebra sus victorias en Luccus, cuando está más confiado y optimista con las victorias, cuando su triunfo es total, le llega un enviado del califa, el yemení Abu Nasr. Le trae un mensaje del califa Al Walid.
El Jefe de Todos los Creyentes, el califa Al Walid, en su misiva le reprocha su dilación, debe volver. Abu Nasr le indica que debe regresar con él, por lo que lo arranca de la ciudad de Luccus, en Galiquiya.
Las órdenes del califa indican también que al wali le debe acompañar su lugarteniente, el bereber Tariq, para dar cuenta de lo realizado en la conquista de la península Ibérica.
Musa envía a Al Mugit hacia las tierras astures, para reclamar al bereber; Tariq no quiere seguirle, se resiste a volver al Sur sin haber encontrado a su esposa. Mugit le obliga a retornar hacia la Bética para encaminarse hacia Oriente. Son órdenes del califa.
Las tropas de Mugit y de Tariq se encaminan a Toledo; allí se encuentran con las de Musa ben Nusayr.
Hispalis
Sin detenerse mucho tiempo en la capital del antiguo reino visigodo, prosiguen hacia el sur; Abd al Aziz aguarda a su padre Musa en la ciudad del río Betis. Ha sido nombrado nuevo gobernador de las tierras conquistadas, tal y como su hermano Abd al Allah lo fuera de Kairuán y de la provincia de Ifriquiya. El nuevo gobernador ha contraído matrimonio con Egilo, la que fuera esposa del rey Roderik, para asegurarse una posición preeminente ante la aristocracia del país.
A Tariq le acompañan ahora muy pocos bereberes; ninguno de ellos irá a Damasco. En su paso por la meseta se han replegado a las heredades que Tariq les concedió un tiempo atrás. El bereber echa de menos a sus gentes.
El alcázar de Hispalis se abre a los vencedores. Entre los árabes hay alegría: la satisfacción del botín, el orgullo de haber dominado al enemigo, la ilusión por el regreso a las tierras que les vieron nacer. Pronto zarparán hacia Damasco con cautivos, tesoros y rehenes. Los pocos bereberes que quedan junto a Tariq no comparten la euforia de los árabes. Tariq, indignado, cavila pensando en aquellos hombres que parecen más una banda de saqueadores que guerreros comprometidos con la Guerra Santa de Allah. No son los gloriosos soldados de Muhammad, de los que una vez Alí ben Rabah le había hablado en sus tiempos de iniciación al Islam, los hombres que emprenden la
yihad
, la Guerra Santa, buscando la extensión del Islam. Sólo han respetado las ciudades que se rindieron ante el avance imparable de las tropas de los ismaelitas, pero sometiéndolas a condiciones leoninas, obligándolas a entregar todas sus riquezas; los lugares que plantearon la más mínima resistencia han sido saqueados y muchos de sus habitantes, reducidos al cautiverio. En todas partes, los conquistadores han reclamado oro, joyas, tributos.