Musa, entonces, cruzó el estrecho en barcos del conde de Septa y llegó a Al Yazira.
[54]
Allí se encontró con Alí ben Rabah. Con emoción, Alí le relató a Tariq que en esa ciudad se había construido la primera mezquita del Islam en tierras hispanas, la primera que se edificó de nueva planta. Desde su minarete se llama a la oración a los creyentes en Allah, el Clemente, el Misericordioso, el de los Cien Nombres.
De Al Yazira, Musa se dirigió a Sidonia,
[55]
que se rindió sin apenas guerrear. De allí continuó su marcha victoriosa hasta Qarmu-na,
[56]
una ciudad casi inexpugnable, construida sobre unos alcores. Alzada sobre lo alto, Qarmuna les pareció imposible de rendir. Y así fue. Durante unos días, la ciudad resistió a los árabes. Entonces
Musa se encolerizó contra Olbán, quien le había prometido entregarle ciudades ricas y desguarnecidas, ciudades que se someterían fácilmente. Sin embargo, Qarmuna, subida a un cerro, no parecía fácil de conquistar.
Olbán imaginó entonces una treta. Envió a algunos de sus hombres, de aspecto godo o hispanorromano, armados y fingiéndose fugitivos, que se presentaron ante las puertas de la villa, solicitando asilo. Los de Qarmuna, sin temer nada, les albergaron en la ciudad. Por la noche, los hombres de Olbán asesinaron a los guardias de la Puerta de Córduba e introdujeron a la caballería de Musa. La ciudad fue tomada por la traición y la fuerza de las armas.
«Desde entonces, le dice el tabí con orgullo, Qarmuna se ha mostrado fiel a las gentes de Allah.» El tabí continúa relatando cómo Musa enfiló la hermosa y antigua ciudad de Hispalis. Asediada unos meses, fue ocupada mediante un pacto. Para su control se formó una guarnición con judíos locales y unos cuantos musulmanes. Muchos de los cristianos hispalenses huyeron a la ciudad de Beja.
Atravesando Curriga, Contribusta y Perceiana
[57]
, Musa recorrió la Vía de la Plata, camino que le condujo a Emérita Augusta.
[58]
La ocupación de Emérita resultó complicada y laboriosa. Emérita, en el último período visigodo, había sido casi independiente, gobernada por nobles locales muchos de ellos de procedencia hispanorromana. No se iba a rendir sin guerrear contra aquellos hombres que les parecían extranjeros, con un lenguaje muy distinto al de los otros invasores, los bereberes, un lenguaje incomprensible para los emeritenses. Así, la ciudad de Emérita ofreció una larga y tenaz resistencia. Era un recinto amurallado con hermosos edificios e iglesias, con el puente sobre el río Anas, el puente más largo que nunca hubieran visto los árabes.
Alí ben Rabah describe a Tariq lo laborioso de la conquista de Emérita Augusta. Sus murallas alzadas por los romanos, y reparadas por los godos, parecían inexpugnables. Los hombres de Musa, para abrir brechas en el pétreo cinturón defensivo de la ciudad, utilizaron arietes, vigas largas y robustas de madera con un extremo de metal. Los soldados islámicos, protegidos bajo una marquesina móvil de madera, revestida por materiales resistentes al fuego, lanzaban la gran viga de madera contra la muralla. Así iniciaron la zapa de una de las torres, arrancaron un sillar pero tropezaron con la dureza de la argamasa. Los habitantes de la ciudad, saliendo por las puertas de la muralla o descolgándose desde las torres, destruyeron los arietes, impidiendo la acción del ejército musulmán.
El asedio se prolongó durante varias semanas, pero finalmente, los emeritenses, acuciados por el hambre, diezmados por proyectiles de fuego que saltaban las murallas, negociaron la rendición a cambio de sus vidas, entregando las posesiones de los huidos al Norte, así como los bienes y las alhajas de las iglesias. Allí Musa consiguió uno de los mayores tesoros de la campaña en Hispania, el Jacinto de Alejandría, un gigantesco topacio que iluminaba el altar de una iglesia. El tabí intentó convencer a Musa de que el botín debía ser repartido equitativamente, tal y como prescribe la Sharia, pero el árabe lo hizo a su manera. El topacio de Alejandría desapareció inopinadamente. «Me siento avergonzado por Musa.» Alí le confiesa a Tariq. «Sin embargo, es un buen guerrero de Allah, que ha extendido las tierras en las que se adora al Único.»
Mientras Musa estaba ocupado en el asedio de Emérita; se sublevaron los cristianos de Hispalis, a los que se sumaron los que habían huido a las ciudades de Beja
[59]
y Elepla.
[60]
En la refriega murieron ochenta musulmanes y los supervivientes acudieron hasta Emérita, donde pidieron ayuda a Musa.
