Musa no les ofrece mucho, sabe que el califa Al Walid está empeñado en una guerra en el borde oriental de su imperio y no querrá perder fuerzas en las lejanas tierras que bañan el Atlántico. El árabe no quiere comprometerse. La campaña más allá del estrecho le parece arriesgada, ya en tiempos del rey godo Wamba se había intentado la conquista sin resultado.
Tariq se da cuenta de que el gobernador del Norte de África no les apoya, también entiende que el respaldo de los árabes es fundamental para llevar a buen puerto su misión. Ziyad domina a las kabilas bereberes, y es inmensamente rico. Sin embargo, ahora, el Norte de África es de los árabes que controlan los puertos, poseen una gran fuerza militar, compuesta por las tropas quaryshíes y yemeníes; así como de bereberes y bizantinos que les pagan tributo. Además, el califa de Damasco, Cabeza de Todos los Creyentes, ostenta el liderazgo religioso tanto de los propios árabes como de muchos bereberes.
Por su parte, Musa analiza a Tariq con una mirada atenta, y queda satisfecho ante aquel hombre alto y de aspecto decidido, tan parecido a Ziyad, con la marca de Kusayla en su faz.
Tras unos instantes de silencio, Musa le pregunta a Ziyad:
—Tu hijo… ¿conoce el Islam?
—No ha sido aún instruido.
—Deberá serlo.
Ziyad dobla la cabeza en señal de acatamiento. Después Musa le dice:
—Podéis consideraros mis invitados.
Cuando el sol avanza hacia su ocaso, se les aloja en la morada del gobernador. Acompañados por la servidumbre armada del wali recorren pasadizos oscuros y corredores iluminados por el sol de África, desde los que se ven los jardines. Al fin suben una planta y les acomodan en sendas estancias. Desde el hermoso aposento en el palacio de Kairuán, Tariq se asoma a una pequeña balconada que se abre al patio lleno de flores de fragante aroma. Se ha hecho de noche. Las palmeras dejan pasar la luz de la luna entre las ramas. A lo lejos va cediendo el bullicio de la ciudad.
Tariq está preocupado. No sabe si está eligiendo el camino recto. Duda como aquella noche, en la que Belay apareció entre las sombras de los árboles. Un hombre joven, de su misma edad, con cabello claro y barba naciente. Recuerda que los ojos grises de Belay mostraban una expresión entre alborozada e irónica.
Atanarik se levantó y desenvainó la espada.
—Vengo en son de paz… —le dijo Belay—. Es cierto que mis lealtades son complejas, pero sé quién es amigo y quién no. Sé también quién es un asesino y quién no lo es.
Atanarik dejó caer la espada. Ambos se abrazaron. Cuando se separaron, Atanarik apoyó los brazos en los hombros de Belay. Sus ojos revelaban una gran emoción. Belay había sido su amigo durante largos años, su cantarada, compañero y aliado. La vida del joven Atanarik había sido solitaria; no le había sido fácil encajar en la rígida corte de Toledo, y, más aún antes, cuando era casi un niño, en las Escuelas Palatinas. Por su parte, Belay le estaba agradecido por su apoyo tras la muerte de su padre, y deseaba ayudarle.
—Recuerdo la noche de la muerte de Floriana —habló Belay—. Me avisaron de parte del rey que había habido ruido en las habitaciones de Floriana, que se había cometido un crimen. Fui allí y forcé la puerta; al ver el cadáver, pensé que no había muerto demasiado tiempo atrás. Y si eso era así… ¿Quién podía saber que había muerto sino el propio asesino? No podías ser tú el que hubiese difundido su muerte porque el cadáver de ella aún estaba caliente cuando lo encontré y tú huías. Sólo el asesino podía haber hecho correr el rumor. Sí, alguien propagó la noticia del asesinato para implicarte, y ese alguien sólo pudo ser el propio homicida.
