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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (39 page)

BOOK: El astro nocturno
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—Algún día lo harás. Algún día abrazarás la fe del Profeta.

Casio no le contesta. Tariq prosigue hablando imperativamente, encendido en ardor religioso; Belay entiende que no deben continuar con la discusión, porque pueden acabar mal, y decide no contradecirle, por eso calla.

Al fin, Tariq indica a Belay:

—Irás al Norte y respetarás a Munuza, el nuevo gobernador de las tierras astures.

—Está Pedro, duque de Cantabria —se extraña Belay.

—No, cerqué Amaia. No fue preciso destruirla porque Pedro firmó un acuerdo. Le permití continuar en la fortaleza de Amaia. Después, ataqué Gigia, dejé una guarnición del Profeta allí, la lidera un fiel servidor del Islam, Munuza, ahora gobernador de las tierras astures. Deberás respetarle, es el legado del califa, Jefe de Todos los Creyentes.

Belay se estremece. ¿Cómo es posible que en pocos meses aquel hombre alto y arrogante, su antiguo compañero de milicias, haya recorrido las tierras de la península Ibérica desde el estrecho a las montañas cántabras? Lo ha hecho, las ha dominado y sometido. ¿Cómo es posible que haya cambiado tan profundamente sus creencias y se haya convertido en un fanático? No le entiende y baja la cabeza, mientras Tariq le explica.

—Firmaremos un pacto para que se lo muestres al nuevo gobernador de las tierras astures, a Munuza, éste respetará tus hombres y tus tierras. Ese pacto lo he firmado ya con otros, será un trato justo. No se te impondrá ningún tipo de dominio sobre ti ni sobre ninguno de los tuyos. No podrás ser apresado ni despojado de tu señorío. Tus hombres no podrán ser muertos, ni cautivados, ni apartados unos dé otros, ni de sus hijos ni de sus mujeres, ni violentados en su religión, ni quemadas las iglesias. No serás despojado de tu señorío mientras seas fiel y sincero y cumplas el pacto. ¿Colaborarás?

Belay entiende que es un trato ventajoso; por lo que acepta.

—Sí, lo haré.

—Y tú… ¿Casio? ¿Serás capaz de firmar un pacto semejante?

—No lo sé.

Tariq se da cuenta de que el hispanorromano va a ser más difícil de convencer. Casio es un hombre visceral que rechaza o acata los pactos, según lo que su criterio le indica en cada momento.

—El dominio del Islam es un dominio suave. Viviréis tranquilos bajo las leyes del Profeta.

Casio le observa dubitativo. Tariq ya no es el espathario que adoraba a Floriana, su amigo joven e inexperto; ahora es un ardoroso partidario de una nueva fe, de un nuevo orden, de un nuevo Señor.

Casio se niega a acatar el pacto. Se le encierra en la prisión.

Unos días más tarde, alguien le abre las puertas de la celda y el hispano se escapa hacia el Norte, hacia las montañas que separan Hispania de la Galia, hacia el fértil valle de río Iberos, la tierra de sus mayores.

14

El enlace

El día amanece cubierto por una neblina suave, pero al levantarse el sol sobre el horizonte, la niebla se abre y la luz se adueña de todos los rincones, de cada calleja, de las plantas mojadas por el rocío de la mañana. La luz brilla sobre los adoquines, sobre las hojas de los árboles, en las ventanas de las casas. A mediodía, en el cielo de la ciudad del Tagus no cruza ya ninguna nube.

Alodia es feliz, ha llegado el día de su boda, de la boda con quien ella ama desde tanto tiempo atrás. Tariq ha ordenado que se hagan cargo de los preparativos las mujeres musulmanas, la esposa de Samal y de los otros bereberes, llegadas desde el Atlas, el Sahara, y las costas norteafricanas, no mucho tiempo atrás. El conquistador desea contraer matrimonio según las prescripciones de la nueva fe en la que cree.

