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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (38 page)

BOOK: El astro nocturno
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Al oírle hablar de justicia, la sierva piensa que Tariq no está tan lejos de Atanarik, de aquel Capitán de Espatharios que ella tiempo atrás conoció, aquel que la salvó del sacrificio ritual, aquel con quien todo lo había compartido. Quizás él no la esté mintiendo. Quizás en lo más íntimo de Tariq podría existir un afecto suave, no la pasión con la que él quiso a Floriana, pero sí el afecto debido al agradecimiento.

Por su parte, él presiente que aquella mujer podría hacerle feliz. Ella siempre le sería fiel, no le traicionaría. Tariq se da cuenta de que la vida que ha llevado los últimos meses le es un tanto ajena. Él no había sido así, un hombre vengativo y cruel. Es verdad que siempre había sido colérico, con un temperamento fuerte que se revelaba ante la injusticia, ante la deslealtad y el abuso de poder; pero en los últimos tiempos su corazón se había endurecido. El hijo de Ziyad quiere tornar a la inocencia y sencillez de antes de la muerte de Floriana. Le parece que sólo con Alodia eso podría ser posible.

Quiere cambiar. Algo en él se ha abierto hacia una nueva vida. El tabí Alí ben Rabah le ha acompañado en su camino y se ha convertido en su guía. Le ha dicho que la fuerza de Allah está con él. Le ha instado a no beber alcohol, a no hacerlo en la copa sagrada. Por eso, ha guardado la maravillosa copa dorada en un lugar oculto; ya casi nunca bebe de ella. Desde entonces, ha recuperado en parte la serenidad.

Ha luchado por Allah y ha cumplido su misión, conquistando el reino de los godos. Ahora deberá reconstruirlo. Es el momento también del premio y del descanso, Alí ben Rabah le ha invitado a contraer matrimonio. Unos días atrás, le explicó algo que él había escuchado de uno de los compañeros del Profeta.

El profeta Muhammad, Paz y Bendición sean siempre con él, había dicho: «Ciertamente la mujer es la mitad gemela del hombre.» Todo hombre necesita una mujer, en ella encontrará su descanso, por eso él, Tariq, había buscado a Alodia. Con ella, ya no quiere la venganza sino una vida en paz; una vida feliz, sin los sobresaltos y las fatigas de la lucha por el poder. Tendrá hijos con ella, los verá crecer, formarán una estirpe de guerreros. Quizá, como su padre, tendrá otras esposas. Piensa que ella le ayudará a asegurarse la conquista y que, más pronto o más tarde, le entregará la copa. Ambos vivirán en paz; a las tierras del antiguo reino visigodo, retornará la justicia y el orden.

Atanarik toma las manos de Alodia, viendo la venda. Con cuidado la desata y contempla la herida. Nota las palmas ásperas por el trabajo; besa aquellas manos callosas en las palmas y a la vez suaves en el dorso, mientras le dice:

—Ordené a la reina que te admitiese entre sus damas, no que te hiciese su esclava. No lo serás ya más.

Después, levanta los ojos e indignado exclama:

—Fue un error entregarte a esa mujer.

Ella se ruboriza, confundida. Se siente avergonzada por su pobreza, por ser una humilde sierva. Un nudo le atenaza la garganta, impidiéndole hablar. Él prosigue:

—Hace unos días llegaron las mujeres de Samal y de algunos de mis compañeros de conquista. Ellas se harán cargo de tu custodia, te enseñarán a ser una buena esposa musulmana.

—¿Cómo podéis convertirme en vuestra esposa? Yo no soy más que una sierva, una criada del palacio del rey.

—Una de las más amadas esposas del Profeta, la Paz sea con él, fue una mujer capturada en un combate, otra fue una judía… Tú serás mi esposa. Allah te ha puesto en mi camino, te necesito a mi lado.

Ahora están juntos de nuevo, como ocurrió en las montañas, en su huida por la Bética, un solo corazón, una sola alma.