El gobernador de Kairuán envió a combatir la rebelión de Hispalis a su hijo Abd al Aziz, con un cuerpo del ejército. El hijo de Musa asedió Hispalis y la tomó por asalto, matando a los responsables de la rebelión. Inmediatamente, se dirigió a Elepla y Beja, a las que debía castigar por haber sostenido a los rebeldes hispalenses. Se adueñó de ellas sin apenas combatir, pues las dos ciudades capitularon rápidamente ante las noticias que les llegaban de Hispalis.
Actualmente dueño de Emérita, Hispalis y las ciudades del Al-garbe, Musa está avanzando con las tropas por la calzada romana que une Emérita Augusta con Caesarobriga, ha travesado ya Metellinum,
[61]
Lacipea,
[62]
y Augustobriga
[63]
y pronto aparecerá frente a ellos.
Después de haberle relatado con orgullo la gloriosa campaña de Musa, el tabí le ruega a Tariq que se someta al representante del califa. Si se enfrenta al árabe, las consecuencias serán una guerra civil entre árabes y bereberes, el derramamiento de sangre entre hermanos. «El Profeta, paz y bien —le dice Alí ben Rabah—, siempre ha ordenado la paz entre los hombres unidos por una misma fe. Eres un
muyaidin,
un guerrero musulmán y, como tal, debes acatamiento al Jefe de Todos los Creyentes, el califa Al Walid, del cual Musa es el legítimo representante.»
Ante aquellas palabras conciliadoras, Tariq decide someterse al wali de Kairuán. A pesar de haber optado por calmar a Musa, Tariq está intranquilo, cabalga impaciente hacia donde avanza el ejército árabe. Junto a él, marchan Ilyas y Razin, sus hermanos bereberes. Samal se ha quedado en Toledo al cuidado de Alodia. Tariq piensa continuamente en ella. Sabe bien que si Musa decide castigarle, su venganza puede dirigirse contra lo que Tariq ama, contra su familia y posesiones; por eso, está preocupado por su esposa, por el hijo que nacerá dentro de algunos meses.
El conquistador bereber contempla el horizonte, abstrayéndose; brilla el sol entre nubes que, movidas por una brisa suave, circulan hacia el este; en una de ellas le parece reconocer la forma de una copa.
Los dos ejércitos se avistan a un día de marcha de la ciudad de Caesarobriga
[64]
, un lugar que años más tarde recordarán las crónicas como
Al Maraz
[65]
, el encuentro
, porque allí se unieron las tropas de Musa y de Tariq.
A Musa le rodean las huestes árabes que ahora duplican a todos los soldados bereberes de los que Tariq podría disponer. Las banderas de las tribus quaryshíes y yemeníes vibran ondeadas por hombres de piel oscura, cubiertos por los blancos velos de los hombres del desierto y nublan el horizonte.
En la ribera del río se encuentran el árabe y el bereber. Tariq se apea del caballo, y dobla la rodilla ante su superior. Musa desmonta y abofetea públicamente a Tariq. Alí ben Rabah, que está junto al gobernador de Kairuán, no puede hacer nada por su pupilo. La soberbia y el poder de Musa lo dominan todo. Abd al Aziz ben Musa observa displicentemente la escena. Desde que se ha convertido en el amante de una reina, instigado por ella, se siente llamado a regir los destinos de Hispania, a ser emir de los nuevos territorios conquistados, las tierras de Al Andalus.
—Te has abrogado unas atribuciones que no te pertenecen —le increpa—, has puesto en peligro a los hombres del califa, te has hecho con el tesoro de los godos que pertenece a la comunidad musulmana…
Tariq se humilla delante del representante del califa, el Jefe de Todos los Creyentes, e intenta aplacarle mediante palabras de sumisión:
—Yo no soy más que uno de tus servidores, y de tus lugartenientes, cuanto he conquistado te pertenece y su gloria ha de serte atribuida.
[66]
No contento con sus palabras, Musa ordena que le detengan y le degraden ante ambos ejércitos, el árabe y el bereber. Al requisar sus pertenencias, encuentran la copa. Musa se admira ante aquella joya de oro con incrustaciones de ámbar y la suma al botín que han obtenido en otras ciudades.
El gobernador de Kairuán parece calmarse algo con el escarmiento público de Tariq, no obstante ordena que sea encerrado. El bereber se desespera al verse tratado tan injustamente. Se da cuenta de que al gobernador le corroe el afán de riquezas y la envidia. Hasta el árabe ha llegado la fama del enorme botín que ha conseguido en la corte toledana, la fama del tesoro de Hércules, en el que se oculta la mesa del rey Salomón. Musa quiere oro, quiere poder.
Ambos ejércitos quedan unidos y forman una gran tropa que avanza por los caminos cercanos al Tagus que conducen a Toledo.
La marcha es lenta.
Al fin, al nordeste divisan la ciudad, como una isla rodeada por el río, en medio de olivares y viñedos. Al acercarse escuchan los gritos del muecín junto al toque armonioso de unas campanas cristianas.
