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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (5 page)

BOOK: El astro nocturno
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Dentro de la casa principal, les espera el reyezuelo, sentado en un estrado más elevado, con esteras y almohadones, cubiertos por pieles de leopardo y de pantera. No muy lejos se escuchan los rugidos de unas fieras, sobresaltando a los hombres que acompañan al godo.

Atanarik le habla con palabras que deben ser traducidas por un intérprete, solicita su ayuda para atravesar el Atlas. Necesita mercenarios, pero también que se les permita pasar hacia el lugar donde se oculta Ziyad. Sarki-i le escucha atentamente, al fin responde con sagacidad;

—Los Hausa somos un pueblo numeroso, nuestras mujeres son fértiles y tenemos muchos hijos; pero la ciudad no puede crecer ya más porque no hay agua; nuestros hijos lucharán a vuestro lado. Tenemos también esclavos que pueden combatir a vuestras órdenes. Os cedemos los hombres que deseas. A cambio queremos oro.

—Lo tendréis.

El reyezuelo se levanta cuando le traducen estas palabras, después se acerca a Atanarik en actitud de súplica. De una faltriquera, el godo extrae unas monedas de oro. Sarki-i sonríe de modo servil, se inclina una y otra vez ante ellos. Después llama a su guardia para que acomoden a los recién llegados. Tras las cortinas que rodean el asiento del jefe Hausa, irrumpen unos hombres fuertes con túnicas blancas ceñidas por un amplio cinturón de cuero de donde cuelga un enorme puñal.

Conducen a Atanarik y a los que le acompañan a una vivienda cercana al lugar donde habita el jeque. Una casa pequeña con un patio más grande en medio y rodeada por otras pequeñas cabañas para la servidumbre. Allí se refrescan y comen un potaje insípido. Kenan está nervioso. Atanarik le tranquiliza.

Al mediodía, la guardia de Sarki-i vuelve a buscarlos, les dicen que la mercancía está preparada, que el señor de los Hausa les espera. Recorren patios blancos inundados por la brillante luz africana hasta llegar a una plazoleta más grande, donde los aguarda el jeque. Allí se aglomeran gran cantidad de hombres jóvenes, muy delgados, con aspecto famélico, atados con cuerdas. Algunos de ellos llevan las marcas de la esclavitud. Atanarik se dirige a Kenan en voz baja, susurrando: «¿Éstos son los guerreros que el jeque quiere darme? ¿Estos esclavos escuálidos…?» Kenan le responde afirmativamente con la cabeza, mientras en lengua bereber, la que Atanarik farfulla desde niño, y que el jeque ignora, le explica: «Son los hombres de mi pueblo, a los que el tirano oprime…»

Atanarik se hace traducir:

—Esos hombres hambrientos no son lo que busco.

El dirigente de los Hausa le responde ofendido unas palabras que Kenan traduce:

—¡Son hombres muy valientes…! ¡Luchan bien!

Baja del estrado, dirigiéndose hacia los esclavos, y les va abriendo los dientes, palpando los músculos, mientras le dice en su idioma:

—Fuertes, hombres muy fuertes…

Atanarik lo observa ceñudo, mientras Sarki-i insiste:

—Buenos guerreros, buenos. ¡Tócalos! Escoge los que quieras. Tienes tiempo. Regalo éste, los otros una moneda de oro por cada uno. Toma los que quieras, se irán contigo.

Con un gesto le anima para que sin prisa escoja los hombres que él desee.

—Yo volver; después, tú pagar.

El reyezuelo se va haciendo reverencias y aspavientos a su cliente, atravesando un vano en el patio, que no tiene puerta sino una cortina de vivos colores.

Cuando se ha ido, Kenan le va señalando a los hombres que él conoce, los que él sabe que le ayudarán.

—Éste, éste y este otro… Son buenos guerreros. Amigos míos desde la infancia, hombres leales. Os mego que les concedáis la libertad, se unirán a vos, y después a mi causa.