Los días anteriores, matronas bereberes y jóvenes casaderas la han preparado para la ceremonia. Han lavado sus cabellos con esencias olorosas, la han llevado a los baños y han procedido a limpiar su cuerpo y a nutrirlo con aceite de rosas. Después de cubrirla con los velos blancos de la doncellez, la han conducido a un carruaje que recorrerá las calles de la ciudad.

Desde los arrabales donde habitan las familias de los nuevos invasores, una comitiva con velas encendidas acompaña a la novia. Son las mujeres y los niños, hombres adultos de raza bereber, que gritan rezos y fórmulas rituales norteafricanas para ahuyentar a los malos espíritus y dar suerte a los novios. El cortejo nupcial sube por la cuesta junto a la muralla hasta el mercado. Alodia va en medio, en un carruaje semicerrado y arrastrado por mulas. A través de unas cortinillas de seda, se vislumbra la sombra de la futura desposada.

Las calles de Toledo se han llenado de curiosos que observan sorprendidos el ritual islámico. No ha pasado un año desde la caída del reino godo, todo lo que los conquistadores realizan provoca curiosidad entre las gentes.

Al llegar a la plaza del mercado, el lugar que ahora llaman el zoco; las gentes abarrotan la plaza y se aproximan para ver a la novia. Después el carruaje y la comitiva nupcial bajan por una callejuela no muy ancha, en las ventanas se asoman las comadres a chismorrear. Alguien grita un piropo, un requiebro, un canto a la novia. La conducen a la mezquita, antes un templo cristiano, la antigua iglesia de San Pedro y San Pablo, la vieja catedral de los godos.

Al llegar a la plaza frente a la mezquita, la que poco tiempo atrás había sido una sierva desciende del carruaje, se abren las cortinas y unos finos borceguíes de cuero asoman seguidos por una larga túnica de color claro. Su rostro está cubierto por un velo tan fino que permite ver la expresión seria del rostro de la futura desposada. Frente a la entrada del templo, una escolta de guerreros bereberes monta guardia. La doncella atraviesa entre las dos filas de soldados, cruza el umbral de la puerta y avanza a través del anteriormente templo cristiano hasta una sala lateral, una antigua capilla, donde la espera Tariq.

El está de pie; a su lado, Samal, que hará las veces del wali, el guardián de la novia, esto es la persona que a la hora de que se haga el contrato matrimonial vela para que se cumplan todas las estipulaciones escritas en el mismo.

Días atrás, como prescriben las leyes coránicas, se firmó un contrato ante Samal, guardián de la novia. En él se acordó la dote, que Tariq se comprometía a dar a Alodia, y la obligación de ésta de obedecerle siempre.

Entre Samal y Tariq se encuentra Alí ben Rabah, el testigo cualificado del contrato, el que llevará el peso religioso de la ceremonia. Tariq y Samal se toman de la mano como en un saludo. Ambos sonríen. Entonces, el tabí habla sobre la importancia del matrimonio, y recita algunas suras que ilustran cómo debe ser el comportamiento del uno con el otro. Después, Alí ben Rabah le pregunta a Alodia si desea contraer matrimonio. Ella débilmente afirma que está conforme. Su voz apenas se escucha. En cambio, al preguntarle al novio, la voz de éste resuena fuerte y decidida, mientras acepta el compromiso matrimonial.

Al fin, se recita la sura Al Fatiha, la que abre el Corán. Palabras que Alodia no entiende, pero que suenan hermosas a sus oídos.

Alabado sea Dios, Señor del Universo
,

el Compasivo, el Misericordioso
,

Soberano del día del Juicio
.

A Ti solo servimos y a Ti solo imploramos ayuda
.

Dirígenos por la vía recta
,

la vía de la que Tú nos has agraciado
,

no de los que han incurrido la ira

ni de los extraviados
.

Ya están casados.