—Nada ya me separará de ti —dice él.

—Nada ni nadie me separará de vos —dice ella.

Sin embargo, aunque ellos no lo saben, nada es tan simple.

Los deseos de los amantes son lo que más se parece en este mundo a la Eternidad, al deseo que late en el fondo del hombre de Inmortalidad, pero, en esta vida, todo es caduco.

13

En las torres

Los evadidos se enfrentan a la Guardia Real. Vítulo hace sonar una trompa sembrando la alerta en las torres. Varias decenas de hombres se dirigen hacia el lugar donde ha sonado la voz de alarma.

Casio, Belay y Toribio intentan defenderse como pueden; el fornido Toribio da golpes a uno y otro lado. Por fin son apresados y cargados de cadenas, amarrados entre dos palos en el patio central con los brazos extendidos. Todo ha acabado, piensa Belay, mira a Casio, que baja la cabeza con rabia. Los van a ajusticiar, pero han resistido hasta el final.

Cae la noche, tras un día de crudo invierno. En el patio hace mucho frío. Los tres hombres tiritan semidesnudos y atados a los palos. En algún momento, a pesar del frío y el dolor, les rinde el cansancio y dan una cabezada, pero las cuerdas que los sujetan tiran de ellos hacia arriba.

Al alba escuchan las trompas tocando a diana. Tienen tanto frío que no pueden hablar. Amanece un sol de invierno; una fría neblina envuelve la ciudad del Tagus.

—Por orden del alcalde del Alcázar se condena a estos hombres a muerte por sedición y asesinato.

El patíbulo se alza sobre una tarima de madera con un tronco grande en el centro. A su lado, un hacha. Cortan las cuerdas que atan las manos de los presos, y los tres hombres caen al suelo, sienten los miembros entumecidos, y comienzan a frotárselos para entrar en calor. Los soldados del Alcázar no les dejan permanecer en el suelo, apremiándoles para que sigan.

Se escucha el redoble de un tambor. Empujan a Casio, que se arrodilla apoyando la cabeza sobre el tronco del árbol. Un sudor glacial le recorre el cuerpo, aterido aún por el frío nocturno.

En ese instante se escucha un grito.

—¿Se condena a muerte sin obedecer a la ley de la Sharia, sin un juicio justo, sin escuchar la voz del que manda en la ciudad, la voz del conquistador?

Es Tariq.

Los verdugos se detienen.

—Estos hombres —dice Tariq señalando a Casio, y a Belay— han sido muy valiosos para la conquista.

—Son traidores y posiblemente espías. Han escapado de la prisión matando a los guardias de las puertas. Aquél —afirma Vítulo señalando a Belay— fue Capitán de Espatharios con Roderik, es un renegado, un hombre que merece morir.

—Soy yo quien decide si un hombre debe morir o no —le contesta Tariq—. ¡Lleváoslos! Se reunirá el tribunal y serán juzgados.

Belay y Casio miran a Tariq con agradecimiento. Les conducen a una celda lejos de las mazmorras donde estuvieron presos. Allí sigue haciendo frío pero en comparación con el patio se sienten confortados. Aún tiritando, se abrigan con las mantas que hay sobre los catres y se sientan pegados unos a otros. No son capaces de hablar, todavía se encuentran en una situación de enorme conmoción mental ante lo ocurrido.

Unas horas más tarde, los conducen hasta la sala de justicia. En un estrado les espera Tariq. Junto a Tariq está Alí ben Rabah y Mugit al Rumi, que actúan como intérpretes de la ley. Allí les esperan también los witizianos, Audemundo y Vítulo. El guardia hace que los cautivos se inclinen ante el tribunal, presidido por Tariq. Belay piensa que el proscrito, al que no tanto tiempo atrás habían perseguido por toda la Bética, es ahora quien les está juzgando.

—¿Habéis matado a los hombres de la guardia?