Atanarik ordena que les suelten las ataduras y pide que los alojen en el patio de la casa donde él vive. Kenan se inclina ante Atanarik, agradecido, después se dirige al grupo, hablándoles en su lengua muy rápidamente. Los hombres de piel oscura sonríen al joven godo. Atanarik observa su alegría explosiva, algo infantil, que se manifiesta en llantos y sonrisas blancas sobre la piel negra.

Los guardias conducen al godo a la vivienda donde se aloja. Más tarde, Kenan se reúne con él, mientras van llegando guerreros de la ciudad. Se ha corrido la noticia de su regreso entre los disidentes al régimen de Sarki-i. Les explican los atropellos y abusos a los que están siendo sometidos por el reyezuelo. Kenan les anuncia que el hombre del Norte va a ayudarles. Le miran como a un dios reencarnado, abriendo los ojos con esperanza. Tras unos breves momentos de júbilo, Atanarik les interrumpe pidiéndoles que le informen sobre la organización de la ciudad. Le explican cómo se distribuye la guardia del jeque, cuáles son las defensas de la fortaleza en la que se recluye, de qué armas y de qué gente dispone.

Así se informa de que Sarki-i se rodea de mercenarios que montan guardia alrededor de su morada, hombres aguerridos y salvajes, sin escrúpulos, entrenados para matar. Están armados con espadas, escudos y lanzas. En lo alto de la mansión del jeque, unos arqueros vigilan continuamente las estrechas callejas que rodean la casa. Dentro en los patios interiores, hay leones que actúan como cancerberos impidiendo que nadie pueda acercarse a Sarki-i. A la menor señal de peligro les abrirán las jaulas para que se enfrenten a cualquier agresor.

Los hombres afines a Kenan muestran su horror al relatar todo ello, con gestos expresivos de las manos y muecas en la cara que denotan su pánico ante el tirano.

El desánimo cunde entre los conjurados.

En medio de la algarabía, Atanarik comienza a hablar suavemente. No grita, ni se excita, metódicamente va trazando un plan. Deben envenenar a las fieras.

—¿No hay en la casa del tirano alguien de confianza? —les pregunta.

Uno de los guerreros le contesta que alguna de las mujeres del jeque le odia tanto que será capaz de hacer lo que sea por librarse de él. Atanarik asiente a esta sugerencia, después sigue desarrollando el plan. Cuando las fieras hayan muerto, habrá que atacar a los arqueros que custodian las torres sin levantar sospechas, entrando con sigilo en las garitas de guardia. Un hombre pequeño y ágil de vientre prominente se brinda a hacerlo con algunos guerreros más de su familia. Después, Atanarik les propone que deberán producir revueltas e incendios en distintos puntos de la ciudad, para dispersar a la guardia haciendo que la morada del tirano quede indefensa. Ése es el momento en el que Kenan, los bereberes de Altahay y él mismo deben aprovechar para invadir la casa del tirano. La señal de un cuerno en la noche será la que dé comienzo a esta última acción.

Los opositores a Sarki-i se sienten, ahora, inundados por la confianza que transmite Atanarik, por su voz cálida y llena de afabilidad. El plan está bien trazado y es posible de realizar. Es verdad que no están bien armados, que ninguno de ellos es un guerrero, pero cuentan con una gran superioridad numérica; en la pequeña ciudad del desierto hay multitud de opositores al tirano, incluso dentro de la propia casa del reyezuelo hay personas que le odian, que colaborarán sin dudar. Los conjurados se despiden de Atanarik y de Kenan, dispersándose por la ciudad. Reunirán a todos los que quieran derrocarle. Cuando todo esté dispuesto, esperarán a escuchar la señal para asaltar las estancias reales.

