Atanarik recordó a Alodia. La historia que ésta le había contado de su hermano Voto y de la copa.
—Yo sé donde se oculta —le reveló Atanarik.
—¿Lo sabes? Siempre ha sido un misterio… —se asombró Olbán, atónito.
Entonces Atanarik le contó la historia que Alodia le había relatado, la historia de Voto, el hombre que había encontrado al ermitaño Liuva y había ocupado su lugar.
Al oír aquel relato, la expresión de Olbán se tornó eufórica, y puso su mano sobre el hombro de Tariq.
—Me ayudarás a reconquistar un reino que nos pertenece, que pertenece a la noble dinastía balthinga. Restableceremos un nuevo orden en las tierras de nuestros mayores.
Atanarik le miró desconcertado. Su viejo pariente estaba ebrio con la idea de controlar el mundo con un poder más allá del bien y del mal. La expresión de Olbán se volvió la de un león que busca presa. El mismo león que había rugido en las montañas del Atlas, el león que Atanarik había derrotado.
El rugido del león resuena en la lejanía y la mente de Atanarik retorna al presente, a la cueva donde se han refugiado tras la tormenta. Los hombres que le acompañaban dormitan, sólo Samal está en vela.
Ziyad
La noche discurre entre sueños intranquilos, un enorme león le impide el paso a Atanarik a través de las montañas, el león abre sus fauces y de ella surge una serpiente que está a punto de devorarle. El joven gardingo despierta. La luz del alba se cuela por la abertura de la cueva, una luz clara y brillante de un amanecer frío y rosado.
Los guías de piel oscura le conducen por pasos angostos, entre riscos, paredones graníticos y de pizarra, oscuros y amenazadores. Atanarik sospecha que el camino está vigilado.
A lo lejos, divisa la gran montaña de Tuqbal con sus cimas cubiertas perennemente de nieve. El guía que le ha proporcionado Kenan, un hombrecillo de pequeña estatura con ojos de sapo, indica a lo lejos la cordillera y, en ella, un camino que atraviesa los montes de pinos y quejigos. Bordean lentamente la montaña en una vereda que va ascendiendo sin cesar. El guía señala unas rocas calizas de color grisáceo de forma aplanada; sobre las que se distinguen unos puntos minúsculos.
—Ziyad, hombres de Ziyad…
Al aproximarse, Atanarik alza una bandera. Los puntos minúsculos de la lejanía son ahora unas decenas de hombres, armados con arcos y lanzas; cubren sus cabezas con turbantes y sus cuerpos con unas túnicas cortas, amarradas por cinturones de piel. Les apuntan con flechas. El guía se dirige a los hombres de las rocas, gritando algo en un dialecto bereber.
Pronto, los montañeses los rodean, sin dejar de amenazarles con las flechas. El guía se dirige al jefe de los atacantes, Atanarik entiende parcialmente lo que están diciendo, las palabras se escapan entre las rocas, sólo logra escuchar, una y otra vez, el nombre de su padre, Ziyad.
Les atan las manos a la espalda, les cubren los ojos con un paño y les desarman. Atanarik sabe que les conducen al lugar oculto en las montañas que constituye la morada de Ziyad. El caballo de Atanarik asciende la cuesta conducido por uno de los hombres de su padre. Al avanzar, el frescor del aire de las cumbres le roza la cara. Después nota que descienden de nuevo.
Tras varias horas de marcha, la comitiva se detiene y les retiran las vendas que les cubren los ojos. Al mirar de frente, en el lugar en el que empieza a encumbrarse la montaña, hay una muralla de piedra de un color entre ocre y rosáceo, que parece cortar el camino pero, tras una curva, se descubre una grieta de magnas dimensiones por la que cabe la tropa que conduce a Atanarik. Cuando han traspasado la grieta en la roca, un amplio valle rodeado de un macizo de piedra volcánica se abre ante ellos. Es la misteriosa, la recóndita ciudad de piedra en la que Ziyad se oculta. Atanarik se abisma en la visión de un lugar sorprendente, una llanura con paredes escarpadas de piedra rojiza con casas labradas en la roca. En el punto más pendiente del valle, corre un río caudaloso. Sus aguas canalizadas han creado un vergel de verdor: un enorme jardín de palmeras y flores rodeado de un murallón formado por la propia cordillera, un lugar que no parece tener salida. Mira subrepticiamente hacia atrás, al camino de retorno que, tras una curva, ha desaparecido tras la montaña. Ahora, Atanarik no sabría salir de allí, sería incapaz de volver a la costa.
Le apremian a bajarse del caballo y, empujado por los alfanjes de los bereberes, le hacen avanzar por una senda que recorre la orilla del río. Oye el canto de pájaros exóticos y le llegan perfumes de flores desconocidas, entre los que se entremezclan el nardo y el jazmín. Al llegar a la pared de la cordillera, en el lugar donde tras una cascada se inicia el río, se eleva un palacio tallado en la roca. Atanarik se detiene ante él maravillado: un enorme arquitrabe sobre ocho columnas retorcidas con capiteles de orden jónico. Encima del pórtico, un friso con bajorrelieves delicadamente tallados, figuras de reyes y guerreros. Sobre ellos, en la cornisa, se asientan las figuras de animales mitológicos, fundamentalmente dragones, serpientes y leones alados. Aún más arriba cubriendo el conjunto, se alza un frontispicio triangular, en el que se ha esculpido en piedra los caracteres arcanos, que protegen el valle para que sea exuberante y feraz.