La prisión de Tariq
En Toledo, Alodia está siendo fuertemente vigilada. Dos días después de la marcha de Tariq, Abd al Aziz ha dado un golpe de mando y, siguiendo instrucciones de su padre, la ha detenido. Al parecer, para el nuevo poder constituido, la sierva es valiosa. Ha sido apresada y confinada a aquel lugar bajo las escaleras que suben a la torre, cercano a los aposentos de Egilo, la pequeña estancia que habitaba antes de ser la esposa del conquistador. Allí camina de un lado a otro, nerviosa. Por el estrecho ventano penetra un reguero de luz brillante desde el exterior. Ahora el acceso a la terraza le está vedado, por lo que se sube en el camastro y puede ver desde allí el patio de armas del palacio, lleno de guerreros de vestiduras extrañas.
Las trompas resuenan en la ciudad. Anuncian la llegada del ejército de Musa, las tropas del califa. En la capital del reino hay ahora muchos conversos, hombres que sirven al enviado de Dios, al califa de Damasco. A Alodia, desde la torre, le llegan, como un murmullo, las aclamaciones de las gentes al legado del califa: el wali de Kairuán, Musa ben Nusayr.
Desde el pequeño ventano puede divisar cómo suben desde el zoco unos hombres de piel oscura, que gritan palabras extrañas, en un lenguaje similar al que canta el muecín desde la Mezquita Aljama. La comitiva llega al patio de armas del Alcázar de Toledo. Una nutrida tropa rodea a los carromatos donde llevan a los presos, se abren las puertas de las carretas y de su interior descienden Tariq, Ilyas y Razin encadenados. Alodia los distingue desde lejos. Observa cómo Tariq se inclina hacia delante, vacilando al caminar, tras un largo encierro. El no puede verla. El corazón de Alodia late aceleradamente. Después, los presos son conducidos hacia unas escaleras que descienden hacia las mazmorras, desapareciendo en la oscuridad.
La sierva se estremece, de un paso, atraviesa el cuartucho en el que está confinada, golpea una y otra vez la puerta para que la dejen salir, nadie contesta. El guardián que la custodia tiene órdenes de no abrir la puerta. Transcurren las horas, nadie le trae de comer, parecen haberse olvidado de ella; al fin exhausta se derrumba en el jergón de paja. Se encuentra mal, está asustada. La luz del día se va apagando. Cierra los ojos, rendida por la fatiga, e intenta descansar; pero es inútil, está demasiado preocupada. Al fin, los abre. A través del hueco de la ventana, en el cielo, luce un astro de rutilante luz. Es el astro nocturno. La primera estrella del ocaso. La visión le da esperanza y se incorpora en el lecho.
Fuera escucha susurros quedos y el rumor de una pelea. El golpe de un cuerpo al chocar contra el suelo. Al fin, la puerta se abre. Es Samal, al que acompañan otros soldados bereberes. Alodia exclama:
—¿Qué le ha ocurrido a mi señor Tariq? Con nerviosismo, Samal contesta:
—Preso… ¡Vamos, deprisa…! Sé que conoces los túneles. ¡Guíanos!
Atraviesan la terraza, y por un portillo que la une con el palacio penetran en corredores alumbrados con la luz de las antorchas. Alodia agarra una de ellas, para que los ilumine. Poco más allá, un tapiz cubre la pared. Alodia lo levanta, descubriendo tras él una pequeña puerta que comunica con la zona de paso de la servidumbre. Unos criados cargados con bandejas de comida circulan hacia la zona noble. Observan a Alodia con asombro, pero no dicen nada; por el contrario, se apartan para dejarles pasar, sin detenerlos. Son tiempos difíciles, unas semanas atrás aquélla había sido su señora, y poco antes una criada como ellos. Prefieren continuar como si nada estuviese ocurriendo.
En su camino descubre una portezuela que la esposa de Tariq abre. Comunica con unas escaleras empinadas que descienden hacia la profundidad. Seguida por los bereberes, baja deprisa, saltando los peldaños de dos en dos, resbalándose a menudo. Al llegar al fondo de las escaleras, encienden antorchas que han ido recogiendo a su paso por los corredores. Se detienen. Samal, dirigiéndose a ella, le pide:
—Condúcenos hasta tu señor Tariq.
—¿Cómo? —pregunta ella, dudando.
—Sabemos que está preso en las mazmorras del ala norte. Tu señor nos dijo muchas veces que conoces los túneles y alcantarillas bajo el palacio. Guíanos hasta allí.
Alodia, impulsada por una energía renovada, se dirige sin vacilación a un pasadizo por el que se accede a los subterráneos más profundos, los que llegan hacia aquel lugar de horror, que no desea recordar. Sabe que hay cloacas bajo las mazmorras; que encima de ellas se encuentra Tariq, apresado; les conduce hasta las alcantarillas. Han de agacharse para poder atravesar los sumideros bajo la prisión, el olor del ambiente es fétido, a heces y residuos alimenticios. Se oyen gritos e imprecaciones a través de las trampillas, que separan las mazmorras de las cloacas. Finalmente en una de ellas, escuchan que un hombre recita en alta voz las plegarias musulmanas. Reconocen su voz, es la voz de Tariq. Rápidamente se dirigen a la trampilla que se encuentra en el suelo de aquella mazmorra.