Aquella noche el godo no puede dormir. Atanarik piensa que si vence a su enemigo, Kenan le ayudará, pero si pierde, el reyezuelo Hausa se dará cuenta de que él, Atanarik, le ha llevado al enemigo a casa y no tendrá compasión. Durante el viaje, Kenan le ha referido las torturas y suplicios que el tirano aplica a sus víctimas, cuando desea vengarse. Les provoca tal dolor que los hombres llegan a desear la muerte para acabar antes con el sufrimiento. Transcurren lentas las horas de una noche de plenilunio, por la ventana brilla el astro de la noche. Al fin, la luna comienza a borrarse del horizonte con las luces del alba, cuando Atanarik escucha gritos y voces. Los hombres Hausa han iniciado la revuelta. Después, se escucha la señal, y el godo se dirige adonde los bereberes de Altahay descansan, ordenándoles que se levanten. Le son fieles y saben lo que tienen que hacer. Le siguen en dirección a la morada de Sarki-i.

En las calles corre una marea de sangre, que se va extendiendo por todas las calles, por las plazas, casa a casa. La lucha es desigual. Los compañeros del guía de piel oscura van armados con cuchillos y palos. Los del reyezuelo local, con lanzas y espadas. A los hombres de Kenan, y a los opositores a Sarki-i, pronto se suman mujeres y hasta los niños de la ciudad. Las mujeres atacan con agua hirviendo que arrojan desde la parte superior de las casas y de los tejados a los distintos piquetes de soldados que se distribuyen por los cuatro puntos de la ciudad. Poco a poco, la revolución callejera va avanzando hacia la casa del reyezuelo. Al fin, una multitud rodea la morada del tirano.

Allí, Atanarik y sus hombres se enfrentan a los guerreros de la casa del jeque y consiguen abatir a la escasa guardia que ha quedado. Dentro de la mansión, el godo divisa a su guía, el negro Kenan que avanza hacia el interior, hacia las dependencias del tirano. Le asaltan varios hombres y le cuesta defenderse. Atanarik acude a respaldarle. Un negro de gran tamaño y un mestizo de piel más clara arremeten contra él. Atanarik se interpone. Kenan esboza una mueca de alivio al verse socorrido. El godo atraviesa a uno de los atacantes por el vientre, al otro le hiere en la cabeza.

El joven godo se introduce aún más en las estancias del reyezuelo. Las fieras, tan temidas, las que le han protegido y atemorizado a los visitantes, han muerto envenenadas. En el interior del palacio sólo hay silencio. Con Kenan llega a las piezas que habitó el jeque, en un lecho hay un cadáver, al que sobrevuelan las moscas. El reyezuelo ha muerto. Nunca sabrán si decidió por sí mismo poner fin a sus días, o si alguna de sus mujeres le asesinó. Ha muerto atravesado por un cuchillo, de mango dorado en forma de serpiente. Kenan se lo arranca del pecho. Con reverencia, lo eleva hacia el cielo mientras pronuncia gritando algunas palabras en su lengua. Atanarik sólo entiende el nombre de Bayajidda, el héroe fundador de su raza y su familia. Adivina que aquel cuchillo es el puñal que mató a la serpiente y debe ser algo sagrado para los Hausa.

El godo y Kenan se retiran de aquel lugar, encaminándose hacia la plaza. Atanarik se pierde entre la multitud. Kenan desde la puerta, habla a los habitantes de la ciudad. Les comunica que el tirano ha muerto. Todos gritan. Después, pronuncia unas palabras y se hace el silencio; Kenan eleva el sagrado cuchillo de Bayajidda ante ellos. Un ruido ensordecedor, de alegría, inunda la plaza. Los hombres alzan a Kenan sobre un pavés; las aclamaciones se hacen constantes y más fuertes, cada vez en un tono más agudo y elevado. Desde un rincón de la plaza apoyado en el dintel de una puerta de una casa de barro y adobe, Atanarik observa satisfecho la escena. Se alegra del triunfo de su amigo.