—Sí… —responde Belay.

—¿Por qué lo hicisteis? —le interrumpe Tariq.

—Buscábamos la libertad… Nos encerraron los hombres de Witiza porque nos opusimos a ellos…

—¡Atanarik! —le grita Casio—. Recuerda que te protegimos cuando todos iban contra ti. Gracias a nosotros llegaste a Hispalis… Nos debes algo.

Vítulo los acusa:

—Se encerró a estos hombres en prisión porque animaron a sublevarse a las gentes de la ciudad.

Belay intenta defenderse frente a aquella acusación que es cierta:

—Apoyábamos al fenecido rey Roderik. Los hombres de Witiza habían ocupado los cargos del Aula Regia y nombrado un rey sin el apoyo del Concilio.

—Ya no hay Aula Regia ni Concilio. Las cosas en la ciudad han cambiado —les confirma Tariq— ya no mandan los witizianos…

De nuevo Vítulo les inculpa.

—Eso no les exime de haber matado a los hombres de la guardia.

Belay se expresa con suavidad, intentando ser conciliador, mostrando respeto ante su antiguo camarada:

—Mi señor Atanarik, entended que no podíamos permanecer en la prisión, sin un juicio… Transcurrieron días y días en los que nos consumíamos encerrados sin una sentencia, sin un futuro… Solicitamos veros, mi señor. Debíamos retornar a nuestras tierras en el Norte. Sabemos bien que el país es un caos, que se extiende el bandolerismo y el pillaje. Yo debo volver a las montañas cántabras, mi compañero Casio a sus tierras. Es verdad que fui Capitán de Espatharios de Roderik, pero también soy el jefe de mi linaje… Debo volver a mis tierras…

Casio se defiende:

—Mis dominios se sitúan junto al Pirineo, en las tierras fértiles del valle del río Iberos. Regresábamos hacia el Norte, hacia nuestras tierras, pero los witizianos nos detuvieron indebidamente…

Tariq los examina con una mirada amable, comprensiva. Son sus antiguos camaradas, le salvaron pocos meses atrás. Sin embargo, no puede dar muestras de debilidad ni ante los witizianos ni ante los árabes. Su expresión se torna dura mientras les acusa:

—Por lo que habéis hecho debierais morir… pero, también es cierto que habéis sido privados de un juicio justo. Esa no es la ley del Profeta.

Después Tariq se dirige a los otros musulmanes que forman parte del tribunal.

—¡Sin estos hombres habría sido imposible la conquista! ¡Sin ellos yo habría muerto y las tropas del Sur no habrían venido conmigo! Estoy en deuda con ellos. Allah me ha protegido por medio de ellos.

Al Rumí, Ben Rabah y los ulemas asienten sin decir nada, dejan obrar a Tariq. Este prosigue:

—Conmuto la pena de muerte por el destierro. Regresarán a sus tierras para no volver nunca más a la capital del reino.

Vítulo, el witiziano, mostrando su descontento, le pregunta:

—¿Y el otro hombre, el siervo?

—¿Cuál es vuestro crimen? —le interroga Tariq.

—Defendí a mi esposa de los que pretendían saquear mi casa, de vuestros hombres. Ella ha muerto asesinada.

—¿Tenéis pruebas de ello?

—No. Os juro que yo nunca habría matado a nadie, que soy un modesto campesino, sólo sé labrar la tierra. Yo nunca habría matado a nadie si no hubiera tenido que defenderme.

—Sois un hombre corpulento… Necesito siervos fuertes en mis tropas.

Toribio calla. Se ha librado de una muerte segura. En su interior persiste un odio inmenso al invasor musulmán, al que considera invasor y asesino de su familia.

—¡Podéis retiraros! —les conmina Tariq—. ¡Que permanezcan aquí los acusados!