En el centro de la fachada, tras el pórtico, se abre una puerta de bronce labrada en motivos geométricos alrededor de las cabezas de dos gorgonas. Dos filas de guerreros de túnicas cortas con lorigas plateadas custodian la entrada, sostienen lanzas de gran tamaño que mantienen clavadas al suelo por el asta, ascendiendo la punta hacia el cielo. Cruzando la fila de lanzas y guerreros, Atanarik, los bereberes y los Hausa penetran en un gran zaguán de techo abovedado de piedra. Se saben en el legendario palacio de Ziyad; sobre todo, los hombres Hausa no pueden retener exclamaciones de asombro al paso por las salas y corredores. Después del zaguán, penetran en un enorme salón ovalado recubierto por mármoles blancos y verdes en las paredes; de tonos azules y ambarinos en el suelo. Allí hay aún más soldados, que custodian la entrada a las estancias de su señor. La guardia abre paso a Atanarik hasta un amplísimo corredor de paredes doradas, con ánforas de cornalina a los lados conducen a otro lugar a los bereberes y a los Hausa.
El palacio esculpido en la roca no es oscuro, sino un lugar esplendoroso. La luz atraviesa vastas grietas en el techo cubiertas de alabastro y, en los lugares en los que no hay aberturas, miles de antorchas iluminan el camino. Al fin, Atanarik entra en una estancia imponente, no tanto por su tamaño, sino por el esplendor y la belleza de su decoración. El lugar está iluminado por haces de luz solar que descienden desde lo alto de los techos y ventanas cubiertas por vidrios de colores, que al ser atravesadas por la luz, crean un ambiente con un resplandor multicolor e inimaginable. La sala es espaciosa, con columnas que sostienen un techo alto y abovedado. Junto a las columnas, formando un semicírculo abierto al visitante, varias mujeres de largas túnicas, sin velo que les oculte los cabellos, con la cara descubierta, están reunidas sentadas en el suelo en grandes almohadones. Rodean a un hombre fornido, recostado y fumando de un samovar. Viste una túnica clara, un colgante le cruza el pecho, en las manos luce anillos de gruesas piedras preciosas. El cabello cano le cae por los hombros y enmarca una faz morena, en la plenitud de la madurez. En el rostro del hombre se dibuja una huella sobre el pómulo, una señal estrellada. Un lunar similar al que marca a Atanarik.
—Mi señor Ziyad —el capitán de la guardia se expresa en un lenguaje que Atanarik entiende sólo parcialmente—. Hemos encontrado a este sujeto, un hombre del Norte que afirma ser godo, intentando atravesar las montañas. Dice que os busca.
Un par de ojos brillantes observan con fuerza a Atanarik y a los hombres que le escoltan. El godo siente como si aquellos ojos, de una fuerza magnética, lo hipnotizaran.
—¿Quién sois?
Atanarik se inclina en reverencia, evitando así que la mirada le perfore y, a la vez, le conmueva. Después alza la cabeza y lo observa fijamente, mientras responde:
—Me llamo Atanarik. Procedo del reino de Toledo. No sabéis quién soy; pero hace largo tiempo, conocisteis a una mujer goda que ya ha muerto, se llamaba Benilde. Ella era mi madre.
Ziyad calla unos instantes, de pronto parece no estar allí, como si se abriese un pozo en su pasado. Al fin, esboza una sonrisa, se le pliegan las arrugas en torno a los ojos, y su expresión se torna melancólica:
—Tienes los ojos de tu madre, y la marca de mi linaje en tu mejilla. No sabía, nunca lo supe, que ella llevase un hijo mío dentro de sí. Tampoco que hubiese muerto. Ella huyó de mi lado.
Atanarik se apresura a averiguar lo que desde niño siempre deseó saber:
—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué os abandonó?
—Se enfrentó a la Hechicera, a la Kahina, por la posesión de un objeto sagrado. Yo apoyé a la Kahina; en aquel tiempo, yo estaba sometido a ella, a la Hechicera. Además, había otras mujeres en mi vida. Tu madre se sintió desdeñada, creo que no pudo soportar no ser la única. En su raza, las mujeres no comparten el amor de los hombres; en el desierto, en las montañas del Atlas, los hombres luchamos y con frecuencia morimos, las mujeres necesitan protección. Yo me debo a mis mujeres, a todas. Yo las amo a todas, las satisfago a todas…
Atanarik se fija en las mujeres que rodean a su padre: al menos diez, jóvenes y mayores; parecen contentas. El hijo de Benilde se siente de algún modo confundido ante las costumbres de su padre, tan distintas de aquellas en las que ha sido educado.
—Tu madre quiso poseerme para ella sola; quiso hacerme cristiano y que abandonase mis costumbres, mi forma de vida. Pensó que podría cambiarme. La deshacían los celos de las otras, enfermó. Cuando Olbán de Septa la reclamó, la dejé marchar, no cobré el rescate.