Durante tres días, la ciudad celebra las fiestas de la victoria. El godo se une a la alegría generalizada. De las tribus vecinas, llegan mensajeros que se congratulan de la muerte del tirano. En la mañana del tercer día, Kenan convoca a Atanarik a lo que antes era la morada del revezuelo local.

—Me habéis ayudado y os estaré por siempre agradecido. ¿Qué es lo que deseáis de mí?

—Necesito encontrar a mi padre Ziyad, os solicito hombres que me ayuden a cruzar el Atlas… —le contesta el godo.

—Os proporcionaré los mejores guerreros del reino Hausa; ellos os guiarán, conocen bien el lugar donde se oculta Ziyad. Después, cuando volváis al reino que gobierna el tirano, el reino más allá del mar, yo mismo os ayudaré, lucharé a vuestro lado. Me obliga un deber de reconocimiento y gratitud. Antes, debo recomponer a mis gentes, deshacer la obra de Sarki-i, después me uniré a vos. ¿Cuándo deseáis partir hacia las tierras que gobierna vuestro padre?

—Lo más pronto posible.

Kenan se pone serio, le advierte con preocupación:

—No podéis iros todavía. Debéis aguardar. Se avecina el khamaseen. Nadie podrá salir de la ciudad en los próximos días.

Así ocurre, el khamaseen, un caluroso y polvoriento viento del desierto, fustiga las tierras Hausa y lo detiene todo.

Atanarik lo oye llegar aquella noche, desde su lecho. Le despierta como un canto desencadenado por el viento que azota las palmeras de la ribera del oasis, junto a la ciudad. Con el viento llegan las tormentas de arena, que aparecen de manera inesperada, transformando el paisaje, que pierde definición, se opacifica, se desdibuja, se agita y arremolina, se torna sepia. Los caminos del desierto se han cerrado.

Atanarik se pregunta cómo es posible que los habitantes de esta ciudad sobrevivan, año tras año, a unos vientos que todo lo arrastran. Los tejados se cubren de ramillas, telas, comida y enseres viejos, de todo lo que tan celosamente guardan las casas de la ciudad.

El aire, pesado y caliente, alborota y levanta el polvo, zarandea las palmeras. La vida se detiene. Pasan los días, y al fin, muy gradualmente, el viento va amainando.

Atanarik reposa en sus aposentos, que están incomunicados por la tormenta. Oye el ruido del viento y recuerda el pasado.

El pasado es para él Floriana.

¡Qué poco la ha conocido!

Él, Atanarik, había crecido en Septa, en la ciudad que Olbán regía. El gobernador de la Tingitana era un hombre singular, muy callado, adorador del sol y supersticioso. Cuando años atrás, Uqba, el árabe, cercó Tingis, no le importó entregar a aquella dama, su ahijada, al conquistador árabe. Después, cuando Benilde regresó esperando un hijo, Olbán lo crió en su corte.

Olbán tenía una hija de quien no se conocía la madre; una hija muy hermosa, sabia e instruida, se llamaba Floriana. La joven, unos cinco o seis años mayor que Atanarik, le había cuidado desde niño; le había consolado después de la muerte de su madre. Durante su infancia y primera adolescencia, Floriana lo había sido todo para él.

Ahora estaba muerta.

Al llegar los años en los que los hombres se entrenan para la guerra, Olbán envió a Atanarik a Toledo a las Escuelas Palatinas. Allí se formó como soldado, futuro espathario del rey. Llegó a ser gardingo real, y se le destinó a diversos frentes, contra los francos, después a someter a los cántabros y a los vascones siempre levantiscos. Cuando regresó de una de esas campañas, Atanarik se reencontró en la corte de Toledo a la hija de Olbán. Al reconocerse de nuevo, el tiempo de la infancia afloró y el amor surgió en el corazón de Atanarik con fuerza.

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