Tariq alza los velos que tapan el rostro de ella. Cuando Tariq descubre el semblante de Alodia, se da cuenta de su belleza, de lo hermosa que es aquella a la que va a unir su vida. Una hermosura suave y llena de ternura, no la seducción deslumbradora de Floriana. No el atractivo arrebatador de la dama goda, que se imponía sobre los corazones, sino el suave encanto unido a la bondad de corazón. Los rasgos de Alodia son tan delicados, como los de Floriana eran fuertes y bien trazados. El que, en un tiempo, se llamó Atanarik, intenta alejar en aquel momento de su memoria a la que amó de niño y adolescente. La mujer que le traicionó. Un amor que debe desaparecer de su mente, aunque él sabe que aún no ha muerto del todo.

El novio, en presencia de los bereberes, del tabí Alí ben Rabah besa la frente de la novia.

La ceremonia sencilla e íntima a la que asisten muy pocas personas finaliza y los novios abandonan la mezquita; él la precede y ella camina detrás. A la salida, Alodia monta en el carruaje que la ha traído. Delante de ella, como su dueño y señor, cabalga lentamente el novio. Ambos se dirigen hacia el palacio del rey godo donde tendrá lugar la fiesta. Por las calles, les esperan los curiosos. Niños y mozos siguen el carruaje nupcial cantando y gritando expresiones jubilosas.

La celebración tiene lugar en la antigua sala de recepciones del rey Roderik. En el centro de la sala, sobre un estrado hay un pequeño trono. Tariq avanza por la sala, cerca de él, un paso más atrás, envelada, camina Alodia. El la toma de la mano y le indica que se sitúe junto a él, en un escabel más abajo del estrado. El asciende hasta la jamuga y le sonríe como dándole ánimos. Dan comienzo el convite y las celebraciones. Se escucha la música y el rumor de danzarinas. Los criados sirven manjares delicados a los asistentes, que observan todo reclinados en divanes o levantados por la sala, parloteando continuamente.

Los otros jefes bereberes se acercan al estrado de Tariq para expresarle su enhorabuena, y para continuar hablando de la guerra. Él, quizá por la felicidad del momento, se encuentra lleno de optimismo, diseña nuevos planes de conquista; el reino godo está ya en sus manos. De cuando en cuando observa los rasgos de Alodia a través del tenue velo que la envuelve. Piensa que va a ser una buena esposa y se siente contento de la decisión que ha tomado.

Ella, en cambio, se siente tímida, está envarada y tensa ante el jolgorio, los bailes y la música. Experimenta una continua desazón, como si no se mereciese ser el centro de aquel festejo. Por ello, se alegra de estar cubierta por un tul fino que le cubre parcialmente el rostro. En aquel lugar inferior al de su esposo, ella baja los ojos modestamente. Desde los días en los que su vida era la de una doncella en un poblado en las montañas, destinada a un sacrificio ritual, y él apareció en sus visiones, sabe que su destino es pertenecerle. Por las profecías intuye también que a su lado encontrará el sufrimiento pero, en el amor, el dolor es parte de la alegría. Ella siempre le querrá, tanto en los momentos de bonanza como en los de desventura. Al pensar en el pasado doloroso, en el futuro incierto, el rostro de Alodia blanquísimo se torna rojo por la angustia. Al fin logra serenarse, levanta los ojos hacia Tariq y le mira con un amor profundo y limpio de todo egoísmo. Ahora, él es su presente y ella no quiere pensar en nada más.