—¿Viste a alguien? —le preguntó Atanarik.
—Sólo entreví a una mujer. Una mujer suave y con cabellos claros que huía a través de la ventana. Aquella mujer tampoco había cometido aquel crimen; estoy seguro.
A la luz de la hoguera, divisó la suave figura de Alodia.
—No —se dirigió a ella, sonriendo—, tú no eras capaz de matar a Floriana. Eres muy ágil. Pensamos que te ibas a matar en el alféizar de la ventana… Afortunadamente estás viva.
—Me salvó y me ayudó a escapar… —le dijo Atanarik.
—Yo también hice algo —prosiguió hablando amigablemente Belay—. Sabía que estabais en los túneles. Envié a la guardia a buscar por otro sitio. Enseguida se difundió que tú la habías matado. Yo pensé que no había pruebas. ¿Por qué ibas a matarla precisamente tú que estabas perdidamente enamorado de ella? Te conozco hace tiempo, no eres capaz de matar a alguien indefenso, por muy encolerizado que estés. Sé también que Floriana estaba metida en alguna conspiración, me pareció más probable que el crimen hubiera sido debido a ello…
—¿Se ha sabido algo más, después de mi huida?
—No. Un judío se hizo cargo del cadáver, lo embalsamó y lo envió a Septa, a su padre.
—Ella ha vuelto al lugar de donde nunca debió salir…
Atanarik bajó la cabeza, no quería que el otro penetrase en sus sentimientos, que le viese sufrir. Belay fingió no advertir la emoción que embargaba a Atanarik y continuó explicando lo ocurrido.
—Después, me hice cargo de tu búsqueda. Roderik te odia mucho…
—¿Sí…? —le preguntó irónicamente Atanarik.
—No hay nada peor que un hombre despechado, que se siente traicionado por la mujer que ama.
—Fue ella quien me traicionó a mí.
—Hasta cierto punto… Creo que ella realmente te amaba. Creo también que estaba en una conjura. La pena es que los witizianos me gustan aún menos que los partidarios de Roderik, sino creo que me hubiera puesto bajo el mando de la mujer más bella de la corte —Belay le confió sarcásticamente a Atanarik—. Sí, pienso que lo hubiera hecho…
—¿Para eso has venido…? ¿Para recordarme a Floriana? —exclamó Atanarik apenado y un tanto enfurecido—. ¿Para reírte de ella, ahora que está muerta?
Belay agitó la cabeza negando, intentando calmar a Atanarik, se daba cuenta de que su antiguo hermano de armas estaba trastornado por la muerte de la dama.
—No. He venido porque quiero ayudarte; porque no quiero que te metas en algo de lo que puedas arrepentirte.
—Dime…
—El rey está despechado, te odia. Por otro lado, los witizianos han difundido que él fue el asesino. No sabemos quién la mató, pero yo no creo que fuese Roderik y estoy seguro de que tú no has sido. El rey quiere condenarte públicamente para exculparse de ese rumor. Ha lanzado bandos que te acusan y hay patrullas que te buscan por todas partes. Saben que te diriges a Septa. Debes tener cuidado. Sobre todo en los accesos a Hispalis.
—Debo ir allí, a ver a Oppas…
—Es importante que tomes precauciones —le repitió Belay—, sobre todo cuando te acerques al valle del Betis.
—No sé por qué te inquietas tanto por mí… —le insistió Atanarik.
—No soy el único. También Casio y Tiudmir están preocupados… Aunque no te lo creas, nos importas…
Atanarik, los recordó. Los cuatro habían sido inseparables. Casio procedía del valle del Ebro, de una antigua familia hispanorromana de terratenientes. Tiudmir era godo, aunque su nombre era de origen suevo, su linaje provenía de las tierras del Levante.
—Casio y Tiudmir están vigilando en las entradas a Hispalis. Si te encuentran te ayudarán…
—¿Cómo puedo agradeceros…?