Mientras los asistentes al juicio se retiran, Tariq se acerca a sus antiguos camaradas. Cuando todos se han ido, los antiguos hermanos de armas se quedan frente a frente y se abrazan.

—Debéis la vida a la sierva, a Alodia —le dice Tariq—. Ella supo la iniquidad que pretendían cometer y me lo advirtió.

—Es una mujer inteligente —afirma Belay.

—Sí. Lo es. Va a ser mi esposa. Los dos deseamos que os quedéis aquí hasta la ceremonia.

—¿Te unirás con una sierva? —se asombra Casio.

—Mi guía espiritual me ha recomendado el matrimonio como cura de las pasiones que me atrapan. Podré tener varias esposas, como tuvo el Profeta. Las mujeres son tierra, la tierra en la que los hombres ponemos la semilla, para un hombre no hay siervas ni esclavas…

Mientras habla, le observan con extrañeza. Al parecer aquel hombre, su antiguo camarada, cree en una nueva religión, una nueva fe, ha cambiado sus costumbres. Belay se atreve a enfrentarse a él, le interrumpe:

—Estás loco…, ¿crees en la fe de los herejes, de los invasores del reino?

—Sí. Me ha salvado de la destrucción.

—Quizás a ti te haya salvado del dolor de la pérdida de Floriana pero… ¿y el reino? ¡Has destruido el reino!

Tariq siente subir a su corazón la ira entremezclada con vergüenza. Belay parecía no entenderle. No conoce aún las verdades salvadoras del Profeta.

—No. Simplemente, he impuesto una ley más justa, otro orden de cosas…

—Todo seguirá igual mientras no cambien los que mandan en las ciudades —le reprocha Casio—. Has traído al invasor.

—¡He traído la verdadera religión!

—¿Cuál?

—La fe de Mahoma, ¡la paz sea con él! Cristo fue un gran profeta, pero no fue Dios. Hay un único Dios, y Mahoma, su profeta.

—No sé qué quieres decir con eso —habla Belay—. Ya hubo una guerra civil hace más de cien años en tiempos de nuestros comunes antepasados Hermenegildo y Recaredo por asuntos de religión. En aquel tiempo, unos afirmaban que Cristo era Dios mientras que otros lo negaban. Murió mucha gente. ¡No puedo creer que hayas causado otra guerra civil!

—Sin el Todopoderoso, sin el Clemente, sin Dios, la vida del hombre no tiene sentido… —le explica Tariq.

—¡Dios! ¿De qué Dios estás hablando? ¿Del que destruye a los hombres en las batallas libradas a su costa? No sé a qué Dios te refieres.

—Al Único Dios, al Dios de Mahoma… —se expresa Tariq, con la convicción de un iluminado.

—¿No es el Dios de los cristianos? En la ciudad, todos dicen que sois herejes arríanos, que creéis en Dios pero no en la Divinidad de Cristo.

—No es así. Nosotros creemos en un solo Dios; Mahoma es únicamente el profeta del Dios Altísimo. Cristo es también un hombre santo, pero no es Dios. Los nazarenos habéis deformado al Único Dios, os habéis convertido en politeístas y mi Dios, Allah, es el Único que debe ser adorado… ¡No hay otro Dios sino Allah, y Mahoma, su profeta!

Casio y Belay callan. Contemplan el rostro exaltado de Tariq, convencido por una fe firme, se sienten preocupados. Tariq prosigue hablando.

—Vosotros también deberéis someteros. Belay se expresa de modo amigable:

—Yo llevo muchos años siendo cristiano… para cambiar ahora. Yo desciendo de Aster, el primer astur que conoció a Cristo, y del mártir Hermenegildo. Es muy tarde para cambiar.

—Mi familia proviene de los antiguos romanos que trajeron la fe al valle del Iberos… —le dice Casio—, no cambiaré mis creencias…

Tariq, inspirado por un presentimiento, realiza un vaticinio que parece en aquel momento poco creíble, pero que un día se cumplirá.

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