La fiesta prosigue animadamente. Entre los presentes al casamiento de Tariq están los jefes militares, los bereberes de la tribu de Ziyad. Le rodean los hombres del desierto y de las montañas, los tan cercanos Altahay ben Osset y Kenan, el negro jefe de los Hausa; los hombres de la tribu Barani, la tribu de Kusayla; los árabes Abd al Aziz y Alí ben Rabah; el bizantino Mugit al Rumí, converso musulmán, conquistador de Córduba; algunos witizianos y, cerca de ellos, Belay, el espathario real, que aún no ha partido hacia las tierras cántabras, acompaña a su amigo, Atanarik, en aquel momento feliz. Algunas mujeres se sitúan a un lado, observando entre celosías el banquete. Entre ellas está Egilo con las damas de la corte que lo observan todo con envidia. Lejos de ellas, pero también detrás de celosías, las mujeres musulmanas, las que han preparado la ceremonia, se alegran por Alodia, a la que han tomado afecto. Han asado cordero, aderezado con hierbas amargas al estilo bereber. Han preparado frutas cubiertas con miel y pasteles de almendra.

Transcurren alegres las horas, cuando la celebración parece haber llegado a su culmen, los novios abandonan el recinto por una puerta lateral mientras dentro prosigue el banquete. Al cerrarla, Alodia comprende de un modo especial que ya no se pertenece, en el rito musulmán la esposa es posesión del marido, pero eso no supone ningún cambio para ella, Alodia ha sido siempre toda de él. Detrás de la puerta, unos peldaños conducen a las habitaciones que ocupa Tariq. Suben lentamente aquellas escaleras, la mano de él en la cintura de ella. El nota que Alodia va temblando. Se detienen en el umbral, y Tariq abre la puerta. Las estancias nupciales se han embellecido para la primera noche de los que ya son esposos. Los suelos están cubiertos de alfombras traídas de Oriente; en la pared lucen multitud de antorchas; del fondo del cuarto, un recipiente de bronce sobre un pequeño fuego escancia olores suaves; lienzos de seda cubren el lecho.

Las luces de las antorchas alumbran el cuarto. En la penumbra, Alodia se ve a sí misma a través de aquellos ojos color oliváceo que se fijan en ella; los ojos cuya mirada ha deseado desde tanto tiempo atrás, cuando no era más que una montañesa que servía en el campamento de unos guerreros godos. Siente que estar sola junto a él es el mayor don que pueda conseguir en esta tierra, considera que mirarse en él es una bendición de los cielos, le parece imposible que ella sea de él y que Tariq esté allí tan cerca, contemplándola con un deseo ardiente, acariciándola sin impaciencia, con ternura.

Durante un tiempo los dos callan, les cubre un silencio lleno de palabras que no precisan ser pronunciadas. Todos sus sentidos se vuelven más sensibles y se llenan de la luz de antorchas de color amarillo dorado que alumbran la estancia, del olor a malvasía y a rosas que inunda la estancia, del sonido de sus propias respiraciones cada vez más lentas, y luego ardorosas. Después llega la embriaguez mutua, hasta el culmen de la excitación. Es, en ese momento cuando Tariq, apoyando la mano sobre la frente de la que ya es su esposa, exclama: «¡En el nombre de Dios!», e irrumpe en ella, profundamente, con ansia. El matrimonio se consuma, son ya un mismo corazón, una misma alma para siempre.

Para Alodia, el tiempo puede detenerse.

El astro nocturno se oculta. Las estrellas giran lentamente en el cielo cubriendo el sueño de los esposos. La luz de la aurora hiere las tinieblas nocturnas y, con ella, retorna el lucero del alba. Amanece un nuevo día sobre ellos. Al fin, la luz del sol toledano inunda la estancia. Alodia se despierta. Se incorpora sobre la cama, y contempla, enamorada, al que ya es su esposo. En el rostro de Tariq se dibuja una sonrisa suave, de virilidad satisfecha, parece balbucir algo en sueños. Alodia se emociona cuando se da cuenta de que lo que Tariq está musitando es su propio nombre. Se inclina hacia él y le besa, entonces, él abre los ojos y su luz verdosa se fija en la que fue un día sierva. Ya despierto, le acaricia suavemente el cabello, pensativo. Pasa el tiempo. Alodia se da cuenta de que algo le preocupa. Al fin, Tariq le dice:

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