—Tú no eres un asesino —le miró fijamente—. Creo que no eres tampoco un traidor, o ¿sí lo eres?
—¿A qué te refieres?
Belay no contestó a su pregunta, sino que continuó como reflexionando para sí mismo:
—Los witizianos no me gustan. No. No me gustan nada. Se alían con los francos, con los vascones… Después hay problemas… Quieren utilizarte.
—¡A mí nadie me utiliza!—se enfadó Atanarik.
—Sí. Lo están haciendo ya, quieren que traigas tropas del Norte de África. ¿No es así?
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Soy Capitán de Espatharios, dirijo la Guardia Real, y controlo a los espías de la corte. Me han informado de que te diriges hacia el sur y de que, previamente a tu partida, has tenido una entrevista con los witizianos. Provienes de la Tingitana. No es difícil deducir lo que te propones. Quieres traer a los africanos…
Atanarik intentó defenderse:
—¿Cómo puedo yo levar tropas en el Norte de África?
—Siempre has estado marcado por tus orígenes. En las Escuelas Palatinas se burlaban de nosotros. De mí porque no estaba en ninguno de los dos partidos en el poder; me llamaban el montañés, el campesino. Y, sin embargo, yo soy nieto del rey Ervigio, y mi padre debió heredar el trono. A ti te llamaban el Africano… como si eso fuera un deshonor. Sin embargo, tu padre tiene poder, se dice que puede levantar a todas las tribus bereberes… Ya en tiempos de Wamba, los bereberes atacaron nuestras costas y ahora se sabe que se han unido a los árabes.
Belay, que había bajado el tono de voz, ahora lo levantó de nuevo para exclamar:
—¡No deberías hacerlo…! No debieras levantar una fuerza que luego sea imposible controlar.
Belay al acabar la última frase, le había puesto de nuevo las manos sobre los hombros. Atanarik calló y bajó la cabeza. Hasta ese momento había estado mirando a su compañero de armas, ahora no se atrevía a enfrentarse a él.
Atanarik retiró suavemente aquellas manos que le acogían y con un tono de voz bajo, algo velado por la pena pero decidido, le preguntó:
—¿Qué pretendes? ¿Qué transijamos con el tirano? ¿Con el asesino? ¡Mira cómo está el país…! Lo he atravesado desde la corte de Toledo hasta el sur, como un siervo, de esos que despreciamos. He visto la degradación en la que ha caído el reino. Hace pocos días, enterré a un suicida. No es el único. He visto el hambre, con ella la peste. Veo la desgracia de la gente y me doy cuenta de que esto no puede seguir así. Los nobles se pelean unos con otros, no se labran los campos, unos campos que, sin cultivar, se van volviendo yermos. Hay peste. Pero la peor peste es la de los nobles visigodos en sus luchas intestinas. Hombres pervertidos, gente en quien no se puede confiar, orgullosos y llenos de envidia. Las Escuelas Palatinas, tuteladas por instructores sin fuste. El Aula Regia, manejada por hombres que buscan sólo sus propios intereses. El ejército que debería defender el reino ante un posible ataque extranjero, escaso y dependiente de las veleidades de los nobles; de si les interesa en cada caso acudir al combate o no. Las tropas del rey y del Aula Regia, insuficientes, poco más que la Guardia Palatina. En fin, el ejército, sin las tropas de los nobles locales, no puede mantenerse.
Belay inclinó la cabeza avergonzado, lo que Atanarik decía era real. El reino estaba corrupto, putrefacto, se hundía. Roderik no era un buen gobernante. Atanarik prosiguió hablando, lleno de furia.
—Roderik es un tirano. No, yo no apoyo a los witizianos; pero quiero cambiar el reino.
—¿Por la fuerza? ¿Por una fuerza extranjera?
—Sí. Es necesario quemar la tierra para que ésta produzca un fruto sano.