—Ella murió de pesar, nunca os olvidó… —Atanarik se expresa con melancolía.
Durante unos segundos, Ziyad recuerda el hermoso rostro de Benilde en los rasgos de Atanarik. Al examinar a su hijo, se siente satisfecho por haber engendrado a aquel hombre fuerte, con aspecto de haber luchado, de ser capaz de enfrentarse a la vida, y prosigue hablando:
—Tú eres mi hijo. El que lleva la marca de mi linaje en su rostro. Tengo muchos más… —se ríe— quizá más de ochenta; pero ninguno muestra como tú la señal del desierto… ¿A qué has venido?
—Me envía Olbán…
—Te envía porque quiere un aliado… ¿Qué está tramando?
—Queremos invadir el reino visigodo de Toledo. Destronar al tirano que lo rige y proclamar un nuevo orden de cosas. Olbán ha pactado con Musa ben Nusayr. En la primavera cruzaremos el estrecho. Necesitamos tropas, hombres del desierto, bereberes del Atlas. Sé que todos os obedecen.
Ziyad se incorpora un tanto de los cojines en los que está tendido. Al fin, se pone de pie, alejándose algo de las mujeres que parecen sujetarle; una de ellas —quizá porque comprende el latín en el que padre e hijo hablan— señala la marca de la mejilla de Atanarik, comienzan a cuchichear entre ellas, algunas ríen.
Atanarik y Ziyad se retiran a un lugar más apartado en la sala; tras las columnas, lejos de las mujeres. El jeque apoya la mano sobre el hombro de su hijo, mientras le va revelando el pasado:
—Ben Nusayr… Ese hombre es muy distinto de Uqba. Uqba, el conquistador del Magreb, era un guerrero. Musa ben Nusayr es un político y un comerciante, quiere el control del Mediterráneo. Ha expulsado a las tribus bereberes hacia el interior, pero no ataca este lugar perdido en las montañas. Me teme porque conoce mi poder. A Musa le interesa el comercio y lucrarse con él. Hace un año, me pidió que mis hombres abordaran las costas de Hispania. Envié a Tarif ben Zora, quien me trajo un buen botín: oro y mujeres. Yo no necesito eso, cobro tributos por el paso de las caravanas a través de la cordillera del Atlas, yo no necesito ya nada…
Mientras Ziyad está hablando, Atanarik le observa atentamente, queriendo conocer con profundidad a aquel que le ha engendrado. Muchas veces, en su infancia, ha fantaseado sobre cómo sería su padre. Siempre se lo ha imaginado como un guerrero poderoso. Se da cuenta de que es un comerciante, un hombre a quien le gustan el bienestar y las riquezas.
—Os habéis acomodado… —y en las palabras de Atanarik late una cierta desilusión—. Me habían hablado de vos como de un luchador, pero ya no lo sois. Vos no sois ya el valiente guerrero… el vencedor de Uqba, el hijo de Kusayla.
Ziyad le replica a Atanarik, parece que sus ojos adivinan lo que ocurre en la mente de su hijo.
—No me ofenden tus palabras. Es cierto que mi vida es ahora cómoda; pero me ha costado mucho lograr que lo sea. Sin embargo, a menudo echo de menos la vida de campaña, las largas cabalgadas, las marchas nocturnas bajo las estrellas… Sigo siendo un bereber. Es un deshonor para un bereber de la tribu de los Barani, un hijo de la Kahina, morir en su lecho. Ahora tengo todo lo que deseo… pero mi vida es rutinaria; la Tingitana ha sido pacificada por mis tropas unidas a las tropas árabes. Pertenezco al Islam. Obedezco al califa. Ya no tengo un enemigo cerca, por eso casi no lucho. Además para levar un ejército de mercenarios se necesita un botín que repartir…
Atanarik cambia su discurso, si su padre no va a ayudarle por ardor guerrero, quizá lo haga ante lo que le ofrece, más allá del estrecho.
—Lo tendréis. Olbán pone su fortuna a nuestro servicio… Además, las tierras más allá de las costas de la Tingitana son ricas… Habrá un buen botín para los que nos acompañen… tierras fértiles aptas para la crianza del ganado, para el cultivo de la vid y del olivo.
A Ziyad se le ilumina el rostro ante la posibilidad de la conquista de nuevas tierras. Le han llegado noticias de que más allá del estrecho hay campiñas que podrían ser habitadas y cultivadas, grandes extensiones de terrenos de regadío, pastos inmensos para la cría de ganado.
—Es cierto que yo no necesito nada, pero mi pueblo se ahoga en las montañas del Atlas, pasa sed en las tierras del desierto. Sólo aquí, en esta ciudad, hay agua suficiente. Con el empuje de los árabes, las gentes de las distintas tribus se amontonan en las montañas y en las tierras que limitan con el desierto. Sí. Los bereberes necesitan migrar, las tierras del Magreb no les sostienen ya, precisan tierras para la ganadería y para el cultivo… Gran parte de mi pueblo demanda una nueva vida…