Desde el suelo, sentada junto a la lumbre, Alodia los observaba. Le parecían dos colosos frente a frente. Se sentía pequeña. Amaba a Atanarik, sus palabras le parecieron justas. También ella había visto el país destrozado y pensaba que había que cambiarlo. Pero Belay tenía más razones.
—Las tierras quemadas se convierten a veces en tierras baldías. Se puede cambiar el reino desde dentro. Hay hombres justos en este país. Llamar al extranjero supone destruirlo todo.
—Dime, Belay, si tú y yo consiguiésemos destronar a Roderik, ¿quién entre todos los nobles godos que conoces podría llevar con dignidad la corona? Todos están viciados, todos tienen intereses pecuniarios en uno u otro bando. No hay nadie justo.
—Bien —exclamó Belay indignado—. Cuando traigas la guerra y la desolación a esta tierra nuestra. Cuando deshagas el país con un ejército extranjero. ¿Estás seguro de que esos mismos a quienes traes no tendrán tampoco sus intereses torcidos?
—Por lo menos habré intentado el cambio y me habré vengado. No olvides que Floriana ha muerto.
—Sí. Ha muerto, pero… ¿sabes quién la ha matado?
—Ha sido Roderik.
—¿Estás seguro?
Atanarik dirigió sus ojos hacia él con rabia y asombro. Belay mismo le había dicho que el que le había avisado de la muerte de Floriana debía de ser su asesino. Sin embargo, ahora Belay parecía negar esa posibilidad.
—Todas las pruebas apuntan hacia él, fue él mismo el que organizó mi acusación, que es falsa.
—Yo no estoy seguro de que haya sido Roderik —le dijo una vez más Belay.
—¿Quién ha sido entonces?
—No lo sé.
Ahora Tariq recuerda las palabras de Belay, mientras su mirada recorre la hermosa estancia donde se aloja en el palacio del gobernador. El aposento se abre en la parte posterior, a través de una balconada, a un vergel de verdor, con cipreses y palmeras. De allí ascienden olores a mirto y a jazmín, a nardo y a rosa. En cambio, la parte anterior de su estancia se abre a una terraza, casi un mirador, más allá de él, se alza la muralla del palacio, una tapia alta y blanca, que separa aquel lugar de ensueño de la ciudad de Kairuán.
Intranquilo, a medianoche, sin poder dormir Tariq pasea por la amplia terraza que da a la ciudad, y puede ver las callejas que lo rodean, el aire de la noche levanta un polvo oscuro, a lo lejos ve un mendigo, un pobre leproso que arrastra su humanidad por el suelo, mientras va haciendo sonar una campana para alejar a los viandantes.
Las dudas atenazan la mente de Tariq. Aquel gobernador de Ifriquiya, aquel hombre reclinado en un diván sobre cojines blandos y cobertores de lana y oro, es quien le va a ayudar a cambiar el reino de los godos, pero ¿será mejor que lo que hubo antes? No está seguro. Sin embargo, él —a quien su padre ha llamado Tariq, el que rompe— estará más cerca del poder y desde allí podrá cambiar las cosas, vengarse; hacer que las tierras hispanas emprendan otro rumbo, hacer que pague sus crímenes Roderik, el asesino de Floriana.
Transcurren largas las horas de la noche. Se acuesta y se revuelve intranquilo en la cama. Los pensamientos de Tariq parecen vacíos. No puede dormir. Ziyad le ha insistido en el peligro de la copa, pero él no puede más. Se levanta, acercándose a un cofre, en él hay una copa dorada decorada en ámbar y coral. Bebe en ella una bebida fermentada, nota que las fuerzas retornan a él; un nuevo vigor, un ánimo de lucha, le recorre sus entrañas. Vencerá a sus enemigos, encontrará la copa de ónice. El vino le ayuda a olvidar a Floriana, le permite ver el mundo con un nuevo optimismo, se siente seguro de sí.